Capitulo 18
Edward
El
lugar donde había acampado con mi familia durante años resultaba siempre un
poco más tranquilo de lo que lo recordaba, lo que era bueno, porque necesitaba
una buena dosis de paz. Isabella me había dicho que me amaba, y yo le había
dicho que también la amaba. Eso era algo que me llenaba de alegría, de miedo y
de desesperación. No tenía nada que ofrecerle, pero ahora ¿cómo iba a marcharme
sin ella?
Casi
había ido a la caravana para pedirle que viniera conmigo antes de que me
marchara, pero me contuve. El problema era que pensaba que resistirme a Isabella
durante tres semanas me haría las cosas más fáciles. En cambio, solo se había
incrementado mi anhelo por ella. La deseaba con desesperación. Era un hambre
que se originaba en lo más profundo de mis entrañas, un ardor que solo se hacía
más y más salvaje, más exigente a pesar de que no lo alimentaba. Y sabía que la
amaba desde hacía mucho tiempo, quizá incluso antes de que ella me amara a mí.
¿Cuándo había ocurrido? ¿Cuándo había bajado la guardia lo suficiente para que
su dulzura envolviera mi corazón de una forma incapaz de desenredar? Y llegados
a este punto, ¿me importaba?
Miré
a mi alrededor. Había un viejo roble con una gran envergadura que proporcionaba
el cobijo necesario. No habíamos conseguido material de acampada adecuado, por
lo que habíamos utilizado las mismas mantas y edredones en los que dormíamos
habitualmente, protegiéndolos por una sencilla lona plastificada. Mi padre
siempre hacía burgoo, siguiendo fielmente la receta del estofado típico
de Kentucky, con comadrejas, ardillas y otros animales que cazábamos. Se
suponía que era un manjar, pero, al igual que otras muchas delicias,
seguramente nacían del hambre y de la posibilidad de llamar así a algo que era
agradable al paladar. Por salvaje que pareciera, estaba bueno. Y hacía uno cada
año en esa escapada, solo que para celebrar mi cumpleaños. Estaba seguro de que
a mi padre le gustaría.
Miré el campo de lavanda. Me gustaba este lugar porque
cuando corría la brisa, en el aire flotaba el aroma de todas esas flores a la
vez. Resultaba relajante. Me senté en una enorme rama caída que estaba allí
desde que era niño y bajé la vista a la leña para hacer fuego que había
colocado en el suelo. La encendería cuando oscureciera y calentaría el guiso.
Volvería a dormir bajo las estrellas en mi improvisado saco de dormir por
última vez. Ya no volvería aquí. Noté un agudo pinchazo en mi interior ante ese
pensamiento, un sorprendente dolor en mis entrañas. No lo entendía; ese lugar
estaba lleno de dolor para mí, y cada vez que venía, sentía la ausencia de mi
familia. Pero, al mismo tiempo, me provocaba también alegría, y eso era lo que
recordaba ahora.
¿Tenía
sentido? No podía soportar esos sentimientos contradictorios. Quería odiar
Dennville, Kentucky. Solo eso.
Isabella.
Esto era por culpa de Isabella. Había aparecido ella en mi vida y, de repente,
existía la belleza. De repente, Dennville era ella, la chica que me había
ayudado a deshacerme de la oscuridad, que me había hecho ver la luz. Gemí y
luego miré el suelo cubierto de hierba durante varios minutos, sopesando qué
hacer.
¿Cómo
se había vuelto mi vida tan complicada y tan clara de repente?
«Isabella.
“Mitad agonía, mitad esperanza”».
Mi
amor por ella lo era todo…
Percibí
un movimiento a mi izquierda y levanté la cabeza, sorprendido. Y allí estaba
ella, atravesando el campo de lavanda púrpura hacia mí como si aquello fuera un
sueño. Me dio un vuelco el corazón y me levanté, lleno de una súbita alegría.
«¡Joder!».
Llegó
hasta mí y esbozó una sonrisa tentativa mientras entrelazaba las manos delante
de ella. Se había trenzado el pelo y le caía sobre un hombro. Llevaba un jersey
blanco que dejaba expuesta la cremosa piel de la clavícula. Supe que no
volvería a ver nada más hermoso que Isabella Swan con un campo de lavanda de
fondo.
