sábado, 2 de julio de 2011

EL ARTE DE LA SEDUCCION


Prólogo
Camina envuelta en la belleza como la noche
De climas sin nubes y cielos estrellados.
Lord Byron

Kent, 1842
La mujer acudió a él al amparo de la oscuridad, sólo un rayo de luz de luna guiaba su camino. El aire era sofocante y cálido, perfumado con la fragancia del jazmín que florece durante la noche; los sonidos de los compases casi imperceptibles de la orquesta llegaban con la brisa.
La mujer permaneció allí, mirándolo, con la expresión inescrutable, todo su aspecto era un misterio bajo el antifaz que cubría buena parte de su rostro, la peluca empolvada que ocultaba su cabello y el disfraz de cortesana, con su atrevido escote que apenas le cubría los pezones.
Caminó hacia él, la sensualidad de sus movimientos fijó la atención masculina en sus caderas. Ella no dijo nada y la lengua de él tampoco pudo articular sonido alguno. Cuando se detuvo ante él, el pulso que latía en la base de su cuello y el rápido agitar de sus pechos le dijo que no estaba tan serena como quería hacerle creer. Bien. Tampoco lo estaba él, y al darse cuenta sufrió una sacudida.
¿Quién era aquella mujer?
Quería preguntarlo. Debería haberlo preguntado, pero temía romper el hechizo.
¿La había visto dentro? ¿Había asistido alguna vez al baile anual de disfraces de su madre? ¿Importaba en realidad? Estaba allí, punto.
Edward abrió la boca para decir algo, pero la mujer apoyó un dedo esbelto en sus labios y lo silenció. Después, esos mismos dedos cruzaron su mandíbula como un susurro, se deslizaron por su pelo, le cubrieron la nuca y atrajo su boca hacia la de ella. El contacto fue explosivo.
Las grandes manos masculinas se cerraron alrededor de la diminuta cintura de la joven, atrayéndola hacia sí, necesitando ceñirla contra su cuerpo tanto como pudiera. Las capas de ropa que se interponían entre ellos los confinaban y restringían. Qué absurda inconveniencia.
Edward quería ir poco a poco, ser dulce, pero la joven cambió el juego del amor, su necesidad era acuciante, incitaba los sentidos masculinos, y el calor de las pieles, allá donde los cuerpos se tocaban, se extendía y ascendía fuera de su control. La depositó en el suelo y la apretó contra la hierba fresca junto a las preciadas rosas de su madre. Sus manos, por lo general tan serenas, forcejearon con el borde del vestido de la joven.

