—Cuéntame alguna
emergencia rara a la que hayas acudido —dijo Isabella, sonriendo a Edward.
Dios, qué atractivo era, sentado en el asiento del conductor de su Jeep negro y
agarrando el volante de cuero con sus enormes manos. Aunque iban a visitar a su
familia, conducía él (el pequeño Prius plateado de Isabella era demasiado
claustrofóbico para Edward). Ya estaban a medio Mikeino entre su hogar en
Arlington y la casa de su padre en Filadelfia y, como siempre, no tenían
problema en encontrar temas de conversación. Aunque claro, eso era parte de lo
que la había atraído a Edward desde el principio.
—He tenido más de
un caso extraño a lo largo de los años —dijo Edward, esbozando una pequeña
sonrisa pícara y dedicándole una mirada—. Veamos. Una vez, a una mujer se le
quedó encallada la mano en el triturador de basura. Su jersey se enganchó con
una pieza del mecanismo interno. Se ve que era de lana de cachemira, y se
cabreó de lo lindo cuando tuvimos que cortarlo.
Isabella hizo una
mueca.
—¿Por qué metió la
mano en el triturador?