Se
irguió en toda su altura, como si se hubiera llenado de valor.
—Lo
he estado pensando desde ayer —dijo cuando nuestros ojos se encontraron—,
esperaba que estuvieras de acuerdo en tener compañía. No me imaginé que me
mantuvieras también hoy alejada.
Le
devolví la sonrisa.
—¿Quieres
acampar conmigo para celebrar tu cumpleaños?
Se
mordisqueó el labio inferior y asintió.
—Más
que nada en el mundo.
De
repente, sentí una clase de felicidad que no había experimentado antes. Quizá
fuera porque acababa de aparecer la persona que estaba echando de menos. Quizá
porque la soledad que me embargaba había desaparecido en el mismo momento en
que vi a Isabella. Tal vez fuera solo que me sentía agradecido, y bien sabía
Dios que había tenido muy poco que agradecerle en mi vida. Mi sonrisa se hizo
más amplia.
—Esto
podría resultar peligroso —comenté—. ¿Y si dormir al aire libre me convierte en
un cavernícola y te arrastro por el pelo a mi saco de dormir?
Curvé
la comisura de la boca para que supiera que estaba bromeando. No me sentía tan
feliz desde hacía mucho tiempo, y era una sensación increíble.
—¿Te
refieres a los hombres que vivieron hace miles de años? —preguntó con una expresión
divertida, devolviéndome la broma. Luego inclinó la cabeza con una expresión
muy seria—. No me resistiría —susurró, mordiéndose el labio inferior.
Abrí mucho los ojos mientras mi pecho se inundaba de
ternura.
—Isabella—suspiré.
Sus
labios eran preciosos, y los quería sobre mi piel. Por todas partes. Ella no
dejó de mirarme fijamente mientras me acercaba a ella. Me inundó su aroma, a
flores silvestres como la brisa de verano. De repente, supe que esto era lo más
natural del mundo. De pie, al aire libre, bajo la sombra de un viejo roble, con
el cielo infinito extendiéndose a nuestro alrededor, sin un solo edificio a la
vista, no pude recordar por qué me había resistido tanto a ella. No hubiera
podido decir, ni aunque me fuera la vida en ello, por qué no podíamos dejarnos
llevar por los sentimientos. Unos sentimientos que flotaban en el aire que nos
rodeaba, sentimientos que solo el mismo Dios podía haber creado. Era como si
hubiera algún tipo de magia en la brisa y hubiera reducido el mundo a nosotros
dos, allí de pie. Cerré los ojos y cogí aire, volviéndome loco por la creciente
necesidad que atravesaba todo mi cuerpo y dejando que mis instintos tomaran el
control. Me incliné al tiempo que ella echaba la cabeza hacia atrás, alzando
los labios para que se encontraran con los míos, abriendo la boca para
permitirme el acceso. Gemí mientras apretaba la boca contra la suya. Algunos
pensamientos fugaces de por qué no debería ocurrir esto se perdieron ante el
sonido de nuestros gemidos combinados y de nuestras lenguas bailando.
Le
pasé las manos por los costados, moviéndolas lentamente por sus curvas
femeninas mientras me maravillaba de lo que la hacía diferente a mí.
Encajábamos a la perfección.
—Quiero
sentir tu piel, Isabella. —Me atraganté cuando retiré los labios y miré sus
ojos, llenos de lujuria… y amor.
El
sol se estaba poniendo, el crepúsculo moría con rapidez a través de las
montañas.
Isabella
echó una rápida mirada a la cama improvisada que había instalado en el suelo,
debajo de las largas ramas del roble. Me cogió la mano y me llevó hacia allí.
—Isabella,
es que… —Se estiró y me puso dos dedos en los labios para detener mis palabras.
Me quedé callado. Si era sincero, no sabía lo que había estado a punto de
decir. ¿Cambiaría algo otra advertencia de que eso era un error? ¿Cambiaría
algo otro recordatorio de que iba a marcharme? Estaba seguro de que ella me
había oído decir esas palabras suficientes veces y, probablemente, no querría
escucharlas en este momento. De todas formas, tampoco quería decirlas ahora. De
hecho, empezaba a preguntarme si eran ciertas. Estaba empezando a cuestionarme
muchas cosas.
Nos
besamos, nos besamos sin parar. Nos besamos durante un tiempo tan largo que
pareció toda una vida. Isabella era la única chica a la que había besado así.