Le acarició un muslo envuelto en seda mientras con la otra mano le tiraba del corpiño. La mujer ahogó un grito cuando liberó sus senos. Los pálidos rayos de la luna brillaron con luz trémula sobre aquellas esferas pequeñas y perfectas. Los pezones de la joven se hincharon bajo el escrutinio masculino, una visión tan erótica como enloquecedora.
Alzó la vista hacia los ojos de la mujer, cuyo color no podía distinguir mientras bajaba la cabeza hacia sus pechos. La observó observándolo, la vio aspirar una bocanada de aire cuando sus labios se cerraron alrededor de un pezón y atrajo el tenso botón al interior de su boca; la mujer se mordía el labio inferior para contener el gemido que se alzaba en su pecho.
La espalda femenina se arqueó, empujando aquella punta cálida y húmeda que rodeaba su boca, enterrándole los dedos en el pelo para retenerlo junto a ella. La mujer se retorció bajo él y Edward sintió que perdía el control.
Nada, —ni Dios, ni el diablo, ni la multitud arremolinada a menos de ciento cincuenta metros, en el salón de baile— podrían haber impedido lo inevitable.
Quizá si su cerebro hubiera estado menos ofuscado por una lujuria desenfrenada, es posible que Edward hubiera reconocido las señales que daban fe de la inocencia de aquella joven, pero la pasión que le inspiraba le arrebataba cualquier preocupación por las consecuencias, más irreflexivo de lo que lo había sido jamás.
Le hechizaba cada milímetro de aquel cuerpo: la madurez llena de sus labios, el ángulo sedoso de su mandíbula, la línea larga e impecable del cuello, la ladera delicada de los hombros.
Deslizó las manos bajo los muslos firmes, más allá de las medias de seda, de las ligas de botón de rosa, hasta que sus palmas susurraron sobre la piel caliente. Le cubrió las nalgas y la atrajo con más fuerza contra su erección. La joven se alzó y lo marcó a fuego con su calor. Edward gimió y rodeó el pezón con la lengua, gozando con los gemidos entrecortados de la joven mientras con la mano le rozaba la cadera y se hundía después entre sus sedosos muslos. Deslizó un dedo entre los pliegues húmedos y acarició el clítoris hinchado de la joven.
Después le separó más las piernas mientras incrementaba la tensión en su interior, quería verla tensarse cuando la llevara hasta el clímax, percibir el rubor que le bañaba el pecho mientras él aumentaba el ritmo y veía la cabeza de la joven agitarse de un lado a otro; los picaros sonidos con los que gimoteaba lo volvían loco, se filtraban en su torrente sanguíneo y lo hacían sentirse poderoso. Posesivo. No quería pensar que aquel ángel pudiera pertenecer a alguien que no fuera él.
Y sería suya. A costa de lo que hiciera falta. Fuera cual fuera el precio.
Cuando deslizó un dedo en su interior… Cristo bendito, estaba tan tensa, tan cálida. El gruñido de Edward fue primitivo, gutural, lleno de orgullo masculino y arrogante cuando la joven comenzó a estremecerse. Tenía que hacerla suya.
Ya.
Liberó su erección, se puso los muslos de la chica sobre las caderas, y entró en ella con un solo embate rápido. Las uñas de la joven se hundieron en su espalda cuando se tensó bajo él.
—Dios bendito…
Era virgen.
Lo embargaron la sensación de culpabilidad y la confusión. Intentó separarse de ella, las palabras de disculpa ya se formaban en sus labios, pero la joven se aferró a sus hombros y con un gesto vacilante, casi tímido, arqueó las caderas hacia él y para adentrarlo todavía más en su cuerpo.
Edward dejó caer la cabeza contra el hombro femenino, luchando por decir que no, que las cosas ya habían llegado demasiado lejos, pero el único sonido que consiguió oír fue el tono áspero de su propia respiración.
La joven le recorrió los brazos con el toque ligero de las puntas de sus dedos, los músculos del hombre luchaban entre la fuerza del deseo y la auto contención. Aquella joven lo estaba tranquilizando. Y, Dios bendito, él se lo permitió, necesitaba que fuera ella la que apaciguara las recriminaciones que martilleaban en su cabeza.
