—Cuéntame alguna
emergencia rara a la que hayas acudido —dijo Isabella, sonriendo a Edward.
Dios, qué atractivo era, sentado en el asiento del conductor de su Jeep negro y
agarrando el volante de cuero con sus enormes manos. Aunque iban a visitar a su
familia, conducía él (el pequeño Prius plateado de Isabella era demasiado
claustrofóbico para Edward). Ya estaban a medio Mikeino entre su hogar en
Arlington y la casa de su padre en Filadelfia y, como siempre, no tenían
problema en encontrar temas de conversación. Aunque claro, eso era parte de lo
que la había atraído a Edward desde el principio.
—He tenido más de
un caso extraño a lo largo de los años —dijo Edward, esbozando una pequeña
sonrisa pícara y dedicándole una mirada—. Veamos. Una vez, a una mujer se le
quedó encallada la mano en el triturador de basura. Su jersey se enganchó con
una pieza del mecanismo interno. Se ve que era de lana de cachemira, y se
cabreó de lo lindo cuando tuvimos que cortarlo.
Isabella hizo una
mueca.
—¿Por qué metió la
mano en el triturador?
—Se le cayó un anillo
dentro —dijo, encogiéndose de hombros—. Lo encontramos, eso sí —añadió. Apretó
los labios y entornó los ojos—. Ah, sí, recibimos una llamada de una mujer que
estaba oyendo a un hombre gritando y chillando a través de la pared de su
apartamento. Nos presentamos en su puerta con la policía al cabo de diez
minutos, y se encontraba bien. Al parecer, el hombre... esto, sufría un caso
grave de estreñimiento y estaba teniendo dificultades... para evacuar.
Isabella estalló en
carcajadas.
—Qué guarrería.
Menudo bochorno debió de pasar.
Edward se rio por
lo bajo.
—No lo sé, creo que
la mujer que nos llamó lo pasó peor. Cuando llegamos, se quedó en el rellano
con nosotros porque estaba preocupadísima por él.
—Descubrió más de
lo que quería saber, desde luego —dijo Isabella, disfrutando de la
conversación. Al trabajar en una ambulancia, Edward se enfrentaba a situaciones
intensas y a menudo trágicas, cosas sobre las que no siempre quería hablar
cuando llegaba a casa después de su turno. Así que era agradable averiguar más
acerca de esa faceta de su vida.
Con una sonrisa tan
ancha que hizo asomar sus hoyuelos, Edward asintió. A Isabella le encantaba
verlo sonreír, el gesto le daba un aire mucho más joven y relajado. Entre la
cicatriz de la cabeza, el pico de viuda de su pelo afeitado y los piercings del labio y la ceja, su rostro podía parecer duro,
incluso intimidante. Menos cuando sonreía.
—Hubo un tipo que
nos llamó porque pensó que iba a estallarle el pene. Resultó que había pedido
Viagra a un amigo, sin receta médica, y se había tomado tres pastillas de
golpe. Cuatro días más tarde, todavía le duraba la erección.
—Dios mío, ¡la
gente está mal de la cabeza! —Isabella estalló en carcajadas y se volvió hacia Edward,
retorciéndose en el asiento.
—Algunos, desde
luego —dijo Edward guiñándole un ojo—. Recibimos algunas llamadas rarísimas, te
sorprenderías. Y en la centralita se llevan el premio. Hay gente que llama para
quejarse de que en un restaurante de comida rápida se han equivocado con su
pedido, o para pedir que la policía vaya a un cine y retrase el principio de
una película porque les ha pillado un atasco, o para preguntar qué temperatura
hace. Un señor mayor nos llamó porque pensaba que su casa, de repente, tenía
pulso. Resultó que sus nuevos vecinos tocaban en un grupo de música, y lo que
oía era la batería. Ah, sí, y la señora que nos llamó porque su marido, de
setenta y dos años, quería animar su vida sexual haciendo un trío. Llamó para
que lo arrestaran.
—Caray —dijo Isabella
sacudiendo la cabeza—. Creo que solo he llamado al número de emergencias una
vez en la vida, y fue porque un pasajero del metro pensaba que estaba sufriendo
un infarto. E incluso así estaba nerviosísima por tener que llamar.
—Así es como
debería ser —dijo Edward—. En la centralita reciben demasiadas llamadas que no
tienen nada de emergencia.
Isabella alargó la
mano y entrelazó sus dedos con los de él. Sus manos unidas reposaban sobre el
muslo de Edward, ofreciéndole una perspectiva perfecta del dragón que tenía
tatuado en el dorso de la mano derecha.
—Bueno, ahora
cuéntame alguna anécdota positiva sobre las emergencias a las que has acudido.
—He ayudado a dar a
luz a tres mujeres —dijo, con una pequeña sonrisa en los labios—. Son mis casos
favoritos. Es algo increíble de lo que formar parte, el poder presenciar como
una vida llega al mundo. ¿Sabes? Una de las parejas decidió llamar a su hijo Edward.
Isabella se quedó
boquiabierta.
—Caramba, Edward.
Eso sí que es especial. No quiero ni imaginarme lo aterrador que debe ser saber
que tienes a una mujer a punto de dar a luz y no poder llegar al hospital.