Antes, siempre había tratado de llevar la cuestión al siguiente nivel lo más
rápidamente posible. Pero con ella, me dejaba fundir en el placer de su boca
mientras mi cuerpo se calentaba lentamente. Memorizaba la sensación de su
cuerpo, suave contra el mío, el dulce sabor de sus labios, de su lengua, de su
aliento.
Un
rato después, ella se apartó con las mejillas encendidas, los labios húmedos y
rojos y el pelo oscuro soltándose de la trenza para enmarcar su cara. A veces,
su belleza era casi chocante. Mientras la miraba, era como si su imagen se
filtrara a través de mi piel, de mi sangre y mi alma, hasta que mi cuerpo
palpitaba de necesidad.
—Trataré
de ser suave —la tranquilicé.
Abrió
mucho los ojos, pero se limitó a asentir. Cualquier razón que me hubiera
mantenido alejado antes desapareció, y me permití recrearme en un remolino de
imágenes en las que veía a Isabella echando la cabeza hacia atrás,
transfigurada por la pasión, rodeándome las caderas con las piernas mientras me
hundía en ella.
Me
permití imaginarla. Me dejé anticipar cómo sería lo que estaba a punto de
ocurrir.
Nos
desnudamos el uno al otro poco a poco. Hasta ese momento, no había
experimentado nada más erótico que ver a Isabella desnudándose para mí,
sabiendo que muy pronto estaría perdido en su interior. Cuando estuvo
completamente desnuda, dejé que mis ojos recorrieran su cuerpo despacio, aunque
ya la había visto sin ropa. Pero había sido siempre entre las paredes de mi
habitación, bajo una tenue luz. Ahora estábamos bajo el sol de poniente, que
iluminaba su piel con la dorada luz del atardecer, con el aire fresco erizando
sus rosados pezones.
—Eres
impresionante —susurré.
Ella
también me recorrió con los ojos, haciendo que mi miembro palpitara cuando
cayeron sobre él.
—Tú
también eres impresionante —dijo cuando subió la mirada hacia la mía—. Y no
quiero que seas suave conmigo. Quiero sentirte. Quiero todo lo que quieras
darme.
Dejé
escapar un gemido y me acerqué a ella, con la polla dolorida, con la sangre
hirviendo bajo la piel.
La
acosté en el suelo, sintiendo la primera punzada de tristeza. Isabella era
hermosa y deseable. Se merecía algo mejor que unas mantas viejas bajo un árbol
para su primera vez.
—Edward
—susurró, encerrando mi rostro entre sus manos y mirándome a los ojos como si
supiera lo que estaba pensando—. Este es el mejor cumpleaños de mi vida.
—También
el mío —repuse, alisándole el pelo.
Ella
arqueó la espalda cuando mi boca encontró su pezón, y gimió al tiempo que
impulsaba su cuerpo hacia el mío. Su cálida piel, su suave cuerpo. Su capacidad
de respuesta, su dulce y maravillosa inocencia eran algo con lo que no tenía
ninguna experiencia y me afectaban interiormente de una manera esencial en la
que no podía concentrarme en ese momento. Simplemente me dejé llevar, disfruté.
Poco tiempo después, estábamos los dos gimiendo y
retorciéndonos, excitándonos mutuamente mientras yo rezaba para durar lo
suficiente como para que la experiencia fuera para ella algo digno de recordar.
Me
coloqué entre sus piernas y sentí su resbaladiza excitación, que esparcí por su
clítoris mientras lo masajeaba con suavidad. Abrió la boca y se apretó contra
mi mano mientras yo me inclinaba hacia su pecho, que chupé con ternura. Gimió
mi nombre y, después de un minuto, palpitó y se estremeció bajo mi mano.
La
miré con los ojos empañados y llenos de lujuria y me sujeté la erección con la
misma mano para abrirla poco a poco. Ella separó las piernas instintivamente.
«¡Oh,
Isabella, eres perfecta para mí!».
Gruñí,
tratando de ir tan despacio como podía mientras mi cuerpo gritaba que me
sumergiera dentro de ella como un animal salvaje. La deseaba demasiado.
Isabella
puso las manos en mis hombros y cerró los ojos mientras me hundía más
profundamente en su interior, sintiendo su calidez alrededor de mi glande. Eso
me hizo perder otra parte del control que trataba de retener.
