lunes, 3 de febrero de 2020

Capitulo 3 Corazones oscuros


Capítulo 3

Entre la ausencia de cualquier referencia visual, la suave mano de Isabella acariciándole el pelo una y otra vez y el haber sido capaz de compartir la historia de la muerte de su madre y Jacob sin sufrir un ataque de pánico, Edward estaba casi pletórico por la sensación de triunfo que lo embargó. Y todo era gracias a Isabella, a lo que ella estaba haciendo. Así que la adoró por eso. Nadie había llegado hasta su corazón como lo estaba haciendo aquella mujer, y desde luego nunca tan rápido.

La voz de ella interrumpió sus pensamientos.

—Edward Cullen, dices las cosas más dulces que jamás he oído. Te lo juro.

Edward sonrió contra su mano, que todavía le sostenía la mejilla, y al final terminó riéndose.

—¿Qué te hace tanta gracia?

Se encogió de hombros, pero después recordó que la falta de luz hacía muy difícil que el lenguaje corporal resultara inteligible.

—«Dulce» no es una palabra con la que la gente suela definirme.


—Entonces es que no te conocen lo suficiente.

Hizo un gesto de asentimiento.

—Puede.

Sí, seguro que era por eso. Era el primero en reconocer que siempre mantenía a las personas alejadas de él. No le gustaba la sensación de cargar a otros con sus problemas. A veces, guardar las distancias era mucho más fácil que fingir o tener que dar explicaciones.

—Sin duda —replicó ella.

Le gustaba que tuviera ese punto pendenciero. Era alegre, enérgica y había conseguido que hablara y riera más en el par de horas que la conocía de lo que probablemente había hecho en todo el último mes. Con ella, nunca había reconsiderado eso de mantener las distancias.

Casi gimió cuando Isabella deslizó la mano hasta su rostro y empezó a acariciarle la sien, para después recorrer la oreja hasta llegar al cuello. Entreabrió la boca al tiempo que se le aceleraba la respiración. No pudo evitar inclinarse hacia aquel contacto tan increíblemente sensual.

Durante un momento cerró los ojos y se permitió disfrutar de aquella sensación. Podía oír la respiración de ella y supo que no se estaba imaginando que también iba más deprisa. Que ella pudiera desearle con la misma ansia que la deseaba él le puso duro al instante. Antes de que pudiera detenerse soltó un gruñido gutural.

—Isabella.

—Edward.

¿Estaba su voz cargada de anhelo o solo era una ilusión por su parte? Lo más seguro sería que estuviera proyectando su propio deseo sobre ella, ¿verdad? Tragó saliva y movió las caderas. No llevaba muy apretados los jeans, pero ahora no tenía espacio suficiente en la zona de la bragueta para contener su erección con comodidad.

Entonces notó cómo los dedos de ella le presionaban por detrás del cuello. Pero si todavía le estaba acariciando… No, debía de habérselo imaginado. No estaba seguro. Centró toda su atención en el movimiento de la mano femenina y… «Ahora sí que no me lo he imaginado, ¿verdad?» Ahí estaba, sus dedos tiraban de él hacia ella.

«Por favor, que no sea producto de mi imaginación.»

Se lamió los labios y movió la cabeza en dirección a Isabella unos cinco o seis centímetros. Dios, quería besarla. Se moría por enredar los dedos en todo ese pelo rojo. Abrió los labios ante la expectativa de reclamar su boca. Quería saborearla. Deseaba sentirla debajo de él.

—Isabella —suplicó con voz áspera, como si de una oración se tratara.

—Sí, Edward, sí.

Aquella fue toda la confirmación que necesitó.

Se deslizó sobre la moqueta hasta que su pecho encontró el costado de ella. Después inclinó la cabeza lentamente para no hacerle daño con su ciega impaciencia. Lo primero que encontró su boca fue una mejilla. Presionó los labios contra la sedosa piel y obtuvo como respuesta un gemido y que ella le envolviera los anchos hombros con los brazos. Su mano derecha cayó sobre un montón de tersos rizos y tuvo que tragar saliva por la satisfacción que lo embargó al poder tocar por fin su cabello.

—Qué suave —murmuró. No solo se refería a su pelo, sino también a su piel y al montículo de su pecho presionando contra el suyo en el punto donde estaba encima de ella.

Se le escapó su propio gemido cuando notó los labios de ella sobre la oreja. Isabella soltó una sonora exhalación y la calidez de su aliento hizo que se estremeciera por dentro.

Después trazó un sendero de dulces besos sobre la mejilla de ella hasta dar con sus labios.

Y ya no pudo tomarse las cosas con calma.

Ni tampoco Isabella.

Cuando con ese primer beso tomó posesión de su labio inferior soltó un gruñido. Llevó ambas manos hasta su rostro y se lo acunó para poder guiar sus movimientos. Isabella jadeó y le agarró de la parte posterior de la cabeza y el cuello.

Notó que abría la boca y aceptó la invitación como lo haría un hombre hambriento ante un suculento banquete. Deslizó la lengua en aquella dulce boca y disfrutó de la seductora danza de lenguas que ambos iniciaron. Isabella le acarició la cabeza, le masajeó la nuca y se aferró a sus hombros. Se acercó a ella todo lo que pudo, aunque no fue suficiente.

Necesitaba estar todavía más cerca. Necesitaba mucho más de ella.
*  *  *
Isabella estaba sumergida en el placer que las caricias de Edward le estaban proporcionando. La oscuridad, combinada con la intensidad de la conexión que habían entablado, hacía que se sintiera como si no existiera nada más en el mundo. Jamás había experimentado una pasión como aquella; al menos no con un solo beso.

