sábado, 16 de julio de 2011

EL ARTE DE LA SEDUCCION CAPITULO 12

Capítulo 12
Cuando el sol se pone, las sombras,
Que al mediodía se mostraban
Solo pequeñas, aparecen entonces largas y amenazadoras.
Nathaniel Lee
Bella hizo caso omiso del golpe suave que sonó a la puerta de su habitación y de la voz de su doncella informándole de que se estaba sirviendo la cena. Estaba demasiado ensimismada en la melancolía que se había hecho dueña de ella desde que había regresado de la feria esa tarde. No podía enfrentarse a nadie y fingir que todo iba bien mientras intentaba deshacerse del recuerdo de las manos de Edward en su pelo, de su aliento cálido en su cuello, de la expresión de sus ojos al mirarla. El trayecto de regreso a Londres le había parecido interminable, aunque le habían ahorrado la angustia de tener que viajar con Edward.

Salvada, pero desconsolada. Y más aún cuando el Duque había entrado en el Otro carruaje con Victoria y los niños. Solo con pensar que estaban los dos juntos, ya había sufrido un tormento. No podía darle a Edward la absolución que este buscaba. No a costa de su corazón. Bella se quedó mirando por la ventana de su dormitorio y contempló el sol que moría tras el horizonte, las sombras que se alargaban por la habitación y la envolvían hasta que ya no quedó nada de la luz y la oscuridad la amortajó casi entera. Otro día… al día siguiente actuaría como si nada hubiera pasado, se recordaría que era una mujer fuerte, que no había hombre que mereciera tal dolor. Pero esa noche quería entregarse a esas emociones más suaves y rezar para encontrar un bálsamo que consolara su orgullo hecho jirones y su espíritu herido. Un ligero rasguño en la puerta apenas hizo moverse a Bella cuando exclamó otra vez:
—No quiero cenar. Ahora vete, por favor. —No es na de la cena, señorita —respondió su doncella—. Ha llegao una carta pa usté.
Bella suspiró. —Entra, entonces.
Un haz de luz brilló en la habitación cuando Millie abrió la puerta.
—¿Onde ta, señorita? ¿Se han apagao toas las lámparas?
—No, es que… me quedé dormida. Enciende la que hay junto a la puerta.
Bella oyó la palabrota que soltó Millie en voz baja cuando chocó contra el escritorio antes de encontrar la lámpara de aceite y encender la mecha, envolviendo la habitación en un fulgor suave.
Mientras se frotaba el costado, Millie se acercó arrastrando los pies al sillón de Bella y le dio la carta. Bella estudió el sobre un momento y se preguntó quién le Escribiría. El sello de la parte posterior era un simple pegote normal y corriente de cera roja, sin grabado alguno que le proporcionara alguna pista sobre la identidad del remitente. Empezó a abrir la carta pero se dio cuenta de que Millie todavía esperaba mirando por encima de su hombro, y que parecía demasiado impaciente por ver el mensaje que contenía la misiva, que sin duda luego divulgaría entre los chismosos sirvientes. —Gracias, Millie. Eso es todo por ahora.
Con aire abatido, Millie suspiró y murmuró, «Sí, señorita» antes de dirigirse despacio a la puerta. Después, le echó una última mirada de añoranza al papel vitela que tenía Bella en la mano antes de cerrar la puerta tras ella.
Nerviosa y sin saber muy bien por qué, Bella rompió el sello, sacó la única hoja de papel y empezó a leer.
Mi amor:
Estoy en el infierno, mi corazón sufre un tormento mientras lucho contra la irresolución Y me esfuerzo por negar lo que siento por ti, y he de confesar que he fracasado.
Era imposible no sentirse atraído por tu sonrisa cautivadora, tu espíritu indómito, tu pasión por la vida… y no ansiar despertar esa pasión de otros modos. Sí, eso también ha obsesionado mi mente.
Y me obsesiona ahora, mientras escribo esto.
Bella dejó de leer, le temblaban las manos. Y pensar que alguien había estado observándola, deseándola.
