domingo, 23 de febrero de 2020

Corazones Oscuros Capitulo 8


CAPÍTULO 8
—Cuéntame alguna emergencia rara a la que hayas acudido —dijo Isabella, sonriendo a Edward. Dios, qué atractivo era, sentado en el asiento del conductor de su Jeep negro y agarrando el volante de cuero con sus enormes manos. Aunque iban a visitar a su familia, conducía él (el pequeño Prius plateado de Isabella era demasiado claustrofóbico para Edward). Ya estaban a medio Mikeino entre su hogar en Arlington y la casa de su padre en Filadelfia y, como siempre, no tenían problema en encontrar temas de conversación. Aunque claro, eso era parte de lo que la había atraído a Edward desde el principio.

—He tenido más de un caso extraño a lo largo de los años —dijo Edward, esbozando una pequeña sonrisa pícara y dedicándole una mirada—. Veamos. Una vez, a una mujer se le quedó encallada la mano en el triturador de basura. Su jersey se enganchó con una pieza del mecanismo interno. Se ve que era de lana de cachemira, y se cabreó de lo lindo cuando tuvimos que cortarlo.

Isabella hizo una mueca.

—¿Por qué metió la mano en el triturador?


—Se le cayó un anillo dentro —dijo, encogiéndose de hombros—. Lo encontramos, eso sí —añadió. Apretó los labios y entornó los ojos—. Ah, sí, recibimos una llamada de una mujer que estaba oyendo a un hombre gritando y chillando a través de la pared de su apartamento. Nos presentamos en su puerta con la policía al cabo de diez minutos, y se encontraba bien. Al parecer, el hombre... esto, sufría un caso grave de estreñimiento y estaba teniendo dificultades... para evacuar.

Isabella estalló en carcajadas.

—Qué guarrería. Menudo bochorno debió de pasar.

Edward se rio por lo bajo.

—No lo sé, creo que la mujer que nos llamó lo pasó peor. Cuando llegamos, se quedó en el rellano con nosotros porque estaba preocupadísima por él.

—Descubrió más de lo que quería saber, desde luego —dijo Isabella, disfrutando de la conversación. Al trabajar en una ambulancia, Edward se enfrentaba a situaciones intensas y a menudo trágicas, cosas sobre las que no siempre quería hablar cuando llegaba a casa después de su turno. Así que era agradable averiguar más acerca de esa faceta de su vida.

Con una sonrisa tan ancha que hizo asomar sus hoyuelos, Edward asintió. A Isabella le encantaba verlo sonreír, el gesto le daba un aire mucho más joven y relajado. Entre la cicatriz de la cabeza, el pico de viuda de su pelo afeitado y los piercings del labio y la ceja, su rostro podía parecer duro, incluso intimidante. Menos cuando sonreía.

—Hubo un tipo que nos llamó porque pensó que iba a estallarle el pene. Resultó que había pedido Viagra a un amigo, sin receta médica, y se había tomado tres pastillas de golpe. Cuatro días más tarde, todavía le duraba la erección.

—Dios mío, ¡la gente está mal de la cabeza! —Isabella estalló en carcajadas y se volvió hacia Edward, retorciéndose en el asiento.

—Algunos, desde luego —dijo Edward guiñándole un ojo—. Recibimos algunas llamadas rarísimas, te sorprenderías. Y en la centralita se llevan el premio. Hay gente que llama para quejarse de que en un restaurante de comida rápida se han equivocado con su pedido, o para pedir que la policía vaya a un cine y retrase el principio de una película porque les ha pillado un atasco, o para preguntar qué temperatura hace. Un señor mayor nos llamó porque pensaba que su casa, de repente, tenía pulso. Resultó que sus nuevos vecinos tocaban en un grupo de música, y lo que oía era la batería. Ah, sí, y la señora que nos llamó porque su marido, de setenta y dos años, quería animar su vida sexual haciendo un trío. Llamó para que lo arrestaran.

—Caray —dijo Isabella sacudiendo la cabeza—. Creo que solo he llamado al número de emergencias una vez en la vida, y fue porque un pasajero del metro pensaba que estaba sufriendo un infarto. E incluso así estaba nerviosísima por tener que llamar.

—Así es como debería ser —dijo Edward—. En la centralita reciben demasiadas llamadas que no tienen nada de emergencia.

Isabella alargó la mano y entrelazó sus dedos con los de él. Sus manos unidas reposaban sobre el muslo de Edward, ofreciéndole una perspectiva perfecta del dragón que tenía tatuado en el dorso de la mano derecha.

—Bueno, ahora cuéntame alguna anécdota positiva sobre las emergencias a las que has acudido.

—He ayudado a dar a luz a tres mujeres —dijo, con una pequeña sonrisa en los labios—. Son mis casos favoritos. Es algo increíble de lo que formar parte, el poder presenciar como una vida llega al mundo. ¿Sabes? Una de las parejas decidió llamar a su hijo Edward.

Isabella se quedó boquiabierta.

—Caramba, Edward. Eso sí que es especial. No quiero ni imaginarme lo aterrador que debe ser saber que tienes a una mujer a punto de dar a luz y no poder llegar al hospital.