Por un momento, la
imaginación de Isabella se dejó llevar por la imagen de aquel hombre musculado,
tatuado, con piercings y cicatrices sosteniendo a un
recién nacido con aquellas manos enormes. No le importaría presenciarlo.
Sonrió.
—En efecto —dijo,
asintiendo—. También he atendido a un montón de perros y gatos a lo largo de
los años, la mayoría de ellos mascotas que han quedado atrapadas en un
incendio. Solo los estabilizo hasta que puedan llevarlos al veterinario. Pero
la gente siempre aprecia el gesto.
—Vaya, tendré que
sacar el abanico —dijo Isabella, apretándole la mano por un momento—. Si no
fuera porque ya... ya me gustas, me habrías encandilado con todas estas
historias sobre bebés y cachorros.
Contempló el cielo
azul y soleado que había al otro lado del parabrisas y esperó que Edward no se
hubiera percatado de su titubeo. Casi le había dicho que lo quería. Porque,
últimamente, aquel sentimiento siempre estaba presente en su cabeza.
Edward le dedicó una
sonrisa pícara.
—¿Y cómo crees que
el Oso conquista a tantas mujeres?
Isaac, el Oso, Barrett era un bombero del mismo parque que Edward,
y era, posiblemente, el tipo más mujeriego que hubiera conocido jamás. Pero
también era dulce, gracioso y leal, y siempre estaba dispuesto a ayudar a los
demás. A Isabella le caía muy bien.
—Eso lo explica
todo —dijo.
—Así es —contestó Edward.
Levantó sus manos todavía unidas y le besó los nudillos.
Una oleada de calor
nació en el pecho de Isabella y recorrió todo su cuerpo.
Sin soltarse, se
sumieron en un silencio confortable. Isabella recorrió con la mirada lo que
alcanzaba a ver del dragón tatuado de Edward, el que se había hecho para
recordarse que no debía permitir que el miedo dominara su vida. Admiraba el
significado que había tras sus tatuajes, tanto, que incluso había estado
pensando en hacerse uno. Le había dado muchas vueltas. La simple idea la hacía
estremecerse de la emoción. Siempre había sido una buena niña, y había acatado
las normas con tanto esmero que nunca se le habría ocurrido si no hubiera sido
por Edward. Pero, inspirada por su manera de conmemorar en la piel a aquellos a
los que había perdido, Isabella llevaba un par de semanas dando vueltas a
distintos diseños.
«Quiero hacerlo.»
El pensamiento apareció en su cabeza, firme y convencido, y sintió en su
interior que era lo correcto.
—Adivina en qué he
estado pensando últimamente.
—¿En qué?
—preguntó, levantando la ceja con el piercing y
dedicándole una mirada.
Le dio ganas de
lamer el pequeño pendiente negro. Sintió nervios en el estómago al dar voz a su
idea.
—En hacerme un
tatuaje.
Edward se volvió
hacia ella de golpe, con las cejas fruncidas sobre sus ojos oscuros.
—¿En serio?
—preguntó. Isabella sonrió con descaro y se mordió el labio.
—Sí. Los tuyos me
encantan y, cuanto más lo pienso, más me apetece.
—¿Qué tienes
pensado? —preguntó. Su mirada la recorrió con tanta pasión que casi le pareció
una caricia física.
—Un árbol
genealógico celta. El que más me gusta tiene forma de círculo, y el árbol y las
raíces consisten en nudos celtas. He visto diseños en los que se incorporan
iniciales bajo las raíces, o entrelazadas entre las ramas y me gustan bastante
—dijo, deslizando el dedo a toda velocidad por la pantalla de su teléfono
móvil. Abrió una imagen que había guardado previamente y levantó el aparato
para que Edward la viera—. Esta es una versión.
Los ojos de Edward
alternaron entre el teléfono y la carretera durante un momento.
—Me gusta —dijo en
tono reservado—. Me gusta mucho. ¿Estás segura de que quieres hacértelo?
—Sí, lo estoy
—contestó—. Últimamente lo he estado cavilando mucho. Era solo cuestión de
decidir qué tatuarme. Quería que tuviera un significado, como los tuyos. Así
que pensé en lo que es más importante en el mundo para mí: mi familia. Cuando
lo comprendí y encontré estos diseños, supe que había dado con mi tatuaje. ¿Me
acompañarás si me lo hago?
Edward le dedicó
una mirada intensa.
—Si quieres
hacerlo, me gustaría llevarte a mi tatuador. Es el mejor que hay. Y claro que
iré contigo. Sin dudarlo, Castaña.
Isabella sonrió y
asintió. Su presencia la ayudaría a calmar los nervios.
—Estupendo —dijo—. ¿Qué
te parece la semana que viene?
—Tú solo tienes que
pedírmelo —dijo Edward—. Y yo me ocupo.
Isabella se
desabrochó el cinturón de seguridad, se inclinó sobre el Mikebio de marchas y,
con ternura, empezó a besar a Edward en la mandíbula y en el cuello, asomando
la punta de la lengua de vez en cuando para disfrutar de su sabor. Olía bien, a
jabón y menta, con un toque almizclado; puro Edward.
Este gimió y se
acercó más a ella.
—Joder, Isabella
—susurró—. No quiero que pares, pero sí que quiero que vuelvas a abrocharte el
cinturón.