Miró el final de la página y buscó una firma para identificar al autor, pero no
Había nada. Sintió una desilusión punzante al darse cuenta de que tenía la esperanza de que la carta fuera de Edward. ¿Aunque por qué iba a escribirle ahora? No le había parecido que mereciera el tiempo ni el esfuerzo durante todos los años que había durado su ausencia. ¿Podría ser una carta de James? El momento, junto con su aparición en la feria, parecía cuestionable. Bella sabía que el joven todavía sentía algo por ella, pero creía que Jacob al fin había entendido que jamás podría haber nada entre ellos. Pero esa idea era mucho menos inquietante que la posibilidad de que un extraño la estuviera observando, quizá siguiéndola sin que ella supiera nada. Casi contra su voluntad, la carta volvió a atraer su atención.
Al principio, permití sin casi quererlo que las visiones de tus encantos entraran en mi mente hasta que, al fin, se convirtieron en algo incesante, atormentándome con un ansia insatisfecha.
No entretuve ninguna otra fantasía salvo la del placer inmediato que me provocaba pensar en ti. Aunque no debería sorprenderte descubrir lo pronto que se convirtió en una costumbre, una obsesión, si quieres.
Fue como si despertara de un largo delirio y me encontrara con que albergaba una oscura pasión por ti, y no tenía ni la voluntad ni las fuerzas para resistirme.
Parece que me he pasado la vida intentando contener la necesidad que provocabas en mí para que después, un inexplicable pensamiento aplastara todos mis esfuerzos. Pero he descubierto que cuando la pasión se apodera por completo del alma de un hombre, este ya no puede hacer nada más. Y así, he llegado a la siguiente conclusión…
No podemos huir de nuestro destino. Pero de momento, en este instante, aunque no hagas nada más, sueña conmigo cuando cierres los ojos…
Como yo sueño contigo.
Las palabras persistieron en la mente de Bella y su cuerpo traidor respondió al calor que parecía alzarse del papel para envolverla, para acariciarla.
«Sueña conmigo cuando cierres los ojos… como yo sueño contigo».
Quería atribuirle esas palabras a Edward, pero los ojos del Duque, sus caricias, sus besos, no hablaban de amor. Y ella no podía ser una más de sus conquistas, otra chica de Swan que caía presa de sus encantos. Si Edward la quería, no se ocultaría detrás de una carta. Entonces, ¿quién le había escrito?
Bella decidió interrogar a su doncella para descubrir lo que pudiera sobre el portador. Se levantó del sillón e hizo sonar la campana. Apenas un minuto después, Millie llamó y metió la cabeza en la habitación.
—¿Sí, señorita? ¿Me necesita? —La mirada de Millie se posó sin querer en la carta, quizá con la esperanza de que Bella divulgase su contenido.
—¿Quién trajo esta carta, Millie?
—Un muchacho joven y desaliñado apareció en la puerta, señorita. Dijo que tenía que dársela.
—¿Y ese muchacho joven te dijo quién se la confió?
Millie sacudió la cabeza.
—No, señorita. Fue de lo más misterioso, sí, señor. Le di dos peniques, sí, señor.
Los cogió al vuelo y se largó sin ni siquiera decir adiós. —La doncellita sorbió por la nariz con desdén al recordar la grosería.
Bella suspiró, no estaba más cerca de la verdad de lo que lo había estado un momento antes.
—Gracias, Millie, eso es todo.
Bella regresó una vez más a la ventana y buscó algo en la oscuridad, aunque no sabía muy bien qué. Su mirada se dirigió al este, en dirección a Grosvenor Square, aunque no se veía nada a esa distancia salvo la alta cúpula de la catedral de San José. Solo quedaban unas pocas horas para su encuentro a medianoche con Edward… Unas cuantas horas para prepararse para lo que fuese a ocurrir.
Edward se quedó mirando el fuego de la chimenea mientras escuchaba cada tictac del reloj, su agitación iba aumentando a medida que progresaba la noche.
