lunes, 4 de julio de 2011

EL ARTE DE LA SEDUCCION CAPITULO 1

Capítulo 1
La mitad de los errores de la vida surgen de dejarnos llevar
Por los sentimientos cuando deberíamos pensar, y de
Dejamos llevar por la cabeza cuando deberíamos sentir.
John Collins
LONDRES, 1850
—Justo ahí, cariño. Un poco más fuerte. Eso… ahí… oh, sí.
Los dedos de Edward apretaron la cintura de la moza de taberna que se había montado a horcajadas sobre su regazo; sus manos, hábiles e increíblemente capaces, estaban haciendo milagros en su carne acalorada.
Dios bendito, qué buena era. Jamás le habían dado un masaje parecido, en medio de una taberna atestada de gente y con una montaña de escote mirándolo a la cara, solo un jirón de tela cubría los enormes pechos de la chica.
Enganchó con un dedo la parte superior de la blusa gitana de la chica y le acarició con suavidad la piel cubierta de rocío mientras contemplaba los pezones que se hinchaban y forzaban el fino algodón.
La chica lo miró con los ojos ardientes, su mirada transmitía sin vergüenza que podía hacer lo que quisiera, que no le importaban los espectadores que se habían reunido a su alrededor y prácticamente babeaban allí mismo.
Quizá esa vez aceptara su oferta. — ¿Mi señor? —Shh —murmuró mientras rozaba con la punta de un dedo un botón endurecido y oía la inspiración repentina de la moza antes de sonreír. La chica se retorció contra él, quería más. Y él la complació.
Le metió una mano por la blusa y le cubrió un pecho con gesto audaz mientras mantenía el premio oculto a los ojos lascivos que ansiaban echar un vistazo a la esquiva esplendidez de Sally.
—Por favor, señor.
¿Cómo podía negárselo cuando se lo rogaba de un modo tan dulce?
—De acuerdo, mi niña. Tú ganas.
Edward se inclinó hacia delante y fue bajando la tela con toda lentitud mientras se pasaba la lengua por los labios, anticipándose al descubrimiento de aquella punta rosada y oscura.
— ¿Señor?

