martes, 9 de agosto de 2011

SEDUCIR A LA DONCELLA CAPUTULO 1

Desde el punto de vista de un experto, el trasero que tan dulcemente se alzaba hacia el cielo, a unos seis metros delante de Edward, era el más provocativo que había tenido la buena fortuna de admirar: sensualmente redondeado, firme, respingón, se prolongaba en unas piernas torneadas y unos delicados pies. El efecto final era tan atractivo que los horrendos pantalones de un gris indefinido apenas hacían mella en la armonía del conjunto.
El espectáculo era una compensación por todas las desgracias que había sufrido hasta ese momento, lo que incluía la eterna llovizna que había estado cayendo sin parar desde hacía tres días, cuando su coche había entrado traqueteando ruidosamente en el purgatorio lleno de baches e infestado de tojos de los yermos montes de Cornualles.
Bien, si tan sólo pudiera ver el resto del paquete que venía con ese dulce trasero, pensó Edward, reclinándose contra la puerta de la caballeriza.
Pero la pequeña ladrona continuaba revolviendo los bolsillos del borracho. Éste estaba completamente inconsciente y sus ronquidos resonaban más que un molino maderero, lo cual podía ser la causa de que la muchacha no hubiese oído llegar a Edward, con el caballo tras de sí.
Su coche se había topado con uno de aquellos malditos hoyos tan comunes en este miserable nexo del universo, y había quedado varado junto con Tahj, la sombra y conciencia budista de Edward, hasta que éste pudiera enviarles ayuda.
Feliz de poder observar, Edward se acomodó en una posición más confortable y el granuja se abstuvo de advertir su presencia a la muchacha. Bien podía aprovechar cuando se le presentaba una oportunidad de pasarlo bien, y con toda seguridad ése era el caso.
Lo envolvió un confuso delirio mientras permanecía ahí de pie, preguntándose distraídamente si sería posible que uno quedara prendado de un trasero, sintiendo una vaga curiosidad acerca de qué sería lo que aquella chavala pretendía robar, ya que no parecía estar llevándose cosa alguna.
Aquel pensamiento quedó relegado al olvido cuando el ligero sombrero de la joven se le cayó de la cabeza, revelando una sedosa cascada de cabello negro azulado que se derramó sobre el suelo en brillante charco junto a la cabeza del borracho.
Edward apretó los puños a los costados del cuerpo mientras su excitación aumentaba hasta convertirse en una punzada casi intolerable que le recordó, con bastante intensidad, cuánto tiempo había pasado desde que había tenido sexo con una mujer.
Cinco meses, seis días y doce horas, minuto más, minuto menos.
Había comenzado a llevar la cuenta, y se preguntaba cuándo se le pasaría aquella anomalía. Debería alegrarse de que sus negocios lo hubiesen sacado de Londres; de otro modo, su reputación de libertino de primera clase se habría arruinado completamente. Su juramento como Buscador de Placer peligraba. Pero finalmente parecía haber hallado una cura para su mal en la forma de una lozana carterista.
Despojada de su poco creativo disfraz, la muchacha farfulló una cómica maldición y rápidamente sus delgados dedos enrollaron la sedosa cabellera sobre la cabeza, embutiéndola nuevamente en el sombrero. Irguiéndose, miró fijamente al hombre que yacía inconsciente y sus hombros agobiados revelaron que no había encontrado lo que buscaba.
Lo menos que podía hacer Edward era prestarle su ayuda preferentemente de un tipo más urgente.
— ¿Necesitas ayuda, cielo?—preguntó.
La pequeña ladrona se volvió con tal rapidez que casi volvió a perder el sombrero. No tuvo tanta suerte con respecto al sucio pañuelo que se suponía le ocultaba el rostro y que se deslizó hasta su garganta, dejando a Edward mudo de asombro.
Se había resignado hacía mucho tiempo al hecho de que el Señor generalmente no alineaba todas las características femeninas por igual, que el Todopoderoso se regodeaba en la broma de darle a la misma mujer un cuerpazo y una cara de gorrión, o bien el rostro de una diosa con el cuerpo de Buda.
Pero esto... Dios santo, la pequeña ladronzuela era una obra encantadora, desde las oscuras cejas aladas hasta los grandes ojos exóticamente rasgados, de un verde penetrante, la nariz impertinente, los pómulos altos y una boca tan carnosa y amplia que él ya estaba pensando en las posibilidades que ofrecía.
Ella lo examinó con el mismo detenimiento, comenzando por las puntas de las botas salpicadas de lodo, siguiendo por la ropa, no exactamente prístina, la camisa manchada por un vano intento de reparar el coche, el cabello y el capote húmedos. En líneas generales, no estaba en uno de sus mejores días.