La muchacha le dio
un último lametón en el lóbulo de la oreja y volvió a recostarse en su asiento.
—Lo siento —dijo, mientras
el cierre del cinturón encajaba con un chasquido—. Es que me he sentido muy
agradecida.
Edward se rio por
lo bajo.
—Bueno, puede que
me lo cobre luego. Además, no es justo que me obligues a imaginarte tatuándote
y luego me beses así mientras estoy al volante.
—¿Por qué no?
—preguntó, mordiéndose el labio para intentar reprimir la sonrisa que amenazaba
con asomar. Y caray, el tono de Edward la hizo desear que no estuviera
conduciendo. Porque se le ocurrían mejores maneras de ocupar sus manos que con
el volante...
La mirada que Edward
le dedicó entonces, llena de deseo y frustración, fue como una oleada de calor
sobre su piel.
—Porque me vuelves
loco. Y no hay nada que pueda hacer al respecto —contestó. Se agitó en su
asiento, y la mirada de Isabella descendió hasta el bulto que empezaba a
aparecer en sus pantalones de vestir.
Lentamente, apoyó
la mano en el pecho de Edward y la deslizó hacia abajo, pasando por su
estómago, hasta terminar en su regazo.
—Castaña... —dijo
con la voz ronca, bajando los ojos para observar como sus dedos lo acariciaban
y lo agarraban por un instante. Dios, era magnífico sostenerlo. Fijando la
vista en la carretera de nuevo, Edward sacudió la cabeza, le tomó la mano y la
sostuvo fuerte contra su pecho—. No voy a arriesgarme a sufrir un accidente
contigo. —Le dedicó una de sus miradas ardientes—. Pero te aseguro que esto no
termina aquí.
* * *
Edward era consciente
de la estrategia de Isabella. Había pasado las últimas dos horas y media
dándole conversación, sin parar. Sobre su trabajo. Sobre los tatuajes. Sobre
las Navidades. Le había tomado el pelo, lo había hecho reír y, en general, había
logrado que no pensara demasiado en su destino y en lo que estaban a punto de
hacer: conocer a su familia. Lo cual, por supuesto, significaba que Isabella se
había percatado de lo nervioso que estaba. Eso le fastidiaba bastante por dos
motivos: porque no quería que se preocupara por él, y porque tenía razón.
Siguiendo sus
instrucciones, abandonó la autopista y se adentró en un barrio residencial del
sur de Filadelfia.
—No tardaremos ni
quince minutos en llegar —dijo en tono ilusionado.
Edward asintió e intentó
con todas sus fuerzas no hacer caso a la tensión que sentía en los hombros, al
nudo que tenía en el estómago y a la opresión que notaba en el pecho. Y que lo
partiera un rayo si no odiaba conocer aquellas sensaciones tan bien. Desde el
accidente que había matado a la mitad de su familia y que lo había dejado a
solas con un padre que no era más que una sombra llena de amargura, rabia y
problemas, el cuerpo de Edward había aprendido a reaccionar al estrés así. Años
atrás, había superado lo peor del trastorno de estrés postraumático y la
ansiedad con la ayuda de un psiquiatra, y había aprendido varias técnicas para
enfrentarse a ambos cuando empezaban a asomar la cabeza. Pero no era capaz de
evitar que aparecieran los primeros síntomas o de lograr que desaparecieran del
todo.
Sencillamente, Edward
nunca sería normal.
Era algo que
toleraba cuando solo lo afectaba a él, pero odiaba que Isabella tuviera que
lidiar con ello.
Agarrado al volante
con una fuerza desmesurada, Edward se concentró en una cuenta atrás silenciosa,
desde diez, intentando recordar las técnicas de respiración que lo relajarían
para no sufrir un ataque de ansiedad antes de llegar. Lo último que quería era
avergonzar a Isabella delante de su familia. O quedar en ridículo.
Era de una importancia
vital agradarle a su familia y lograr que lo aceptaran.
Porque Edward
estaba enamorándose de Isabella. A toda velocidad. Joder, ya la había querido un
poco la primera noche que habían pasado juntos. Ella había logrado que no
sufriera un ataque de pánico mientras estaban atrapados en el ascensor, a
oscuras, lo cual había representado una de sus peores pesadillas. Y cuando lo
había invitado a su casa, a su cama y a su cuerpo aquella noche, que había
sido la primera vez que había dormido entre los brazos de otro ser humano,
había terminado de enamorarse del todo.
Ahora, tras dos
meses con Isabella, dos meses de no estar solo en todos los sentidos de la palabra
gracias a ella, Edward se sentía al borde de un precipicio. Un paso más y se
encontraría cayendo de cabeza en un vacío del que nunca volvería a salir.
Lo aterraba en lo
más profundo de su ser.
Porque conocía
perfectamente la rapidez y la facilidad con las que la vida le podía arrebatar
a aquellos a los que amaba. En un puto instante. Y no sería capaz de hacer nada
por evitarlo. Ni siquiera vería venir la tragedia y el dolor. Igual que cuando
había tenido catorce años.
«Joder, Edward. No
te estás haciendo ningún favor.»
Respiró hondo y se
obligó a sujetar el volante con menos fuerza. No, pensar en perder a Isabella
no aportaba nada a su salud mental.
