miércoles, 13 de julio de 2011

EL ARTE DE LA SEDUCCION CAPITULO 9

Capítulo 9
Yo que amé y a ti que te complació,
¿Quieres que empecemos a pelear?
Anónimo
—Ah, Hastings, buenas noches. —Edward esquivó a su mayordomo, que lo miró con la boca abierta como si fuera un extraño sin cabeza aguardando a que le dieran paso en un palacio de oro en lugar de su jefe entrando en su propia casa—.
Todavía estamos haciendo guardia, ¿no? —Por supuesto, excelencia —respondió Hastings, obviamente recuperada la compostura y mostrando toda su desaprobación—. Un mayordomo no puede ponerse cómodo hasta que se haya ocupado de su señor. Edward hizo entrar en el vestíbulo a una reacia Bella, a la que de repente parecía haberle crecido plomo en los pies. ¿O debería pensar en ella como Meg, la engañosa y bella moza de taberna? Ninguna de las dos parecía dar alivio a sus doloridas ingles. ¿Dónde se había metido su temeraria Bella? ¿La mujer que había sido lo bastante valiente como para meterse entre asesinos y ladrones para cumplir con una trama descabellada que pretendía meter en cintura a los hombres de Londres? Lady Escrúpulos era un apodo muy atinado aunque él se había equivocado por completo al pensar que era una mujer amargada a la que habían rechazado todos los hombres que la habían conocido, A Bella no la rechazaría ningún hombre que estuviera en su sano juicio.
 ¿Pero entonces qué había ocurrido con su ex prometido? Edward sentía una necesidad casi obsesiva de averiguar algo más sobre aquel hombre y descubrir lo que había dado lugar a unas repercusiones tan devastadoras y públicas. Miró a Bella desde su altura, vestida con una blusa muy escotada de la que sus manos ansiaban despojarla; tenía un aspecto tan sexy y tentador, cualquier cosa salvo inocente, y se preguntó si lady Escrúpulos había formado parte del problema. Bella era una mujer decidida, testaruda, enloquecedora y en ocasiones completamente inconsciente. Tenía suficientes rasgos frustrantes como para llevar a un abstemio a darse a la bebida. Y sin embargo, cualquier intención de meterle un poco de sentido común con una sacudida había huido de la mente de Edward en cuanto ella le había posado la mano en la mejilla en el carruaje y había susurrado su nombre con la voz de un ruiseñor. En aquel instante había creído que iba a besarlo, lo que solo lo habría salvado de sí mismo porque él sí que tenía intención de besarla, por Dios. Lo que habría sido un desastre para el plan que se había formulado poco después de descubrir la argucia de la joven, un plan que parecía incluso más atrayente una vez que su mente, y su cuerpo, se habían enfriado un poco. — ¿Me permite llevarme su abrigo, señor? —inquirió Hastings. Edward habría tenido que estar sordo para no notar la censura que ribeteaba el tono monocorde habitual de su mayordomo. El Duque sospechaba que podía recitar con bastante precisión lo que le diría el buen hombre si se le diera la oportunidad de descorchar la lengua.
Un auténtico duque nunca daría lugar a especulaciones llevando a una mujer de las clases inferiores a su casa, y después del anochecer, nada menos.
El hecho de que Edward pudiera leer tan bien el pensamiento de Hastings era un mal presagio, por no decir otra cosa. —Desde luego que puede, Hastings. —Edward se despojó de la fina levita, seguida por el chaleco de gala y la corbata. Suspiró aliviado y después se desabrochó los dos primeros botones de la camisa antes de notar que la mirada de Bella se detenía en la piel que quedaba expuesta. Oyó que alguien contenía el aliento y se dio cuenta, para gran disgusto suyo, que era Hastings, que parecía a punto de desmayarse y se le saltaban los ojos ante la necesidad de comunicar que un duque jamás desvestiría ninguna parte de su persona delante de una dama con la que no estuviese casado, y mucho menos fuera del tocador, si es que había que caer tan bajo como para permitirse tener relaciones prematrimoniales. Edward estaría de acuerdo con parte de ese razonamiento, pero resultaba que esa noche Bella no era una dama y él tenía que poner su plan en acción en algún momento. Si hacía las cosas bien y no perdía el control, la joven no tendría ni idea de lo que él estaba tramando hasta que ya fuera demasiado tarde. Hasta que ya la hubiera seducido por completo y a conciencia. Un plan maestro como no había tenido otro. Nada patente, por supuesto, porque eso podría espantarla. Una seducción más sutil, como si entrara por la puerta de atrás. Pensaba dejar que llegara ella sola a la conclusión de que todavía sentía algo por él. Y una vez que lo hiciera, ambos podrían dejar atrás todos los fingimientos. Si una vocecita lo incordiaba diciéndole que la estaba manipulando, que la estaba empujando de forma deliberada hacia algo que la joven quizá no quisiera, Edward sofocó esa voz. Bella lo quería, Edward estaba seguro. Comprender a su objetivo era una habilidad que él había terminado por dominar, ya que haber hecho caso omiso de las señales que anunciaban una perdición inminente podría haber supuesto su muerte y la de sus hombres. Resuelto a llevar a cabo sus propósitos, se volvió hacia Hastings.
