Capítulo 3
Entre la
ausencia de cualquier referencia visual, la suave mano de Isabella
acariciándole el pelo una y otra vez y el haber sido capaz de compartir la
historia de la muerte de su madre y Jacob sin sufrir un ataque de pánico, Edward
estaba casi pletórico por la sensación de triunfo que lo embargó. Y todo era
gracias a Isabella, a lo que ella estaba haciendo. Así que la adoró por eso.
Nadie había llegado hasta su corazón como lo estaba haciendo aquella mujer, y
desde luego nunca tan rápido.
La voz de ella interrumpió sus pensamientos.
—Edward Cullen, dices las cosas más dulces que jamás he
oído. Te lo juro.
Edward sonrió contra su mano, que todavía le sostenía la
mejilla, y al final terminó riéndose.
—¿Qué te hace tanta gracia?
Se encogió de hombros, pero después recordó que la falta de
luz hacía muy difícil que el lenguaje corporal resultara inteligible.
—«Dulce» no es una palabra con la que la gente suela
definirme.