—Oye —dijo ella,
apretándole ligeramente el muslo—. Gracias por acompañarme.
La sonrisa que le
dedicó fue tan dulce y bonita, que consiguió atenuar parte de la ansiedad que
crecía en su interior. Podía hacerlo. Lo lograría. Por ella.
—De nada. Gracias
por invitarme.
Y estaba agradecido
de verdad. Pese a lo que le rondaba por la cabeza, significaba mucho para él que
Isabella hubiera deseado pasar el Día de Acción de Gracias juntos. Le gustaba
no tener que pasar un día tan señalado a solas. Joder, le gustaba poder
celebrar algo. Su madre siempre había sido la alegría de la familia y, cuando
murió, lo que quedaba de la familia Cullen había muerto con ella.
Tras su pérdida, en
la casa de Edward no volvió a haber árboles de Navidad, no se volvieron a
cocinar pavos, no volvieron a aparecer cestas de pascua en la mesa del comedor.
Incluso cuando Sean y él habían sido demasiado mayores para los huevos y Papá
Noel, su madre había seguido escribiendo «desde el polo norte» en los regalos e
insistiendo en que el conejo de pascua había traído los huevos.
Así que, para él,
que le incluyeran en la celebración del Día de Acción de Gracias significaba
más de lo que era capaz de articular.
Pronto, las
indicaciones de Isabella los llevaron a un barrio distinguido lleno de casas
grandes y antiguas, plantas impecables y árboles altos y adultos. La mayoría de
las viviendas estaban construidas con piedra caliza gris y alejadas del
asfalto, lo que dejaba espacio para amplios porches cubiertos y jardines que el
frío había dejado desnudos. Algunas puertas y ventanas ya lucían coronas de
Navidad y decoraciones de pino y acebo, de manera que el barrio parecía aún más
pintoresco.
De repente, la
curiosidad sustituyó parte de la ansiedad que inundaba la mente de Edward,
porque todo esto representaba una parte de Isabella que no conocía. Le había
hablado sobre su padre y sus hermanos, por supuesto, y sabía que su madre había
muerto cuando era muy pequeña, pero una cosa era escuchar las anécdotas, y otra
muy distinta era poder contemplar el lugar en el que habían ocurrido.
—Mi casa está justo
ahí, en la esquina. Dobla a la derecha, la entrada al garaje está en ese lado.
Edward frenó el
Jeep delante de la casa y se inclinó para contemplarla por la ventanilla de Isabella.
Era un edificio hermoso, de piedra caliza gris. Tres pisos de altura, con un
porche perfecto para poner una mecedora, ventanas flanqueadas por postigos
negros y chimeneas de piedra que se alzaban hacia el cielo. Una bandera de Estados
Unidos ondeaba con la brisa, colgada de una de las columnas grises del porche.
—¿Aquí es donde
creciste? —preguntó.
—Sí —contestó,
sonriéndole.
Edward la miró a los
ojos y amó la felicidad que encontró en su interior. Aunque, bueno, amaba
bastante más que eso. Por mucho que se negara a escrutar el sentimiento más de
cerca.
—Es un lugar
precioso.
Isabella miró por
la ventana.
—Es un sitio
maravilloso para pasar la infancia. Solo el hecho de estar aquí ya me pone de
buen humor.
¡Piiii! ¡Piiii!
La mirada de Edward
se fijó en el retrovisor y se encontró con otro vehículo esperando detrás de
ellos.
—Ups —murmuró, y
dobló la esquina. Isabella se rio por lo bajo.
—No te preocupes.
Vaya, tendrás que aparcar en la calle —dijo, al ver que cuatro automóviles ya
habían ocupado todo el espacio ante el garaje de dos plazas.
Edward arrimó el
Jeep a la acera y apagó el motor.
—Parece ser que mis
hermanos ya han llegado, pero no sé de quién es el BMW —informó, encogiéndose
de hombros. Cuando se volvió hacia él, su sonrisa delataba tal ilusión y
anticipación que le sorprendió que fuera capaz de mantenerse sentada—. ¿Listo
para conocer a todo el mundo?
En aquel momento,
no había nada que deseara tanto como hacerla feliz, así que asintió.
—Tan listo como me
es posible.
—¡Ya estoy en casa!
—exclamó Isabella al abrir la puerta trasera e irrumpir en el vestíbulo rectangular.
Un banco largo y un colgador para los abrigos ocupaban una de las paredes; Isabella
depositó la bandeja con el rollo de calabaza y la jarra de sangría de manzana y
canela sobre el asiento y colgó el abrigo en uno de los ganchos. Edward dejó
las maletas de ambos en el suelo y siguió su ejemplo. La casa olía a pavo
asado, a delicioso estofado y a canela, aromas tan acogedores que Isabella
sintió que el corazón le estallaba de ganas de ver a su familia.
Su padre apareció a
toda prisa por la puerta que daba a la cocina.
—¡He aquí mi
gusanito!
Isabella se echó a
reír.