—Abre
los ojos, Bella —le pedí—. Mírame. —¿Mírame para qué? ¿Para que veas cómo te
reclamo? ¿Cómo te hago mía? «Sí», gritó mi corazón. Pero no lo dije. No. Esta
noche éramos el uno del otro. Aunque esto no cambiara nada. No podía.
Abrió
los ojos y me miró mientras me sumergía en su interior con un suave envite. Por
su cara pasó una expresión de dolor cuando sentí que mi carne atravesaba la de
ella, pero no gritó. Y así fue. Me había resistido mucho a apoderarme de la
virginidad de Isabella, pero ya no lo lamentaba. Independientemente de lo que
ocurriera, esa parte de ella sería siempre mía. No pertenecería a otro hombre.
Nunca. Miré su cara cuando comencé a moverme dentro de ella. El placer me
atravesaba los testículos, el abdomen, pero ella no se echó atrás. Me pasó las
manos por la espalda, justo encima de mis nalgas, y me acarició mientras me
clavaba en su interior, primero lentamente y luego con creciente desesperación.
Era increíble, maravilloso.
—Voy
a correrme —suspiré, dando un último impulso en su interior mientras estallaba
de placer.
Colapsé
y gemí el orgasmo contra su cuello. Luego me giré a un lado para no aplastarla
y permanecimos así durante varios minutos; Isabella me pasaba las uñas de
arriba abajo por la espalda mientras yo recuperaba la respiración. Cuando me
retiré de su interior y bajé la vista, vi que su sangre virgen manchaba mi
polla aún erecta. Me recorrió un escalofrío de orgullo que hice lo posible por
aplastar, pero el esfuerzo fue en vano.
Me
dejé caer de nuevo sobre las mantas.
—Ha
sido increíble —suspiré—. Dios, Isabella, ha sido increíble.
Sonrió
con dulzura y asintió.
—Sí
—suspiró—. Lo ha sido.
No
dormimos mucho esa noche. Ella era una droga y jamás me saciaba. Quería vivir
en su interior. Debía de estar dolorida, pero jamás se quejó. Esa noche estuvo
hecha de pieles húmedas de sudor y gritos de placer que resonaban en las
colinas. Supe que durante el resto de mi vida, estuviera donde estuviera, cada
vez que pensara en Isabella recordaría su calor, el olor de la lavanda y el
cielo abierto.
Algún
tiempo después, cuando una luminosa luna creciente estuvo suspendida sobre
nosotros, me desenredé finalmente de ella y encendí el fuego. Nos sentamos en
el tronco de un árbol caído envueltos en las mantas y le di de comer burgoo calentado
sobre las llamas. Un búho ululaba de forma incesante en algún lugar y la risa
de Isabella resonaba sobre el campo mientras le contaba historias sobre algunos
líos en los que me había metido con Jasper, historias que nadie más conocía,
solo mi hermano y yo. De alguna forma, sentí como si hubiéramos traído una
parte de él de nuevo a la vida.
Bailamos
despacio bajo la luz de las estrellas, y Isabella se rio mientras la guiaba.
—Te
llevaría al baile de graduación si pudiera —aseguré en voz baja, con pesar. Y
ella respondió apretando su cuerpo contra el mío—. Haría muchas cosas contigo
si pudiera.
—Lo
sé —respondió, ahuecando la mano sobre mi mejilla antes de besarme los labios
con dulzura.
Muchas
cosas se arremolinaban en mi mente, emociones con las que no estaba
familiarizado, sentimientos que no podía organizar. Pero mientras las brasas se
apagaban y los primeros rayos de luz asomaban entre las montañas, la miré a mi
lado, dormida, una belleza suave y vulnerable bajo el cielo de madrugada, y
supe lo que tenía que hacer. Sabía que estaría mal, y que me destrozaría
llevarlo a cabo. Pero también supe que, a pesar de todo, lo haría.
«Algún
día, cuando viva de mis sueños, pensaré en todas las cosas que me rompieron el
corazón y estaré agradecido por ellas».
Sabía
que tenía que hacerlo. Porque me había equivocado.
Todo había cambiado. Después de una noche, nada era
igual.
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😘❤💗❤😘❤💗❤😘 Gracias
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