—Si fuese tan amable de correr a buscar a la señora Bradshaw, Hastings —le dijo—. Necesito que vea a nuestra invitada. Dígale que traiga un bálsamo, un paño y un poco de agua tibia.
Hastings clavó sus quijotescos ojos en Bella. — ¿Está herida, señora? —Era obvio que, en pleno ataque de ira, no había visto el corte del labio de Bella aunque, todo sea dicho, la herida apenas era perceptible. Edward notó el momento exacto en que Hastings vio la dicha herida y una expresión dubitativa se hundió en su rostro arrugado cuando posó la mirada sobre Edward una vez más. Por fortuna, el hombre fue lo bastante prudente como para mantener la boca cerrada antes de enunciar las opiniones que estuvieran rebotando por su cerebro.
—Si me lo permite, señor, yo mismo atenderé a la, eh, joven dama, dado que la señora Bradshaw ya se ha ido a la cama. Edward sacó su reloj de bolsillo y lo comprobó como si no supiera ya lo tardío de la hora, o como si no fuera evidentemente consciente de que la viuda señora Bradshaw se retiraba cada noche a las diez en punto, como un reloj. Que Dios la bendijera. El Duque se había anticipado a esa respuesta y no tardó en dar con una solución. —Qué descuido por mi parte, Hastings. Es muy tarde, ¿verdad? Bueno, me disgustaría mucho si tuviera que privar a alguien de su merecido descanso. El suyo incluido, viejo amigo. ¿Así que por qué no me trae un poco de ungüento y se va después a la cama?
Una expresión de alarma, bastante cómica, barrió la cara de Hastings. —Oh, no, no, mi señor. No es ninguna molestia. No tengo sueño en absoluto. Iré a buscar el ungüento y volveré en un santiamén. También voy a llamar a Benson para que vuelva a traer el carruaje y así pueda devolver a la, eh, joven dama, a su propio alojamiento.
Edward estuvo a punto de echarse a reír ante los obvios intentos de su mayordomo de proteger su buen nombre y más que discutible virtud, y por el modo en que los labios de Hastings se fruncían como si hubiera mordido un caqui verde cuando hablaba de la supuesta joven dama. —No sea ridículo, Hastings. No hace falta tomarse tantas molestias. Solo tráigame lo que le he pedido y yo mismo me ocuparé de la joven dama. Y ahora dese prisa. Nuestra invitada necesita atención médica con urgencia.
Hastings inclinó la rígida cabeza de mala gana. —Como desee, excelencia. —Después le lanzó una mirada más de congoja a Bella antes de darse la vuelta y escabullirse por el largo pasillo como si se estuviera dirigiendo al cadalso. Bella observó partir al regio y anciano caballero, se sentía bastante incómoda al quedarse a solas con Edward y la desaprobación de Hastings no hacía las cosas más fáciles. Con su actual atavío, era muy probable que el anciano pensara que era una simple fulana de los muelles, el corsé hacía subir el poco pecho que tenía y hacía que diera la sensación de que estaba sirviendo sus senos en una bandeja de plata. Edward se acercó entonces a ella, moviéndose con la gracia sinuosa de un felino depredador y un brillo en los ojos que Bella no había notado antes. —No te voy a morder, mi niña —le dijo, y no había nada en su porte mientras la escoltaba hasta la biblioteca que debiera hacerla dudar de que sus intenciones no eran de lo más honorables. Pero el caso era que lo dudaba. Había cierta tensión en él, un calor que irradiaba de todo su cuerpo y la envolvía haciéndole subir la temperatura también a ella, hasta que estuvo segura de que tenía unas décimas de fiebre y tendría que quedarse en la cama una vez llegada la mañana por culpa de alguna misteriosa enfermedad. Edward la sentó en el enorme sofá que había junto a la chimenea. Persistía en el aire un aroma a cuero, coñac y puros que le indicó que Edward pasaba allí mucho tiempo. Casi podía imaginárselo tirado en el sillón orejero de cuero negro, delante de la chimenea, con las botas encima del reposapiés, una copa de coñac en una mano y un puro en la otra mientras contemplaba con aire pensativo las llamas