—Hola, papá —dijo,
dándole un abrazo. No le importó que usara su mote de infancia, para qué
mentir. Cielo santo, cómo se alegraba de verlo. Se apartó de él un paso para
examinarlo de arriba abajo: el pelo castaño tenía más toques grises que cuando
lo había visto en verano, pero, aparte de eso, tenía el mismo aspecto de
siempre. Ojos azules brillantes. Arrugas causadas por una vida entera de
sonrisas. Llevaba puesto su viejo delantal, que tenía dibujada una pechuga de
pavo junto al mensaje «¡amante de las pechugas!»; diez años atrás, sus hermanos
habían considerado que era un regalo divertidísimo—. Me gustaría presentarte a Edward
—añadió, y se hizo a un lado para que los dos hombres pudieran estrecharse las
manos.
—Buenos días,
señor, soy Edward Cullen—dijo, estrechando la mano de su padre. Sus nervios se
hicieron aparentes en la voz, pero a Isabella no le cabía duda de que su padre
sería capaz de tranquilizarlo en un santiamén—. Feliz Día de Acción de Gracias.
—Igualmente.
Llámame Charlie —contestó su padre. Le puso una mano en el hombro a Edward y lo
llevó hacia la cocina—. ¿Te apetece algo de beber? —preguntó, antes de recitar
todo lo que tenían disponible.
—Una Coca-Cola me
iría de perlas —dijo Edward, de pie junto a la isla de la cocina, que era de
planta abierta y muy espaciosa.
Isabella trajo sus
contribuciones a la cena y las dejó en la encimera. Los armarios blancos
rústicos, el granito de color miel y los cálidos suelos de madera siempre habían
ayudado a que este fuera su lugar favorito de la casa. Pero, aun así,
consideraba que la presencia de Edward lo mejoraba infinitamente.
—Voy a por una
—dijo Isabella, sonriendo para sí misma mientras abría el frigorífico. Todo
mejoraba con la presencia de Edward.
Su padre empezó una
conversación relajada, charlando acerca del tráfico, del buen tiempo que estaba
haciendo y de cuánto tardaría el pavo en estar listo, y Isabella se alegró de
ver que la tensión iba desapareciendo de los hombros de Edward. Tenía una mano
apoyada en la encimera, y Isabella la cubrió con la suya.
Su padre se percató
del gesto, pero no hizo ningún comentario. Aunque Isabella ya le había contado
todo lo que había que contar sobre Edward, era la primera vez que traía a un
hombre a casa, así que la situación era nueva para los dos.
—Bueno, Edward, Isabella
me ha contado que eres enfermero del cuerpo de bomberos. ¿Cómo es tu trabajo?
—Es... —Edward
frunció el ceño durante un momento—. Es diferente cada día, depende de las
llamadas que recibamos. A veces no consiste nada más que en pasar largas horas
en el parque de bomberos, pero lo habitual es que no tengamos tiempo de
recuperar el aliento entre una llamada y otra. Según lo críticas que sean las
situaciones, puede ser duro y estresante, aunque, en general, me parece que
poder ayudar a alguien en el momento en el que más lo necesita es un privilegio
enorme.
La pasión que había
en su voz hizo que a Isabella le diera un vuelco el corazón. Pese a todo por lo
que había pasado (no solo el accidente y la pérdida de su madre y su hermano,
sino también el trastorno de estrés postraumático y el haber crecido con un
padre prácticamente ausente), Edward se había convertido en un hombre bueno y
dulce. Dos meses atrás, le había aguantado abierta la puerta del ascensor en un
día en el que todo le iba mal, y Isabella lo había llamado «su buen samaritano».
¡Si hubiera sabido lo adecuado que era el mote!
Su padre asintió
mientras sacaba un plato grande de uno de los armarios, y Isabella supo que la
seriedad de la respuesta de Edward lo había impresionado.
—Siento un profundo
respeto por el personal de emergencias. Trabajáis en primera línea.
—Cuando un
desconocido ha acudido en tu ayuda en tus momentos más oscuros, lo mínimo que
puedes hacer es prestar la misma ayuda a los demás —dijo Edward en voz baja—.
Siempre me ha parecido que es mi manera de devolver el favor.
Isabella le puso un
brazo alrededor de la cintura. Una parte de ella no podía creer que hubiera
mencionado su pasado, porque sabía que a Edward no le gustaba hablar de sí
mismo. La enorgulleció enormemente y le costó reprimir las ganas de tirar de él
y darle un beso. Pero quizás era mejor que no escandalizaran a su padre a los
quince minutos de llegar.
—Isabella me contó
lo del accidente —dijo su padre, tras tomar un sorbo de una botella de
cerveza—. Lo siento mucho. Es duro para un chaval pasar por algo así. Pero me
parece que tu familia estaría orgullosa de ti.
Edward asintió,
tenso, y bajó la mirada, fascinado de repente por su refresco.
Lo abrazó con más
fuerza, porque su padre tenía razón. Pero Isabella decidió cambiar de tema,
porque sabía que tanta atención (y el elogio) debían de estar incomodarlo.
—¿Dónde están los
chicos? —preguntó. Se apartó para servirse un vaso de sangría. Sabía a manzana,
canela y especias, y era como tomarse una taza de otoño.
—Abajo, en la sala
de juegos —contestó su padre, echando un vistazo al interior del horno para
comprobar el estado del pavo—. Creo que están viendo el partido.