Por un momento, la imaginación de Isabella se dejó llevar por la imagen de aquel hombre musculado, tatuado, con piercings y cicatrices sosteniendo a un recién nacido con aquellas manos enormes. No le importaría presenciarlo. Sonrió.

—En efecto —dijo, asintiendo—. También he atendido a un montón de perros y gatos a lo largo de los años, la mayoría de ellos mascotas que han quedado atrapadas en un incendio. Solo los estabilizo hasta que puedan llevarlos al veterinario. Pero la gente siempre aprecia el gesto.

—Vaya, tendré que sacar el abanico —dijo Isabella, apretándole la mano por un momento—. Si no fuera porque ya... ya me gustas, me habrías encandilado con todas estas historias sobre bebés y cachorros.

Contempló el cielo azul y soleado que había al otro lado del parabrisas y esperó que Edward no se hubiera percatado de su titubeo. Casi le había dicho que lo quería. Porque, últimamente, aquel sentimiento siempre estaba presente en su cabeza.

Edward le dedicó una sonrisa pícara.

—¿Y cómo crees que el Oso conquista a tantas mujeres?

Isaac, el Oso, Barrett era un bombero del mismo parque que Edward, y era, posiblemente, el tipo más mujeriego que hubiera conocido jamás. Pero también era dulce, gracioso y leal, y siempre estaba dispuesto a ayudar a los demás. A Isabella le caía muy bien.

—Eso lo explica todo —dijo.

—Así es —contestó Edward. Levantó sus manos todavía unidas y le besó los nudillos.

Una oleada de calor nació en el pecho de Isabella y recorrió todo su cuerpo.

Sin soltarse, se sumieron en un silencio confortable. Isabella recorrió con la mirada lo que alcanzaba a ver del dragón tatuado de Edward, el que se había hecho para recordarse que no debía permitir que el miedo dominara su vida. Admiraba el significado que había tras sus tatuajes, tanto, que incluso había estado pensando en hacerse uno. Le había dado muchas vueltas. La simple idea la hacía estremecerse de la emoción. Siempre había sido una buena niña, y había acatado las normas con tanto esmero que nunca se le habría ocurrido si no hubiera sido por Edward. Pero, inspirada por su manera de conmemorar en la piel a aquellos a los que había perdido, Isabella llevaba un par de semanas dando vueltas a distintos diseños.

«Quiero hacerlo.» El pensamiento apareció en su cabeza, firme y convencido, y sintió en su interior que era lo correcto.

—Adivina en qué he estado pensando últimamente.

—¿En qué? —preguntó, levantando la ceja con el piercing y dedicándole una mirada.

Le dio ganas de lamer el pequeño pendiente negro. Sintió nervios en el estómago al dar voz a su idea.

—En hacerme un tatuaje.

Edward se volvió hacia ella de golpe, con las cejas fruncidas sobre sus ojos oscuros.

—¿En serio? —preguntó. Isabella sonrió con descaro y se mordió el labio.

—Sí. Los tuyos me encantan y, cuanto más lo pienso, más me apetece.

—¿Qué tienes pensado? —preguntó. Su mirada la recorrió con tanta pasión que casi le pareció una caricia física.

—Un árbol genealógico celta. El que más me gusta tiene forma de círculo, y el árbol y las raíces consisten en nudos celtas. He visto diseños en los que se incorporan iniciales bajo las raíces, o entrelazadas entre las ramas y me gustan bastante —dijo, deslizando el dedo a toda velocidad por la pantalla de su teléfono móvil. Abrió una imagen que había guardado previamente y levantó el aparato para que Edward la viera—. Esta es una versión.

Los ojos de Edward alternaron entre el teléfono y la carretera durante un momento.

—Me gusta —dijo en tono reservado—. Me gusta mucho. ¿Estás segura de que quieres hacértelo?

—Sí, lo estoy —contestó—. Últimamente lo he estado cavilando mucho. Era solo cuestión de decidir qué tatuarme. Quería que tuviera un significado, como los tuyos. Así que pensé en lo que es más importante en el mundo para mí: mi familia. Cuando lo comprendí y encontré estos diseños, supe que había dado con mi tatuaje. ¿Me acompañarás si me lo hago?

Edward le dedicó una mirada intensa.

—Si quieres hacerlo, me gustaría llevarte a mi tatuador. Es el mejor que hay. Y claro que iré contigo. Sin dudarlo, Castaña.

Isabella sonrió y asintió. Su presencia la ayudaría a calmar los nervios.

—Estupendo —dijo—. ¿Qué te parece la semana que viene?

—Tú solo tienes que pedírmelo —dijo Edward—. Y yo me ocupo.

Isabella se desabrochó el cinturón de seguridad, se inclinó sobre el Mikebio de marchas y, con ternura, empezó a besar a Edward en la mandíbula y en el cuello, asomando la punta de la lengua de vez en cuando para disfrutar de su sabor. Olía bien, a jabón y menta, con un toque almizclado; puro Edward.

Este gimió y se acercó más a ella.

—Joder, Isabella —susurró—. No quiero que pares, pero sí que quiero que vuelvas a abrocharte el cinturón.

La muchacha le dio un último lametón en el lóbulo de la oreja y volvió a recostarse en su asiento.