que saltaban en la chimenea. — ¿Te encuentras mal? —inquirió el Duque atrayendo de nuevo su mirada hacia la preocupación de su rostro y aquellos ojos que la sondeaban. — ¿Mal? —Bueno, tienes mala cara. Quizá deberías echarte. Antes de que Bella pudiera proclamar que acostarse en cualquier parte salvo en su propio dormitorio podría ir en detrimento de su bienestar general, Edward ya la había tumbado de espaldas. Después se sentó a su lado, apretando con la cadera la de la joven, un contacto íntimo y desconcertante. Pero más desconcertante era el hecho de que el Duque la tenía atrapada. — ¿Mejor? —murmuró Edward, cuyos ojos parecían haberse oscurecido, aunque bien podrían ser las sombras que tenía detrás lo que le daban ese efecto. —Toy bien. Y casi preferiría estar sentada si no le importa. —Bella intentó levantarse pero se lo impidió una mano en el hombro, confirmando sus sospechas de que no se le permitiría irse hasta que el Duque hubiera logrado lo que pretendía. ¿Pero qué era lo que pretendía, con exactitud? — ¿Por qué tanta prisa, mi querida muchacha? ¿He hecho algo que te haga sentirte incómoda? —No. «Sí». —Bueno, ¿entonces estás enfadada conmigo por el beso que compartimos en la taberna? Estoy de acuerdo que no estuvo bien por mi parte, pero espero que puedas encontrar en tu corazón la compasión suficiente para perdonar a un hombre que se había excedido con el licor. Sacó a la luz mi lado más impulsivo. Espero que tengas la amabilidad de olvidarlo todo. — ¿Olvidarlo? A Bella le picó el orgullo. En ese momento habría dado lo que fuera para borrar el incidente por completo de su mente. Pero erradicarlo de su corazón era muy distinto. —Dado que ahora hay entre nosotros una especie de vínculo, te confesaré por qué me encontraba en aquella destartalada taberna. —Bajó la voz como si fueran conspiradores y le dijo—: Estaba en una misión. La afirmación sacó a Bella de la riña que se estaba dando a sí misma por creer que el beso — ¿besos?— que habían compartido había sido algo más que un error. — ¿Qué clase de misión? — ¿Y por qué estaba susurrando como si estuvieran hablando de una información secreta? —Una cuestión de buena voluntad —respondió el Duque—. Verás, a mi amigo, el que fue a rescatar a tu amiga, lo está calumniando de un modo terrible una arpía llamada lady Escrúpulos. ¡Arpía! Qué típico de un hombre pensar algo así de una mujer independiente, creer en la doble moral de «haz lo que digo y no lo que hago», considerar que es aceptable tratar a una mujer como si fuera un mueble, algo que se puede trocar e intercambiar con cualquier camarada de su elevado ambiente. Sin darse cuenta ni de lo mucho que le ardían los ojos ni de hasta qué punto la traicionaba su barbilla sobresaliente, Bella habló con tono seco. —Pues yo creo que es una auténtica santa, una dama venerable, sí, señor. Toda una joya entre las mujeres. — ¿Una joya? —Se rió Edward—. No creo. ¿Así que tú también crees que es vieja, bueno, venerable? Eso me parecía. Desde luego tendría que ser vieja, y fea, claro, para desearles tanto mal a los hombres. —Ella no le desea ningún mal a nadie. ¡Y tampoco es vieja! — ¡Oh, maldita fuera su imprudente lengua! Aquel genio siempre la metía en líos. Era como si el Duque supiera justo lo que tenía que decir para azuzarla y que perdiera el control. Pero Edward era muy capaz de hacer perder la paciencia a un santo sí así le convenía. — ¿Ah, no? —La miró con mucha atención—. ¿Y cómo ibas a saberlo tú?
Bella lo miró con el ceño fruncido y se cruzó de brazos. —Pues porque lo sé, ya está. ¿Y por qué me mira así? —Quizá porque estoy empezando a creer que quizá formes parte de ese círculo de vengadoras que está haciendo estragos entre la inocente población masculina de esta ciudad. — ¡Inocente, y un pimiento cocido! —se burló la joven. Edward se levantó de un salto y una enorme sonrisa se extendió por su atractivo rostro. — ¡Aja! Así que trabajas con esa dama. —Yo no... —Eso me parecía. —Se alejó de ella unos pasos y después giró en redondo con un movimiento espléndido para mirarla—. Creo que tengo la obligación moral de informar a las autoridades sobre tus tratos con esa infame hermandad con la que te has mezclado. Has cometido un grave error al negociar con semejante diablesa. Bella se sentó de golpe. — ¿Las autoridades? Pero si yo... nosotras... ¡no han hecho nada malo! — ¿Nada malo? Ah, pobre y errada muchachita. —Edward sacudió la cabeza mientras se felicitaba por dentro. Tenía a Bella justo donde quería. La conocía demasiado bien para pensar que la