La joven volvió a alzar las caderas, su calidez aterciopelada lo acarició y dos únicas palabras, un susurro, partieron de sus labios.
—Por favor.
Por favor. Fue todo lo que dijo y Edward se disolvió, olvidó que era un malnacido desconsiderado, o el hijo segundón de un duque, y que, al fin y al cabo, tendría que pedir la mano de aquella chica, y no lo lamentó ni por un puñetero instante.
Como un hombre obligado a llegar al límite y más allá, abandonó todo pensamiento de lo que debería hacer, por lo que ansiaba hacer, y fue introduciéndose en ella como una caricia, al tiempo que su boca se precipitaba sobre la de la joven; sus embates se fueron incrementando cuando sintió que ella comenzaba a avivarse. Los labios de la chica se separaron y clavó la mirada en los cielos cuando Edward los llevó a los dos a la culminación del acto.
La realidad cerró filas en cuanto el ardor del joven empezó a enfriarse, aunque sus sentidos permanecieron hechizados por una pasión tan absorbente que lo hizo renunciar al sentido común.
La joven se levantó sin hablar y se recompuso las ropas mientras él luchaba contra el impulso de tirar de ella, echarla en el suelo a su lado, quitarle la máscara y exigir respuestas.
Por Dios bendito, era virgen, y a él lo había seducido, vaya si lo había seducido.
Nada en sus muchas hazañas sexuales lo había preparado para aquello.
Oyeron el ruido al mismo tiempo. ¡Maldita fuera! Alguien se acercaba. Maldijo con fluidez mientras luchaba por incorporarse y la mujer que había envuelto su cerebro en confusión se deslizaba tras los arbustos, una idea más inteligente que quedarse en terreno abierto, como un pato a punto de ser derribado a perdigonazos, que era lo que estaba haciendo él.
Seguramente su padre había llamado a los dragones de la reina para que buscaran al delincuente de su hijo, que acababa de regresar de Cambridge solo tres días antes y ya estaba esfumándose de la fiesta.
Edward rodeó por el otro lado del seto con la intención de llevar a la joven a algún lugar más apartado donde pudieran hablar, pero la chica había desaparecido.
Giró en redondo, su mirada acuchilló la oscuridad, pero no había nada. Estaba solo.
La chica se había desvanecido.
Vio entonces algo blanco en el suelo, oculto en parte bajo un tejo. Recogió el pañuelo, el leve aroma de un perfume se alzó en el aire. Su perfume.
Observó el monograma entonces, pero fue incapaz de distinguir las iníciales.
Salió a la luz de la luna y levantó la tenue tela para mirarla mejor.
V.S
Apretó la mano y se le encogieron las entrañas. Solo una mujer que él conociera tenía esas iníciales.
Victoria Swan.
Dios bendito, ¿qué había hecho?
Bella atravesó corriendo el jardín moteado por la luna, con la falda levantada por encima de los tobillos, los pies avanzaban sin ruido por la hierba espesa mientras las lágrimas, alegres y agridulces a la vez, le corrían por las mejillas.
Lo había hecho.
Le había hecho el amor a Edward.
¿Cuánto tiempo había fantaseado con la idea de intimar con él? Sin embargo, si se hubiera ofrecido a él, él la habría rechazado como había hecho dos años antes, cuando, como una tonta, le había declarado sus juveniles sentimientos pensando que él también la correspondía.
Su hermana era la dueña del corazón de aquel hombre. ¿Qué hombre no la desearía? Era hermosa. Jamás había sido un marimacho que trepaba a los árboles, se escapaba en calzones por ahí o desenterraba gusanos para hacer cebos para su caña de pescar; y tampoco montaba como una criatura salvaje por la finca de los Cullen, con el cabello ondeando a su espalda en una maraña.
Edward había regresado de la universidad, pero no había ido a verla. Bella sabía que su amigo era incapaz de enfrentarse a ella. Desde que se le había declarado, las cartas que le había escrito habían sido cada vez más escasas y más espaciadas.