Esperando… Al parecer siempre estaba esperando algo. Primero a que Bella creciera, después a ver si conseguía olvidarla y contener la pasión que evocaba en él y quizá encontrar algún punto común en su amistad. Pero ya no podía seguir engañándose. Deseaba de aquella mujer mucho más que una buena amistad.
Lo quería todo. Le dio un sorbo a la copa de vino y miró una vez más el reloj que tenía sobre la repisa de la chimenea. Pasaban diez minutos de la medianoche. No iba a acudir a la cita. ¡Maldita fuera! Debería haber sabido que no podría obligar a Bella a hacer algo que ella no quería hacer. No aceptaba de buen grado las órdenes, y desde sus días en el ejército, dar órdenes era lo que mejor se le daba. La joven tenía todas las cartas a su favor. Y a menos que confesara que sabía que «Meg» era una impostora, no podía ir en su busca a exigir respuestas.
Cristo, después de la exhibición que había hecho él esa tarde en la feria, no le extrañaba que Bella no apareciera. Había estado casi a punto de besarla, lo habría hecho allí mismo, a plena luz del día, si la pequeña Mary no hubiera chillado el nombre de Bella porque Philip le estaba tirando de la trenza. Una travesura que debería haber controlado la madre de ambos pero, como siempre, Victoria no se había dado por aludida.
Victoria, ¿pero qué había visto alguna vez en ella? Era superficial, egoísta, pegajosa. Se le había pegado a la cadera la mayor parte del día, metiéndole los senos por el brazo y encontrando todo tipo de razones para inclinarse y proporcionarle la oportunidad para que le comiera los pechos con los ojos. El comportamiento de aquella mujer lo asqueaba y mucho más de lo habitual porque Mary estaba allí para presenciarlo.
Edward solo podía rezar para que aquella chiquilla brillante y vivaz se pareciera a su tía más que a su madre. Sería una pena que toda aquella luz se ajara y terminara empaquetada en el envoltorio de otra debutante afectada.
Lo cierto era que Edward se había dejado casi cautivar por completo por la pequeña picaruela. Mary le hacía pensar en lo que sería su vida si tuviera hijos propios. Con una sonrisa hipnotizadora, la niña hacía de él lo que quería y su excelencia se encontraba permitiéndole más cosas de las que debería. Sospechaba que la pequeña había saboreado todos los dulces de la feria, y a él le había tirado más de la mitad encima.
Victoria le había chillado como una verdulera a Mary cuando la niña le había manchado de forma inocente la camisa con su helado. Cuando él se había arrodillado para tranquilizar a Mary, los ojos de la pequeña estaban llenos de unas lágrimas enormes y a Edward le había apetecido retorcerle el cuello a Victoria.
Le había dicho a Mary que la camisa se podía limpiar mientras le secaba una gruesa lágrima que le corría por la mejilla y había pensando en lo estoica que era la pequeña. En muchos sentidos, Mary le recordaba a Bella.
Sorbiendo un poquito por la nariz, la pequeña lo había mirado con aquellos grandes y luminosos ojos verdes y le había dedicado una sonrisa vacilante. Se había acercado después con timidez, muy poco a poco, y le había pasado las manos por la cara con aquella especie de fascinación recién descubierta por su mandíbula. Después le había sacado el pañuelo del bolsillo y actuando con una madurez impropia de sus pocos años, lo había mojado en la taza de agua que su preocupada niñera le había traído y había empezado a limpiar la mancha. Victoria había rondado sobre ellos con una expresión agria en la cara.
—¡Oh, tío Edward! —había jadeado Mary un minuto después—. ¡Mira qué cardenal tienes!
Edward había bajado la cabeza y después se había echado a reír.
—Eso no es un cardenal, Mary. Es un tatuaje. —¡Un tatuaje! —Había exclamado Victoria mientras se inclinaba para mirar la forma oscura de la cabeza de la serpiente que revelaba la mancha húmeda de su camisa—. ¡Vaya, pero eso es una barbaridad!