—Lo siento —dijo, mientras el cierre del cinturón encajaba con un chasquido—. Es que me he sentido muy agradecida.

Edward se rio por lo bajo.

—Bueno, puede que me lo cobre luego. Además, no es justo que me obligues a imaginarte tatuándote y luego me beses así mientras estoy al volante.

—¿Por qué no? —preguntó, mordiéndose el labio para intentar reprimir la sonrisa que amenazaba con asomar. Y caray, el tono de Edward la hizo desear que no estuviera conduciendo. Porque se le ocurrían mejores maneras de ocupar sus manos que con el volante...

La mirada que Edward le dedicó entonces, llena de deseo y frustración, fue como una oleada de calor sobre su piel.

—Porque me vuelves loco. Y no hay nada que pueda hacer al respecto —contestó. Se agitó en su asiento, y la mirada de Isabella descendió hasta el bulto que empezaba a aparecer en sus pantalones de vestir.

Lentamente, apoyó la mano en el pecho de Edward y la deslizó hacia abajo, pasando por su estómago, hasta terminar en su regazo.

—Castaña... —dijo con la voz ronca, bajando los ojos para observar como sus dedos lo acariciaban y lo agarraban por un instante. Dios, era magnífico sostenerlo. Fijando la vista en la carretera de nuevo, Edward sacudió la cabeza, le tomó la mano y la sostuvo fuerte contra su pecho—. No voy a arriesgarme a sufrir un accidente contigo. —Le dedicó una de sus miradas ardientes—. Pero te aseguro que esto no termina aquí.
*  *  *
Edward era consciente de la estrategia de Isabella. Había pasado las últimas dos horas y media dándole conversación, sin parar. Sobre su trabajo. Sobre los tatuajes. Sobre las Navidades. Le había tomado el pelo, lo había hecho reír y, en general, había logrado que no pensara demasiado en su destino y en lo que estaban a punto de hacer: conocer a su familia. Lo cual, por supuesto, significaba que Isabella se había percatado de lo nervioso que estaba. Eso le fastidiaba bastante por dos motivos: porque no quería que se preocupara por él, y porque tenía razón.

Siguiendo sus instrucciones, abandonó la autopista y se adentró en un barrio residencial del sur de Filadelfia.

—No tardaremos ni quince minutos en llegar —dijo en tono ilusionado.

Edward asintió e intentó con todas sus fuerzas no hacer caso a la tensión que sentía en los hombros, al nudo que tenía en el estómago y a la opresión que notaba en el pecho. Y que lo partiera un rayo si no odiaba conocer aquellas sensaciones tan bien. Desde el accidente que había matado a la mitad de su familia y que lo había dejado a solas con un padre que no era más que una sombra llena de amargura, rabia y problemas, el cuerpo de Edward había aprendido a reaccionar al estrés así. Años atrás, había superado lo peor del trastorno de estrés postraumático y la ansiedad con la ayuda de un psiquiatra, y había aprendido varias técnicas para enfrentarse a ambos cuando empezaban a asomar la cabeza. Pero no era capaz de evitar que aparecieran los primeros síntomas o de lograr que desaparecieran del todo.

Sencillamente, Edward nunca sería normal.

Era algo que toleraba cuando solo lo afectaba a él, pero odiaba que Isabella tuviera que lidiar con ello.

Agarrado al volante con una fuerza desmesurada, Edward se concentró en una cuenta atrás silenciosa, desde diez, intentando recordar las técnicas de respiración que lo relajarían para no sufrir un ataque de ansiedad antes de llegar. Lo último que quería era avergonzar a Isabella delante de su familia. O quedar en ridículo.

Era de una importancia vital agradarle a su familia y lograr que lo aceptaran.

Porque Edward estaba enamorándose de Isabella. A toda velocidad. Joder, ya la había querido un poco la primera noche que habían pasado juntos. Ella había logrado que no sufriera un ataque de pánico mientras estaban atrapados en el ascensor, a oscuras, lo cual había representado una de sus peores pesadillas. Y cuando lo había invitado a su casa, a su cama y a su cuerpo aquella noche, que había sido la primera vez que había dormido entre los brazos de otro ser humano, había terminado de enamorarse del todo.

Ahora, tras dos meses con Isabella, dos meses de no estar solo en todos los sentidos de la palabra gracias a ella, Edward se sentía al borde de un precipicio. Un paso más y se encontraría cayendo de cabeza en un vacío del que nunca volvería a salir.

Lo aterraba en lo más profundo de su ser.

Porque conocía perfectamente la rapidez y la facilidad con las que la vida le podía arrebatar a aquellos a los que amaba. En un puto instante. Y no sería capaz de hacer nada por evitarlo. Ni siquiera vería venir la tragedia y el dolor. Igual que cuando había tenido catorce años.

«Joder, Edward. No te estás haciendo ningún favor.»

Respiró hondo y se obligó a sujetar el volante con menos fuerza. No, pensar en perder a Isabella no aportaba nada a su salud mental.

—Oye —dijo ella, apretándole ligeramente el muslo—. Gracias por acompañarme.