Frunció el ceño cuando la voz que lo llamaba cambió y aquel tono suave y tan femenino se convirtió en algo más áspero, molesto y masculino.
La imagen de la moza de la taberna empezó a flaquear, como si la mirara a través de una copa llena de agua. Después, como una estela de vapor, se desvaneció.
Maldita fuera.
— ¿Señor? —croó esa misma y cargante voz, arruinando un sueño perfectamente lúbrico—. ¿Está despierto?
Edward gruñó y se puso de espaldas antes de agarrar la almohada que tenía debajo de la cabeza y arrojársela al que lo hablaba. — ¡Lárgate ya, maldito seas! —ladró cuando lo aporreó la realidad, junto con una palpitación en el cráneo que le indicó que la noche anterior había bebido demasiado en su club. — ¿Se encuentra bien, señor?
No, pues claro que no estaba bien, demonios. Desde que había regresado a casa una semana antes, todo el mundo parecía estar dispuesto a acosarlo con copas como si fuese una especie de héroe conquistador en lugar de un coronel retirado del ejército que solo había regresado porque no le había quedado más remedio.
De muy mala gana, Edward se quitó el antebrazo de la cara y de inmediato lo asaltó un estallido brillante de luz dorada.
Cerró los ojos otra vez para defenderse de tan indeseada intrusión.
—Jesús bendito —dijo con voz áspera— ¿qué es eso?
—El sol, mi señor —respondió la ya conocida voz, rechinante como una verja sin usar e igual de molesta. Hastings, su molesto mayordomo. Que pronto sería su ex mayordomo, por despertarle.
—Por Cristo… ¿siempre brilla… tanto?
—Desde que yo recuerdo, sí señor.
Edward lanzó un gruñido. — ¿Qué hora es? —Tenía la sensación de que alguien le había echado sal por la garganta.
—Dos de la tarde. — ¿De qué día?
—Viernes, señor. — ¿Viernes? —Edward frunció el ceño. Recordaba el lunes bastante bien. El martes estaba un poco brumoso. El miércoles era una especie de tiro en el vacío y el jueves… bueno, ¿qué se podía decir del jueves? Nada, al parecer.
Al tiempo que emitía otro doloroso gruñido, se incorporó un poco y se apoyó en los codos. Una vez asentado en su nueva postura clavó una mirada irritada en su rígido, erguido y canoso mayordomo, que llevaba en la familia desde que Edward vestía calzones cortos y que se había arrogado el derecho de azuzar a Edward como una gallina siempre que se pasaba de la raya, cosa que había ocurrido con bastante frecuencia durante su primera juventud y casi con la misma frecuencia una vez llegado a la edad adulta.
No parecía importarle mucho a Hastings que Edward se hubiera convertido en el noveno duque de Masen, aunque lo hubiera colocado en esa posición, y de muy mala gana, el prematuro fallecimiento de su hermano mayor en un accidente de caza.
Todavía le costaba creerlo, diablos: James solo tenía cuarenta años. Pero
Edward tampoco sentía mucho la pérdida. Su hermano y él no se hablaban desde la noche en que había encontrado a James en la cama con Victoria Swan.
Pero no había sido la perfidia de Victoria la que había provocado la fisura.
James y él siempre habían sido más rivales que hermanos y el modo en que aquel malnacido se relamía mientras se tiraba a Victoria había cercenado de un modo irrevocable cualquier lazo familiar que pudiera quedar.
Edward suponía que se merecía lo que le había pasado por idiota, por ser un crédulo que se había dejado engañar por el truco de Victoria. Ya se había hecho con un Cullen, ¿por qué no el otro? Ser la mujer de un duque era desde luego mucho más atrayente que ser la mujer de un humilde segundón. Pero cuando
James la había rechazado, la chica había regresado arrastrándose junto a
Edward, rogándole que la perdonara.
Al ver que las lágrimas no lo conmovían, había cambiado de actitud y la contrición se había convertido en indignación, la chica tenía unas aptitudes para el teatro más que loables. Más tarde, delante de los invitados reunidos, la joven incluso había derramado una gran lágrima al decirles que no podía casarse con él, permitiendo que su torturada expresión insinuase que era él el partido deshonroso.
Edward había estado a punto de aplaudir pero entonces había advertido el rostro acongojado de Isabella entre la multitud, aquellos ojos que lo marcaban a fuego con todos los reproches despiadados que la censura silenciosa de Victoria había amontonado sobre él.
Una mirada traicionada y llena de angustia que seguía acosando a Edward.
Había hecho daño a aquella joven, haría destrozado algo especial y poco común. En algún momento, entre el desastre en el que se había convertido su ida, Edward había perdido lo único que había significado algo de verdad para él, Bella.
Se obligó a tragarse el pesar que le encogía las tripas siempre que pensaba en ella y concentró sus esfuerzos en mirar con furia a su mayordomo.
—Hastings, ¿quiere un consejo? —¿Sí, excelencia?