Pero en lugar de dejarlo ir, la desesperación de Bella había ido creciendo, era un ansia que aumentaba en su interior, anhelaba conocer a Edward como una mujer conoce a un hombre; pensaba que la siguiente vez que él se fuera, sería para no volver, que se casaría y tendría hijos, y entonces ella jamás conocería sus besos ni sabría lo que era sentir sus manos sobre su piel.
Sola ya, Bella se hundió junto al antiguo roble, al borde del estanque del
Arquero. Le tembló la mano cuando se la llevó a los labios y recordó la sensación de la boca de Edward fundida con la suya, aquellos labios que la habían tocado en sitios en los que ningún hombre la había tocado jamás.
Había creído que con una vez sería suficiente. Pero ya sabía que nunca sería bastante.
Al día siguiente le diría la verdad.
Y después se enfrentaría a las consecuencias de sus acciones.
—Eso es, cielo. Pon las piernas sobre mis hombros. Buena chica.
El sudor perlaba la frente de James Cullen mientras penetraba a la mujer que tenía debajo, tomando con avaricia lo que ella le ofrecía, lo que llevaba ofreciéndole desde que le habían salido los pechos, esas esferas lozanas que en ese momento se mecían bajo sus rápidos embates, con los tensos pezones raspándole el pecho. Pellizcó una de las lomas, con fuerza, y la joven gritó. James sonrió.
Victoria Swan era un bocadito muy suculento, pero eso era todo lo que sería siempre. Sería capaz de abrirse de piernas para la Sexta Flota si con ello conseguía lo que quería. Y lo que quería de James era un anillo.
Sabía que aquella chica andaba a la caza de una buena boda y que ya se veía como la futura duquesa de Carlisle. Sabía que algún día el padre de James la diñaría y que él asumiría el manto del poder, cosa que, para el gusto de James, ya estaba tardando. El viejo era demasiado combativo, puñeta. Pero por lo general, al que lanzaba los dardos venenosos era a Edward.
Su hermano siempre había sido el rebelde de la familia. Jamás había sabido guardarse nada, puñeta, y había hecho más de un alarde sobre su amistad con la chiquilla más joven de los Sawn, Isabella.
James era consciente de que no le caía bien a Isabella, que la muchacha pensaba que era un hombre fatuo y pretencioso. Pero un día lamentaría no haberlo tratado mejor. Cuando hiciera que la echaran a ella y a su familia de la tierra de los
Cullen. Entonces no se mostraría tan santurrona.
Solo con pensar en Isabella hizo que James se hundiera todavía más en
Victoria para descargar su ira sobre ella, derivando cierta satisfacción del modo en que la joven se retorcía bajo sus salvajes embestidas.
La bella e ignorante Victoria. ¿Qué pensaría cuando le dijera que se iba a casar… y que la novia no era ella? La chica creía que con su belleza podía eclipsar su falta de dote y él la había dejado albergar esa ilusión durante los meses que llevaba acostándose con ella. Pero esa noche la joven terminaría por entender el papel que iba a desempeñar en su vida. Amante. No esposa.
—Sí —gimió James aferrándose a las nalgas de su amante y hundiéndose en ella. La chica interpretaba bien su papel, jadeando y gimiendo, y exclamando su nombre hasta que él llegó al climax.
Una vez saciado, James rodó de lado y la chica se acercó con sigilo, la amante dedicada que le recorría el pecho con las puntas de los dedos, los pechos colocados para sacarles todo el partido posible.
James jugueteó con uno de los picos y lo apretó lo bastante fuerte como para hacer que la chica se estremeciera.
—Eres una delicia, mi dulce Victoriae. No creo haber tenido jamás una amante más ardiente. —Solo quiero hacerte feliz —ronroneó ella como una auténtica profesional, acariciándole el vientre con la mano y envolviendo el miembro fláccido de su hombre.
Aunque solo fuera eso, la chica sabía cómo ponérsela dura. No cabía duda de que sería un incentivo durante todas esas noches en las que su futura esposa yaciese sin moverse bajo él para cumplir con su deber conyugal. Lady Jane no era una mujer apasionada y tampoco disfrutaría de los juegos bruscos. Victoria, y otras como ella, llenarían sin problemas ese hueco.