Desde el momento en que él murmuró que consideraba uno de sus mejores momentos el estar allí con ella supo que tenía que besarle. Necesitaba probar la boca de aquel hombre que había sobrevivido a una tragedia como la que le había contado y que, aun así, se las había arreglado para conservar tanta ternura. Estaba convencida de que había compartido con él la conversación más honesta y amena de su vida, pero deseaba más… quería grabarlo a fuego en su memoria, conservar aquel recuerdo para siempre.

Su mente no dejaba de pedirle a gritos: «Bésame, bésame, bésame», pero carecía de la seguridad en sí misma que Edward parecía tener para pedir lo que quería. Así que le acarició la cabeza y le tiró suavemente del cuello. Y la anticipación a que él se percatara de lo que le estaba sugiriendo hizo que cerrara los muslos ante la apreciable humedad que notó en su ropa interior. Lo más asombroso de todo es que nunca lo había visto de verdad, al menos no con los ojos.

Cuando el musculoso pecho de él se apoyó sobre sus senos se quedó sin aliento. Entonces Edward enredó la mano en su pelo mientras presionaba los labios contra su mejilla. Ahí fue incapaz de contener el jadeo de gozo que sintió por poder tenerlo por fin como quería. Pero todavía necesitaba más de él. Le sujetó la cabeza, sosteniéndolo contra ella, y bajó las manos, disfrutando de sus esculpidos hombros y sólidos bíceps.

Luego Edward reclamó sus labios y aunque le encantó el reguero de suaves besos que trazó por su pómulo, la necesidad de él era tan grande que le fue imposible ir despacio. Después del primer beso abrió la boca y él no la defraudó en absoluto. Todo lo contrario, apoyó un poco más el torso sobre su pecho y exploró su anhelante boca con la lengua. A veces era él el que empujaba, otras veces ella le frenaba. Cada movimiento hizo que el corazón le latiera desaforado y que un cosquilleo de expectación se apoderara de todo su cuerpo.

Cuando Edward se separó un poco y depositó una tanda de ligeros besos en sus labios, aprovechó la oportunidad y decidió ser ella la que llevara la iniciativa en esa ocasión. Le agarró de la nuca y alzó la cabeza para encontrarse con su boca y morderle el labio inferior. Cuando notó algo metálico cerca de su comisura contuvo la respiración; le había pillado tan de sorpresa que al final soltó un jadeo y lo lamió. La respuesta de él fue un gruñido que reverberó en la parte baja de su estómago. Después, notó que él esbozada una rápida sonrisa y por fin se dio cuenta de que se trataba de algún tipo de piercing.

Y así juntó unas pocas piezas más del rompecabezas que para ella era Edward Cullen. Tatuajes. Piercings. Pelo rapado. Por fuera tenía que parecer un tipo duro, pero por dentro era un hombre tierno, considerado y en ocasiones un poco vulnerable. Y quería conocer ambas facetas de él mucho mejor.

Le resultó imposible saber cuánto tiempo estuvieron besándose en la oscuridad ya que el tiempo pareció dejar de importar. Pero Isabella estaba sin aliento, dispuesta y húmeda cuando él le besó y mordisqueó la mandíbula hasta llegar a su oreja y de ahí bajó al cuello. Su incipiente barba dejó un rastro de llamaradas sobre su piel. Le rodeó con las piernas, necesitando sentir todavía más su presión contra ella. El jadeo que Edward soltó cuando decidió subir la rodilla por la parte trasera de su muslo la hizo gemir y elevar las caderas contra él.

Edward se acercó todavía más y deslizó una rodilla entre sus piernas, evitando que retorciera la espalda como lo había estado haciendo; algo que en realidad Isabella no había notado. A continuación se metió entre los dientes el pequeño diamante que llevaba como pendiente mientras bajaba la mano por su cuerpo y la depositaba en la cadera que tenía apretada contra él.

—Oh, Dios, Edward.

Percibió su sonrisa en la mejilla que presionaba contra la suya, pero en ese momento le daba igual que se riera o no mientras siguiera besándole y lamiéndole el cuello como estaba haciendo. Ladeó la cabeza para permitirle mayor acceso y le recorrió la espalda con las manos, ascendiendo hasta su cuello y cabeza, con caricias alentadoras.

Entonces lo sintió. Sus dedos trazaron lo que solo podía ser una cicatriz en un lateral de su cabeza. Vaciló durante menos de un segundo, pero él debió de darse cuenta porque se echó hacia atrás un poco y susurró contra su cuello.

—Ya te hablaré de ella. Te lo prometo.

Se disponía a tomar aire para responder cuando el ascensor se sacudió y la luz explotó en el reducido espacio.

Isabella gritó y cerró los ojos con fuerza. Edward gruño y enterró el rostro en el hueco de su cuello. Después de tantas horas sumidos en la oscuridad, el fogonazo de luz les resultó doloroso, casi cegador.

Se sintió frustrada porque la electricidad hubiera decidido regresar en ese preciso instante, pero al mismo tiempo aliviada. Y también tuvo miedo por lo que sucedería con Edward de ahora en adelante.

Entonces el ascensor volvió a temblar y la oscuridad cayó sobre ellos por segunda vez.

Ambos volvieron a quejarse y se abrazaron, intentando ajustar el efecto estroboscópico que la luz había dejado detrás de sus párpados. Isabella pasó de estar ciega a ver un caleidoscopio arremolinarse en unos desconcertantes puntos rojos y amarillos.