—Le convendría tener presente que he matado a hombres por ofensas menores que la de despertarme de mi sueño. —Dejó que el fastidioso majadero digiriera el comentario. Edward tenía que imponer el tono de su reinado como reticente señor de la casa y hasta ese momento, o él no se había explicado con claridad o Hastings era corto de entendederas.
—Mi más sentidas disculpas, señor —entonó Hastings, que no parecía demasiado preocupado—. No lo habría molestado si no me hubieran hecho creer que el asunto era de cierta importancia. —¿Y qué asunto es ese?
—Lord Stratford está aquí para verle. Le dije que el señor estaba en la cama, pero dijo que debía hablar con usted por una cuestión de imperiosa necesidad.
Parecía bastante nervioso.
Por Cristo bendito. Stratford pensaba que decirle al mundo que tenía un padrastro era una cuestión de imperiosa necesidad. La razón de que Edward hubiera seguido siendo amigo de tipo tan irritante durante todos esos años era otro de los pequeños misterios de la vida. Quizá solo fuera simple curiosidad morbosa por ver lo que le ocurría a continuación al buen hombre. Los problemas siempre parecían aguardar a la vuelta de la esquina en lo que a Emmett se refería.
—Le aguarda en la biblioteca —añadió Hastings.
—Maldita sea, coño. —A esas alturas, Emmett ya se habría trasegado la mitad del mejor licor de Edward y se habría embolsado unos cuantos de sus costosos puros. —¿Le gustaría a su excelencia disfrutar de una tacita de té para refrescarse antes de levantarse de la cama? —inquirió Hastings, que era obvio que había asumido que Edward no iba a decirle que pusiera a Stratford de patitas en la calle.
—No —gruñó Edward mientras llegaba a una conclusión: lo único más irritante que la infernal presencia de Hastings (aparte de la infernal presencia de Stratford) era que Hastings hablara en tercera persona—. Su excelencia no quiere ninguna puñetera tacita de té. Edward sacó las piernas de la cama de mala gana.
—Supongo que bien podría levantarme, dado que la mejor parte del día ya se ha ido al infierno. —¿Quiere que llame a Smithson para que le asista mientras se viste, señor?
Edward le lanzó una mirada de soslayo a Hastings. —Llevo toda la vida vistiéndome solo, ¿para qué diablos necesito ahora a alguien que me ayude? —Si me permite la audacia de recordarle el rango que ostenta. Ahora es usted duque y ya no sirve en el Ejército Real de Su Majestad. Hay ciertas cosas que se esperan de usted. Edward apretó los dientes. No necesitaba que nadie más le recordara sus responsabilidades. Allí estaban todos los días, listas para irritarlo, como un caldero de agua fría en la entrepierna. La gloriosa libertad de la que antes disfrutaba se había convertido en un artículo bastante esquivo.
Durante ocho años había sido un simple soldado, la vida había sido dura y él había apostado fuerte, y todos aquellos malditos mimos lo estaban poniendo de los nervios.
—No necesito a Smithson —escupió mientras pasaba desnudo junto a Hastings
Y abría su armario ropero—. Me sé vestir yo sólito, puñeta. Deshágase de él. —
Edward casi pudo sentir la rigidez que se filtraba en los miembros de su mayordomo al oír su último comentario.
—Dejaría de cumplir mis funciones si hiciera tal cosa, excelencia. Ninguna persona de su posición puede prescindir de una ayuda de cámara, es imprescindible para un caballero.
Edward lo tuvo en la punta de la lengua, estuvo a punto de informar a
Hastings que primero tenía que aparecer el tal caballero para que el tal ayuda pudiera ser imprescindible. Entre las palpitaciones del cráneo y las palpitaciones de la pierna, —cortesía de un disparo en el muslo mientras estaba de maniobras en la Península—, no estaba por la labor de que le taladraran agujeros en la nuca cuando su mayordomo se dedicaba a mirarlo furioso, resentido y callado.
Azuzado por un renovado disgusto ante el inesperado giro que había dado su vida, Edward cogió de un manotazo los calzoncillos que le tendía Hastings y metió las piernas por ellos. Después tiró de un par de pantalones negros, metió los brazos por la camisa y se peleó con los botones.
Tras lo cual se quedó mirando con una mueca la imagen que le devolvía el espejo y solo captó un indefinido esbozo del tatuaje que le marcaba el lado izquierdo del pecho: una serpiente que siseaba enroscándose con forma de S, con la cola encogida alrededor del pezón.
Se había hecho ese tatuaje poco después de alistarse en el ejército. La serpiente le pareció lo más apropiado, considerando su experiencia con los jardines y la fruta prohibida. Le servía para acordarse de su locura.
Con el día ya estropeado del todo, Edward se subió las mangas de la camisa y pasó rozando a Hastings, que permanecía en su sitio como una figura de cera, tendiéndole el chaleco. Edward lo cogió de malos modos y se dirigió con aire resuelto a la puerta.
Hastings llegó antes que él.
—Su chaqueta, señor. —Le tendió la prenda y Edward arrugó la frente para advertirle a aquel pequeño
filisteo entrometido que no se excediera. La advertencia pasó sin pena ni gloria—. Tenga, permítame ayudarlo.
