sábado, 9 de abril de 2011

CAPITULO VIII LOS BUSCADORES DEL PLACER

OCHO
La verdadera aristocracia está exenta del pavor: soy capaz de soportar más de lo que te atrevas a cumplir.


William Shakespeare


Bella apenas pudo contener el suspiro de alivio cuando la noche se dio por concluida. Emmett rió entre dientes cuando ella aceptó con entusiasmo el brazo ofrecido y la escoltó hasta la habitación. En cuanto estuvieron fuera del alcance de los oídos él comenzó a burlarse del castigo verbal que ella le había proporcionado a Lord Lynford.


-Se le veía venir -dijo ella con el sentido de la convicción aumentado por la cantidad de vino que había consumido-. Él no comprendería la idea de igualdad ni aunque el Señor descendiera de los cielos y se lo pregonara al oído.



Emmett rió ahogadamente.


-Eres un encanto, prima, y me complace mucho que hayas venido conmigo.


-Necesitabas una testigo responsable para mantener arrinconada a la intransigente madre de Lady Rosalie-. Bella vaciló el paso, con las piernas flojas-. ¿Y dónde estaban esta noche?


El alzó apenas una ceja en un gesto ceñudo.


-A la madre de Rosalie no le agrada la gente con la que su hermana se relaciona.


Bella no podía culparla por eso, habiendo conocido a las personas en cuestión.


-¿Y entonces por qué está aquí?


-Está viviendo a costa de las dádivas de la hermana -le explicó-. El esposo perdió todo el dinero en el juego antes de morir indignamente en Leighton Filed, donde fue forzado a enfrentarse a duelo por tramposo.


-Ya veo. -Otro triste ejemplo de la absoluta dependencia de una mujer para con un hombre, que la había obligado a quedar desamparada sin hacer nada, ya que su ineptitud la había dejado a merced de otros.


Se detuvieron frente a la puerta de la habitación de Bella sin demorarse demasiado. Ella necesitaba acostarse.


-Te veré por la mañana. -Ella se inclinó hacia adelante y zigzagueando levemente le besó la mejilla.


Emmett la detuvo poniéndole una mano en el antebrazo.


-¿Te sientes bien?- Con preocupación en los ojos.


-Por supuesto.


Él no parecía convencido.


-Hoy bebiste bastante, lo que no es usual en ti. Sé que Lynford es un cretino, pero te he visto defenderte de hombres mucho peores que él.


Lynford representaba la menor de las preocupaciones. Era Edward y su meditabunda presencia en la cena, observándola de aquel modo desinteresado tan suyo, lo que la había mantenido con la copa de vino en los labios. Era capaz de ponerla nerviosa sin el menor esfuerzo, y eso a Bella la ponía furiosa.


Él era despiadado y resuelto. Ella podía leerle su propio hundimiento en sus ojos y se sentía impotente para evitarlo. Era como un río presuroso que arrasaba con todo lo que encontraba a su paso y ella no era capaz de apartarse del camino a tiempo. Si no fuera por esa obstinación absurda que no la dejaba marcharse, ya lo hubiera hecho la primera vez que él la había tocado.


-¿Bella?


Bella se dio cuenta de que estaba parada muda.


-Lo siento, Emmett. Esta noche estoy preocupada.


-Ya veo. -Se detuvo y le estudió el rostro antes de preguntarle con demasiada astucia-. ¿Sucedió algo entre tú y Edward Masen?


-¿Suceder? -Si Emmett había notado la tensión que había entre ella y Edward, ¿quién más lo habría hecho?


-Algo me dice que no escuchaste mi consejo de mantenerte alejada de él.


Por supuesto que él tenía razón. Se lo había advertido, pero ella había hecho lo que había querido:


-¿Es que te dijo algo? ¿O hizo algo inapropiado?


¿El hecho de que le besara los pechos podía ser considerado inapropiado, aunque ella casi le había rogado que lo hiciera?


-Te estás preocupando en vano -finalmente le respondió-. Ese hombre es inofensivo. -Aquella era una exageración de proporciones épicas; Edward era tan inofensivo como un barril de dinamita en un círculo de fuego-. Yo puedo manejarlo. -Otra exageración, aunque ella odiara admitirlo.


La expresión de su primo era de escepticismo, pero se rindió.