Cuando Isabella
tenía tres años, su madre había muerto de cáncer de pecho, y desde entonces su
padre se había encargado de todo lo que antes había hecho ella: cocina
incluida. Y además se le daba bien. Aunque Isabella no recordaba mucho a su
madre; Emmett era el que mejor la recordaba de entre todos los hermanos, porque
tenía diez años cuando murió, pero incluso sus recuerdos eran desvaídos y
tenues. Lo cual explicaba porque sus hermanos y ella adoraban a su padre: lo
había sido todo para ellos.
—Ah, por cierto, no
eres la única que ha venido con pareja —dijo su padre con una sonrisa
descarada, disfrutando de saber un cotilleo que ella desconocía.
—¿Quién ha traído
novia? —preguntó. Emmett estaba casado con el departamento de policía, así que
sabía que no se trataba de él, y no se había enterado de que Jasper o Seth
salieran con alguien. ¡Qué diablos!
—¿A que no lo
adivinas? —preguntó su padre, sacando dos bandejas con aperitivos del segundo
horno. Las dejó en la encimera.
—¡No! —dijo Isabella—.
Escupe.
Su padre sonrió y
empezó a colocar los aperitivos en un plato grande: rollitos de primavera al
estilo del sur de los Estados Unidos, mini salchichas envueltas en hojaldre, y
pastas rellenas de espinacas y alcachofas.
—Seth.
¿Su hermano pequeño
había traído a una mujer? Caray.
—¿Una compañera del
máster? —preguntó Isabella.
—Shima —respondió
su padre, asintiendo—. Es un auténtico encanto. Deberías bajar para asegurarte
de que está sobreviviendo al resto de tus hermanos. Y así les presentas a Edward
—dijo. Dio un mordisco cauteloso a uno de los rollitos—. Y ya que estás,
¿puedes bajar los aperitivos? —preguntó, dando un golpecito con el dedo al
plato.
Isabella agarró una
pila de platos de plástico y servilletas.
—¿Sabías que
vendría?
—No, ha sido una
sorpresa —dijo su padre, encogiéndose de hombros—. Pero en los días de fiesta,
cuantos más, mejor.
Asintiendo, Isabella
alargó la mano hacia el plato de aperitivos.
—Ya me ocupo yo
—dijo Edward.
—Es un placer
tenerte aquí, Edward —dijo su padre—. Mientras estés aquí, relájate y ponte
cómodo. ¡Cómo si estuvieras en tu casa!
Isabella le dedicó
una sonrisa agradecida a su padre, encantada de que estuviera dándole la
bienvenida con tanta calidez. Aunque no había dudado de que sería el caso.
—Muchas gracias, Charlie
—dijo Edward, siguiendo a Isabella al otro lado de la cocina y Mikeino al
pasillo.
En lo alto de las
escaleras que llevaban al sótano, se volvió hacia él, sonriente.
—Para que quede
constancia: no me hago responsable de los cretinos que estás a punto de
conocer.
—Tomo nota —dijo Edward,
guiñándole el ojo. Si se parecían a Charlie, aunque fuera un poco, quizás
incluso sobreviviría al fin de semana. La siguió escaleras abajo.
La sala de juegos
del sótano era un espacio amplio y acogedor, en el que un par de sofás mullidos
y varias sillas estaban colocados alrededor de un gran televisor de pantalla
plana. Al fondo había una vieja mesa de hockey de aire,
pero a Edward no le dio tiempo a distinguir mucho más antes de que cinco
miradas se clavaran en ellos.
—Hola —dijo Isabella,
dando pie a una larga ronda de saludos. Sus hermanos (fáciles de distinguir por
los distintos tonos de pelo rojo) se levantaron para abrazarla. Lo cual dejó a
un cuarto tipo que Edward no conocía: rubio y atractivo, con cierto aire a Ken,
el novio de Barbie. Isabella le quitó el plato de aperitivos antes de
anunciar—: Chicos, este es Edward Cullen.
Le presentó a todos
sus hermanos, pero de repente parecía nerviosa.
—Soy Emmett —dijo
el primer hermano, ofreciéndole la mano. Era el mayor de los hermanos Swan: le
sacaba siete años a Isabella, si Edward recordaba bien. Era alto, tenía el pelo
castaño con toques rojizos y una barba corta. Le ofreció una sonrisa amigable
al estrecharle la mano.
—Encantado de
conocerte, Emmett. He oído hablar mucho de ti —dijo Edward.
—Yo soy Jasper
—dijo el siguiente hermano, con una expresión menos simpática. Tras estrecharle
la mano, se apartó bastante rápido y continuó su conversación con el misterioso
hombre rubio, al que Isabella estaba contemplando con el ceño fruncido.
El último hermano
era el pelirrojo más intenso, tan cobrizo que casi era naranja.
—Edward, yo soy Seth,
y esta es mi novia, Shima —dijo con una sonrisa abierta y amable. Edward
estrechó la mano a ambos.
Shima se apartó el
pelo negro y brillante para que le quedara detrás del hombro y le dedicó una
sonrisa conspiratoria.
—Podemos hacer piña
si el clan Swan decide tomarla con los recién llegados.
—Trato hecho —dijo Edward,
riéndose por lo bajo.
