viernes, 22 de julio de 2011

EL ARTE DE LA SEDUCCION CAPITULO 19

Capítulo 19
La altura que resultó elevarse demasiado,
El heroico acto para la tierra demasiado fuerte,
La pasión que abandonó el suelo
Para perderse, en el cielo.
Robert Browning

Con la noche llegaron los aullidos del viento, seguidos por la lluvia.
Unos cuchillos de agua golpeaban los cristales y hacían sonar una contraventana suelta al golpearla contra la casa. Una ráfaga de aire atravesó con un susurro la habitación casi en penumbra y se enredó entre los tobillos de Edward, haciendo que las llamas de la chimenea saltaran y bailaran. El tiempo se adaptaba a la perfección a su negro humor. Su mal genio había ido aumentando durante todo el día, alzándose con la tempestad que se preparaba fuera, y la tempestad que se preparaba en su interior. El enorme reloj de pie que había en el vestíbulo comenzó a dar la hora, un tañido pesado que reverberó por los pasillos vacíos de la oscura casa, se elevó hacia el techo abovedado que tenía encima y resonó en su pecho, mezclándose con la desesperación y el deseo que lo había llevado a la botella de coñac a la que se aferraba como un moribundo en esos momentos. 
Le dio al licor un buen trago, aunque ya estaba entu mecido, salvo en el único lugar en el que ansiaba descubrir que ya no quedaba ningún sentimiento. Su corazón.
Bella. No parecía haber forma de huir de la visión de su rostro manchado de lágrimas o de la acusación de sus ojos cuando había huido de él esa tarde. ¿Cuándo se habían estropeado tanto las cosas? «Cuando la sedujiste» —se mofó su mente con crueldad. Dios, se había mostrado tan apasionada, tan generosa. Edward cerró los ojos para defenderse de aquella andanada de imágenes, el cuerpo de Bella bajo el suyo, maduro y lozano, el pecho que alzaba hacia su boca, las manos que se enterraban en su cabello. Bella lo odiaba, y sin embargo él la ansiaba como nunca. Y una vez que la había probado, solo quería más.
Edward se había abierto y dejado el paso franco a ese dolor pero, en su arrogancia, había creído que la joven todavía lo amaba. En esos momentos Bella estaba en posesión de sus cartas. Ocho años enteros que nunca había enviado. Ocho años de abrirle todo su corazón, de decirle con exactitud lo que sentía, lo que significaba para él. Todo aquello que había tenido demasiado miedo de confesar en persona. Había hecho que un lacayo le llevara la caja a su casa poco después de su fatídico encuentro con ella. Desde entonces había estado esperando, creyendo que Bella acudiría a verlo, que se arrojaría en sus brazos llorando, pero por una razón muy diferente en esa ocasión.
Pero con cada hora que iba pasando sin señales de la joven, más furioso y desesperado se iba sintiendo él, y más bebía para aliviar la confusión que lo asaltaba. Cuando el reloj sonó una última vez, gritó de rabia y lanzó la botella de coñac al fuego, las llamas lamieron el licor con avidez y los troncos crujieron y escupieron jirones de cenizas.
Se revolvía en su interior la necesidad de salir, de fundirse con la tormenta, de dejar lejos la bestia que le golpeaba el pecho y zumbaba en sus oídos, la bestia que gruñía en su cabeza exigiendo que obligara a Bella a escucharlo.
Después se encontró ante la puerta principal, la abrió de golpe y se dejó embestir por el viento cuando salió a la noche, la lluvia le pegó las ropas al cuerpo cuando lo envolvió la oscuridad.

Bella no podía dormir. Tenía la sensación de que no había hecho otra cosa durante horas, sin que su mirada dejara de buscar la caja de madera llena de cicatrices que había dejado encima de su mesilla y que contenía un gran fajo de cartas. Docenas de cartas. Y todas de Edward.
Había dudado antes de abrir la puerta cuando había visto al lacayo ataviado con los colores del ducado de Masen, azul y dorado. Y le había costado todavía más aceptar el regalo que le tendía el hombre. Pero este tenía órdenes de no irse hasta que Bella lo recibiera. Sabiendo que Edward bien podía aparecer en su puerta si se negaba, Bella lo había aceptado de mala gana.
Se había quedado sentada en la biblioteca durante una hora entera, con los ojos clavados en la caja, temerosa de abrirla. Después se había paseado delante de ella y al final había levantado la tapa; le temblaban los dedos al tocar los sobres, amarillentos por los años.