—Mierda —espetó Edward con voz áspera.

Al instante dejó de preocuparse por su visión y volvió a centrarse en él, solo para darse cuenta de que se había quedado completamente rígido. «Oh, no.»

—¿Edward?

Su única respuesta fue un gemido gutural estrangulado y que su mano izquierda le apretó un poco más fuerte el hombro.

Comprendió lo que le pasaba. Puede que solo le hubiera tratado desde hacía pocas horas. Puede que nunca le hubiera visto. Pero le conocía. Y sabía que en ese momento la necesitaba.

—Eh, venga —le arrulló mientras le acariciaba el pelo—. No pasa nada.

Edward no se relajó del todo, pero sí que percibió que la estaba escuchando, o que al menos lo intentaba.

—Estoy aquí —continuó—. Estamos bien y vamos a seguir estándolo. No estás solo.

«Esta vez», agregó para sí misma. Maldijo mentalmente el regreso temporal de la electricidad, porque solo había traído el recordatorio más evidente de toda la noche de que Edward estaba atrapado en un pequeño habitáculo de metal negro como el hollín. Se puso furiosa en nombre de Edward. Mientras seguía acariciándole y murmurándole palabras de ánimo, maldijo en silencio al inventor del ascensor, a la compañía eléctrica, al revisor del contador y, ya que estaba, también le dedicó unos cuantos pensamientos nefastos a Thomas Edison, porque si el bueno de Tom no hubiera encontrado la forma de aplicar su teoría sobre la electricidad, Edward ahora no estaría encerrado en un diminuto medio de transporte eléctrico. Tampoco estaba contenta con Ben Franklin y su maldita cometa. Después de un rato notó cómo los hombros de Edward se erguían, así que se permitió exhalar el aire que ni siquiera se había dado cuenta estaba conteniendo.

—Te tengo, Buen Sam —dijo con una sonrisa de alivio. Él hizo un infinitesimal gesto de asentimiento, pero estaban tan cerca el uno del otro que fue capaz de percibirlo—. Ven aquí. —Tomó la cabeza de él, que todavía tenía enterrada en el hombro, y la guio hasta su otro omoplato para que pudiera tumbarse a su lado. Luego estiró los brazos para envolverlo por completo, aunque su envergadura le hizo imposible entrelazar los dedos mientras lo sostenía.
*  *  *
La vuelta momentánea de la luz y el posterior apagón desencadenaron en su interior un ataque de pánico tan inesperado que a Edward le costó trabajo respirar con normalidad. Lo único que impidió que perdiera el control fue el olor relajante del cabello y del cuello de Isabella.

No necesitó preguntarse por qué el destello de luz activó un interruptor en su interior. De pronto se vio transportado catorce años atrás en el tiempo, colgando bocabajo con la cabeza encajada entre la consola central frontal y el asiento del acompañante y enterrado en una pila de equipaje y souvenirs de las vacaciones. Tenía algo afilado clavado en un costado que le producía un intenso dolor cada vez que intentaba respirar hondo. Le palpitaba la cabeza y algo húmedo se le pegaba al cabello. El hombro derecho lo tenía demasiado cerca de la mandíbula como para considerarse una posición natural. Durante lo que le pareció una eternidad, la oscuridad y el silencio fueron absolutos, hasta que la brutalidad de lo que le estaba ocurriendo se iluminó de repente con el destello de los faros de un vehículo que pasaba.

La primera vez que sucedió se sintió tan aliviado que utilizó gran parte de la energía que todavía le quedaba para gritar: «¡Aquí! ¡Estamos aquí!».

Pero la ayuda no llegó.

Como era tan tarde, no vio muchos más faros, pero con cada uno que pasaba resurgía y moría su esperanza y su maltratado cuerpo se golpeaba una y otra vez contra las rocas de la súplica y la aterradora decepción.

Navegó entre la consciencia y la inconsciencia; algo que le hizo todo aún más insoportable, pues le resultó muy difícil discernir la realidad de la pesadilla. Horas después, cuando por fin se detuvo un camión para ayudarles, estaba tan convencido de que no sobreviviría al accidente que no contestó cuando el conductor preguntó a gritos si alguien podía oírle.

—Por Dios, Edward, qué horror.

Frunció el ceño y, sin pensárselo, movió la cabeza para mirar al todavía oculto rostro de Isabella.

—¿Qué? —preguntó con voz ronca.

—Que qué horror lo que tuviste que pasar. Lo siento tanto.

Aquello le hizo volver a la realidad y se dio cuenta de que había expresado en voz alta sus recuerdos. Y aun así, ahí seguía Isabella, abrazándole, calmándole, aceptándole por completo a pesar de aquel exasperante miedo infantil.

Por el amor de Dios, tenía que ser él el que la estuviera tranquilizando por la situación que estaban viviendo.

Apoyó la cabeza en el hueco de su terso cuello y respiró hondo. Sin haber visto más que su exquisito pelo rojo y aquel pequeño y ceñido trasero, estaba seguro de que podría reconocerla en medio de una multitud solo por su seductor aroma.

A medida que iba relajándose, recordó algo de lo que ella le había dicho.

—¿Por qué me has llamado «Buen Sam»?

Ella le abrazó con más fuerza. Cuando le respondió percibió el humor en su voz.

—Antes de saber cómo te llamabas, me refería a ti mentalmente como mi buen samaritano. Ya sabes, por evitar que la puerta del ascensor se cerrara. —Rio por lo bajo—. No te imaginas lo mucho que necesitaba que hoy me pasara algo bueno y tú tuviste la suficiente paciencia como para esperar, así que te ganaste el apodo.