Antes de que Edward se diera cuenta ya le habían bajado las mangas, le habían abrochado los puños con unos gemelos de oro que ostentaban el emblema ducal y le deslizaban la chaqueta por los brazos. Después le rodearon el cuello con la corbata, como si fuese la soga del ahorcado a la que se parecía, y se la anudaron como era debido, con el número establecido de nudos que dictaba la costumbre. —Así. Eso está mejor. —Hastings alisó las solapas de la chaqueta. Edward gruñó, pero su mayordomo se limitó a mirar el lóbulo de la oreja de Edward y a extender la mano—. El pendiente, por favor, excelencia.
Edward se inclinó sobre el rostro de Hastings.
—Por encima de su cadáver —dijo con los dientes apretados.
Después apartó al irritante espécimen de un ligero empujón y prácticamente salió a la carrera de la habitación.
Hastings consiguió el pendiente antes de que Edward llegara al rellano.
Tras maldecir sin parar escaleras abajo, Edward entró en la biblioteca y se encontró con que estaba en lo cierto. Stratford se estaba sirviendo una nueva copa de oporto, con toda probabilidad la tercera o la cuarta ya, y tenía uno de los mejores puros de Edward atrapado entre los dientes.
Emmett era el decimoquinto conde de Stratford y el más joven a sus treinta y un años. También era un ejemplo de vicioso como no había habido otro, a punto ya de convertirse en el perfecto degenerado.
Edward había conocido al heredero forzoso de la fortuna de los Stratford en el internado. Ambos padres afirmaban que sus retoños necesitaban disciplina o terminarían convirtiéndose en unos absolutos gandules, una posibilidad que los dos cortejaban con un fervor casi religioso.
Juntos se rebelaron y se revolvieron contra los restrictivos vínculos que imponía su pertenencia a la aristocracia, con todas las minucias que eso suponía. La expulsión nunca dejó de cernirse en el horizonte durante el tiempo que duraran sus respectivas carreras académicas.
Stratford, sin embargo, se había plantado al surgir la opción de la vida militar, decía que le daban escalofríos cada vez que se planteaba la perspectiva de una existencia reglamentada, no estaba dispuesto a llegar tan lejos para escapar de los tentáculos de su título.
Algunas mujeres —ciegas a los numerosos defectos de Emmett— quizá lo llamaran guapo con su cabello oscuro, de un largo poco convencional, sus rasgos morenos, sus ojos de color azul cobalto y una altura de casi dos metros.
Su cuerpo, como el de Edward, se había curtido en el ring de boxeo, donde
Emmett disfrutaba apaleando a inocentes incautos que no conocían sus habilidades.
Stratford necesitaba mantenerse en forma para eludir a los maridos iracundos que pretendían terminar con su vida de la forma más dolorosa posible, una idea que no dejaba de tener su mérito en ese momento, cuando Edward observó que el muy sinvergüenza se estaba embolsando su antigua caja de rapé de plata de ley.
Stratford lo vio entonces y esbozó una amplia sonrisa, como el canalla impenitente que era, antes de levantar la copa a modo de saludo.
—¡Ah, al fin ha llegado el hijo pródigo! Aclamemos rodos este milagro.
La respuesta de Edward fue un bufido. Todavía le palpitaba la cabeza tras los excesos de la noche anterior y no se encontraba en un estado de ánimo especialmente benevolente.
Tampoco era que Stratford se mereciera benevolencia alguna; aquel hombre era irritante en el mejor de los casos y un auténtico pelmazo en el peor. Desafiaba toda lógica el hecho de que a Edward le cayera bien.
Emmett alzó una ceja.
—Alguien está hoy de un humor pésimo. Ese ceño fruncido es casi cegador. —
Miró de arriba abajo a Edward y después comentó—: Déjame adivinar. ¿Hastings?
Edward arrugó la frente y estiro la mano para recuperar su caja de rapé.
Emmett lanzó una risita, era obvio que le divertía el mal humor de Edward, pero terminó por rendir el botín hurtado.
—Sigo sin explicarme por qué permites que ese frágil anciano te irrite tanto.
Solo está haciendo su trabajo. No puedes reprochárselo. —Le echó un vistazo al
Atavío de Edward y añadió en un tono que proclamaba que su mandíbula estaba pidiendo a gritos un puñetazo: —Además, creo que hoy estás francamente guapo.
Todos los demás duques se van a poner verdes de envidia.
—A menos que esperes dejar esta casa con menos partes del cuerpo de las que traías al llegar, te aconsejaría que te abstuvieras de hacer más comentarios.
Emmett levantó las manos con ademán de súplica, pero su sonrisa burlona solo se ensanchó.
Edward pasó de un empujón junto al idiota y se acercó al aparador para servirse una copa. Por lo general esperaba hasta el anochecer para permitirse el capricho —lo que en los últimos tiempos se estaba convirtiendo en una costumbre, dadas las compañías que había estado frecuentando— pero algo le decía que esa tarde iba a necesitar las virtudes más sosegadoras del alcohol.
Se bebió de un trago media copa de Madeira, y esperó a sentir que el licor le calentara las tripas y comenzara a extenderse, antes de volverse y murar a su amigo.