La sonrisa que le dedicó fue tan dulce y bonita, que consiguió atenuar parte de la ansiedad que crecía en su interior. Podía hacerlo. Lo lograría. Por ella.

—De nada. Gracias por invitarme.

Y estaba agradecido de verdad. Pese a lo que le rondaba por la cabeza, significaba mucho para él que Isabella hubiera deseado pasar el Día de Acción de Gracias juntos. Le gustaba no tener que pasar un día tan señalado a solas. Joder, le gustaba poder celebrar algo. Su madre siempre había sido la alegría de la familia y, cuando murió, lo que quedaba de la familia Cullen había muerto con ella.

Tras su pérdida, en la casa de Edward no volvió a haber árboles de Navidad, no se volvieron a cocinar pavos, no volvieron a aparecer cestas de pascua en la mesa del comedor. Incluso cuando Sean y él habían sido demasiado mayores para los huevos y Papá Noel, su madre había seguido escribiendo «desde el polo norte» en los regalos e insistiendo en que el conejo de pascua había traído los huevos.

Así que, para él, que le incluyeran en la celebración del Día de Acción de Gracias significaba más de lo que era capaz de articular.

Pronto, las indicaciones de Isabella los llevaron a un barrio distinguido lleno de casas grandes y antiguas, plantas impecables y árboles altos y adultos. La mayoría de las viviendas estaban construidas con piedra caliza gris y alejadas del asfalto, lo que dejaba espacio para amplios porches cubiertos y jardines que el frío había dejado desnudos. Algunas puertas y ventanas ya lucían coronas de Navidad y decoraciones de pino y acebo, de manera que el barrio parecía aún más pintoresco.

De repente, la curiosidad sustituyó parte de la ansiedad que inundaba la mente de Edward, porque todo esto representaba una parte de Isabella que no conocía. Le había hablado sobre su padre y sus hermanos, por supuesto, y sabía que su madre había muerto cuando era muy pequeña, pero una cosa era escuchar las anécdotas, y otra muy distinta era poder contemplar el lugar en el que habían ocurrido.

—Mi casa está justo ahí, en la esquina. Dobla a la derecha, la entrada al garaje está en ese lado.

Edward frenó el Jeep delante de la casa y se inclinó para contemplarla por la ventanilla de Isabella. Era un edificio hermoso, de piedra caliza gris. Tres pisos de altura, con un porche perfecto para poner una mecedora, ventanas flanqueadas por postigos negros y chimeneas de piedra que se alzaban hacia el cielo. Una bandera de Estados Unidos ondeaba con la brisa, colgada de una de las columnas grises del porche.

—¿Aquí es donde creciste? —preguntó.

—Sí —contestó, sonriéndole.

Edward la miró a los ojos y amó la felicidad que encontró en su interior. Aunque, bueno, amaba bastante más que eso. Por mucho que se negara a escrutar el sentimiento más de cerca.

—Es un lugar precioso.

Isabella miró por la ventana.

—Es un sitio maravilloso para pasar la infancia. Solo el hecho de estar aquí ya me pone de buen humor.

¡Piiii! ¡Piiii!

La mirada de Edward se fijó en el retrovisor y se encontró con otro vehículo esperando detrás de ellos.

—Ups —murmuró, y dobló la esquina. Isabella se rio por lo bajo.

—No te preocupes. Vaya, tendrás que aparcar en la calle —dijo, al ver que cuatro automóviles ya habían ocupado todo el espacio ante el garaje de dos plazas.

Edward arrimó el Jeep a la acera y apagó el motor.

—Parece ser que mis hermanos ya han llegado, pero no sé de quién es el BMW —informó, encogiéndose de hombros. Cuando se volvió hacia él, su sonrisa delataba tal ilusión y anticipación que le sorprendió que fuera capaz de mantenerse sentada—. ¿Listo para conocer a todo el mundo?

En aquel momento, no había nada que deseara tanto como hacerla feliz, así que asintió.

—Tan listo como me es posible.

Ahora solo le quedaba rezar para no meter la pata.

—¡Ya estoy en casa! —exclamó Isabella al abrir la puerta trasera e irrumpir en el vestíbulo rectangular. Un banco largo y un colgador para los abrigos ocupaban una de las paredes; Isabella depositó la bandeja con el rollo de calabaza y la jarra de sangría de manzana y canela sobre el asiento y colgó el abrigo en uno de los ganchos. Edward dejó las maletas de ambos en el suelo y siguió su ejemplo. La casa olía a pavo asado, a delicioso estofado y a canela, aromas tan acogedores que Isabella sintió que el corazón le estallaba de ganas de ver a su familia.

Su padre apareció a toda prisa por la puerta que daba a la cocina.

—¡He aquí mi gusanito!

Isabella se echó a reír.

—Hola, papá —dijo, dándole un abrazo. No le importó que usara su mote de infancia, para qué mentir. Cielo santo, cómo se alegraba de verlo. Se apartó de él un paso para examinarlo de arriba abajo: el pelo castaño tenía más toques grises que cuando lo había visto en verano, pero, aparte de eso, tenía el mismo aspecto de siempre. Ojos azules brillantes. Arrugas causadas por una vida entera de sonrisas. Llevaba puesto su viejo delantal, que tenía dibujada una pechuga de pavo junto al mensaje «¡amante de las pechugas!»; diez años atrás, sus hermanos habían considerado que era un regalo divertidísimo—. Me gustaría presentarte a Edward —añadió, y se hizo a un lado para que los dos hombres pudieran estrecharse las manos.