joven se disolvería en un ataque de histrionismo, o, lo que era peor, en lágrimas, cosa que si alguna vez hubiera incorporado a su repertorio de artimañas femeninas, lo habría puesto a él de rodillas de inmediato. No, Bella era demasiado sensata, demasiado inteligente para no ver que estaba atrapada. La joven volvió a acomodarse en el sofá y lo miró como si estuvieran regateando en una mesa de negociaciones. Mal sabía ella que era el Duque el que tenía todas las fichas. — ¿Entonces qué es lo que quiere? «A ti». —Que cooperes —dijo Edward. — ¿Qué coopere cómo? —Dándome información, para ser exactos. Quiero que vigiles a lady Escrúpulos y vuelvas a informarme sobre sus movimientos. Bella lo miró con cara de póquer.
—Y si lo hiciera, que no estoy diciendo que lo vaya a hacer, que conste, ¿qué consigo yo a cambio? —No tendrás que enfrentarte al magistrado. No parecía muy preocupada, seguramente porque pensaba que él no había descubierto su disfraz y por tanto se sentía a salvo de cualquier daño. Claro que Bella no había tenido en cuenta el factor más importante de todo aquel asunto. A él. Que podía ser despiadado cuando quería algo. Y lo que quería era a ella. Hace muchos años, Edward había intentado borrar de su memoria la necesidad de hacerla suya, ¿y dónde lo había llevado eso? Al mismo y puñetero atolladero de siempre. Pues se había acabado, maldita fuera, no pensaba luchar más. — ¿Y quién dice que cuando me vaya de aquí no voy a echar a correr y desaparecer y usté no me vuelve a ver más? —le preguntó Bella con descaro, planteándole la pregunta que él ya había anticipado. — ¿Te he dicho que estuve en el ejército, mi dulce Meg? Las operaciones encubiertas son mi especialidad. Con o sin tu ayuda, encontraré a lady Escrúpulos, y te encontraré a ti también. Te lo advierto, si me obligas a tomar medidas desesperadas, será mucho peor para ti. Edward observó la lucha que se libraba en el interior de su amiga, apenas era capaz de contener la risa ante la expresión de aquellos ojos que le decían que les encantaría verlo hecho pedacitos. La pobrecita, nunca se había tomado demasiado bien las imposiciones de nadie, pero él la había atrapado entre la espada y la pared y pensaba llevar las cosas hasta el final. —De acuerdo —cedió Bella con muy malos modos y el ceño fruncido. —Buena chica. —Y le dio la espalda para que la joven no viera su sonrisa triunfante—. ¿Y ahora dónde diablos ha ido Hastings a por esos adminículos? ¿A Waterloo?
Como si le hubieran dado la entrada, Hastings raspó la puerta y entró un momento después con una bandeja en la que llevaba los artículos solicitados. Pero fue la persona que entró detrás de Hastings, con cara de sueño tras haber sido levantada de su cama, la que hizo que la mirada sulfúrea de Edward siguiera a su mayordomo cuando este cruzó la sala con paso firme y dejó la bandeja en la mesa que había delante del sofá evitando de forma estudiada mirar a Edward.
—Tengo entendido que tenemos una emergencia, excelencia. —La amable mirada de la señora Bradshaw cayó sobre Edward para depositarse luego en Bella, que se irguió un poco al encontrarse bajo la mirada preocupada del ama de llaves. Si la señora Bradshaw pensó que había algo raro en tener visita a una hora tan tardía, o en que la dicha visita fuera una mujer vestida de forma bastante audaz, no se le notó en la cara. El ama de llaves se acercó a toda prisa a Bella y se sentó a su lado en el sofá. Las dos mujeres eran un estudio en contrastes, la matronal figura de la señora Bradshaw y la diminuta de Bella. La mirada de Edward se deslizó hacia los pechos pequeños y respingones de Bella que tan bien delineaba la fina blusa que llevaba, para detrimento de la ya inestable serenidad del Duque. Sabía que la visión de aquellos dulces montes terminaría por hacerlo caer de rodillas. Se los imaginaba orgullosos, con los pezones tensos y acurrucados en la nube de una aureola rosada y algodonosa. Gimió ante la imagen, lo que atrajo la atención de tres pares de ojos, que giraron en su dirección. — ¿Se encuentra bien, excelencia? —inquirió la señora Bradshaw al tiempo que detenía un momento los cuidados que le estaba prestando al labio de Bella, lo que solo consiguió que la mirada de Edward se posara en la boca llena de su invitada. —Estoy bien, señora Bradshaw. Es solo un tirón muscular. —Qué músculo era, no tenía por qué confesárselo—. Nada de lo que deba preocuparse. La señora Bradshaw asintió y volvió con su paciente. La mirada de Bella permaneció clavada en él, aquellos ojos azules y ardientes que lo miraban a través de aquella maldita máscara que no quería quitarse. Edward frunció el ceño cuando la fantasía y la realidad se yuxtapusieron por un momento y se vio de nuevo en aquel jardín iluminado por la luna, con Victoria retorciéndose bajo él. Pero en esa ocasión, al penetrarla, se encontró contemplando el rostro de Bella.