-Si intenta hacer algo me lo dirías, ¿verdad?


-Por supuesto. Ahora, de veras necesito dormir un poco -Él asintió con la cabeza-. Buenas noches.


-Buenas noches. -Bella se dio la vuelta, entró en la alcoba y se desplomó contra la puerta cerrada, esperando recuperar el equilibrio mientras se preguntaba hasta dónde llegaría antes de que se terminara la semana. Algo se estaba tramando.


Cuando terminó lo que le quedaba del trago, a Edward lo invadió un malestar, al observar a Tanya acercarse sigilosamente a St. Giles, cuya mirada lasciva había seguido a Bella cuando el primo la acompañaba a la habitación.


Juntaron las cabezas; aquel par hablaba en voz baja, Tanya tenía una leve sonrisa dibujada en los labios cuando se separaron. Ella le guiñó un ojo de manera sugerente antes de abandonar el salón, meneando el trasero a modo de obvia invitación.


Cuando St. Giles se volvió y encontró a Edward observándolo, lo miró de manera burlona, con una expresión que Edward ya había visto numerosas veces durante el transcurso de su relación y que siempre anunciaba problemas.


Edward se puso de pie lentamente, las patas de la silla rasparon fatalmente el suelo y a él le dolían los puños de las ganas que tenía de torcerle la nariz a aquel bastardo y dejársela del otro lado de la cabeza.


Se negaba a pensar que aquella rabia tenía algo que ver con el interés de St. Giles puesto en Bella: por el modo en que a ese canalla se le había caído la baba por ella durante toda la noche, merodeando cerca de aquella manera pretenciosa y confiada que lo caracterizaba, para poder echarle una mirada al escote, o entablar una conversación con ella a solas; para volver a servirle vino cuando aún le quedaba la mitad, o buscando el modo de estar en permanente contacto físico (rozándole las manos con las suyas, o apoyando los dedos en su antebrazo).


No, la irritación de Edward no tenía nada que ver con Bella. Él sencillamente detestaba a ese bastardo sodomita. Para su inmensa satisfacción, St. Giles no le causó más provocación. En lugar de eso, le inclinó la cabeza en un gesto burlón y abandonó el salón.


Edward lo siguió un momento después.


Algo le decía que St. Giles no se estaba dirigiendo a su alcoba, ni a la de Tanya. Él le había echado el ojo a Bella y Edward no podía permitir que algo le sucediera. Ella representaba su entrada a la libertad y se iba a maldecir si permitía que aquel condenado la arruinara antes de que él mismo tuviera la oportunidad de hacerlo.


Una vez en la planta alta, Edward se quedó en la oscuridad observando a St. Giles, quien también se encontraba allí espiando a Bella y al primo que conversaban en la puerta de la habitación de ella. Edward sospechaba que estaba esperando a que McCarthy se marchara para poder colarse en la alcoba de Bella, para tomarla de improviso y a la fuerza.


Edward apretó los puños a los costados del cuerpo, calculando las maneras más dolorosas de castrar a ese miserable. La idea de dejar a St. Giles incapacitado al reventarle la cabeza contra la pared también era una imagen agradable.


Sin embargo, el hombre le negó esa oportunidad al continuar su paso con cautela por el corredor, llegó a pasar casi al lado de Edward y luego se deslizó dentro de la alcoba de Tanya. Ni un sonido de protesta se escuchó desde adentro.


En lugar de regresar a su propio cuarto, Edward se acercó más a Bella y al primo, y alcanzó a escuchar la última parte de la conversación. De modo que la muchacha lo consideraba inofensivo, ¿sería cierto? Un grave error de juicio (que a él le sería útil para cumplir con sus planes).


Cuando ella finalmente entró, Edward se zambulló en uno de los pasillos ocultos, desapareciendo de su vista justo cuando el primo pasó por el lugar donde él había estado parado.


Los pasos de Edward eran rápidos y precisos al dirigirse por el túnel oscuro hacia la pared ahuecada, donde había pequeños orificios abiertos para que los visores tuvieran acceso a los cuartos de los ocupantes.


Miró a través de uno, sólo con la intención de asegurarse de que Bella hubiera cerrado la puerta. El interludio con Tanya podía no ser suficiente para mitigar la lujuria de St. Giles y Bella estaba lo bastante ebria como para no ser capaz de defenderse de un hombre.