Recobrándose de la sorpresa, ella dio un paso atrás y dijo:
—No se acerque.
Ella hizo un inútil esfuerzo por volver a cubrirse la cara, una visión que él no olvidaría por el resto de su vida. Algún día su suerte se agotaría y alguien lograría atravesarle el corazón con una bala, pero esperaba que aquello no sucediera antes de haber podido probar la tentadora fruta que tenía delante.
— ¿Y qué podría suceder si osara acercarme? —Avanzó un paso, divertido por esta muchachita que le lanzaba advertencias. Él podía metérsela bajo el brazo casi sin esfuerzo, dominarla con una sola mano. Abarcarle la cintura con esas mismas manos y colocarla serena como una diosa encima de él, sobre su erección, completamente penetrada, frágil y delicada, con los pezones tensos y la piel ruborizada de placer.
Ella disipó la imagen al decir con voz sorprendentemente calmada:
—Entonces, supongo que tendría que dispararle. —Un arma apareció desde detrás de su espalda.
Su delicada flor silvestre había resultado ser una felina llena de determinación.
—Eso es una exageración, ¿no es verdad? —Su mirada se movió rápidamente hacia la mano que, temblando como una hoja, sostenía el arma. Evidentemente ella no estaba hecha para ser una criminal.
—Hablo en serio.
—Estoy seguro de eso. Pero ¿puedo sugerirle que en el futuro elija un punto menos frecuentado para robar a sus víctimas?
—No estaba robándole a este hombre. Estaba...
Calló y miró a Edward con el ceño fruncido.
— ¿Estaba...?
Ella levantó la barbilla:
—No es asunto suyo.
—Pero usted lo ha convertido en asunto mío, apuntándome con su arma. A propósito ¿qué planea hacer conmigo? No tengo intención alguna de oponer la menor resistencia. Al contrario, prometo ser el mejor dispuesto de los prisioneros.
Provocativas imágenes nuevas reemplazaron las anteriores: las manos de él atadas a la columna de la cama. Tal vez esta tierra olvidada de la mano de Dios no fuera el infierno, después de todo.
Ella le apuntó al corazón.
—Salga del camino, por favor.
Edward había mirado el cargador de un arma demasiadas veces como para creer que la muerte podría decidir llevárselo en una caballeriza tenuemente iluminada, a manos de una hermosa carterista sucia de tierra.
—Como usted quiera —dijo él, bajando el brazo de la jamba y despidiéndose de la muchacha con un movimiento de la mano. Tuvo que refrenar las ganas de reír al verla dudar. Demostraba ser una chica lista al no confiar en él.
Ella se movió lentamente bordeando el perímetro de las casillas hasta llegar a la puerta del establo, apenas a un metro y medio separándola de él. Con una sola embestida él podía arrinconarla contra la pared, idea que le resultó terriblemente tentadora cuando ella avanzó hasta quedar bañada por la luz de la luna, cuyos rayos iridiscentes rodearon de un halo su delgada figura.
De no haber sido por la femenina belleza de esos ojos verdes que lo miraban con tanta intensidad y por aquel impresionante trasero, él podría haberla tomado por una niña por lo menuda que era. Aunque al echarle un vistazo notó que su delantera era igualmente impactante. La holgada camisa de lino que llevaba no contribuía demasiado a disimular sus curvas.
Incómodamente excitado, Edward se reclinó contra el marco de la puerta. Ella flameó el arma en dirección a él.
—Quédese donde está.
Él sacó un puro del bolsillo.
—Me gustaría mucho más quedarme donde está usted.
Ella lo miró con el ceño fruncido.
—Vuélvase y cuente hasta cien.
Edward decidió no recordarle que ya le había visto la cara, así que si ella tenía en mente cualquier tipo de huida, debería dispararle, o como mínimo registrarle para ver si tenía un arma, perspectiva de la que sin duda alguna él disfrutaría. Pero todo ello parecía ser contraproducente. Él se volvió hacia el interior de la caballeriza y encendió un puro, soltando una voluta de humo antes de decir:
—La próxima vez podría amartillar el percutor. Su amenaza hubiese sonado mucho más impresionante.
—Comience a contar —dijo ella bruscamente.
—Uno... dos... tres... —contaría hasta cinco y luego empezaría la persecución.
A la cuenta de cuatro, algo lo golpeó violentamente en la parte de atrás de la cabeza. Mientras unos puntos negros titilaban delante de sus ojos, sintió que le fallaban las piernas. El último pensamiento coherente de Edward fue que Tahj iba a reírse de buena gana si llegaba a enterarse de que su mejor alumno había sido derribado por una chica.
Luego se desplomó.
* * *