James la sujetó por las caderas y la joven se montó sobre él, deslizándose poco a poco para envolver su erección. Su amante jugueteó con sus pezones mientras ella hacía todo el trabajo.
Unos minutos más tarde, cuando su simiente se vertió en el interior de la joven por tercera vez esa noche, James se lo soltó de golpe.
—Me voy a casar.
No era el momento más diplomático para hacer esa confesión, pero el sexo y la expresión del rostro de la joven merecían la pena.
Victoria se puso rígida. —¿Qué? —Me voy a casar —repitió él quitándola de su ventajosa posición y sentándose en la cama antes de apoyarse en el cabecero—. Voy a anunciar mi compromiso en una de las galas de los Cullen dentro de dos semanas.
La joven se quedó mirándolo como si su amante hubiera empezado a hablar en otro idioma. —Has de estar de broma, por supuesto.
James encendió un puro y exhaló un aro de humo que se hinchó en el aire.
—A estas alturas ya tendrías que conocerme mejor, querida. Yo no bromearía con algo tan importante como mi futuro.
—Pero… ¿qué hay de nosotros? —¿«Nosotros»? —se rió él atragantándose con una bocanada de humo—. No hay ningún «nosotros». Disfrutamos del cuerpo del otro. Eso es todo.
—Yo... yo pensé que tú…
—¿Que te pediría que fueras mi esposa? Por favor, Victoria. Esperaba que fueras más realista. Eres la hija de un simple barón, y encima bastante empobrecido.
Solo el absurdo cariño que siente mi hermano por tu hermana ha evitado que mi padre los expulsara de nuestra tierra. —Aparte que el Duque era un malnacido licencioso, albergaba ciertos sentimientos lujuriosos por la esposa del barón.
Al parecer todos los hombres Cullen sufrían por las mujeres Sawn.
James, sin embargo, prefería utilizar ese «sufrimiento» en provecho propio.
—Por mucho que el viejo quiera quebrar la voluntad de Edward, tampoco quiere alejarlo del todo. Aunque el motivo que lo impulsa es todo un misterio para mí. Mi hermano no tiene ni una sola cualidad que lo redima.
Victoria se levantó de la cama, desnuda y temblando de furia. —¡Posee más principios de los que tú tendrás jamás!
—Cierto, y ahí se encuentra el quid de su problema. Tiene la puñetera manía de comportarse como un caballero, por desesperada que sea la causa. Es una molesta cualidad que prolifera tanto en tu hermana como en él. Menos mal que tú y yo carecemos de conciencia. Haríamos lo que fuera para conseguir lo que queremos, ¿no? Y lo que yo quiero, mi querida Victoria, es una esposa con una bolsa sólida.
Hace que la idea de la felicidad conyugal sea mucho más tolerable. —¿Por qué, maldito seas? —le preguntó su amante—. ¿Por qué no me dijiste nada? —Siempre estábamos tan ocupados que nunca parecía encontrar el momento adecuado. —James estiró una mano y pasó un dedo por los rizos que se escapaban del vértice de los muslos de la muchacha.
La joven le apartó la mano con un ademán seco.
—No me toques.
Su amante se incorporó y se apoyó en un codo.
—Venga, mi cielo, que no es para tanto. El matrimonio no será óbice para nuestra pequeña aventura. Piensa en todo el placer que todavía podemos darnos el uno al otro.
El rostro femenino se moteó de rabia, sus ojos ardían con fuerza al comprender que lo único que había hecho aquel hombre era utilizarla. —¡Estoy encinta, desgraciado!
James le dio una última calada a su puro y después lo apagó en la mesilla de noche, sabía que la chica mentía. Victoria había menstruado una semana antes.
¿Acaso creía que era estúpido?
—Vaya, eso sí que es un problema. ¿Qué vas a hacer?
La chica lanzó un chillido, se abalanzó hacia el objeto más cercano que encontró y se lo arrojó a su amante a la cabeza. James se agachó justo a tiempo, dejando que el reloj de porcelana se estrellara contra la pared que tenía detrás.