Edward sonrió. Que hubiera hecho algo para mejorar su día le produjo una cálida satisfacción que envolvió todo su cuerpo y alivió la tensión que sentía en los músculos.

—Lo que tú digas, Castaña.

—¿Sabes? Ahora sí que estoy lo suficientemente cerca como para pegarte.

Soltó una carcajada que consiguió calmar todavía más su ansiedad.

—Adelante. Quizá me guste.

Poco a poco volvía a sentirse más como él mismo, tanto que su cuerpo empezó a responder ante el recuerdo del fabuloso beso que habían compartido no hacía mucho. Por no hablar de la forma en que le estaba abrazando. Cuando Isabella tosió entre risas, esbozó una sonrisa aún más amplia al darse cuenta de que no le había saltado con ninguna respuesta ingeniosa. Le gustaba que su comentario la hubiera puesto nerviosa.

Tragó saliva y deseó tener un poco más de agua. Hacía demasiado calor y estaba cubierto de una fina capa de sudor por el ataque de pánico, aunque ninguna molestia conseguiría que se apartara del cuerpo de aquella mujer, que estaba igual de caliente que el suyo.

Isabella apartó una mano de su hombro justo antes de que oyera el inconfundible sonido de un bostezo.

—¿Ya te has cansado de tu compañero de confinamiento? —preguntó. En realidad le preocupaba que pudiera ser cierto, sobre todo una vez que lo viera.

—Nunca —respondió ella con los últimos coletazos del bostezo—. Lo siento, antes de tener el placer de conocerte, he tenido un día muy largo. Además, con este calor me está entrando mucho sueño. Y eres tan cómodo —agregó en voz baja y vacilante.

—Tú también. —La apretó con el brazo que tenía descansando sobre su torso y le metió los dedos por debajo de la espalda para mantenerla firmemente agarrada—. Cierra los ojos, Castaña.

Sabía que podría quedarse dormido sin ningún problema en los brazos de aquella mujer, pero detestaba la idea de perderse lo que estaba seguro serían unos pocos minutos más encerrado con ella.

—En realidad no quiero —protestó ella en un susurro.

—¿Por qué no?

No respondió al instante, aunque después de un rato contestó:

—Porque… me lo estoy pasando muy bien contigo.

Edward ocultó una sonrisa en su cuello y se inclinó para depositar una lluvia de besos sobre su suave piel. Después, ascendió con la nariz por su esbelta garganta hasta la oreja.

—Yo también —murmuró, disfrutando del jadeo que obtuvo como respuesta. Le besó el lóbulo y añadió—: Siento lo de antes.

Isabella llevó una mano hasta su rostro y le acunó con ternura el fuerte ángulo de su mandíbula.

—Por favor, no lo hagas. Me alegra haber podido estar aquí para ayudarte.

Edward descansó la cabeza sobre su hombro.

—Pero yo también quería ayudarte.

—Y lo haces —se quejó ella. Le rodeó con un brazo—. Hagamos un trato. Yo te echo una mano con la claustrofobia y tú me ayudas con las arañas.

—¿Arañas? —rio él.

—Esos bichos tienen demasiadas patas para ser normales. No me hagas hablar de los ciempiés.

—Trato hecho. —Volvió a reírse aunque por dentro estaba pletórico, pues la propuesta que acababa de hacerle solamente tenía sentido si fueran a pasar más tiempo juntos lejos de ese maldito ascensor. Y le apetecía muchísimo que así fuera.

Lleno de optimismo, sacó la mano de debajo de su espalda y le acarició el largo cabello, enredando los dedos desde la raíz hasta las puntas de sus rizos. Cuando se demoraba un poco más en el cuero cabelludo y se lo masajeaba, Isabella emitía un sonido similar al de un gato ronroneando complacido, animándole a proseguir con aquel contacto.

Después de un rato, sintió cómo su cuerpo más pequeño se relajaba contra el suyo y se quedaba dormida. Ahora fue su turno de sentirse satisfecho; satisfecho porque esa mujer a la que apenas conocía y que nunca le había visto se sintiera lo suficientemente segura en sus brazos para entregarse a la vulnerabilidad del sueño. Era un voto de confianza que prometió no romper jamás.

Isabella se despertó poco a poco y, a regañadientes, fue dejando atrás el sueño que estaba teniendo. Había estado tumbada en la playa, bajo los rayos del sol estival, con los brazos y piernas enredados en el cuerpo de su amante. Casi podía sentir su peso sobre ella.

Y entonces se despejó lo suficiente como para darse cuenta de que una parte del sueño era real. La noche la envolvió precipitadamente. El ascensor. Edward. Los besos. Sonrió en la oscuridad.

No podía decir cuánto tiempo llevaba durmiendo, pero sí lo justo para que la espalda le doliera por la dureza del suelo.

—Hola. —La voz de Edward sonó ronca y espesa por el sueño.

—Hola. Lo siento si te he despertado.

—Qué va, he estado medio dormido medio despierto.

—Oh. —Isabella bostezó.

—¿Sabes que roncas? —señaló Edward un minuto después.

—¡No es verdad! —O al menos eso creía ella. Llevaba mucho tiempo sin dormir con nadie. Se tapó los ojos y soltó un gruñido. Cuando Edward se rio por lo bajo, dejó caer la mano y volvió la cara en dirección a él.

—No, no roncas. Solo quería provocarte un poco.