«Qué suerte perra», pensó Bella al fijar la vista en el cuerpo boca debajo de, probablemente, el hombre más guapo que había visto en su vida. El cabello negro y lacio le llegaba más abajo del cuello del capote. Su perfil cincelado, que las sombras y la luz de la luna dibujaban, las hojas de los árboles sobre sus cabezas proyectando figuras en el suelo que enmarcaban al glorioso Goliath...
La joven hizo un gesto de dolor al ver la sangre en la parte de atrás de la cabeza de él. No había estado en sus planes golpearlo con la piedra. Honestamente no había creído tener la fuerza suficiente para dejarlo fuera de combate, sólo pretendía marearlo un poco para poder escapar. El brillo socarrón en los ojos de él había sido el factor decisivo. No le había parecido preocupado por el hecho de que ella pudiera dispararle, como si hubiera sabido que el arma no estaba cargada. Pero no podía arriesgarse a que la siguiera, o a que la denunciara ante las autoridades demasiado pronto. Sólo esperaba que no la hubiese mirado lo suficientemente bien como para dar una descripción precisa de su rostro.
Arrodillándose junto a él, Bella presionó dos dedos contra su cuello. Sintió una oleada de alivio al sentir el latido fuerte y regular del corazón y la piel tensa y caliente. Las patillas hacían áspera la mandíbula. Notó que tenía las pestañas escandalosamente largas, y que enmarcaban unos ojos más difíciles de olvidar, de un pálido color aguamarina que sorprendía contra su tez morena. Había necesitado tomarse todo un minuto para recobrar el aliento al verlo apoyado contra la puerta de entrada ¿De dónde había salido? ¿Estaría hospedado en la posada? Aunque debería haber deseado que la respuesta fuese no, este pensamiento le resultaba extrañamente deprimente. Eran tan pocas las cosas interesantes que sucedían en el lugar del mundo en que le había tocado vivir...
Ansiosa por tocarlo, sabiendo que nunca más tendría oportunidad de hacerlo, tomó suavemente su cabello entre los dedos, alisándole los suaves mechones hacia atrás mientras le susurraba al oído:
—Lo lamento.
Se puso de pie sin ganas y continuó mirándolo fijamente, admirando descaradamente el modo en que sus pantalones le moldeaban el trasero. Era fornido, ancho de espaldas y muy alto. Ni siquiera Jacob, su vecino y viejo amigo, cuya estatura y constitución eran impresionantes, podía competir con este extraño.
Pero éste no era momento para frivolidades. Tenía que encontrar al cómplice del borracho y rogar que le diera tan poco trabajo como su amigo, que tan convenientemente había perdido el conocimiento en la caballeriza. Necesitaba conseguir pruebas de que James, el hermanastro de Alice, era quien estaba detrás del intento de secuestro de Alice que había ocurrido esa mañana.
Sin pruebas, sería la palabra de Alice contra la de James. Y ahora que el padre de éste había muerto y él se había auto designado juez del distrito, destituyendo al hombre justo y honorable que había tenido ese puesto durante casi veinte años, sería casi imposible encontrar aliados que atestiguaran que James era lo suficientemente ruin como para obligar a su hermanastra a contraer matrimonio.
El solo pensamiento de lo que podría haberle sucedido a su mejor amiga hizo temblar a Bella. James se había enfurecido al enterarse de que su padre había legado a Alice una considerable fortuna (una buena porción del fideicomiso de su difunto padre a la que ella tenía pleno derecho), suficiente para que Alice no tuviera que depender de James ni de hombre alguno si así lo decidiera ella.
Todo el mundo sabía que la incontrolable adicción al juego y los costosos gustos de James lo llevarían a la bancarrota en unos cuantos años, pese a haber heredado varias propiedades que daban ganancias, incluyendo Westcott Manor , el hogar de Alice hasta su fuga dos días atrás.
Actualmente Alice estaba en Moor's End, la casa de Bella, protegida solamente por Jaines, el amado pero anciano mayordomo de su abuela, y por su esposa Olinda, el ama de llaves. Ambos habían trabajado en Moor's End desde su juventud y, aunque Bella apenas podía pagarles, permanecían con ella.
De no haber sido por la abuela, Bella y su hermano George habrían ido a parar a un orfanato tras la muerte de sus padres. La familia de su padre no habría movido un dedo para ayudarles. Cuando el Coronel Charles Swan, Conde de Porthaven, había conocido y se había casado con una plebeya de Cornualles, su familia había roto relaciones con él.
Ahora Bella estaba sola. Su abuela había muerto un año atrás; su hermano George, dos meses después. Al recibir la noticia de la muerte de su hermano había quedado desolada. Sólo unas semanas antes él había escrito para decir que regresaría a casa.