Sabía que la imagen no era más que fruto del creciente deseo que sentía por ella, sin embargo era uno de los cuadros más evocativos e intensos que recordaba. La lujuria y la nostalgia chocaron en sus entrañas y por un momento quiso olvidar su plan de seducirla con lentitud, quiso olvidar que era un caballero, quiso olvidar que
Bella era una dama y por tanto merecía que la trataran como tal. Quería arrancarle aquella blusa, levantarle de un tirón la falda, ponerla en el suelo delante de la chimenea y entrar en ella una y otra vez hasta que la joven gimiese su nombre y le rogase que pusiese fin a su tormento, hasta que la culminación la invadiese por entero y las dulces convulsiones lo ciñeran a él con fuerza. Una gota de sudor le cayó por la sien y Edward supo que tenía que calmarse. Las posibilidades de quedarse a solas con Bella esa noche se habían ido al mismísimo infierno gracias al maldito Hastings. Pero seguramente era lo mejor. En su estado actual, no estaba muy seguro de que no fuera a actuar según le dictaban sus embravecidos impulsos. Entonces se le ocurrió un pensamiento perturbador. ¿Bella seguía siendo virgen? Solo porque no estuviera casada no significaba que no se hubiera entregado a otro hombre. Después de todo, tenía veintiséis años. La idea de que Bella, su vibrante y hermosa Bella, pudiera haber estado con otro hombre, hacía perder la calma a Edward, lo minaba, como la hoja de un cuchillo que fuera rebajando la parte más profunda de su alma. Pero si había estado con otro hombre, el único culpable era él, por alejarse de ella hace ocho años en lugar de decirle lo que significaba para él. Los únicos momentos en los que había sido totalmente sincero sobre lo que sentía por ella había sido en sus cartas, las que había sellado y dirigido, pero nunca enviado.
En lugar de mandárselas, las había metido en una caja que guardaba en su escritorio, junto con los recuerdos que Bella le había ido dando a lo largo de los años: una rosa que la joven había cortado de los preciados rosales de su madre y le había regalado el día que él había cumplido dieciocho años, una pluma de un pajarito que había salvado, y un largo mechón de cabello que había rescatado cuando su padre la había obligado a cortarse la espesa melena afirmando que parecía una bárbara mientras se lo recortaba a tijeretazos que dejaban unas capas irregulares. Edward recordaba bien ese día. Bella no había derramado ni una sola lágrima. Ni una. En su lugar, había jurado que se dejaría crecer el pelo hasta las rodillas cuando fuera mayor. Aunque todavía tenía que verla con el pelo suelto, el Duque sospechaba que la joven había mantenido su promesa, lo que le hizo preguntarse cómo se las arreglaba para contener toda esa mata de pelo bajo la peluca. Aquel maldito adorno tenía que ser muy incómodo y debía de estar dándole mucho calor. Seguramente Bella estaba deseando mandarlo al mismísimo Hades, debía de estar muriéndose por quitarse el condenado artilugio. —Pues ya está, querida. —La señora Bradshaw le dio unos golpecitos a Bella en la mano con gesto maternal y después se levantó y se dirigió a Edward—. ¿Necesita algo más, excelencia?
Esa vez, cuando lo miró, había un toque de censura en sus ojos. ¡Cristo! Cinco minutos en compañía de Bella y toda una vida junto a Edward —una vida que había sido ejemplar, en su mayor parte—, y ya lo habían tachado de viejo rijoso. —No. Gracias, señora Bradshaw. Eso es todo.
La señora Bradshaw inclinó la cabeza con brusquedad y después depositó una sonrisa tranquilizadora en su paciente antes de salir con aire majestuoso de la habitación sin volver a mirar a Edward, como si quisiera dejar bien clara su desaprobación. Oculto en la esquina, como si luchara por fundirse con los muebles mientras le quitaba el polvo al mismo libro por cuarta vez, estaba Hastings. El muy traidor. —Eso es todo, Hastings. Puede irse.
Como alma martirizada, Hastings exhaló un suspiro afligido y su pecho se derrumbó como sí hubiera expulsado cada molécula de oxígeno que poseía su escaso cuerpo. Se dirigió a la puerta arrastrando los pies e hizo una sola pausa para abrir la boca, que cerró de inmediato cuando Edward alzó una ceja. Una vez que el hombre llegó a la puerta y ya tenía el pomo en la mano, Edward se dirigió a él. —Ah, por cierto, Hastings.