Mary le había lanzado una mirada a su madre por encima del hombro y después se había inclinado hacia Edward y le había susurrado al oído. —¿Puedo verlo?
Edward sabía que debería decir que no. Solo era una niña y una serpiente era una serpiente. No quería producirle pesadillas. Pero la expectación que engalanaba aquella carita angelical hizo estragos en su corazón y no tuvo fuerzas para negárselo. —Sí —respondió con el tono de un conspirador—. Pero no ahora mismo. —¿Lo prometes? —Lo prometo. —¿Se lo enseñarás también a la tía Bella?
Edward daría lo que fuera por enseñárselo a Bella, sabía que a esta le fascinaría más que le repelería. Estuvo a punto de gemir al pensar en los dedos de la joven trazando el dibujo, bajando por su pecho hasta llegar a la cola de la serpiente que se enroscaba alrededor de su pezón.
La imagen era tan vivida que casi podía sentir la yema del dedo índice de Bella cruzando el duro guijarro, y la vio inclinándose sobre él para saborearlo mientras su lengua raspaba con suavidad su piel en llamas.
Maldijo por lo bajo con cierta fluidez al darse cuenta de que estaba tan duro como una puñetera piedra. Dios, hasta los pensamientos más inocentes sobre Bella se convertía en fantasías, sentía en las tripas un ansia que lo quemaba y que se iba haciendo más insistente con cada día que pasaba.
Se obligó a concentrarse otra vez en el asunto que tenía entre manos, su mirada se clavó una vez más en el reloj y notó que habían pasado otros diez minutos sin que hubiera señal de la joven. La decepción lo atravesó entero y sintió la tentación de emborracharse. De otro modo, se pasaría otra noche dando vueltas, obsesionado por imágenes de Bella, por todo lo que quería decirle.
Por todo lo que quería hacer con ella. Dios bendito, se sentía como una tetera a punto de estallar. Había tenido la esperanza de haberle inspirado curiosidad suficiente con los besos que habían compartido para hacerla regresar. O bien aquellos besos no la habían afectado lo suficiente… o la joven era lo bastante sensata como para no ir a verlo. Al menos Bella estaba demostrando un poco de sentido común. Al contrario que él. Quizá había llegado el momento de replantearse ese método de seducción, lo de ir por la puerta de atrás; después de todo, la única persona a la que estaba atormentado era a él mismo. Seguramente Bella estaba en su casa, dormida como un tronco. ¿Quizá soñando con el hombre misterioso que le había escrito una carta? Edward sacudió la cabeza. Otra idea desatinada. Pero cuando la había devuelto a ella y a su familia a casa después de la feria, se estaba volviendo medio loco de celos por culpa de aquel imbécil de ex prometido y ardía de deseo por ella, un deseo que llevaba conteniendo demasiado tiempo.
En aquel momento la idea le había parecido el desahogo perfecto, un modo de decirle lo que sentía sin apartarla todavía más de su lado. Era irónico que se encontrara utilizando el mismo método clandestino que empleaba lady Escrúpulos,
Quizá fuera lo más apropiado. Se terminó el madeira que tenía en la copa con la intención de encontrar algo más fuerte que mitigara el dolor de sus ingles cuando unos pequeños golpecitos resonaron en el ventanal del otro lado de la habitación. Edward estuvo a punto de aullar de triunfo cuando vio el rostro enmascarado que se asomaba al cristal.
Bella —o más bien Meg—, había llegado.
El humor de Edward mejoró al instante y cruzó la habitación a grandes zancadas para abrir la ventana de un tirón y sonreírle, sin darse cuenta de que su sonrisa era casi lobuna y sus ojos inescrutables cuando la luna se ocultó tras una nube; llevaba parte de la camisa desabotonada y parecía rogar que unos dedos acariciaran aquella piel firme.