—Buenos días, señor, soy Edward Cullen—dijo, estrechando la mano de su padre. Sus nervios se hicieron aparentes en la voz, pero a Isabella no le cabía duda de que su padre sería capaz de tranquilizarlo en un santiamén—. Feliz Día de Acción de Gracias.

—Igualmente. Llámame Charlie —contestó su padre. Le puso una mano en el hombro a Edward y lo llevó hacia la cocina—. ¿Te apetece algo de beber? —preguntó, antes de recitar todo lo que tenían disponible.

—Una Coca-Cola me iría de perlas —dijo Edward, de pie junto a la isla de la cocina, que era de planta abierta y muy espaciosa.

Isabella trajo sus contribuciones a la cena y las dejó en la encimera. Los armarios blancos rústicos, el granito de color miel y los cálidos suelos de madera siempre habían ayudado a que este fuera su lugar favorito de la casa. Pero, aun así, consideraba que la presencia de Edward lo mejoraba infinitamente.

—Voy a por una —dijo Isabella, sonriendo para sí misma mientras abría el frigorífico. Todo mejoraba con la presencia de Edward.

Su padre empezó una conversación relajada, charlando acerca del tráfico, del buen tiempo que estaba haciendo y de cuánto tardaría el pavo en estar listo, y Isabella se alegró de ver que la tensión iba desapareciendo de los hombros de Edward. Tenía una mano apoyada en la encimera, y Isabella la cubrió con la suya.

Su padre se percató del gesto, pero no hizo ningún comentario. Aunque Isabella ya le había contado todo lo que había que contar sobre Edward, era la primera vez que traía a un hombre a casa, así que la situación era nueva para los dos.

—Bueno, Edward, Isabella me ha contado que eres enfermero del cuerpo de bomberos. ¿Cómo es tu trabajo?

—Es... —Edward frunció el ceño durante un momento—. Es diferente cada día, depende de las llamadas que recibamos. A veces no consiste nada más que en pasar largas horas en el parque de bomberos, pero lo habitual es que no tengamos tiempo de recuperar el aliento entre una llamada y otra. Según lo críticas que sean las situaciones, puede ser duro y estresante, aunque, en general, me parece que poder ayudar a alguien en el momento en el que más lo necesita es un privilegio enorme.

La pasión que había en su voz hizo que a Isabella le diera un vuelco el corazón. Pese a todo por lo que había pasado (no solo el accidente y la pérdida de su madre y su hermano, sino también el trastorno de estrés postraumático y el haber crecido con un padre prácticamente ausente), Edward se había convertido en un hombre bueno y dulce. Dos meses atrás, le había aguantado abierta la puerta del ascensor en un día en el que todo le iba mal, y Isabella lo había llamado «su buen samaritano». ¡Si hubiera sabido lo adecuado que era el mote!

Su padre asintió mientras sacaba un plato grande de uno de los armarios, y Isabella supo que la seriedad de la respuesta de Edward lo había impresionado.

—Siento un profundo respeto por el personal de emergencias. Trabajáis en primera línea.

—Cuando un desconocido ha acudido en tu ayuda en tus momentos más oscuros, lo mínimo que puedes hacer es prestar la misma ayuda a los demás —dijo Edward en voz baja—. Siempre me ha parecido que es mi manera de devolver el favor.

Isabella le puso un brazo alrededor de la cintura. Una parte de ella no podía creer que hubiera mencionado su pasado, porque sabía que a Edward no le gustaba hablar de sí mismo. La enorgulleció enormemente y le costó reprimir las ganas de tirar de él y darle un beso. Pero quizás era mejor que no escandalizaran a su padre a los quince minutos de llegar.

—Isabella me contó lo del accidente —dijo su padre, tras tomar un sorbo de una botella de cerveza—. Lo siento mucho. Es duro para un chaval pasar por algo así. Pero me parece que tu familia estaría orgullosa de ti.

Edward asintió, tenso, y bajó la mirada, fascinado de repente por su refresco.

Lo abrazó con más fuerza, porque su padre tenía razón. Pero Isabella decidió cambiar de tema, porque sabía que tanta atención (y el elogio) debían de estar incomodarlo.

—¿Dónde están los chicos? —preguntó. Se apartó para servirse un vaso de sangría. Sabía a manzana, canela y especias, y era como tomarse una taza de otoño.

—Abajo, en la sala de juegos —contestó su padre, echando un vistazo al interior del horno para comprobar el estado del pavo—. Creo que están viendo el partido.

Cuando Isabella tenía tres años, su madre había muerto de cáncer de pecho, y desde entonces su padre se había encargado de todo lo que antes había hecho ella: cocina incluida. Y además se le daba bien. Aunque Isabella no recordaba mucho a su madre; Emmett era el que mejor la recordaba de entre todos los hermanos, porque tenía diez años cuando murió, pero incluso sus recuerdos eran desvaídos y tenues. Lo cual explicaba porque sus hermanos y ella adoraban a su padre: lo había sido todo para ellos.