Los hombros encogidos de Hastings se irguieron y sus ojos se iluminaron con un rayo de esperanza. — ¿Sí, excelencia? ¿Hay algo en que pueda ayudarlo?
—Sí. Haga las maletas y salga de aquí. Está usted despedido.
Los hombros de Hastings volvieron a encorvarse e inclinó la cabeza aceptando la derrota con humildad. —Como desee, excelencia.
Ejecutó una reverencia perfecta y salió de la habitación. Apenas se había cerrado la puerta con un chasquido cuando el reproche de Bella se alzó en el aire. — ¡Pero eso es terrible! ¡Cómo ha podido despedir a ese agradable anciano! «Anciano agradable, narices». Edward se quedó mirando la puerta, figurándose que Hastings acechaba al otro lado con el oído pegado a la madera y sonriendo como un Satán marchito al ver que lo defendía la, esto, joven dama, cuyos hermosos y apenas cubiertos pechos palpitaban de indignación y dejaban a Edward momentáneamente paralizado por semejante paisaje. Un rayo de pura lujuria le abrasó el cuerpo, suficiente para incinerarlo a él y a todo lo que lo rodeara en un radio de cinco metros, dejando solo un montón de cenizas para marcar sus restos. El Duque alzó su mirada cautiva y se encontró con la colérica de la joven. Edward se preguntó si Bella tenía idea del aspecto que tenía en ese momento, que no se parecía en nada al de una dócil y analfabeta moza de taberna de Southwark. Edward decidió poner fin al asunto allí mismo. — ¡Hastings! —bramó. La puerta se abrió de inmediato, lo que confirmó sus sospechas sobre el paradero de Hastings. — ¿Sí, señor? —El intento del buen hombre de parecer dócil y servicial era más bien cómico pero era obvio que era la única recompensa que iba a recibir Edward tras una noche de intenso trabajo. — ¿Le despido casi todos los días, Hastings? —Sí, excelencia. — ¿Y se va usted alguna vez? —No, excelencia. — ¿Y eso por qué? —Porque sé que no lo dice en serio, excelencia. En el fondo, valora como un tesoro mi presencia y no sabría qué hacer sin mí sí me fuera. Es usted un alma tierna que incluso peca de exceso de generosidad y que sólo nos habla con mezquindad como... —Se está usted excediendo, viejo amigo.
Hastings esbozó una sonrisa avergonzada, algo que nadie debería verse obligado a presenciar con el estómago vacío. Edward volvió a mirar entonces a Bella.
— ¿Satisfecha? —preguntó. La joven se limitó a lanzar un delicado bufido. Aquella chica era tremenda, y él tenía que estar loco si lo que quería era luchar por ella. Pero dulce madre del cielo... vaya si quería. — ¿Quiere que vaya a buscar a Benson, excelencia, para que pueda llevar a la, esto, joven dama, a casa? Edward le lanzó una mirada furiosa a Hastings. — ¿Pero todavía está aquí? Lárguese ya. Y no... Bella lo interrumpió. —Sí, Hastings, traiga a Benson. Me gustaría irme pa casa ya. Edward sabía cuándo lo habían vencido. Habría otras oportunidades y si las cosas iban según lo planeado, no tardaría en tener a Bella donde la quería.
Con unas piernas que de repente habían adquirido una agilidad nueva, Hastings salió trotando, Edward no perdió más tiempo y redujo la distancia que había entre él y Bella hasta que quedó ante ella, mirándola a los ojos desde su altura, sin que la máscara pudiera cubrir la belleza que yacía debajo. —Has ganado esta ronda, mi niña. Pero te prometo que seré yo el que gane el resto. Como parte del trato, espero volver a verte aquí al filo de la medianoche dentro de tres días. Y si me viera en la necesidad de buscarte... —Dejó que la fértil imaginación de la joven evocara lo que podría hacer. Se dio cuenta de que Bella ya estaba maquinado derrotarlo de algún modo, y solo porque había osado decirle lo que tenía que hacer. Quizá se preguntaba cómo iba a mirarlo a la cara una noche después de haber pasado el día junto en la feria de San Bartolomé. El momento elegido había sido deliberado. Pensaba someterla a todo su encanto desde todos los ángulos posibles, utilizaría todos los medios que tuviese a su alcance para lograr su objetivo. Cuando al fin asintió, Edward se preguntó si era buena señal que Bella hubiera capitulado con tanta facilidad. ¿Era posible que quisiera volver? ¿Sentía tanta curiosidad como él por saber qué ocurriría entre los dos? La idea permaneció con Edward mientras la acompañaba a la puerta y se quedaba mirando hasta que la oscuridad se tragó el carruaje antes de regresar a su estudio para planear su siguiente movimiento.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