Aunque ella deseaba desesperadamente que volviera a casa, sabía que lo hacía porque todavía pensaba en ella como en la hermana de catorce años que había tenido que dejar para cumplir sus deberes con Dios y con su país, y no como la madura muchacha de veinte años en la que se había convertido. Pero se alegraría de la costumbre de su hermano de sobreprotegerla si ésta lo llevaba de regreso.
Y con su mejor amiga en peligro necesitaban mucho de la protección de un hombre. Ella había subestimado la determinación de James, pero nunca más sería tan ingenua.
Ese pensamiento empujó a Bella nuevamente a la acción. Miró por última vez al extraño, con una punzada de pesar en su interior porque no iba a volver a verlo jamás. Con un sentido suspiro, se perdió en la oscuridad de la noche para ir en busca de su presa.
* * *
Edward se despertó con sordas palpitaciones en la parte de atrás del cráneo. Pronto volvió el recuerdo de un fierabrás apuntándole con una pistola, cuya intención él obviamente había juzgado equivocadamente. Nunca la hubiera creído capaz de matar una mosca y menos aún de romperle la crisma a un hombre que pesaba por lo menos treinta kilos más que ella.
Con una mueca de dolor, Edward se levantó del suelo. Calculaba que había estado inconsciente por unos minutos, lo suficiente como para que la ladrona escapase. Maldición, había sido más lista que él y esa sensación no le hacía ninguna gracia.
Su caballo se había puesto a deambular por el establo y estaba mascando heno. Edward aguzó el oído, pero sólo oyó el silbido del viento entre los árboles y la jarana de los borrachos que venía de la taberna allí cerca, donde tenía la intención de disfrutar una noche más de libertad antes de hacerse cargo de mala gana de Lady Isabella Marie Swan, quien en adelante estaría bajo su tutela. La hermana de George.
Edward se pasó lentamente una mano por el pelo y la retiró con sangre en la punta de los dedos. Ésa era su recompensa por su honorable comportamiento y su temerario pacto de venir a este lugar de ignorantes. George estaría aquí, si él lo hubiera protegido mejor. Después de todo, él había sido el comandante del muchacho. Desde el primer día, George había sido demasiado entusiasta, listo para la acción, deseoso de agradar y, ¡demonios! debería haberse quedado en Cornualles, con su familia.
En vez de eso, había ido a dar al regimiento de Edward, todos soldados endurecidos por la guerra que entendían que su líder no era infalible y que no eran tan tontos como para adorarlo. La mayoría sabía cómo él se había ganado el apodo de Renegado.
Dios, debería haber salido antes. Antes de que sus demonios lo dominaran. Antes de causarle la muerte a un chaval de veinticuatro años.
Una angustia que conocía bien le retorció las entrañas mientras cogía las riendas del bayo y lo conducía a una casilla, lo desensillaba y cepillaba antes de darle heno y agua.
Cuando Edward se disponía a marcharse, entró caminando sin prisa el mozo de cuadra, un granuja desaliñado de cabello castaño claro y rostro pálido sembrado de pecas, sacándose las legañas de los ojos, los cuales se agrandaron al notar la presencia de Edward.
—Caramba, señor... me asustó usted. —Parpadeó mientras elevaba la vista para abarcar la alta silueta de Edward—. Usted sí que es grande, ¿verdad?
La reacción del chaval no era extraña. Con más de un metro noventa de estatura, Edward generalmente recibía una segunda mirada. Tenía que agacharse para entrar a la mayoría de las tabernas, una condenada molestia cuando uno estaba ebrio.
— ¿Dónde te habías metido, chaval?
El rubor salpicó las mejillas de manzana del muchacho.
—Me quedé dormido en el desván trasero, señor. Es el único lugar seco en una noche como ésta.
— ¿Tienes nombre?
—Sí, señor. Jimmy.
— ¿Qué edad tienes, Jimmy?
—Diez, señor.
Demonios, a esa hora el muchacho debería estar en su casa, metido en la cama, dormido bajo la mirada atenta de sus padres, no atendiendo a un puñado de cerdos ebrios en una noche lluviosa.
Edward echó una ojeada a los pies descalzos y a los andrajos del chico. Eran un manifiesto recordatorio de lo terrible que podía ser la pobreza, cuando los niños tenían que trabajar para ganar el pan para ellos y sus familias, y las necesidades cotidianas se convertían en lujos. Edward conocía demasiado bien esa vida y veía al niño que él había sido en ese otro que lo miraba fijamente. No le gustaba esa sensación.
—Por favor, no se lo cuente a nadie —suplicó Jimmy—. Prometo que no volverá a suceder nunca.
Sabía que el muchacho perdería el trabajo si su patrón se enteraba de que se había quedado dormido. Y la pérdida de ese jornal, por magro que fuese, podía ser tremenda para su familia.