—Bueno, ¿y en qué estás pensando? Si me perdonas la exageración.
Emmett se dejó caer en uno de los sillones que había repartidos por la biblioteca y encaramó una bota a uno de los brazos.
—He recibido una carta.
Una revelación que hizo erguirse a Edward al instante. —¿De ella ?
—De la mismísima dama. Dios, hay que reconocer que esa arpía tiene mucho valor. Se atrevió a dejar su notita de amor dentro de mi carruaje. Esa bruja es como un puñetero fantasma. Nadie ha podido olerla siquiera.
Así que la infame lady Escrúpulos había golpeado de nuevo, y esa vez muy cerca. Era toda una amenaza misteriosa y tenía en ascuas a toda la población masculina de Londres, que se preguntaba quién sería su próxima víctima.
La habían apodado lady Escrúpulos por las buenas obras morales que realizaba en nombre de las mujeres de todas partes, y la intriga reconcomía a Edward; hacía mucho tiempo que no lo intrigaba nada tanto.
El alboroto que había estado causando en la ciudad durante los últimos meses era de lo único que podían hablar sus habitantes. Por todas partes había hombres nerviosos. Y aunque Stratford intentaba ocultar su preocupación tras sus despreocupados modales, a Edward no lo engañaba. Su amigo era un manojo de nervios. —¿Y con qué te amenaza? —Las venganzas que se le ocurrían a la dama para poner a su objetivo masculino en su lugar no solo estaban llenas de inventiva sino que en ocasiones eran entretenidísimas.
Stratford frunció el ceño.
—La fiera me dijo que si no dejaba de ver a la hija del conde de Denali, me sobrevendría algo muy desagradable. Y para ser más concretos, dijo que me vería afligido por un incendiario ataque de conciencia en el lugar que más aprecio.
Edward lanzó una estrepitosa carcajada.
—No tiene gracia, miserable malnacido.
Edward se imaginó que cualquiera que fuera el castigo que tuviera en mente la dama para Stratford, no decepcionaría a nadie. No pudo evitar sentirse intrigado, aunque fuera de mala gana, por el acertijo que aquella mujer representaba.
Al parecer, Edward había cultivado una fascinación malsana por las mujeres que se envolvían en misterio.
Sospechaba que en la vida real lady Escrúpulos era una solterona de rostro adusto que estaba descargando toda su infelicidad sobre la población masculina de Londres, a la que culpaba de no prestarle atención. —¿Me pregunto si se habrán acostado con ella alguna vez? —caviló.
Emmett le lanzó una mirada por encima del borde de la copa. —¿Qué importancia puede tener eso?
—Podría tener una gran importancia. Al contrario que tú, la mayor parte de las personas, por lo general, hacen las cosas por una razón. ¿Quizá podrías ofrecerle tus servicios? Tomarte la molestia de brindarte como semental, por así decirlo. Me doy cuenta de que en estos momentos estás abarcando mucho, con todas esas conquistas que llegan y se van, pero considéralo un esfuerzo humanitario.
—Sé que mi capacidad es legendaria pero los celos no te sientan bien, viejo amigo. Y permíteme señalar que, como miembro de la población masculina, tú tampoco eres inmune y podrías convertirte en objeto de esta venganza femenina.
—No llevo en casa el tiempo suficiente para haber corrompido a nadie. Y sospecho que me harían falta unas doce vidas para llegar a tu altura.
—Voy a buen ritmo, ¿no? —reflexionó Emmett, irradiando chulería. Después suspiró y contempló el brillo de sus botas Hessian—. Pero debemos tomar en consideración a nuestros inocentes compañeros de armas, que sufren los tormentos de esa arpía. —¿Inocentes? Conocemos a la mayor parte de esos hombres y es cierto todo de lo que los han acusado hasta ahora. Incluso tus crímenes, Stratford. En los últimos tiempos has estado convirtiendo en costumbre el cepillarte a chiquillas que apenas han salido de las aulas de sus tutores. —¿Y? —Dijo Emmett de mal humor—. Quizá me haya aburrido de las mujeres casadas. En estos tiempos ya no quedan piezas dignas de atención. Es como no tomar nada salvo asado durante seis meses y ver entonces a un suculento pato estofado, sabes que tienes que comértelo o te volverás loco.
—Qué analogía tan interesante —murmuró Edward con tono seco mientras hacía todo lo que podía por no echarse a reír.
—Además —Emmett se encogió de hombros—, no es como si fuera yo el que persigo a esas mujeres. Son ellas las que van detrás de mí, y con bastante ardor, de hecho. Y como bien sabes, soy un tipo complaciente. Has de saber que he procurado proteger mi virtud durante todo el tiempo que he podido, pero soy un hombre, no un santo, así que, por favor, abstente de ponerte piadoso conmigo.
No había forma de discutir con Stratford sobre ese tema concreto. Cuando se trataba de mujeres, era tan estrecho de miras que podía caerse sobre un alfiler y quedar ciego de los dos ojos.
Edward se apoyó en el aparador.
—Bueno, parece que con tu recién adquirida afición al pato estofado te has ganado una rival formidable.