Bella disfrutó de cada glorioso milímetro de aquel cuerpo que se revelaba ante su ávida mirada mientras el corazón le latía más rápido todavía que antes.
Desde que había salido a escondidas de la casa, sin confiarle ni siquiera a Rosalie su encuentro de medianoche, se había sentido como si no tuviera suficiente aire para respirar. Se había detenido varias veces y había estado a punto de volver mientras se decía que nada bueno podía salir de aquella escapada. Pero la necesidad de ver a Edward, de estar a solas con él, había sido demasiado fuerte para resistirla. —Creí que quizá ya no vinieras —murmuró el Duque, su voz sensual la bañó como una brisa en una noche cálida de verano.
—Me dijo que tenía que venir —respondió Bella en voz igual de baja—. Así que aquí estoy. —Sí… aquí estás. —Hubo algo en sus palabras que le produjo a la joven un escalofrío por la columna—. ¿Por qué no has llamado a la puerta principal?
—No quería que nadie me viera.
—Ah, sí… mejor mantener las cosas en secreto. Aunque —dijo alargando la palabra—, puede ser un gran placer desvelar algunos secretos.
Bella no quería verse metida en la trampa de preguntarse a qué se refería el
Duque y decidió suponer que estaba hablando de lady Escrúpulos, cuya identidad seguiría siendo un misterio si Bella tenía algo que decir sobre el tema. Si no salía ninguna otra cosa de esa excursión, al menos podría desviar la atención de Edward para que tomara otra dirección.
—Da la vuelta por las puertaventanas —le dijo su excelencia.
A Bella los pies volvían a pesarle como el plomo pero dio la vuelta a la casa hasta una pintoresca terraza de ladrillo con un banco de hierro forjado bajo un árbol y el olor a madreselva perfumando el aire, así como un leve toque a otoño, aunque todavía era verano.
El perfume ahumado de la madera que ardía en la chimenea solo aumentaba el atractivo del marco al tiempo que una leve brisa cálida agitaba las hojas y le cosquilleaba en la piel expuesta de los hombros y los brazos.
Se volvió entonces hacia la casa y encontró a Edward apoyado en el umbral de su estudio, con el hombro reclinado en la jamba, aquellos hermosos ojos de color melado medían cada uno de los movimientos de Bella.
Con las mangas enrolladas y unos cuantos botones del cuello desabrochado, el sedoso cabello negro revuelto como si se hubiera pasado los dedos impacientes, el Duque jamás había tenido un aspecto más glorioso. Era el paradigma de la virilidad y la tentación y todo el dolor y la soledad que anidaba en el interior de Bella respondió a aquella presencia.
Edward se apartó de la jamba de la puerta y se dirigió hacia ella. Bella estaba paralizada, una voz clamaba en su interior que huyera, que saliera de allí tan rápido como pudiera.
Pero dudaba que hubiera podido dar un solo paso aunque hubiera querido.
Cada uno de los movimientos de su excelencia la hipnotizaba y cuando se detuvo delante de ella, quiso rodearle el cuello con los brazos y apretarse contra él.
Edward no dijo nada. Solo le cogió un mechón de cabello; no, no de su cabello, de la peluca. Bella contuvo el aliento, se preguntó qué iba a decir Edward, si reconocería que no era más que una impostora y le exigiría que se descubriese.
En los ojos del Duque se reflejó un rayo cristalino de oro bajo la luz de la luna, cuyos rayos grababan los huecos y contornos de su rostro, corno si lo hubieran creado esos dioses que vagaban por la oscuridad entre la medianoche y el amanecer.
—¿Tienes alguna información que darme? —preguntó mientras su mirada se deslizaba poco a poco por su rostro antes de clavarse en sus ojos.
Bella parpadeó y se despojó de la bruma sensual que con tanta habilidad Edward había tejido a su alrededor.
—¿Información?
—Sobre lady Escrúpulos.
—Ah… —¿Cómo podía haber olvidado la razón que la había llevado allí?—. He… he oído que ha dejado la ciudad por un tiempo.