ahh... no se vale!! quede con ganas de mas!! xfis xfis actualiza mañana..estare esperandola..cada vez se vuelve mas interesante! grax!

lorenita dijo...

aww!! me encanto...haber quien da su brazo a torcer primero...jeje!....ya quiero que sea mañana para leer el sig. cap!!!

Vianey dijo...

No me gusta que edward la este manipulando, aunque sin duda las cosas se ponen aun mas interesantes.

Ojala nos regalaras actualizacion doble diario sino uno que otro dia pq la historia vale la pena...

Ligia Rodríguez dijo...

Ohhhh fijate tu en que nivel estan las cosas, espero que Ed no se lleve un susto cuando Bella se entere y le cobre la graia, el cap fabuloso como siempre Annel, gracias por tomarte la molestia de publicar cada día, no tenemos con que pagarte, salvo decirte millones de veecs GRACIAS!!! Besitos!! Y contestame la pregunta que te hice, que te voy a volver loca si no!!!

nany dijo...

me encanto el cap

Unknown dijo...

me gusto el capi aunque Edward ya anda tramando cosas!!! no quiero que sufran por ser tan tontos...

por cierto... he perdido todas mis visitas anteriores al blog... que mal plan...

un super saludo!!!

joli cullen dijo...

hola xd no me llego alerta esto atrasada si me e reido

karla dijo...

jajaja muy buen capitulo, me encanto esa mente perversa de edward, solo traira problemas o k bella caiga como abejas en la miel, y ese mayordomo, k dulce, me encanta, todo por proteger a su amo jajaa

ORACION A MI SEXY VAMPIRITO

Edward de mi guarda
De mi sexy compañia
Bebete mi sangre
De noche y de Dia
Hasta que caiga en tus brazos
Y sea tu marca de heroina