—Ah, por cierto, no eres la única que ha venido con pareja —dijo su padre con una sonrisa descarada, disfrutando de saber un cotilleo que ella desconocía.

—¿Quién ha traído novia? —preguntó. Emmett estaba casado con el departamento de policía, así que sabía que no se trataba de él, y no se había enterado de que Jasper o Seth salieran con alguien. ¡Qué diablos!

—¿A que no lo adivinas? —preguntó su padre, sacando dos bandejas con aperitivos del segundo horno. Las dejó en la encimera.

—¡No! —dijo Isabella—. Escupe.

Su padre sonrió y empezó a colocar los aperitivos en un plato grande: rollitos de primavera al estilo del sur de los Estados Unidos, mini salchichas envueltas en hojaldre, y pastas rellenas de espinacas y alcachofas.

—Seth.

¿Su hermano pequeño había traído a una mujer? Caray.

—¿Una compañera del máster? —preguntó Isabella.

—Shima —respondió su padre, asintiendo—. Es un auténtico encanto. Deberías bajar para asegurarte de que está sobreviviendo al resto de tus hermanos. Y así les presentas a Edward —dijo. Dio un mordisco cauteloso a uno de los rollitos—. Y ya que estás, ¿puedes bajar los aperitivos? —preguntó, dando un golpecito con el dedo al plato.

Isabella agarró una pila de platos de plástico y servilletas.

—¿Sabías que vendría?

—No, ha sido una sorpresa —dijo su padre, encogiéndose de hombros—. Pero en los días de fiesta, cuantos más, mejor.

Asintiendo, Isabella alargó la mano hacia el plato de aperitivos.

—Ya me ocupo yo —dijo Edward.

—Es un placer tenerte aquí, Edward —dijo su padre—. Mientras estés aquí, relájate y ponte cómodo. ¡Cómo si estuvieras en tu casa!

Isabella le dedicó una sonrisa agradecida a su padre, encantada de que estuviera dándole la bienvenida con tanta calidez. Aunque no había dudado de que sería el caso.

—Muchas gracias, Charlie —dijo Edward, siguiendo a Isabella al otro lado de la cocina y Mikeino al pasillo.

En lo alto de las escaleras que llevaban al sótano, se volvió hacia él, sonriente.

—Para que quede constancia: no me hago responsable de los cretinos que estás a punto de conocer.

—Tomo nota —dijo Edward, guiñándole el ojo. Si se parecían a Charlie, aunque fuera un poco, quizás incluso sobreviviría al fin de semana. La siguió escaleras abajo.

La sala de juegos del sótano era un espacio amplio y acogedor, en el que un par de sofás mullidos y varias sillas estaban colocados alrededor de un gran televisor de pantalla plana. Al fondo había una vieja mesa de hockey de aire, pero a Edward no le dio tiempo a distinguir mucho más antes de que cinco miradas se clavaran en ellos.

—Hola —dijo Isabella, dando pie a una larga ronda de saludos. Sus hermanos (fáciles de distinguir por los distintos tonos de pelo rojo) se levantaron para abrazarla. Lo cual dejó a un cuarto tipo que Edward no conocía: rubio y atractivo, con cierto aire a Ken, el novio de Barbie. Isabella le quitó el plato de aperitivos antes de anunciar—: Chicos, este es Edward Cullen.

Le presentó a todos sus hermanos, pero de repente parecía nerviosa.

—Soy Emmett —dijo el primer hermano, ofreciéndole la mano. Era el mayor de los hermanos Swan: le sacaba siete años a Isabella, si Edward recordaba bien. Era alto, tenía el pelo castaño con toques rojizos y una barba corta. Le ofreció una sonrisa amigable al estrecharle la mano.

—Encantado de conocerte, Emmett. He oído hablar mucho de ti —dijo Edward.

—Yo soy Jasper —dijo el siguiente hermano, con una expresión menos simpática. Tras estrecharle la mano, se apartó bastante rápido y continuó su conversación con el misterioso hombre rubio, al que Isabella estaba contemplando con el ceño fruncido.

El último hermano era el pelirrojo más intenso, tan cobrizo que casi era naranja.

—Edward, yo soy Seth, y esta es mi novia, Shima —dijo con una sonrisa abierta y amable. Edward estrechó la mano a ambos.

Shima se apartó el pelo negro y brillante para que le quedara detrás del hombro y le dedicó una sonrisa conspiratoria.

—Podemos hacer piña si el clan Swan decide tomarla con los recién llegados.

—Trato hecho —dijo Edward, riéndose por lo bajo.

—Papá ha preparado aperitivos —dijo Isabella. Levantó el plato para que lo vieran y lo dejó en la mesa de centro—. Ya podéis atacar —añadió. Se incorporó y dijo—: Bueno, Michael, ¡caray! ¿Desde cuándo no nos vemos?

El rubio se le acercó con una sonrisa que a Edward no le gustó nada. Una sonrisa interesada. ¿Quién era este tipo? ¿Y por qué Isabella había parecido disgustada al verlo?