—Así que ha dejado la ciudad. Ya veo. —El Duque la estudió con atención y Bella se reprendió para no perder la calma, aunque no era nada fácil—. ¿Estás segura de que estás siendo completamente honesta conmigo, mi dulce Meg?
—Sí. —La palabra salió de sus labios sin demasiada convicción.
—Sabes que me enfadaría mucho si pensase que me estás ocultando algo. A mí no me ocultarías nada, ¿verdad?
Bella solo pudo sacudir la cabeza.
—Bien. ¿Un jerez?
—¿Disculpe?
—¿Te apetece una copa de jerez?
En ese momento a Bella lo que le apetecía era beber el whisky directamente de la botella.
—Sí. Mucho… excelencia. —Tenía que tener más cuidado y recordar que era una sirvienta.
Edward asintió y volvió a su estudio mientras Bella lo seguía fascinada pero de mala gana. Entonces vio algo apoyado en la pared contraria que llevó a sus labios una pequeña exclamación de felicidad.
Su vieja caña de pescar.
Cogió la caña sin pensar, sorprendida de lo bien que se conservaba después de tantos años. La había
perdido en una apuesta con Edward, que se la había quedado. Al día siguiente, su amigo le había regalado otra nueva.
Bella pensaba que Edward se había limitado a tirar la vieja caña y no podía creer que todavía la tuviera. Trazó con el dedo las diminutas muescas que ella había tallado en la base y que llevaban la cuenta de todas las veces que ella había pescado más peces que él. —¿Pescas?
Sorprendida, Bella levantó la cabeza de golpe. Devolvió de mala gana la caña a su sitio y cogió la copa que le tendía el Duque mientras intentaba calmar sus nervios y sofocar las ganas de hablar de aquellos tiempos en los que se sentaban a la orilla del estanque, cuando no necesitaban ni hablar para ser felices.
—No —murmuró Bella—. No pesco.
Edward levantó la caña y pasó el pulgar por la flexible madera.
—Esto pertenecía a una amiga mía. Lo gané en una apuesta. —Se volvió a mirarla—. Entre tú y yo, era incapaz de pescar un pez aunque le saltara del agua a las manos.
La indignación bañó a Bella ante una mentira tan flagrante. Quería llamarle la atención al Duque pero, en su papel de Meg, no podía.
—¿Cuál era la apuesta?
—Bueno, había unas piedras muy largas y planas que cruzaban el estanque en el que solíamos pescar. Estaban bastante separadas y me apostó que podía cruzar hasta la pequeña isla que había en el medio del estanque. Ella cruzó primero y estuvo a punto de conseguirlo, tengo que reconocerlo. Pero falló en una de las rocas y cayó al agua como cuarenta y cinco kilos de peso muerto.
«¡Peso muerto, y unas narices!».
—Entonces crucé yo —continuó su excelencia—. Conseguí llegar al otro lado.
Como ganador que era, recibí su querida caña. La pobrecita no se dio cuenta de que estaba vencida incluso antes de empezar.
«¡Menuda exageración, sobre todo porque él había estado a punto de fallar en la misma piedra que ella!».
Bella se cruzó de brazos y lo miró furiosa.
—Apuesto a que esa chica podría haberlo vencido si hubiera querido.
—Pues no. Yo tenía algo que ella no tenía.
—¿Y qué era?
El Duque se inclinó hacia ella, a una distancia casi indecente, antes de responder.
—Unas piernas más largas.
Tenía una sonrisa tan contagiosa que Bella tuvo que morderse el interior del labio para evitar devolvérsela. Ningún hombre había sido tan versado en la tarea de azuzar su genio para luego desarmarla de inmediato como Edward.
Una expresión dolorida cruzó de repente la cara del joven, alarmando a Bella.
—¿Qué pasa?
Edward se cogió el muslo.
—Una vieja herida de mis tiempos en el ejército. Me duele de vez en cuando, sobre todo cuando cambia el tiempo o cuando va a llover.
Bella miró por las puertaventanas y no notó ningún cambio en el tiempo, aparte de un ligero aumento del viento. Se volvió de nuevo hacia Edward sin saber muy bien qué hacer. El Duque parecía sufrir un dolor horroroso.