Después la cogió por la muñeca cuando la joven giró de golpe y la volvió a arrastrar a la cama, la sujetó bajo su cuerpo y la obligó a aferrarse a los barrotes de hierro del cabecero de la cama.
Le apretó la boca contra el oído y le habló con voz sedosa.
—Eso ha sido un error, niña mía. Ahora vas a tener que pagar por ese reloj con lo único que tienes de valor.
Bella despertó a la mañana siguiente con lágrimas en la almohada.
Había tenido un sueño horrible. Edward y ella se encontraban en medio de un campo yermo y quemado por el sol y ella le confesaba sus pecados. El graznido escalofriante de un halcón a lo lejos era lo único que despertaba ecos en medio del silencio letal que se produjo.
Mientras ella le rogaba que la perdonase, el cuerpo de Edward se convertía en piedra y después se desintegraba, transformado en polvo. Un fiero viento salía aullando del cielo y se lo llevaba fuera de su alcance.
Fuera de su vida.
Sintió que el miedo se le asentaba en la boca del estómago cuando intentó desterrar aquella imagen de su cabeza asegurándose que solo era un sueño, pero su mente clamaba que los sueños podían ser heraldos de lo que estaba por venir.
De repente, empezó a agobiarla aquella habitación. Necesitaba aire. Necesitaba tiempo para pensar. Se acercó a las ventanas con parteluz. El sol que entraba a raudales a través de los pequeños cristales con forma de diamante se fracturaba en manchas de tonos vibrantes que arrojaban prismas sobre el suelo.
Abrió las ventanas de golpe y se preguntó si Edward iría a verla ese día. ¿La reconocería como la chica que había estado con él en el jardín? ¿La vería al fin como una mujer, en lugar de como el marimacho que siempre se había aferrado a cada una de sus palabras?
Bella observó un movimiento en la pequeña terraza ensombrecida que había abajo. Había dos figuras separadas por solo unos centímetros de distancia, absortos en su conversación y sin ser conscientes de su presencia. Edward rodeaba con una mano la parte superior del brazo de Victoria mientras esta apoyaba la palma en el pecho del joven. Aunque Bella no oía lo que estaban diciendo, la intimidad del gesto supuso un golpe para ella.
¿Por qué? ¿Por qué siempre era Victoria la que conseguía lo que Bella quería? ¿No le había dado Dios ya suficiente a su hermana? Estaba muy bien dotada, la naturaleza la había bendecido con una lozana mata de cabello rubio y tenía los ojos verdes como el musgo, como una pradera en verano, mientras que Bella tenía los pechos pequeños, sufría la maldición de un cabello negro y liso, y tenía unos ojos de color marron que su padre había despreciado por ser demasiado evocadores y antinaturales. Todo el mundo admiraba a Victoria mientras que Bella siempre había sido la chiquilla con la que nadie sabía qué hacer.
¿Qué le pasaba? ¿Por qué no podía amarla nadie?
Pero la noche anterior, en los brazos de Edward, se había sentido amada. La había tratado como si fuera la mujer más deseable del mundo.
¿Sentiría lo mismo ese día?
Tenía que averiguarlo. Fueran cuales fueran las consecuencias. Podía soportar saberlo. Lo que la atormentaba era no saber.
Bella se vistió a toda prisa, se puso uno de los antiguos vestidos de Victoria que ella había reformado para que se adaptara a su cuerpo más pequeño. Posó ante el espejo y examinó su nueva figura, el modesto escote que por fin tenía y la cintura recortada que había adquirido después de sufrir durante años una figura más propia de un potrillo de largas patas.
Se pellizcó las mejillas para tener un poco más de color y se puso una gota del carmín de labios que había robado de la habitación de Victoria. El color hacía que su boca pareciera una fresa madura.
Respiró hondo para tranquilizarse y salió con aire resuelto de su habitación. Se preguntó si debería esperar hasta que Victoria y Edward entraran de la terraza o si debería atreverse a salir.