—Desde hace demasiado, Isabella. Estás estupenda —dijo. Le dio un abrazo fuerte y largo. Cuando por fin la soltó, jugueteó con familiaridad con un mechón de su pelo—. No has cambiado nada.

Isabella se rio entre dientes y se apartó un par de pasos.

—Bueno, no sabría decirte —contestó. Indicó a Edward con la mano abierta—. Mike, este es Edward Cullen.

Michael lo evaluó con una mirada breve que inmediatamente puso a Edward de los nervios. Se estrecharon las manos en un gesto rápido y superficial, y Edward no pudo evitar preguntarse a qué venía tanta tensión repentina.

—Bueno, Edward, ¿a qué te dedicas? —preguntó Michael, con Jasper de pie junto a él.

—Soy enfermero del cuerpo de bomberos —respondió—. ¿Y tú?

—Soy cardiólogo residente en el Hospital Universitario de Pensilvania —dijo.

—Caramba, no está mal —dijo Edward, y tomó un sorbo de su refresco. Un médico. Y no un médico cualquiera, sino un especialista. ¿Cómo no?

—Gracias. ¿Estás interesado en estudiar medicina? —preguntó Michael.

—No —contestó—. Los servicios de emergencias siempre han sido mi pasión —continuó. Era la verdad. De joven había sopesado la posibilidad de estudiar medicina durante unos cinco segundos, pero lo que más quería era poder ayudar a las personas que estaban pasando momentos de crisis, igual que alguien lo había ayudado a él: en la calle, dónde las cosas se ponían feas, las situaciones cambiaban de un momento a otro y el tratamiento prehospitalario podía significar la diferencia entre la vida y la muerte. Además, no había querido pasar tantos años en la universidad. No tenía la paciencia necesaria.

—Oh —contestó Michael, encogiéndose de hombros—. Bueno, si es lo que te gusta.

Su respuesta terminó de ponerle de los nervios. ¿Por qué estaba aquel tipo comportándose como si hubiera una competición a la que nadie lo había apuntado?

Emmett se unió a la conversación.

—Eres del parque de bomberos de Arlington, ¿verdad?

Edward asintió, contento de no tener que seguir hablando con Michael.

—Así es.

—¿Por casualidad no conocerás a Tony Anselmi? Del departamento de policía de Arlington. Fuimos al instituto juntos —dijo Emmett.

—Pues sí —contestó Edward, sonriendo—. Nos cruzamos de vez en cuando. Creo que la última vez fue hace tres semanas.

Mientras charlaba con Emmett acerca de Tony y sus respectivos trabajos, Edward mantuvo la mitad de su atención fija en la conversación que se desarrollaba entre Isabella, Michael e Jasper.

—¿Sigues haciendo números? —preguntó Michael. Edward se preguntó si de verdad había cierta condescendencia en su tono, o si se lo estaba imaginando porque el tipo le caía mal.

—Sí —contestó Isabella—. ¿Y tú? ¿Sigues jugando con los corazones de la gente?
Michael se echó a reír.

—Isabella, por Dios —dijo Jasper.

—¿Qué? Es cardiólogo —replicó ella.

—No pasa nada, no pasa nada —dijo Michael. Inclinó su botella de cerveza hacia ella, como en gesto de saludo—. Touché.

Sonriendo, Isabella sacudió la cabeza y tomó un sorbo de sangría.

No tardaron en acomodarse todos en los sofás y las sillas para ver el partido; Edward nunca había sido aficionado al futbol americano, pero no le importaba hacer de espectador. Emmett se sentó en un gran butacón de cuero, y Seth, Jasper y Shima se recostaron en uno de los sofás. Eso significaba que el segundo sofá quedaba para Isabella, Michael y él. La Castaña se sentó primero, así que Michael y él se pusieron cada uno a un lado de ella. Fantástico.

—Bueno, ¿cuánto tiempo lleváis juntos? —preguntó Jasper.

Isabella apoyó una mano en el muslo de Edward, que apreció aquel gesto posesivo profundamente.

—Dos meses y poco —contestó. Le dedicó una sonrisa a Edward quien, por encima del hombro de Isabella, vio que Jasper y Michael intercambiaban una mirada significativa. Pero ¿qué cojones? ¿Se estaba imaginando cosas? Y a todo esto, ¿quién era ese tipo?

—¿Y vosotros? —preguntó Isabella, mirando a Seth y a Shima—. ¿Desde cuándo estáis juntos?

La pareja intercambió una sonrisa.

—Desde el final del verano —dijo Seth—. Nos conocemos desde que empezamos el máster, pero empezamos a salir en la fiesta de bienvenida del segundo curso, en agosto.

—Es muy práctico que los estudiantes de máster salgan los unos con los otros —dijo Shima—. Así no aburrimos al resto de los mortales con nuestras conversaciones sobre política exterior.

Edward sonrió. Shima le caía bien, y se alegraba de su presencia.

—Bueno, Jasper, Isabella me ha contado que eres ingeniero. ¿A qué tipo de proyectos te dedicas? —preguntó, esperando ganarse un poco al hermano mediano.

—Soy ingeniero civil, trabajo para la ciudad de Filadelfia —contestó—. Suelo ocuparme de proyectos relacionados con las carreteas, los puentes y los túneles.