Edward había crecido en un barrio bajo de Londres, entre la mugre y la peor miseria. Quienes le habían enseñado a sobrevivir habían sido los mendigos, las prostitutas, los que hurgaban la basura y los estafadores. Esa clase de vida marcaba a fuego a un hombre, manchándolo para siempre.
—Tengo un trabajo para ti —dijo Edward.
El muchacho lo miró con recelo y retrocedió dubitativamente.
— ¿Trabajo de qué?
Un sabor amargo subió por la garganta de Edward al advertir lo que Jimmy pensaba que le estaba proponiendo: a algunos hombres les atraían los muchachitos.
Señaló hacia la casilla de Sire.
—Dale a mi caballo un poco más de avena esta noche. Ha tenido un día largo.
Sacó un billete de una libra y se lo dio al muchacho, que se quedó mirando el dinero boquiabierto y con los ojos desorbitados.
— ¡Gracias, señor! Lo cuidaré muy bien. Ya lo verá.
Edward dio un paso y luego se detuvo, en su mente la repentina imagen de un par de ojos verdes.
— ¿Has visto a alguna persona extraña rondando por aquí esta noche? —preguntó.
Jimmy ladeó la cabeza.
— ¿Persona extraña, señor?
Edward no sabía por qué se negaba a hacer la verdadera pregunta, es decir, si el chaval había visto a una mujer disfrazada con ropas de hombre.
—No importa. —De todas maneras, era mejor olvidarla.
Se encaminó hacia la taberna, donde el tenue resplandor de las lámparas brillaba a través de los sucios vidrios de las ventanas y, dentro, la escoria de la humanidad se ahogaba en cerveza y ginebra, con una alegría que no tenía nada que ver con la festividad venidera. Edward sabía bien de qué se trataba eso. Era el tipo de vida de la que jamás se las había arreglado para escapar.
Atravesó la puerta. Una nube de humo se cernía contra el techo; el paso del tiempo había oscurecido las vigas, el olor del licor barato le era familiar. Necesitaba un trago. Necesitaba una mujer. Y le rogó a Dios no necesitar nada más esa noche. Se sentó a la mesa más apartada, de espaldas a la pared, mientras echaba una ojeada a la variopinta concurrencia. Una camarera regordeta caminaba sin prisa hacia él, con generosos pechos, amplias caderas y lujuria en los ojos.
— ¿Qué puedo traerte, cariño?
—Una botella de whisky.
—Planeas pasarlo bien, ¿verdad?
—Tan bien como pueda.
— ¿Solo?
Su pregunta era tan sutil como la piedra con que la impertinente ladronzuela lo había golpeado.
—Espero que no.
No podría soportar otra noche de soledad.
Ella le sonrió, seductora.
—Yo salgo a las dos.
Él esperaba salir poco después de esa hora.
—A las dos, entonces.
Lanzándole una prometedora mirada, ella se alejó para traerle lo que había ordenado.
Reclinando la cabeza contra la pared, Edward cerró los ojos. Estaba cansado. Un mal común en esos días. ¿Por qué no había contratado otra institutriz para su pupila en vez de venir aquí él mismo? Probablemente, pensó con ironía, porque las últimas dos mujeres habían renunciado rápidamente, refiriéndose a Lady Isabella Marie Swan como una incorregible jovencita que no podía aspirar a llegar a ser jamás una verdadera dama. En otras palabras, un caso perdido.
Justo lo que él necesitaba: una mocosa terca que le daría más dolores de cabeza de los que ya tenía. A todo esto, ¿cuál demonios era la edad de la muchacha? No podía recordar si Swan se lo había dicho. George siempre la había llamado su pequeña Bella, un ángel, según afirmaba él. Obviamente, el muchacho había estado demasiado ciego como para ver a su hermana como el dolor de cabeza que era. Edward sólo rogaba que la muchachita no hubiera echado, o matado, a los dos viejos sirvientes que aún quedaban en Moor's End.
La camarera regresó con su botella y un vaso pasablemente limpio. Se inclinó para servirle la bebida, presionando sugestivamente sus enormes pechos contra él, dando comienzo al juego previo. Normalmente, eso hubiese bastado para estimularlo, pero no esta vez. No podía dejar de pensar en la chica de la caballeriza. Evidentemente, había contraído una fiebre cerebral.
—Vaya si eres un tío bueno. Probablemente dotado como un semental. —Le lanzó una ojeada a la entrepierna—. En diez minutos, Sugar te dará la montada de tu vida. —Con esa promesa, se alejó pavoneándose hacia la siguiente mesa.
El primer trago del licor barato golpeó a Edward como una piedra rodando por su garganta. Pero pronto haría el efecto deseado, embotándole la mente y eso era lo único que importaba.