La decisión ya la habían tomado por ella porque se encontró a Edward y a su hermana, junto con su madre y su padre, de pie en el vestíbulo, al final de las escaleras.
Bella se obligó a esbozar una sonrisa, aunque había algo en aquella reunión que la inquietaba. La tensión vibraba en el aire. Las piernas no dejaban de temblarle y se le hizo un nudo en el estómago.
«Por favor, señor —rogó en silencio la joven— que nada arruine este momento».
Pero el Señor no la estaba escuchando ese día porque mientras bajaba por las escaleras oyó que Edward hablaba con su padre.
—Deseo casarme con su hija, señor. Me gustaría que Victoria fuera mi mujer.
Hasta el último día de su vida, Edward recordaría la expresión que había puesto Isabella aquella mañana, dos semanas antes.
Su grito ahogado había arrastrado su mirada hacia donde la joven permanecía inmóvil en medio de las escaleras, aquellos ojos pálidos, cautivadores y enormes, en medio de un rostro igual de pálido, con la mirada desesperada clavada en él.
Dos años era lo que se había mantenido alejado de ella. Dos años de sentirse como un simple viejo verde y el peor ser humano del mundo por haberse enamorado de una chiquilla que apenas acababa de salir de las clases de su infancia.
Edward recordaba cada detalle de aquel día junto al estanque, cuando ella le había profesado el amor que sentía por él. Solo tenía dieciséis años entonces, pero ya era hermosa, una niña a punto de convertirse en mujer.
No sabía lo que decía en aquel momento. Le había hablado con la emoción de una chiquilla que lo adoraba, no como una mujer que entendiese todos los matices del amor. Era demasiado joven. Demasiado inexperta.
Demasiado de todo. Isabella siempre había sido una persona fuera de lo corriente. Pero Edward había comprendido el peligro, la facilidad con la que aquella chica podía hacer que se olvidara hasta de sí mismo y que sucumbiera al creciente deseo que sentía por ella. Así que se había alejado de ella. Lo que fuera para poner distancia entre los dos.
Necesitaba tiempo para acostumbrarse, para asumir esa emoción que ardía en su pecho siempre que pensaba en ella, aunque no supiera lo que era.
Cuando había ido para enfrentarse a Victoria el día después del baile, había rezado para que el incidente del jardín no fuera lo que parecía, que el pañuelo se hubiera perdido sin más.
Pero en cuanto había visto a Vicoria llorando en la terraza, lágrimas sinceras que él jamás le había visto desde que la conocía, hacía muchos años, ya no pudo seguir negando la verdad. Él le había arrebatado su virginidad y fuera cual fuera el papel de la joven, él tenía que pagar el precio.
Qué irónico que tanto él como su hermano fueran a anunciar su compromiso esa misma noche. Ninguno de los dos se casaba por amor; claro que el amor nunca había sido un requisito imprescindible para James. Al contrario que Edward, que había jurado que cuando al fin tomara esposa, sería una mujer a la que pudiese adorar durante el resto de su vida. Había visto casarse por obligación a demasiados de sus iguales, que habían convertido sus vidas a partir de entonces en un continuo de aventuras discretas. No era lo que quería para él.
Y sin embargo, allí estaba, en plena celebración de su compromiso con una mujer por la que no sentía ni el menor afecto, porque un deplorable acto de lujuria lo había empujado a cometer un error irrevocable.
Una vez más se encontró solo en el jardín, bañado por aquel mismo cielo iluminado por la luna, pensando en una mujer que ni siquiera estaba seguro de que existiese salvo en su mente. Le costaba imaginar a Victoria, tan fría, bella y serena, como la mujer que se había retorcido de pasión bajo él, que le había rogado con un dulce susurro contra sus labios que cesaran sus recelos.
Edward intentó bloquear esa imagen y se ventiló otro trago de coñac de la botella a la que se había aferrado como a una cuerda de salvamento. El licor creó un cálido sendero por su garganta, aturdiéndolo un poco más.