Emmett se quitó una mota de polvo de los pantalones.
—No me preocupa.
Edward alzó una ceja. —¿No? ¿Entonces qué haces aquí? Si no recuerdo mal, hiciste que Hastings me despertara de un profundo sueño afirmando que debías hablar conmigo por una cuestión de imperiosa necesidad.
Stratford adoptó una expresión tan perfecta de dignidad ofendida que sus ancestros se habrían sentido orgullosos.
—Ese hombre exagera.
Edward lo dudaba mucho. Hastings se enorgullecía de ser de una precisión
Absoluta cuando transmitía un mensaje, hasta el punto que Edward consideraba con frecuencia que su asesinato se consideraría homicidio justificado.
—Si ese es el caso, entonces, ¿de qué querías hablar conmigo que no podía esperar hasta más tarde?
—Más tarde voy a asistir al festejo de los Vulturi, donde espero entablar una cita para encontrarme con una amiga muy especial en una taberna pequeña y oscura que hay a las afueras de Spitalfields, mañana por la noche.
—Ya veo, ¿Y esa amiga no será por casualidad la rebelde lady Irina Denali, reina de la cosecha de aspirantes de este año, y que al parecer no se da cuenta de que está jugando con fuego? —¿Y si lo es? —le contestó Emmett poniéndose a la defensiva.
—Entonces supongo que me pica la curiosidad, me gustaría saber por qué te ha parecido necesario informarme de tus planes, como si pensaras que a mí podrían importarme.
Emmett evitó mirarlo y, en su lugar, se concentró en la menguante cantidad de alcohol que quedaba en su copa. —¿Pensé que quizá te gustaría acompañarme? —Su intento de parecer displicente no llegó a cumplir su objetivo.
La tácita petición era que Edward velara por él para asegurarse de que Stratford no se desvanecía de repente de la faz de la tierra ni desarrollaba un caso grave y doloroso de testículos colgantes por haberse atrevido a desafiar al ángel vengador de todas las mujeres.
—No me interesan los tríos, gracias.
Emmett se levantó del sillón y se acercó con paso colérico al aparador mientras miraba furioso a Edward.
—Te estás portando como un canalla, lo sabes.
—Lo sé.
—Pues ven esta noche, ¿quieres? A estas alturas todo el mundo debe de saber ya que has regresado. El evento de esta noche confirmará tu regreso al hogar y te quitará de en medio todos esos tediosos saludos e hipócritas parabienes.
Eso era cierto. Edward había estado recibiendo invitaciones desde el momento en que había llegado y las había estado esquivando todas sin parar. Todas las mamas con hijas en edad de merecer querían hacerlas desfilar delante de él dado que su estatus se había elevado lo suficiente.
Y quizá esa noche podría poner fin de una vez a las especulaciones sobre su apresurada partida de ocho años atrás. Ya era hora de que el círculo se cerrara. Pero eso no significaba que no pudiera disfrutar un momento más haciendo sudar a Stratford.
—Mira —dijo Emmett, y su tono rayaba en la desesperación—, merecerá la pena.
Hay una nueva hornada de bellezas esperando a que alguien las recoja. No pararán de hacerte carantoñas, se les caerá la baba ante la perspectiva de llamar tu atención y convertirse en la próxima duquesa, con lo que podrás pasártelo en grande haciendo pedazos todas sus esperanzas con esa malhumorada expresión.
Edward aguantó un momento más y después suspiró como un mártir.
—Está bien, iré. —Que aquel hombre creyera que a él le interesaba sumergirse entre una pandilla de señoritas que no paraban de reír tontamente y que con toda probabilidad se caerían redondas si se le ocurriera hablarles del tiempo que había pasado en India, de las rebeliones, la pobreza, y del destino que caía sobre cualquier hombre al que encontraran en el interior del harén de un maharajá.
—Bien. —El brillo regresó a los ojos de Emmett mientras se terminaba de un trago su vino y dejaba la copa vacía en el aparador—. Te veré esta noche. —Se volvió para irse—. ¡Ah! — Hizo una pausa y giró un poco— y no hagas planes para mañana por la noche. — ¿Por qué? —Algo le dijo a Edward que no le iba a gustar la intriga que estaba incubando Stratford.
—Nos vamos al Tormento y la Ruina a divertirnos un poco.
Edward ladeó una ceja. — ¿Nos? —Tú, yo… y lady Irina, si acaso triunfara en mi misión. Y si quieres un incentivo, siempre puedes darte un revolcón con una de las mozas que sirven. Son un grupito de lo más voluptuoso. El propietario solo contrata a las que tienen grandes…
Edward levantó una mano. —Te ruego que no te extiendas más…
Emmett le lanzó una sonrisa sesgada y chulesca y dio media vuelta.
—Nos vemos esta noche —dijo por encima del hombro.
Edward vio salir a su amigo y se preguntó en qué se estaba metiendo al acceder a ir a los barrios bajos del East End con Stratford. El Tormento y la Ruina. Qué apropiado. Algo le decía a Edward que la noche siguiente iba a ser algo más que otra simple gota de agua en el océano de frivolidad sin sentido que era la vida de Stratford.
Y en la suya propia, si no tenía cuidado.