Se había quedado inmóvil durante horas, leyendo las cartas de Edward. Casi podía oír la desesperación en la voz del joven cuando le escribía sobre la pérdida de uno de sus mejores amigos, George FitzHugh, y le contaba que aquel hombre había sido alcanzado por una bala que no estaba destinada para él.
Las lágrimas llenaron los ojos de Bella cuando Edward había procedido a confesarle sus momentos más vulnerables, cuando había revivido para ella las noches en las que se había agazapado en la oscuridad creyendo que iba a morir y que solo lo sostenía pensar en ella.
Le explicaba por qué había tenido que irse, lo que sentía por ella, unos sentimientos que había hecho todo lo posible por contener, por negar, por miedo a perderla, como ella había temido perderlo a él.
Y después estaban las largas cartas que hablaban de las fantasías que tenía sobre ella, en las que le decía que quería acariciarla, hacerle el amor y detallaba todas las cosas que quería hacerle, inundando de calor el cuerpo entero de Bella con aquellas palabras hasta que tuvo que devolver las cartas a la caja y alejarse.
Por qué... ¿por qué no había podido contarle todo eso antes? ¿Por qué había tenido que volver y hacer que ella volviera a enamorarse de él, y solo para traicionarla acostándose con su hermana? Si al menos Bella pudiera olvidar las crudas palabras de Victoria, pero resonaban en su cabeza como un toque de difuntos burlón e interminable hasta que Bella tuvo que taparse los oídos con las manos. ¿Cómo podía pensar en tener una vida con Edward cuando cada vez que viera a Victoria, lo recordaría todo de nuevo? Había deseado con tanta desesperación negar las afirmaciones de su hermana, sabía que Victoria disfrutaba con sus pequeñas crueldades... hasta que su hermana había mencionado el tatuaje.
En ese momento todas las esperanzas y sueños de Bella se habían hecho pedazos bajo el peso de la angustia.
Había buscado el olvido en el sueño pero hasta eso la eludía. Cada vez que cerraba los ojos, las imágenes de Edward y Victoria juntos, con los miembros entrelazados y las bocas fundidas, la esperaban, se mofaban de ella, le recordaban que el hombre que amaba había saciado su lujuria con su hermana, haciendo que Bella quisiera encogerse sobre sí misma al tiempo que la embargaban todas sus inseguridades juveniles y ella se encontraba una vez más a la sombra de Victoria. Bella volvía a estar con los ojos clavados en el techo, impotente, escuchando cada crujido y gemido de la casa que hacían que se sentara en la cama de un salto, aferrada a la colcha mientras se quedaba mirando con los ojos muy abiertos su pequeña y sencilla habitación, con miedo a la oscuridad, a lo que podría haber más allá del alcance de sus ojos, despojada de toda su aparente fuerza, haciendo que todas sus antiguas flaquezas volvieran a resurgir.
Muchas habían sido las noches en las que se había acurrucado con una manta en su alféizar, contemplando la oscura extensión que separaba su casa de la gran finca del duque de Masen; la luz de la luna rielaba en la liza superficie del estanque del Arquero mientras ella se esforzaba por ver las luces lejanas que parpadeaban en la mansión. Su corazón siempre se llenaba de calor cuando veía la señal de Edward: una vela que se agitaba de un lado a otro, diciéndole que todo iba bien y esperando después la respuesta de ella.
Los inviernos habían sido el peor momento, cuando entraba la niebla y era imposible ver nada en la distancia. Y, sin embargo, ella seguía sentándose en el alféizar, mirando y esperando. Cuando Edward se había hecho algo mayor, a veces aparecía debajo de su ventana, a caballo, de camino a la taberna del pueblo, a donde iba en contra de los dictados de su padre. El Duque despotricaba que un hijo suyo jamás debería mezclarse con las clases inferiores.
Cuántas veces se había dormido Bella en aquel hueco, intentando mantener los ojos abiertos para vislumbrar a Edward cuando el joven regresaba. Pero después de que él se alistara en el ejército, Bella se había obligado a repudiar sus sueños infantiles e intentar seguir adelante. Y al parecer seguía intentándolo.
Bella se sobresaltó con el corazón en la garganta cuando de repente resonó un golpe por toda la casa. Sabía que todas las puertas y ventanas tenían pasado el cerrojo y que no había nadie en varios kilómetros a la redonda.
