Prólogo
Camina envuelta en la belleza como la noche
De climas sin nubes y cielos estrellados.
Lord Byron
Kent, 1842
La mujer acudió a él al amparo de la oscuridad, sólo un rayo de luz de luna guiaba su camino. El aire era sofocante y cálido, perfumado con la fragancia del jazmín que florece durante la noche; los sonidos de los compases casi imperceptibles de la orquesta llegaban con la brisa.
La mujer permaneció allí, mirándolo, con la expresión inescrutable, todo su aspecto era un misterio bajo el antifaz que cubría buena parte de su rostro, la peluca empolvada que ocultaba su cabello y el disfraz de cortesana, con su atrevido escote que apenas le cubría los pezones.
Caminó hacia él, la sensualidad de sus movimientos fijó la atención masculina en sus caderas. Ella no dijo nada y la lengua de él tampoco pudo articular sonido alguno. Cuando se detuvo ante él, el pulso que latía en la base de su cuello y el rápido agitar de sus pechos le dijo que no estaba tan serena como quería hacerle creer. Bien. Tampoco lo estaba él, y al darse cuenta sufrió una sacudida.
¿Quién era aquella mujer?
Quería preguntarlo. Debería haberlo preguntado, pero temía romper el hechizo.
¿La había visto dentro? ¿Había asistido alguna vez al baile anual de disfraces de su madre? ¿Importaba en realidad? Estaba allí, punto.
Edward abrió la boca para decir algo, pero la mujer apoyó un dedo esbelto en sus labios y lo silenció. Después, esos mismos dedos cruzaron su mandíbula como un susurro, se deslizaron por su pelo, le cubrieron la nuca y atrajo su boca hacia la de ella. El contacto fue explosivo.
Las grandes manos masculinas se cerraron alrededor de la diminuta cintura de la joven, atrayéndola hacia sí, necesitando ceñirla contra su cuerpo tanto como pudiera. Las capas de ropa que se interponían entre ellos los confinaban y restringían. Qué absurda inconveniencia.
Edward quería ir poco a poco, ser dulce, pero la joven cambió el juego del amor, su necesidad era acuciante, incitaba los sentidos masculinos, y el calor de las pieles, allá donde los cuerpos se tocaban, se extendía y ascendía fuera de su control. La depositó en el suelo y la apretó contra la hierba fresca junto a las preciadas rosas de su madre. Sus manos, por lo general tan serenas, forcejearon con el borde del vestido de la joven.