—Papá ha preparado
aperitivos —dijo Isabella. Levantó el plato para que lo vieran y lo dejó en la
mesa de centro—. Ya podéis atacar —añadió. Se incorporó y dijo—: Bueno, Michael,
¡caray! ¿Desde cuándo no nos vemos?
El rubio se le
acercó con una sonrisa que a Edward no le gustó nada. Una sonrisa interesada.
¿Quién era este tipo? ¿Y por qué Isabella había parecido disgustada al verlo?
—Desde hace
demasiado, Isabella. Estás estupenda —dijo. Le dio un abrazo fuerte y largo.
Cuando por fin la soltó, jugueteó con familiaridad con un mechón de su pelo—.
No has cambiado nada.
Isabella se rio
entre dientes y se apartó un par de pasos.
—Bueno, no sabría
decirte —contestó. Indicó a Edward con la mano abierta—. Mike, este es Edward Cullen.
Michael lo evaluó
con una mirada breve que inmediatamente puso a Edward de los nervios. Se
estrecharon las manos en un gesto rápido y superficial, y Edward no pudo evitar
preguntarse a qué venía tanta tensión repentina.
—Bueno, Edward, ¿a
qué te dedicas? —preguntó Michael, con Jasper de pie junto a él.
—Soy enfermero del
cuerpo de bomberos —respondió—. ¿Y tú?
—Soy cardiólogo
residente en el Hospital Universitario de Pensilvania —dijo.
—Caramba, no está
mal —dijo Edward, y tomó un sorbo de su refresco. Un médico. Y no un médico
cualquiera, sino un especialista. ¿Cómo no?
—Gracias. ¿Estás
interesado en estudiar medicina? —preguntó Michael.
—No —contestó—. Los
servicios de emergencias siempre han sido mi pasión —continuó. Era la verdad. De
joven había sopesado la posibilidad de estudiar medicina durante unos cinco
segundos, pero lo que más quería era poder ayudar a las personas que estaban
pasando momentos de crisis, igual que alguien lo había ayudado a él: en la
calle, dónde las cosas se ponían feas, las situaciones cambiaban de un momento
a otro y el tratamiento prehospitalario podía significar la diferencia entre la
vida y la muerte. Además, no había querido pasar tantos años en la universidad.
No tenía la paciencia necesaria.
—Oh —contestó Michael,
encogiéndose de hombros—. Bueno, si es lo que te gusta.
Su respuesta
terminó de ponerle de los nervios. ¿Por qué estaba aquel tipo comportándose
como si hubiera una competición a la que nadie lo había apuntado?
Emmett se unió a la
conversación.
—Eres del parque de
bomberos de Arlington, ¿verdad?
Edward asintió,
contento de no tener que seguir hablando con Michael.
—Así es.
—¿Por casualidad no
conocerás a Tony Anselmi? Del departamento de policía de Arlington. Fuimos al
instituto juntos —dijo Emmett.
—Pues sí —contestó Edward,
sonriendo—. Nos cruzamos de vez en cuando. Creo que la última vez fue hace tres
semanas.
Mientras charlaba
con Emmett acerca de Tony y sus respectivos trabajos, Edward mantuvo la mitad
de su atención fija en la conversación que se desarrollaba entre Isabella, Michael
e Jasper.
—¿Sigues haciendo
números? —preguntó Michael. Edward se preguntó si de verdad había cierta
condescendencia en su tono, o si se lo estaba imaginando porque el tipo le caía
mal.
—Sí —contestó Isabella—.
¿Y tú? ¿Sigues jugando con los corazones de la gente?
Michael se echó a
reír.
—Isabella, por Dios
—dijo Jasper.
—¿Qué? Es
cardiólogo —replicó ella.
—No pasa nada, no
pasa nada —dijo Michael. Inclinó su botella de cerveza hacia ella, como en
gesto de saludo—. Touché.
Sonriendo, Isabella
sacudió la cabeza y tomó un sorbo de sangría.
No tardaron en
acomodarse todos en los sofás y las sillas para ver el partido; Edward nunca
había sido aficionado al futbol americano, pero no le importaba hacer de
espectador. Emmett se sentó en un gran butacón de cuero, y Seth, Jasper y Shima
se recostaron en uno de los sofás. Eso significaba que el segundo sofá quedaba
para Isabella, Michael y él. La Castaña se sentó primero, así que Michael y él
se pusieron cada uno a un lado de ella. Fantástico.
—Bueno, ¿cuánto
tiempo lleváis juntos? —preguntó Jasper.
Isabella apoyó una
mano en el muslo de Edward, que apreció aquel gesto posesivo profundamente.
—Dos meses y poco
—contestó. Le dedicó una sonrisa a Edward quien, por encima del hombro de Isabella,
vio que Jasper y Michael intercambiaban una mirada significativa. Pero ¿qué
cojones? ¿Se estaba imaginando cosas? Y a todo esto, ¿quién era ese tipo?
—¿Y vosotros?
—preguntó Isabella, mirando a Seth y a Shima—. ¿Desde cuándo estáis juntos?
La pareja intercambió
una sonrisa.
—Desde el final del
verano —dijo Seth—. Nos conocemos desde que empezamos el máster, pero empezamos
a salir en la fiesta de bienvenida del segundo curso, en agosto.