Miró fijamente el interior del vaso mientras dejaba vagar su pensamiento hacia dos días atrás, cuando se había detenido en Northcote, la propiedad que había pertenecido una vez a su amigo Caine Ballinger, con la intención de ofrecerle al pensativo muchacho un poco de alegría navideña con una botella de coñac añejo.
Caine era uno de los primeros amigos que Edward había hecho tras su regreso a Inglaterra. Se habían enfrentado en una partida de hazard en Dante's, un vulgar antro de juego en las entrañas de Clerkenwell, el último lugar donde Edward hubiese esperado hallar al hijo de un conde. Aunque Edward le había ganado a Caine una suma considerable, éste había aceptado su derrota con buen humor. Luego ambos habían cogido una trompa y los dos idiotas ebrios se habían marchado de juerga, cantando mientras se tambaleaban camino al burdel de Madame Fourche, como rogando que algún bandido los despojara de su dinero.
Salieron ilesos y se divirtieron en grande aquella noche. Al día siguiente, Caine había invitado a Edward a unirse a una sociedad secreta, un grupo de hombres que conformaban un club de solteros conocido como Los Buscadores de Placer.
Edward no sabía qué hubiese sido de su vida si el destino no hubiera arrojado a Caine en su camino. Había sido la única amistad verdadera que había conocido en los años posteriores a descubrir que había perdido a su familia. Ésta había desaparecido como si nunca hubiesen existido, hecho que Edward le debía a un hombre que ahora estaba muerto y que esperaba estuviera pudriéndose en el infierno.
Caine era el único que conocía toda la historia y había sido duro para Edward aceptar el hecho de que su amigo le hubiera excluido. Sólo se habían visto esporádicamente en los dos años que siguieron a la muerte del padre de Caine y siempre habían sido ocasiones tensas. La última vez, Caine se había negado siquiera a verle.
Al demonio con él, por imbécil testarudo. Edward sabía que su amigo estaba sufriendo por el suicidio de su padre y por las circunstancias en que él mismo se hallaba, con una relación enfermiza que mantenía con la viuda del marqués de Buxton, Olivia Hamilton, así como también su obsesión por el hogar que había perdido y la ira que concentraba en el duque de Exmoor, a quien Caine culpaba por la muerte de su padre. Edward deseaba que su amigo le entendiera, pero aquel tío siempre había sido terco como una condenada mula.
Bebió otro trago de su whisky y vio a la camarera llamándole, en los ojos la promesa de sexo promiscuo, mientras le hacía un gesto con la mano desde las escaleras que conducían a las habitaciones del piso de arriba. Edward pensó en excusarse, algo raro en un hombre que siempre había disfrutado realmente de las mujeres. Quizás era por eso por lo que no podía apartar de su mente la imagen de la pequeña e impulsiva golpeadora de cabezas. Ella lo había alterado y necesitaba saber si los sentimientos que había despertado en él lo sostendrían o si aquel velo de adormecimiento lo cubriría una vez más.
Aunque la idea de quedarse solo y saber lo que le esperaba en las horas posteriores a la medianoche, cuando su alma no tuviera paz, lo llevó a ponerse de pie y atravesar las tablas marcadas de hoyos de la habitación. Cogiendo de la mano a la camarera, la tironeó escaleras arriba.
—Te gusta jugar rudo, ¿verdad? —Ella le recorrió la espalda con las uñas y susurró con su voz ronca—. Bien, a mí también.
Edward puso la mente en blanco. Esto era lo mejor a lo que podía aspirar; estaba destinado a limitarse a servir a muchachas y a prostitutas. Aquel chico pobre que venía de las sentinas a orillas del río, en Shadwell, East London, nunca sería libre.
Había luchado contra él. Dios, cómo le había combatido. Pero el salvaje que había en él se resistía a dejarle.
En la cima de las escaleras, la camarera lo empujó contra la pared, rodeándole la ingle con la mano mientras apoyaba la boca sobre la de él, los ojos casi salvajes de lujuria.
Edward la cogió de las muñecas, haciéndola retroceder un paso.
—Paciencia, cariño. Mi habitación está ahí mismo.
La guió hacia la última puerta a la izquierda, mientras se preguntaba si lograría responder con el entusiasmo apropiado, dado que su cuerpo se mostraba reacio.
Estaba evaluando sus opciones, cuando con el rabillo del ojo percibió un movimiento que le hizo desviar la mirada hacia una puerta entreabierta. Vio una pierna que le resultaba familiar, envuelta por pantalones, oyó una advertencia familiar y luego un golpe sordo familiar. Sus labios se curvaron en una sonrisa forzada.
—Quédate aquí —le ordenó a la camarera mientras se movía para investigar, olvidando su agitación mientras imaginaba el inminente ajuste de cuentas con cierta ladronzuela.