—Eres un cotilla muy curioso —espetó ella entre risas.
Edward se acercó a ella y le dio un beso en la garganta que terminó convirtiéndose en un ligero chupetón. Isabella jadeó. Tras unos segundos Edward añadió:

—Sí, puedo ser muy curioso —murmuró antes de volver a besarla.

«Oh, Dios mío.»

Estuvo tentada de darle alguna réplica ingeniosa pero solo fue capaz de gemir cuando él apartó los labios de su piel.

Después Edward cambió de posición y colocó a Isabella de costado para poder tenerla de frente. Ella volvió a gemir, pero esta vez no de placer, sino por el dolor de espalda.

—¿Te encuentras bien?

—Sí… Solo me duele un poco la espalda. ¿Te importa si nos sentamos?

—Por supuesto que no me importa.

Se arrepintió al instante por perder la sensación del cuerpo de Edward, pero su espalda lo agradeció.

—Ven aquí —dijo Edward. Su voz sonaba ahora un poco más lejos.

—¿Dónde estás?

—En el rincón… así puedes apoyarte en mí.

Isabella sonrió por la atención que siempre tenía con ella —y su constante deseo de tocarla— y gateó sobre las manos y rodillas hasta el lugar donde creyó que podía estar. Primero tocó un zapato y luego ascendió por los jeans mientras se arrastraba hasta sus rodillas dobladas.

Cuando le rozó el muslo con la mano él gimió. Isabella se mordió los labios y esbozó una sonrisa.

Con cuidado, se dio la vuelta y acomodó la espalda en su fuerte y cálido pecho. Vaciló un instante antes de permitirse apoyar la cabeza en su hombro. Edward, por su parte, le acarició el pelo con la nariz. Juraría que había sentido cómo la olisqueaba, lo que le trajo a la memoria la idea que había tenido antes sobre pasar la nariz por toda su garganta y olerle también. Complacida porque ahora sí que podía llevar a cabo su sueño, giró el rostro hacia él y disfrutó de aquella mezcla a masculinidad y a aroma fresco y limpio de su loción para después del afeitado.

Cuando él le rodeó la cintura, suspiró y se aferró a sus brazos con los suyos.

—¿Mejor? —preguntó él.

—Mmm… sí, mucho mejor. Gracias.

Le sintió asentir y sonrió cuando le besó el cabello. Estar con Edward de esa manera —tan íntima, envuelta en sus brazos y con él besándola— era una auténtica locura. Lo sabía. Entonces, ¿por qué lo veía como si fuera lo más normal del mundo?

Estaba cansada, pero no creía que pudiera dormir más. El calor del ascensor ya era sofocante y sospechó que aquella era la razón de que estuviera tan exhausta, junto con lo tarde que era.

—¿Tienes alguna pregunta más? —inquirió después de un rato. Quería volver a oír su voz.

Edward rio entre dientes y ella pudo sentir el retumbar de su pecho contra la espalda.

—Veamos… ¿dónde vives?

—¿Conoces el centro comercial que hay en Clarendon, donde está el Barnes and Noble y el Crate and Barrel?

—Sí.

—Pues vivo justo en los apartamentos que hay encima.

—Son bastante nuevos, ¿verdad?

—Sí, llevo allí como un año. Es un sitio estupendo para ver a la gente. Suelo sentarme en la terraza y observo a los niños jugando en el parque o a las personas andando entre tienda y tienda. ¿Y dónde vives tú?

—En un adosado en Fairlington. Trabajo en el parque de bomberos que hay allí, así que me viene de fábula. ¿Tu familia vive también por aquí cerca?

—No, mi padre, Emmett y Jasper siguen viviendo en las afueras de Filadelfia, donde me crie. Y Seth está en la Universidad de Boston. —Dudó durante un segundo, pero al final agregó—: Mi madre murió cuando yo tenía tres años de un cáncer de mama.

Edward la abrazó con más fuerza.

—Joder, lo siento, Isabella. Yo seguía y seguía con lo mío y…

—No sigas, en serio. Cuando me contaste lo de tu madre no quise decirte nada porque… Bueno… Esto te va a sonar un poco raro, pero no recuerdo a mi madre. Así que, mientras crecí, ella fue más una representación que alguien concreto a quien echara de menos. No se puede comparar con lo que te pasó a ti.

—Pues claro que sí —la interrumpió Edward al instante—. Me da igual que tuvieras tres o catorce años; un niño siempre necesita a su madre. Y a tu edad seguro que la necesitabas más que yo a la mía —Isabella le acarició el pecho con la nariz, encantada del tono protector que percibió en su voz.

—No lo sé. Tal vez sí. El caso es que, no sé cómo se las arregló, pero mi padre fue un hombre extraordinario que asumió los dos papeles a la perfección. Emmett es siete años mayor que yo y también me ayudó un montón, igual que Seth. Y la hermana de mi padre se mudó a Filadelfia poco después de que muriera mi madre. La tía Maggie siempre ha estado ahí cuando he tenido algún problema que no podían solucionar los hombres. De modo que, aunque me entristece pensar que no he tenido una madre, he tenido una buena infancia y he sido muy feliz.

—Bien —susurró él—. Eso está muy bien.
*  *  *
Edward no podía creerse que también hubiera perdido a su madre. Aquello explicaba un montón de ella; entendía lo que suponía la falta de un ser querido, aunque sus experiencias fueran diferentes. Y no le cabía la menor duda de que la empatía y compasión que mostró cuando le contó su tragedia eran fruto también de esa pérdida. Puede que ahora por fin comprendiera a lo que le gente se refería cuando hablaban de sus almas gemelas.