—Es muy práctico
que los estudiantes de máster salgan los unos con los otros —dijo Shima—. Así
no aburrimos al resto de los mortales con nuestras conversaciones sobre
política exterior.
Edward sonrió.
Shima le caía bien, y se alegraba de su presencia.
—Bueno, Jasper, Isabella
me ha contado que eres ingeniero. ¿A qué tipo de proyectos te dedicas?
—preguntó, esperando ganarse un poco al hermano mediano.
—Soy ingeniero
civil, trabajo para la ciudad de Filadelfia —contestó—. Suelo ocuparme de
proyectos relacionados con las carreteas, los puentes y los túneles.
—Así que es todo
culpa tuya —dijo Emmett, con una sonrisa descarada. Jasper le mostró el dedo
corazón y los demás estallaron en carcajadas—. En serio —continuó Emmett,
haciendo un gesto con la mano hacia Edward—. ¿Has conducido mucho por
Filadelfia? —Edward negó con la cabeza. De pequeño, su familia hacia muchos
viajes en automóvil, pero desde el accidente no había circulado demasiado fuera
de Washington D. C.—. Bueno, pues créeme cuando te digo que conducir por
Filadelfia es un horror. Te lo digo yo, que lo hago cada día.
—Sí, sí... —dijo Jasper,
fulminando a sus hermanos con la mirada—. Siempre con lo mismo.
—Michael —dijo
Shima—. ¿De qué conoces a los Swan?
A Edward le habría
gustado chocar los cinco con ella por hacer la pregunta.
—Este zopenco es mi
mejor amigo —respondió Michael, señalando a Jasper—. Lo ha sido desde que
íbamos al colegio. —Pausa—. Y Isabella y yo estuvimos saliendo... ¿cuánto
tiempo? —preguntó, volviéndose hacia ella con una sonrisa—. ¿Tres años?
¿Saliendo juntos?
¿Durante tres años? Miró a Michael, cuya expresión de satisfacción revelaba que
sabía que Edward no tenía ni idea de su pasado juntos. Tenía razón.
—Esto, sí —dijo Isabella—.
Unos tres años.
Tres años. Edward
no había durado tanto con ninguna de sus parejas. Joder, Edward apenas había
tenido parejas, antes de Isabella. Tomó un largo trago de su refresco.
—Empezamos a salir
en la universidad, yo estaba en el último curso, Isabella en el segundo
—continuó. La Castaña se limitó a asentir. Edward hizo un rápido cálculo
mental. Aquello significaba que ella había tenido diecinueve años cuando
empezaron la relación, y veintidós cuando rompieron. Lo cual, esencialmente,
significaba que era imposible que no se hubieran acostado juntos. Cosa que
explicaba la manera que tenía aquel tipo de mirarla, y por qué la había
abrazado más rato del normal. Todavía estaba enamorado de ella.
—Uf, parece que
haga siglos de todo aquello —dijo Isabella con una sonrisa. Tomó un largo trago
de su sangría.
—Qué va —contestó Michael,
guiñando el ojo—. Oye, ¿te acuerdas de aquella vez que...?
—¿Puede ayudarme
alguien a poner la mesa? —preguntó la voz de Charlie desde lo alto de las
escaleras.
—¡Voy yo! —contestó
Isabella, agarrando a Edward de la mano—. ¿Te apetece ayudar?
—Sí, claro
—contestó. Podría haberle preguntado si le apetecía limpiar retretes con un
cepillo de dientes, y habría dicho que sí igualmente. Cualquier cosa con tal de
no tener que seguir viendo la cara de satisfacción de Michael, y la manera que
tenía de observar el cuerpo de Isabella.
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7 comentarios:
O XD siiiiiiiiii me cae superrrrrrrr papi charly ya que con genio con Edwards odio ya mike jjajajja ja desde yapppp y no digamos Jasper que como que apoya el asunto ojala Edward no salga corriendo x las estupideses de ese idiota adoro que Isabella este pendiente de él graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss
Vamos Edward no caigas en las provocaciones de ese envidioso dé Mike ojalá Jasper estuviera del lado de su hermana en fin lo bueno es que Bella conoce a Edward
Gracias 😊
Edward no le hagas caso a Michael esta suspirando por la herida porque sabe quela perdio y de cuatro tresles ha caido bien!!!!
odore a charlie, odie a menudo Mike y si jasper sigue apoyándolo también lo voy a odiar, espero que Ed soporte todo eso aunque tengo mis dudas, y ojalá Bella lo siga apoyando y lo lo deje solo a mercen de ese idiota
Charlie lo recibió de la mejor forma, que alivio y por lo visto los otros dos hermanos no serán el problema aquí la bronca va a estar con Jasper y el idiota de Mike, es más que obvio que no fue hace mucho que terminaron por lo visto y no en buenos términos tampoco, muchas gracias por el capítulo y actualiza pronto, me temo que viene lo peor ��
Charlie es hermoso!!! Y creo que el que va a tener problemas con la relación es Jasper, y ahora Michael por metido!!! Espero que Edward haga algo que Michael no sepa 😒😒
Besos gigantes!!!!
XOXO
Gracias por el capitulo.
Charli es un amor, quiero un papá así. Es dulce y tierno. Pero Michael es un pesado. Espero le den su merecido. Seguro que se la hiso a Bella en esos tres años.
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