Edward la encontró apoyada contra la puerta, con los ojos cerrados, con el cuerpo tan quieto que parecía estar dormida de pie. Una lámpara de aceite brillaba solitaria sobre la mesa que estaba junto a ella, proyectando su silueta en la pared y bañándola de un tono miel.


Se bamboleó apenas y abrió los ojos, parpadeando como para aclarar la vista neblinosa. Sacudió la cabeza y se frotó las sienes. Obviamente, el alcohol la había afectado más de lo que había imaginado. Ella había bebido varios tragos y el coñac que él le había ofrecido era bastante añejo y potente.


Con andar vacilante, se apartó de la puerta, tambaleándose se quitó un zapato y luego el otro. Se dirigió hacia la mesita que había frente al espejo y se inspeccionó.


Edward se preguntaba si ella vería lo que él veía: los pechos llenos y la cintura estrecha, la piel sedosa y las facciones delicadas, la cortina espesa color caoba que formaban sus cabellos que se habían soltado y que a él lo tenían fascinado al observarla pasarse los dedos a todo lo largo.


Luego llevó las manos hacia los broches astutamente disimulados en la parte delantera del vestido, descubriéndose poco a poco hasta quedar frente al espejo nada más que con una modesta enagua de encaje.


Maldición, ella lo confundía. A veces parecía ser dos mujeres: una dama de gracia y aplomo, que no sabía rendirse y que peleaba por los derechos de la mujer con tanto ímpetu y tesón jamás visto por él en mujer alguna; y la otra mujer era un tanto insegura, ligeramente vulnerable e inocente de un modo que despertaba en él todo su instinto protector.


Permaneció allí largo rato, estudiando su propia imagen reflejada en el espejo y él se quedó cual voyeur, incapaz de retirarse para preservarse. Ella lo tenía hechizado.


Le costó respirar al observarla masajearse el estómago con aquellas manos pequeñas de dedos largos y delgados y quedó pasmado cuando ella las deslizó hacia arriba hasta cubrir los pechos, rozándose con los pulgares los pezones erectos que se clavaban en la tela, y el cuerpo respondió estremecido.


El apretó los puños contra la pared dura y fría y emitió un gemido que le brotó de la garganta al tiempo que una oleada de calor lo hizo estallar.


Abruptamente, como avergonzada de sus actos, ella se alejó del espejo, se sentó sobre el sofá y alzó el borde de la enagua hasta la mitad de los muslos para poder enrollar las medias y quitárselas. Se detuvo a mitad de camino, se apretó la cabeza con una mano y se bamboleó un poco.


Se echó hacia atrás y cerró los ojos, con la cara tan pálida que a él lo preocupó, al tiempo que deslizó una mano sobre el cojín donde quedó con la palma hacia arriba y los dedos inmóviles.


Se había desvanecido.


Edward se quedó clavado allí, tratando de convencerse de que el único motivo por el que aún no se había marchado era porque la puerta de ella seguía sin pestillo. No tenía otra opción más que atrancarla. Por la mañana ella no recordaría si lo había hecho o no. Al día siguiente él encontraría un modo de asegurarle que había sido ella, pero esta noche no tenía más remedio que cumplir con la tarea.


Empujó el panel, que enseguida le cedió el paso y entró a la alcoba. Se deslizó sigilosamente hacia la puerta, pero se detuvo cuando ella se movió en sueños; la tira de la enagua se le deslizó por el hombro, y dejó al descubierto el seno izquierdo. La luz de la lámpara de aceite brilló en el fino linón dejando ver sus pechos turgentes y el leve contorno de los pezones.


Yacía allí como una tentación, cual fruta madura, lista para la seducción. Podía poseerla en ese instante, apoderarse de su cuerpo esa misma noche, comenzar su tarea de destrucción.


En cambio, se inclinó y sopló la mecha de la lámpara, lo que dejó el cuarto a oscuras salvo por el leve resplandor de la luz de la luna que se filtraba entre las cortinas. El rayo le daba en la cara sesgadamente y formaba una onda en el cuerpo cual arroyo de oro blanco, que a él lo torturaba con cada lugar que abarcaba.