La orquesta empezó a tocar. El joven miró hacia la casa, donde las ventanas resplandecían como joyas en medio de aquella noche demasiado cálida, haciendo que el calor invadiera cada pliegue de su cuerpo, abrumándolo como otra carga más que incordiara a su alma.
Su visión borrosa se centró en un movimiento. Una figura envuelta en una capa oscura salía por las puertaventanas de la biblioteca. La persona miró a su alrededor con gesto furtivo antes de cruzar a toda prisa el césped hacia la cabaña de verano. El destello de unas faldas le indicó que su objetivo era una mujer.
La mirada de Edward siguió a la mujer que se abrió paso hasta la cabaña y se deslizó a toda prisa en el interior. Un rayo de luz se derramó por la puerta abierta y reveló que otra persona esperaba dentro.
¿Acaso su padre iba a encontrarse con una de sus queridas? Aquel sitio siempre había sido el lugar favorito para sus ilícitas aventuras. Hasta esa noche, a Edward tampoco le iba a extrañar que su padre deshonrase a su mujer justo delante de sus narices.
Edward esperó con aire lúgubre y los ojos clavados en la casita, el licor actuaba de acelerante para su creciente frustración y asco.
Se terminó lo que quedaba del coñac, tiró la botella contra un árbol y sintió una satisfacción salvaje al oír el vidrio que se hacía pedazos mientras él se dirigía con paso colérico a la cabaña.
Abrió la puerta principal sin hacer ruido. El diminuto salón, con las vigas expuestas del techo y sus muebles rústicos, apenas estaba iluminado por una única vela que ardía en la repisa de la chimenea. Oyó el sonido ahogado de unas voces y después un gemido femenino.
Dios, sería estupendo ver la expresión de sobresalto y humillación en la cara de su padre cuando lo sorprendiera en pleno acto de adulterio.
Un fuerte sentimiento de venganza llevó a Edward a la puerta abierta del dormitorio donde dos figuras gruñían y gemían entre las sábanas revueltas.
Su prometida a cuatro patas.
Su hermano penetrándola por detrás.
James fue el primero en verlo, una sonrisa de sátiro se crispó en la comisura de sus labios mientras entraba y salía de Victoria, que no era consciente de la presencia de Edward; había bajado la cabeza y la mata de cabello rubio le velaba la cara, los pezones henchidos se apretaban contra los dedos impacientes de James.
Su hermano deslizó las manos por el cuerpo femenino y la sujetó por la cintura para guiar sus movimientos mientras disfrutaba unos segundos más torturando a
Edward antes de dignarse al fin a decir algo.
—Mira quién ha venido a mirar, cielo. Tu queridísimo novio.
El cuerpo de Victoria sufrió una sacudida, como si la hubiera azotado con un látigo. Levantó la cabeza de golpe y abrió mucho los ojos.
—¡Edward!
El joven no le dio tiempo a formular ninguna excusa.
—O anulas tú nuestro compromiso o lo haré yo.
Después, dio media vuelta y se fue.






7 comentarios:

lorenita dijo...

wow!! esta genial!! me cautivo la historia!! ya quiero leer el sig. cap!!:) saluditos:):)

Anónimo dijo...

omg!! genial tu nueva historia sube pronto un nuevo capitulo por fisss me dejaste en ascuas me gusto mucho.
yessenya.-

Aridna dijo...

me encanto el cap ya queiro q publiques el pro saludoss:)

vsotobianchi dijo...

WOW ME ENCANTO, YA QUIERO LEER EL PRÓXIMO CAPITULO. SALUDOS .-)

paty dijo...

Hola esta buenisimo ya quiero ver como reacciona Bella cuando se entere que Edward no se casa en espera del siguiente capi
saludos y abrazos desde México

nydia dijo...

OMG buena historia genial me encanto....Besos...

Unknown dijo...

hola lizzy!! siii aqui de regreso... ya sabes examenes finales trabajo... lluvias--- haaa pero que buena adaptacion has subido!!

me gusta mucho me voy a leer el capi 1 que ya vi que lo subiste saludos!!

ORACION A MI SEXY VAMPIRITO

Edward de mi guarda
De mi sexy compañia
Bebete mi sangre
De noche y de Dia
Hasta que caiga en tus brazos
Y sea tu marca de heroina