—¿Quiere que vaya a buscar a alguien?
—No, no quiero molestar a nadie y sacarlo de la cama. —Dudó un momento y después añadió—. Quizá… —Sacudió la cabeza—. Olvídalo. —¿Qué?
—Nada. —El Duque le dio un trago a su copa, como si esperara a que el licor mitigara el dolor, y sin embargo apretó los dientes, lo que le indicó a Bella que haría falta algo más que los efectos relajantes del alcohol para ayudarlo en ese momento. Su preocupación aumentó.
—Déjeme ayudarlo. Por favor —añadió cuando su excelencia pareció a punto de protestar.
Edward se rindió al fin.
—Si insistes. Quizá podrías…
—¿Sí?
—Bueno, si no es mucha molestia, ¿quizá podrías masajearme el muslo? A veces eso ayuda.
¿Masajearle el muslo? Tendría que colocar las manos sobre él para hacerlo, tocar aquella carne dura y cálida. Y ya le costaba bastante solo estar cerca de él.
—Olvida que te lo he pedido. —El Duque se alejó con una ligera cojera que hizo que Bella se sintiera culpable. Edward estaba sufriendo y en lo único que podía pensar ella era en sí misma.
Se precipitó hacia él, le levantó el brazo y se envolvió con él el hombro.
—Espere, déjeme ayudarlo.
Edward la miró durante un instante y sus ojos profundizaron en los de ella.
—Gracias.
Bella se limitó a asentir, no se fiaba de su propia voz.
Lo ayudó con cautela a llegar al sofá sin darse cuenta de que la pechera de su blusa de campesina se le bajaba de una forma bastante alarmante cuando se inclinaba, lo que le proporcionaba a Edward una visión sin trabas de sus pechos.
Solo los tensos pezones parecían mantener la tela en su sitio.
—¿Mejor? —preguntó Bella.
Cuando la mirada del Duque se alzó hacia la de ella, Bella se quedó sin aliento al ver el ardor que reflejaban aquellos ojos. Se dio cuenta de lo cerca que estaba de él, y de que se encontraba justo entre sus piernas.
—Mucho mejor. —La voz masculina era pastosa.
Bella no estaba muy segura de lo que debía hacer a continuación. No parecía haber ningún modo de acceder al muslo del Duque sin entrar en contacto directo con él, ya fuera sentándose a su lado, lo que la pondría demasiado cerca de su boca, o arrodillándose entre sus piernas. Cualquiera de los dos modos parecía insostenible. —¿Meg?
Bella apenas se dio cuenta de que el Duque le estaba hablando. Su mirada se había quedado clavada en aquellos muslos musculosos y en los calzones del color del ante que envolvían cada tenso milímetro de sus piernas y rodeaban su…
Sacudió la cabeza y un rubor le inundó a toda velocidad las mejillas. Agradeció la máscara que le cubría buena parte de la cara y con un poco de suerte ocultaba el latido de anhelo que la atravesaba en ese momento.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Edward.
Bella parpadeó y se dio cuenta de que lo miraba fijamente.
—Sí, bien.
—No tienes que hacerlo ¿sabes? Las punzadas cesarán en una hora o dos. Ya he pasado por cosas peores. Estoy seguro…
Bella hizo que se callara poniéndose de rodillas delante de él, sin decir nada, todas sus terminaciones nerviosas se estremecieron cuando se frotó las palmas sudorosas en la camisa, que le ciñó entonces el pecho. La tela le pareció el más tosco de los linos cuando le rozo los sensibles pezones.
Después, Bella respiró hondo y puso las manos en el muslo del Duque.

4 comentarios:

lorenita dijo...

wow!!! se esta poniendo muy interesante.....jeje:)

Ligia Rodríguez dijo...

Interesante es poco, esto esta demasiado emocionante, nos leemos pronto Annel y me encanto el capitulo!

joli cullen dijo...

jajajajaja ne nuero edward la hace bien

Unknown dijo...

hooooooooo Dios!!! lo va a tocar!! hay ya quiero que se desenmascaren ambos!!!

me voy a leer el otro cap!!!

ORACION A MI SEXY VAMPIRITO

Edward de mi guarda
De mi sexy compañia
Bebete mi sangre
De noche y de Dia
Hasta que caiga en tus brazos
Y sea tu marca de heroina