Al pararse junto a ella, olvidó la puerta. El largo de los cabellos le cubría el hombro y abrazaba la curva de su pecho.


Él cogió unas hebras sedosas y las acarició entre los dedos de modo absorto.


Aún no se resignaba al hecho de que ningún hombre hubiera reclamado su cuerpo. ¿Por qué? ¿Qué era lo que ella estaba esperando? El amor verdadero no existía, si es que era eso lo que ella tenía esperanza de encontrar. Aquel sentimiento era sólo un soborno para los corazones románticos y tontos. Y él no la consideraba ni una cosa ni la otra.


Involuntariamente, ella le había dado los argumentos que él necesitaba para usar en su contra. Él había descubierto sus debilidades, las que toda mujer poseía: el atractivo del amor incondicional. Con el único objetivo primordial de enganchar a algún pobre incauto por sus declaraciones poéticas de devoción infinita, sus heroicos actos de galantería y sus gloriosos lechos de rosas. Y por la fidelidad. Siempre la fidelidad.


Era un defecto común, una mujer innata necesitaba adueñarse por completo del corazón de un hombre para que fuera suyo y sólo suyo. Y ahora que Edward se había percatado de lo que había pasado por alto, contaba con ventaja. Para recuperar su vida, aprovecharía toda ventaja que se le presentara. No le quedaba alternativa.


Le soltó el cabello, pero esa mejilla pálida y suave se había convertido en otra tentación que lo llamaba con señas. No pudo resistirse. Le pasó un dedo por el mentón, la garganta, por la suave curva de la clavícula, deteniéndose donde los lazos de la enagua sujetaban el canesú.


Dejó caer la mano y enroscó los dedos en la palma. "Echa la llave a la puerta y márchate, idiota". ¿Qué diablos le sucedía esta noche? Demasiado alcohol. No, demasiado alcohol. Agotamiento, autodesprecio, apatía. Miró fijamente a Bella, esperando a que lo embargara la furia, a que apareciera el rencor; pero sólo un dolor sordo se le instaló en el abdomen.


¿Para qué negárselo? ¿Por qué no la miraba, la tocaba y le hacía lo que le viniera en la condenada gana? Él no vivía según la ética moral. No era un caballero y nadie esperaba que lo fuera.


Se arrodilló y colocó las manos a ambos lados de los muslos, pero no la tocó. En cambio, estudió los bordados de las ligas sujetando las medias que alisaban esas piernas tensas con músculos apenas definidos.

En realidad él jamás había visto unas ligas; solo las había quitado a ciegas e impacientemente. Las de Bella teman pimpollos de color rojo cereza con hojas verde oscuro. Muy femeninas. Sorprendentemente eróticas.

Pasó un dedo sobre una, como memorizando el estampado, antes de deslizar los dedos por la piel que quedaba desierta por encima de las medias. La enagua había quedado más arriba, sólo un trocito de género le cubría la protuberancia femenina entre los muslos. Le dolía la mano de las ganas de deslizarse por debajo del ruedo de encaje y encontrar el centro de ella.

Se resistió; enganchó un dedo por debajo de la liga y la aflojó suavemente por la pierna, hasta que la media transparente siguió el rastro.

Edward sostuvo la prenda de seda entre sus manos. Se notaba frágil y liviana, y aún tibia por el calor de la piel. Cerró los ojos e inspiró la excitante fragancia de flores e inocencia; un profundo deseo despertó la vida en su interior. Ni se detuvo a pensar por qué se la guardó en el bolsillo. Simplemente se dedicó a quitar la otra liga y la media, hasta que las piernas quedaron desnudas ante él.

Se preguntaba qué diablos estaba haciendo, incluso cuando le apoyó firmemente las palmas de las manos sobre las piernas, sintiendo la piel más sedosa que las medias y mucho más tentadora.

Sus dedos alcanzaron el ruedo de la enagua, la levantaron hasta un condenado extremo en que le empezaron a temblar las manos. Por efecto del alcohol, trató de convencerse; sin embargo, no pudo avanzar.

Alcanzó a ver algo en la parte interna del muslo derecho Con una mano le separó las piernas con delicadeza y con la otra corrió la cortina, para iluminar con un rayo de luna lo que no había logrado distinguir.

Una mancha pequeña, perfectamente redonda y hermosa.