Westcott Manor La palabra inglesa manor significa «finca» pero generalmente se usa como parte del nombre de las propiedades y no se traduce. (N. de la T.)

Hazard Juego ingles de dados, muy popular en los siglos XVII y XVIII. Frecuentemente se jugaba por dinero y era especialmente popular en el Crockford’s Club de Londres, casa de apuestas para la clase alta. (N. de la T.)

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chikas he aki el primer capitulo espero les agrade y sobre las actualizaciones pues un dia si y un dia no y tambien depende de la cantidad de comentarios que reciba de la historia para subir otro capitulo el mismo dia...

8 comentarios:

V dijo...

Que buenso es tenerte de regreso; sin duda la historia pinta para estar muy interesante, muero por saber como reaccionaran tanto bella como edward cuando sepan que viviran bajo el mismo techo jiji.

Ligia Rodríguez dijo...

Hola!! Buenisimo el capitulo! La historia se ve bastante buena!!

brigitteluna dijo...

woahhhhhhhhh me gusta que cara va a poner cuando sepa quien es la ladronzuela

kika_3006 dijo...

hola c ve q va estar increible la historia. nada mas tengo una duda las caracteristicas fisicas no c parecen a las de bella y edward asi estaban en la historia original???
bueno eso es todo cuidate y nos leemos pronto

lorenita dijo...

saluditos!! hey se lee genial la historia..me gusto mucho este primer cap.. ya quiero ver el desquite de Edward..jeje:)

vsotobianchi dijo...

wow me encanto, el primer capi esta muy buena :-)

Cristina dijo...

WOW que interesante la historia, me a gustado mucho el capitulo

MARISSA dijo...

ME GUSTA LA HISTORIA,VEREMOS EL RENCUENTRO DE BELLA Y EDWARD ESO SI LA CAPTURA.

ORACION A MI SEXY VAMPIRITO

Edward de mi guarda
De mi sexy compañia
Bebete mi sangre
De noche y de Dia
Hasta que caiga en tus brazos
Y sea tu marca de heroina