Isabella bostezó y se estiró; un gesto que hizo que su espalda se arqueara y que presionara la parte inferior de esta contra su entrepierna. Jadeó ante el contacto. El roce fue fantástico, pero demasiado corto. Su imaginación salió disparada. En lo único que podía pensar era en empujar contra ese apretado trasero y sentir la sensual curva de sus caderas mientras sus manos la mantenían quieta en el sitio.

Todavía estaba asombrado por la intensidad de su fantasía cuando notó cómo Isabella se movía de nuevo, pero esta vez no se apoyó en su pecho, sino que se dio la vuelta para ponerse de cara a él. Supo que se había sentado sobre sus piernas porque notó las rodillas presionando la parte interna de sus muslos. Aquel contacto hizo que el miembro se le endureciera aún más. Cerró y abrió los puños e intentó con todas sus fuerzas dejar que fuera ella la que llevara la iniciativa. No quería compelerla a ir más allá de donde quisiera, aunque que ella quisiera tomar las riendas le resultó tremendamente excitante. Cuando apoyó las manos sobre su pecho, el pene se le puso como una roca. Movió las caderas para encontrar una postura más cómoda. Isabella se inclinó y él gimió complacido cuando sus senos rozaron su pecho mientras le besaba en la barbilla.

—Hola —susurró ella.

—Hola. —La abrazó y la atrajo hacia sí.

Entonces sus labios se encontraron. Edward gruñó mientras ella se centrada en el doble piercing que tenía en el labio inferior. Había sentido un enorme alivio de que le gustara su «picadura de araña», como así lo llamaban, aunque sospechaba que se lo habría arrancado de cuajo de no ser así.

Su beso fue dulce, lento, un beso dedicado a explorar, y él disfrutó de cada tirón de labios, movimiento de lengua y todas y cada una de las formas en que se apretó contra él. Le acarició la espalda de arriba abajo, saboreando la manera en que la seda de su blusa se le pegaba al cuerpo. Cuando los besos empezaron a venir acompañados de pequeños jadeos y gemidos, un ramalazo de dolor atravesó su erección. Volvió a mover las caderas. Quería más de ella. Quería reclamarla, hacerla suya.

Pero también quería verla mientras la tomaba. Quería aprenderlo todo de su cuerpo. Observar sus reacciones y usar la boca y las manos para complacerla. Y desde luego que la quería más que para un polvo rápido en el suelo. Isabella se merecía mucho más. Algo mejor. De pronto se vio asaltado por la idea de que quizá quisiera dárselo todo.

Sí, tenía que admitirlo. Estaba empezando a sentir demasiado por esa mujer. Antes de esa noche, se hubiera jugado el cuello a que era imposible querer a alguien al que solo se conocía de un día. Menos mal que nunca llegó a hacer esa apuesta.

Las manos de ella le acunaron la mandíbula antes de apretarse aún más contra él, aplastando los pechos contra su torso. Edward enroscó la mano izquierda en la mata de rizos y asumió el control del beso. Inmediatamente después, le echó la cabeza hacia atrás para tener mejor acceso a su boca. Qué bien sabía. Un sabor que, combinado con el atrayente aroma de su sudor, intensificado por el calor del ascensor, lo estaban volviendo loco. Volvió a mover las caderas, aunque la tenía demasiado lejos para proporcionarle la fricción que buscaba. Isabella succionó con fuerza su lengua mientras echaba la cabeza hacia atrás. Él gruñó y le tiró del pelo, por lo que ella terminó cediendo a su tácita demanda y ladeó la cabeza para que Edward pudiera lamerle la garganta, prestando especial atención en el punto que tenía justo debajo de la oreja y que hacía que se retorciera de placer cada vez que lo acariciaba.

—Quiero tocarte, Isabella. ¿Me dejas?

Notó cómo tragaba saliva bajo sus labios.

—Sí.

—Solo tienes que decir que pare.

—De acuerdo —susurró ella mientras le sostenía la nuca con una de sus pequeñas manos.

Con la mano izquierda todavía enredada en su pelo, deslizó la derecha por su cuerpo y le ahuecó la parte inferior de un pecho. Se quedó así unos instantes, dejando que ella se acostumbrara a la sensación, dándole tiempo para detenerle si no quería que siguiera, pero gimió feliz contra la suave piel de su cuello cuando ella se apretó contra él, dándole vía libre para que continuara.

Le apretó con ternura y frotó el pulgar de arriba abajo. Cuando le acarició un pezón, Isabella se alzó sobre las rodillas y reclamó su boca. Él acalló su voraz gemido y prosiguió provocándola, repitiendo el movimiento hasta que la tuvo jadeante.

Estar a oscuras intensificaba cada sensación, amplificaba los sonidos del placer compartido. Las texturas salían al encuentro del tacto. Estaba completamente sumergido en la esencia de esa mujer. Estaba deseando verla de una vez por todas, pero tal y como estaba en ese instante, sentado y sosteniéndola entre sus brazos, tampoco se quejaba por no poder hacerlo.

Dejó de sujetarle el cabello y bajó la mano izquierda por aquel sensual cuerpo hacia el otro seno. Isabella apoyó la frente contra la suya y él gruñó al sentir la calidez y firmeza de sus pechos llenándole ambas manos mientras el pelo de ella envolvía sus rostros cayendo en cascada.

Entre jadeo y jadeo, ella le fue besando en la frente mientras él acariciaba, masajeaba y jugueteaba con sus pechos.

Entonces Isabella descendió con la lengua y los labios por su sien y Edward se preparó para la inminente reacción ante lo que encontraría en el extremo de la ceja. Tras unos instantes, sintió su lengua justo en ese lugar.