Peligrosamente cerca del vértice oscuro que lo seducía.

Carne inspiró hondo, titubeando al borde de quedar como un pecador o un santo, hasta que se obligó a retirarlas manos de las piernas y alejarse con cuidado. Permaneció largo rato en cuclillas, tratando de comprender qué clase de locura lo había poseído. Sentía escalofríos, el estómago tenso, la garganta seca.

Tenía que largarse.

Se puso de pie, listo para irse. Pero por algún motivo, se inclinó y alzó a Bella en sus brazos, se dirigió hacia la cama y la acostó. No estaba seguro de qué intención tenía con ella o de hacerle a ella, hasta que la cubrió con el cubrecama y decidió no hacer nada. La venganza sería mucho más dulce con la voluntad de ella bajo su dominio.

El leve clic del picaporte atrajo la atención de Edward, tensó el cuerpo al tiempo que echó una brusca mirada por encima del hombro, el ínfimo crujido del piso de madera lo alertó de la llegada de un intruso. Se esfumó entre las sombras en el momento en que la puerta se abrió lentamente. Una luz tenue que venía del corredor se coló dentro de la alcoba y dejó ver el rostro de la persona.

St. Giles.

Edward sabía que aquella larva lasciva no se daría por vencida. Había marcado territorio en el momento en que había puesto los ojos en Bella y ahora tenía intención de proceder.

La puerta se cerró con un débil ruido seco y el cerrojo que Edward había ido con intención de estar encontró su sitio

Alcanzó a ver la silueta oscura de St. Giles cuando fue a pararse junto a la cama. Vestía pantalones negros y una bata negra y borgoña, traía claras intenciones.

Miró fijamente a Bella, con una ligera sonrisa sádica dibujada en el rostro al pasarle los nudillos por la curva de la garganta:

-Eres un bocado -murmuró al tiempo que enganchaba un dedo en el lazo de la enagua para soltarla-. Ahora veamos esas tetas deliciosas.

Edward arremetió desde el rincón, el puño impactó en la mandíbula de St. Giles, le hizo crujir fuerte los huesos uno contra otro y envió al hijo de perra rodando al suelo hasta quedar inconsciente. La gruesa alfombra Aubusson atenuó el ruido; un fino hilo de sangre le goteaba del labio.

Edward echó una mirada al escuchar el crujido del colchón, pensando que iba a encontrar a Bella despierta y lista para arrojarle el atizador de fuego en la ingle. Pero ella simplemente rodó hacia un costado.

Sin demasiado cuidado, Edward levantó a St. Giles sobre los hombros y abandonó el cuarto de Bella dirigiéndose al del hombre, que estaba a dos puertas del de Bella (Edward se dio cuenta en ese momento de que había sido intencionado).

Se detuvo en la última puerta del lado izquierdo, levantó el pie enfundado en una bota y abrió la puerta de una patada, sobresaltando a la ocupante que se estaba acicalando en el tocador.

Tanya giró al escuchar el ruido en la entrada.

-¡Dios mío! -exclamó-. ¿Te has vuelto loco?

Sin ceremonias, Edward le arrojó a St. Giles a los pies. Un enorme bulto se estaba formando en la mandíbula del hombre, que por la mañana estaría completamente negro y azul.

-¿Qué es lo que le has hecho? -inquirió ella, mirando fijamente y con los ojos bien abiertos a St. Giles, que estaba abajo-. Oh, cielos, no lo habrás matado, ¿no?

-No. Pero debí haberlo hecho. -Edward le clavó la mirada cuando ella alzó la vista y notó la furia que hervía en su interior-. Estaba en la habitación de Bella. Pero tú ya lo sabes todo, ¿verdad?

El nerviosismo reemplazó a la mirada sorprendida de ella.

-No tengo la menor idea de lo que estás diciendo.

-Hoy os vi a vosotros dos juntos. Tú conoces los gustos femeninos de St. Giles. Tú le dijiste algo que lo hizo creer que Bella le daría la bienvenida en su alcoba, ¿no es cierto?

- ¡Dios mío, no! ¿Por qué haría algo así?

-Porque te gusta manipular a las personas y no te importan un bledo las consecuencias.

La risa abrupta de ella sonó melancólica.