—Así que es todo culpa tuya —dijo Emmett, con una sonrisa descarada. Jasper le mostró el dedo corazón y los demás estallaron en carcajadas—. En serio —continuó Emmett, haciendo un gesto con la mano hacia Edward—. ¿Has conducido mucho por Filadelfia? —Edward negó con la cabeza. De pequeño, su familia hacia muchos viajes en automóvil, pero desde el accidente no había circulado demasiado fuera de Washington D. C.—. Bueno, pues créeme cuando te digo que conducir por Filadelfia es un horror. Te lo digo yo, que lo hago cada día.

—Sí, sí... —dijo Jasper, fulminando a sus hermanos con la mirada—. Siempre con lo mismo.

—Michael —dijo Shima—. ¿De qué conoces a los Swan?

A Edward le habría gustado chocar los cinco con ella por hacer la pregunta.

—Este zopenco es mi mejor amigo —respondió Michael, señalando a Jasper—. Lo ha sido desde que íbamos al colegio. —Pausa—. Y Isabella y yo estuvimos saliendo... ¿cuánto tiempo? —preguntó, volviéndose hacia ella con una sonrisa—. ¿Tres años?

¿Saliendo juntos? ¿Durante tres años? Miró a Michael, cuya expresión de satisfacción revelaba que sabía que Edward no tenía ni idea de su pasado juntos. Tenía razón.

—Esto, sí —dijo Isabella—. Unos tres años.

Tres años. Edward no había durado tanto con ninguna de sus parejas. Joder, Edward apenas había tenido parejas, antes de Isabella. Tomó un largo trago de su refresco.

—Empezamos a salir en la universidad, yo estaba en el último curso, Isabella en el segundo —continuó. La Castaña se limitó a asentir. Edward hizo un rápido cálculo mental. Aquello significaba que ella había tenido diecinueve años cuando empezaron la relación, y veintidós cuando rompieron. Lo cual, esencialmente, significaba que era imposible que no se hubieran acostado juntos. Cosa que explicaba la manera que tenía aquel tipo de mirarla, y por qué la había abrazado más rato del normal. Todavía estaba enamorado de ella.

—Uf, parece que haga siglos de todo aquello —dijo Isabella con una sonrisa. Tomó un largo trago de su sangría.

—Qué va —contestó Michael, guiñando el ojo—. Oye, ¿te acuerdas de aquella vez que...?

—¿Puede ayudarme alguien a poner la mesa? —preguntó la voz de Charlie desde lo alto de las escaleras.

—¡Voy yo! —contestó Isabella, agarrando a Edward de la mano—. ¿Te apetece ayudar?

—Sí, claro —contestó. Podría haberle preguntado si le apetecía limpiar retretes con un cepillo de dientes, y habría dicho que sí igualmente. Cualquier cosa con tal de no tener que seguir viendo la cara de satisfacción de Michael, y la manera que tenía de observar el cuerpo de Isabella.

*   *   *   *   *   *   *   *   *   *   *   *   *   *   *   *  
 Hola a todas que les pareció el capitulo de hoy y la aparecion de mike en la adaptación nos vemos en la próxima actualización.

7 comentarios:

saraipineda dijo...

O XD siiiiiiiiii me cae superrrrrrrr papi charly ya que con genio con Edwards odio ya mike jjajajja ja desde yapppp y no digamos Jasper que como que apoya el asunto ojala Edward no salga corriendo x las estupideses de ese idiota adoro que Isabella este pendiente de él graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss

paty dijo...

Vamos Edward no caigas en las provocaciones de ese envidioso dé Mike ojalá Jasper estuviera del lado de su hermana en fin lo bueno es que Bella conoce a Edward
Gracias 😊

Anónimo dijo...

Edward no le hagas caso a Michael esta suspirando por la herida porque sabe quela perdio y de cuatro tresles ha caido bien!!!!

Kiiara dijo...

odore a charlie, odie a menudo Mike y si jasper sigue apoyándolo también lo voy a odiar, espero que Ed soporte todo eso aunque tengo mis dudas, y ojalá Bella lo siga apoyando y lo lo deje solo a mercen de ese idiota

Anónimo dijo...

Charlie lo recibió de la mejor forma, que alivio y por lo visto los otros dos hermanos no serán el problema aquí la bronca va a estar con Jasper y el idiota de Mike, es más que obvio que no fue hace mucho que terminaron por lo visto y no en buenos términos tampoco, muchas gracias por el capítulo y actualiza pronto, me temo que viene lo peor ��

TataXOXO dijo...

Charlie es hermoso!!! Y creo que el que va a tener problemas con la relación es Jasper, y ahora Michael por metido!!! Espero que Edward haga algo que Michael no sepa 😒😒
Besos gigantes!!!!
XOXO

beata dijo...

Gracias por el capitulo.
Charli es un amor, quiero un papá así. Es dulce y tierno. Pero Michael es un pesado. Espero le den su merecido. Seguro que se la hiso a Bella en esos tres años.

ORACION A MI SEXY VAMPIRITO

Edward de mi guarda
De mi sexy compañia
Bebete mi sangre
De noche y de Dia
Hasta que caiga en tus brazos
Y sea tu marca de heroina