La oyó jadear.

—¡Oh, Dios mío, ¿más? —susurró ella.

Edward no supo si aquello era bueno o malo hasta que la oyó gemir antes de succionar levemente la pequeña bola del piercing.

Gruñó de alegría por su entusiasta aceptación y se lo agradeció centrando sus caricias en los pezones. Isabella gritó. Al notar su aliento en la oreja no pudo evitar volver a hacer un movimiento de embestida con las caderas. Estaba excitado y dolorido. Nunca creyó que pudiera ponerse tan cachondo con un solo beso.

—Por debajo —suplicó Isabella.

Su cerebro tardó un momento en salir de la neblina en la que estaba sumido y darse cuenta de lo que le estaba pidiendo. «Joder, sí.»

Entre los dos desabrocharon los pequeños botones de su blusa. Después, sin perder tiempo, introdujo los dedos en el satinado interior de su sujetador y encontró las cálidas puntas erectas; una prueba de lo excitada que estaba que le resultó increíble. Pero en lo único en que pudo pensar era en lo bien que sabría.
*  *  *
Isabella supo que debería estar preocupada sobre lo lejos que estaba yendo todo aquello… y lo más lejos aún que podía llegar. Pero entonces Edward la agarraba del pelo, o le lamía el punto tan sensible que tenía debajo de la oreja, o le pedía permiso para ir un poco más allá… y perdía toda la compostura.

Una y otra vez, la boca y los dedos de Edward la tocaban de forma perfecta, como si la hubiera complacido antes miles de veces. Incluso ya lo veía como un amante perfecto mientras repetía cada caricia que le provocaba un gemido o jadeo o que conseguía que se retorciera de placer.

Estaba húmeda y excitada y necesitaba aquellas manos enormes por todo su cuerpo. No permitiría que aquello fuera mucho más allá, pero tenía que tener algo, quería tener más. Y no recordaba la última vez que se había sentido tan sensual, tan apasionada. Tan viva.

Edward tenía las yemas de los dedos ásperas, pero las sentía increíblemente bien mientras le frotaban y tiraban de los pezones. Estaba segura de que el sujetador estaba restringiendo sus movimientos, así que dejó de acariciarle y bajó las manos para quitar las satinadas copas de su camino.

—Me encanta sentirte así, Isabella —murmuró él entre beso y beso.

Gimió cuando sintió el tacto de sus pulgares a través de la exagerada hendidura que ahora tenía por la precaria posición en que había quedado el sujetador, que empujaba sus pechos hacia arriba. Como también necesitaba sentirlo, bajó las manos hasta su estómago y tiró de la suave camiseta de algodón hasta que pudo meter los dedos por debajo de ella.

Edward gruñó y se contorsionó cuando tocó el sendero de rizos que bajaban por su cintura. Jugueteó con ellos lentamente, ascendiendo con los dedos hasta que por fin pudo pasar las manos sobre su duro vientre. Él contrajo el estómago y se estremeció bajo las caricias de sus manos. Isabella juntó los muslos. Antes de darse cuenta ya había llegado hasta sus pezones y se los arañó con suavidad con sus uñas cortas.

—Oh, joder, Castaña —jadeó él.

—¿Así? —Enfatizó la pregunta volviendo a tocarle un pezón mientras tiraba ligeramente del otro. Cuando él soltó un ronco sonido de aprobación, sonrió contra sus labios.

Entonces Edward dejó de tocarle los pechos; algo que la sorprendió y decepcionó al mismo tiempo, pero inmediatamente después le agarró de los brazos y tiró de ella para que se sentara sobre sus rodillas.

—Oh, Dios, Edward —gimoteó cuando él empezó a trazar un círculo de besos sobre su pecho derecho, para después frotar su nariz contra el pezón.

Sentir su boca allí casi la llevó al límite.

Pero él no quería hacerla esperar mucho tiempo. Le rodeó la cintura con un brazo y con la mano que tenía libre se dedicó a torturar el pecho que había dejado desatendido. Después la atrajo hacia sí con tanta fuerza que Isabella tuvo que dejar de tocarle por debajo de la camiseta con una mano para poder apoyarse contra la pared que había detrás de ellos.

Su boca sobre ella despertó un torbellino de sensaciones en su interior. Le lamía los pezones. Se los mordisqueaba. Sus labios succionaban, chupaban, le hacían cosquillas. El piercing se le clavaba de forma tentadora en la piel. Jugueteó con ambos pechos por igual, dedicándoles tal atención que Isabella pensó que terminaría perdiendo su adorada cabeza.

Apretó los muslos, pero estaba tan ensimismada por la estimulación que estaban recibiendo sus senos que le dio igual si él se daba cuenta de que había empezado a moverse contra él.

—Me encanta tu sabor, Isabella. No sabes cómo me pones.

—Dios, me estás matando.

Hundió la lengua en su escote y le lamió el pecho con lentitud. Aquello era tremendamente erótico… y excitante… y lascivo. Jadeó al imaginarse lo que esa misma lengua podía llegar a hacerle en otro lugar.

Edward echó la cabeza hacia atrás y volvió a tirar y pellizcarle los pezones. Isabella apoyó las manos sobre sus anchos hombros y miró hacia abajo, sintiéndole alrededor de ella aunque no podía verlo. Luego se inclinó poco a poco hasta que sus bocas volvieron a encontrarse en la oscuridad.

Edward se retiró un poco y frotó su áspera mejilla contra la de ella.

—Quiero hacerte sentir bien.