-¿Esto, viniendo de ti? ¿Un hombre que anda por la vida sin sentir absolutamente nada?

-Yo no envío a otros para que hagan el trabajo sucio.

-Tú eres hombre; no tienes necesidad. Nosotras las mujeres tenemos que emplear todos los medios que tengamos a nuestra disposición.

-¿Engaño, traición y pretensión?

-Si fuera necesario. -Inclinó la cabeza a un lado para dejarle a la vista un ligero moretón en el cuello. La marca de St. Giles-. Simplemente estoy haciendo que las cosas sean un poco más interesantes.

Edward apretó la mandíbula.

-Esto no era parte del trato.

-Nadie dijo que no habría ningún tipo de competencia. Yo no te lo haría tan sencillo, ¿verdad?

-Has ido muy lejos. Conoces la reputación de St. Giles.

-De primera mano. -Una sonrisa provocadora le torció la comisura de los labios-. ¿Celoso? -Al ver que él no respondía, se puso más hosca-. Él es un poco rudo (a algunas nos gusta rudo).

-Bella no es como tú.

La furia centelleó en los ojos de ella.

-La muchacha es una maldita pretenciosa. Todo ese sermón santurrón sin sentido sobre la igualdad de las mujeres. Existe una sola manera de ser iguales a los hombres: conquistándolos en la cama.

-Ella tiene su opinión. Tal vez tú deberías formarte alguna que tenga que ver con los temas de la cintura para abajo.

-Ay Dios, eso sí que es gracioso. El desalmado conde de Masen se preocupa por los temas de la mujer Me pregunto qué seguirá. ¿También te crecerá un corazón?

-No cuentes con eso. Lo único que me interesa es mantenerte fuera de mi maldito camino para poder ganarte esta farsa.

Ella jugaba con el cinto de la bata.

-Imagino que habrás estado metido en el tocador de la dama, ¿y es así como llegaste a convertirte en su caballero errante. La imagen de sí mismo como protector de las virtudes de las mujeres y siendo aquella mujer la hija de Swan, le revolvió el estómago.

-Estuve en su alcoba. Y si tú no hubieses interferido, podría haber comenzado a preparar el terreno para su caída.

-¿Para llevarla a la cama, quieres decir?

-Precisamente.

-¿Ya has averiguado si es virgen?

-Sí.

Lo miró con admiración y envidia.

-Trabajas rápido, milord.

-Tengo motivación de sobra.

-De hecho -Lo miró a través de las pestañas, con una expresión obviamente sexual- Bueno, ya que te viste frustrado y que me echas la culpa, me complacería tomar el castigo de la dama en su lugar.

-Pídeselo a St. Giles -le contestó él al tiempo que giro sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta- A él le agrada el trabajo sucio.

El ruido de un jarrón estrellándose contra la puerta cerrada hizo eco en el corredor entero.
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ESPERO LES GUSTE OTRO CAP EL DIA LUNES BESOS
































































































































7 comentarios:

nydia dijo...

Hola mi niña me encanto y dios casi me da algo al saber que ese hombre entro al cuarto de Bella y a buena hora estaba Edward en su cuarto ....Sigue asi..Besos...

lorenita dijo...

hola!! aunque lo niegue edward se esta enamorando de bella, se puso celoso!!! que bueno que estaba ahí para defenderla.... gran historia, felicidades lizzy!!!

nany dijo...

estuvo muy padre tu cap

vyda dijo...

No se por que presiento que Edward ya siente algo mas por Bella, si no entonces por que la defendió o mejor aún por que no se aprovecho de ella??

Unknown dijo...

hoooo Edward tan lindo en este capi protegiendola del otro tipejo y solo observandola dormir!!

y sufriendo de celos... owww

me voy a leer el otro capi porque llegue retrasada a las actualizaciones jejeje

=)

Cammy dijo...

Hola! por fin pude leer y actualizarme!

St. Giles ¬¬ menos mal que Edward estaba ahí! y Tanya arrrggg! mejor sigo leyendo...

Ana dijo...

Qué hija de puta espero que se lleve su merecido.. Gracias

ORACION A MI SEXY VAMPIRITO

Edward de mi guarda
De mi sexy compañia
Bebete mi sangre
De noche y de Dia
Hasta que caiga en tus brazos
Y sea tu marca de heroina