9 comentarios:

lorenita dijo...

wow!! genial..me encanto....ya quiero leer el cap. que sigue, se pone muy interesante y eso que es el primer cap!!!:)

Anónimo dijo...

ya me tiene atrapada y es el primer capitulo espero ansiosa el proximo

nydia dijo...

es genial me encanta...Besos...

joli cullen dijo...

no me habia pasado por tu blog es que he estado ocupada pero desde hoy estare mas pendiente en leer mas gracias eta historia esta bueiisma

Unknown dijo...

heee estoy ansiosa por leer el siguiente ya quiero saber como se van a reecontrar estos dos!!!

Saludos!!!

vsotobianchi dijo...

buen capi, :-)

fabiola León dijo...

que buena se ve esta historia!!! es como otros personajes de los cuales no estamos acostumbrados a leer..me parece muy interesante, además que hay pasión e intrigas!!!
nos vemos
bess

kika_3006 dijo...

esta increible ya me engancho en el primer capitulo

Cristina dijo...

OOOOOOOOOOOO es buenisima la historia por lo poco k he leido

ORACION A MI SEXY VAMPIRITO

Edward de mi guarda
De mi sexy compañia
Bebete mi sangre
De noche y de Dia
Hasta que caiga en tus brazos
Y sea tu marca de heroina