—Ya me siento de fábula contigo.

—Mmm… ¿Me dejas mejorarlo?

La promesa que encerraban aquellas palabras la dejó mareada No se creía que fuera a considerarlo siquiera, pero la mera posibilidad de rechazarlo hizo que su cuerpo se pusiera a gritar de frustración. Pegó la cara a la de él y asintió.

—No, Castaña, dímelo. Tienes que decírmelo en voz alta. No puedo verte la cara o los ojos y no quiero cometer ningún error.

Si había estado un poco insegura hacía un momento, ahora ya no lo estaba.

—Sí. Por favor… haz que me corra.

—Oh, joder, ahora mismo no puedes decirme algo así.

Aquello dibujó una sonrisa en sus labios. Esperaba estar alterándole del mismo modo que él hacía con ella. Pero aquellas palabras también hicieron que se sintiera más audaz, así que decidió burlarse de él, solo un poco.

—No te puedes imaginar las ganas que tengo de correrme. Por favor. —Se mordió el labio inferior ante su descaro.

Edward soltó un gruñido.

—Mmm… sí. —Las manos de Edward volaron hasta sus caderas. Intentó ponerla sobre su regazo, pero la falda que llevaba era demasiado estrecha. No podía abrir los muslos lo suficiente como para ponerse a horcajadas sobre él—. ¿Puedo…?

No hacía falta que lo preguntara. Isabella ya tenía las manos a ambos lados de los muslos para subirse la prenda lo suficiente como para poner las piernas sobre las de él. Temblaba de deseo y anticipación. Él la ayudó y cuando la ardorosa unión de sus muslos cayó sobre la protuberancia de sus jeans ambos gimieron por la satisfacción contenida.

Entonces Edward la movió sobre él y ella lo adoró por eso. Después, regresó a su boca, explorándola con la lengua mientras jugueteaba con sus pezones con los dedos. Isabella no pudo evitar lamer y succionar el piercing que llevaba en el labio; nunca se había imaginado lo increíblemente excitante que le resultaría ese tipo de perforaciones. Pero lo que más le gustaba eran los roncos sonidos de satisfacción que emergían de la boca de él cuando lo hacía.

Ahora que tenía una fuente de fricción estaba decidida a usarla. Se deslizó contra su considerable erección y gimió de placer. Edward la sujetó por la espalda y la frotó contra sí con más fuerza. Luego la agarró con firmeza por el trasero y la ayudó a encontrar el ritmo perfecto, animándola a usarlo para su propio placer.

Cada vez que la atraía contra él soltaba un jadeo, pero eso no fue nada comparado con lo que sintió cuando por fin bajó la mano hasta la parte exterior de sus bragas. Tener sus dedos en ese lugar la volvió loca. Gritó, tragó saliva e intentó respirar con normalidad para aliviar el vértigo que tanto placer le estaba causando.

Entonces él ahuecó la mano sobre su pubis y gruñó:

—Dios, estás tan mojada.

—Por tu culpa —jadeó ella.

—Me alegra oír eso. —Destilaba arrogancia por los cuatro costados.

—Todavía puedo pegarte —logró decir cuando sus dedos empezaron a moverse y frotar por encima del raso empapado.

—Puede que más tarde —espetó él con voz áspera—. Jesús, eres fantástica.

Con un jadeo de agradecimiento, se aferró a sus enormes hombros mientras Edward la ayudaba a empujar contra él con una mano y con la otra continuaba acariciándola.

—Oh, Dios. —Todo: tensión, mariposas, hormigueo, temblores… se arremolinó en la parte baja de su abdomen.

—Cómo me gustaría verte corriéndote para mí, Isabella.

Un jadeante «oh» fue lo único que lograron articular sus labios, porque justo en ese momento Edward había intensificado sus caricias, haciendo círculos por encima de su sexo. Ahí estaba. Eso era precisamente lo que necesitaba.

—Sí. Muy bien, nena. Déjate llevar.

—Edward. —Soltó un gemido agudo mientras la presión se acumulaba bajo aquella mano que la atormentaba sin piedad. Abrió la boca. Edward aceleró el ritmo un poco más, presionándola con un ápice más de fuerza.

Iba a tener un orgasmo tremendo. Ya tenía la mitad del cuerpo en tensión por la acumulación del hormigueo que creía imposible seguir conteniendo. Esos dedos hacían magia. Se concentró con todas sus fuerzas en el modo en que la estaba tocando, en la conexión entre él y el centro de su placer, y se entregó por completo a la pasión.

«Dios, solo un poco más… ya casi… Oh, Dios.»

El ascensor volvió a sacudirse y las luces parpadearon de nuevo.
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hola a todas que les parecio el capitulo de hoy espero esten bien todas y disfrutaran el capitulo de hoy nos vemos pronto.


3 comentarios:

TataXOXO dijo...

Bueno, se fue poniendo más caliente.... solo espero que después de esa situación, puedan volverse a ver.... 😊😉
Besos gigantes!!!!
XOXO

Anónimo dijo...

OMG que calor e intensidad tienen esos dos!!!! El ascensor esta que se derriteeee!!!!!

Kar dijo...

Hola hola nena me estoy poniendo al corriente y lo que estoy leyendo me tiene a mil igual que a ellos Ji Ji
Gracias por el capitulo nena voy por el siguiente
Saludos y besos

ORACION A MI SEXY VAMPIRITO

Edward de mi guarda
De mi sexy compañia
Bebete mi sangre
De noche y de Dia
Hasta que caiga en tus brazos
Y sea tu marca de heroina