Recogió su fino peinador de algodón de los pies de la cama, metió los brazos a toda prisa y se acercó de inmediato y sin ruido a la puerta de su dormitorio.
Atreviéndose apenas a respirar, Bella abrió la puerta con mucho cuidado, el crujido de los goznes se amplificó en la absoluta quietud de la casa.
Se asomó al pasillo y no vio nada. Escuchó los sonidos que la rodeaban pero
Bella no detectó nada fuera de lo normal.
Dejó escapar un suspiro y cerró la puerta mientras se reñía por permitir que su imaginación y el hecho de estar sola la pusieran nerviosa.
Ansió una bocanada de aire fresco, sentir una neblina de lluvia en la cara que apaciguara su desazonado espíritu. El alféizar pareció llamarla cuando un rayo de luna se abrió camino tras una nube negra y envió un haz plateado por la ventana que creó intrincados dibujos en el suelo desnudo de madera.
Bella se frotó los brazos para conjurar su persistente angustia y se acercó a toda prisa a las ventanas dobles, descorrió el pestillo y las abrió de golpe antes de cerrar los ojos cuando entró una ráfaga de aire húmedo y moldeó sus formas con el camisón que llevaba, haciéndola sentir como si nada se interpusiera entre ella y los elementos.
El relincho de un caballo le hizo abrir los ojos de repente y clavar la mirada en la gigantesca figura que acechaba frente a la línea de árboles, con los rasgos ocultos por la noche. El corazón de Bella palpitó con un latido salvaje contra sus costillas cuando el jinete azuzó a su montura y se detuvo justo debajo de su ventana, como si sus recuerdos lo hubieran conjurado.
La ropa de Edward se había pegado a su cuerpo musculoso, su camisa blanca suelta contra el torso y una amplia V revelando buena parte de su poderoso pecho. Los pantalones negros se ceñían a aquellos muslos tallados en roca pura y su cabello negro azulado estaba húmedo y reluciente, cayéndole sobre el cuello de la camisa. Pero fue su mirada, penetrante e implacable lo que capturó a Bella, dejándola sin aliento y paralizada. La cólera que había en aquellos ojos la abrasaba.
—Déjame entrar, Isabella. —Su tono era tan oscuro y peligroso como la noche, advirtiéndola que no desobedeciera.
Pero no podía dejarlo entrar, no podía acercarse a él. Edward derribaba con demasiada facilidad sus defensas. Podía seducirla con una simple mirada y ella no podía permitirlo.
—Baja y abre la puerta. Ahora mismo.
Bella sacudió la cabeza y vio que los ojos le brillaban y que apretaba la mandíbula. Un momento después el Duque se bajó de un salto del caballo y se acercó con gesto resuelto a la casa. ¡Iba a entrar, quisiera ella o no!
Al comprenderlo, Bella salió corriendo de su habitación con la bata ondeando tras ella, que corría a ciegas por el pasillo oscurecido y bajaba a toda velocidad el tramo de escaleras con el aliento raspándole los pulmones al precipitarse sobre la puerta principal para comprobar los cerrojos. Solo tuvo un momento de alivio al encontrarlos todos pasados cuando oyó las botas de Edward aporreando los escalones de la entrada.
Edward no llamó a la puerta, no dijo ni una sola palabra, pero Bella sabía que estaba allí, como él sabía que ella también estaba allí. Seguro que podía escuchar su errático aliento, los latidos de su agitado corazón.
Después, las pisadas se retiraron y Bella se dio la vuelta y se apoyó en la puerta, una gota de humedad se deslizó entre sus senos cuando se llevó una mano temblorosa al pecho.
Entonces percibió un movimiento por el rabillo del ojo, una figura imponente pasaba a grandes zancadas junto a las ventanas del viejo despacho de su padre.
La mirada de Bella se clavó en las puertaventanas del otro extremo de la habitación, una oleada de pánico se elevó en su interior como una marea porque sabía que era allí hacia donde se dirigía Edward.
Se apartó de la puerta principal y entró volando en el despacho, derribando a su paso una mesa pequeña y mandando al suelo con un estrépito la lámpara de aceite que había encima; el cristal se astilló y esparció por todo el suelo pequeños pedazos irregulares.
Y entonces, como un dios mítico, apareció Edward ante las puertaventanas, formidable y furioso. Bella se detuvo en seco y se llevó la mano a la garganta.
Sacudió la cabeza como una posesa cuando el Duque se echó hacia atrás y abrió la puerta de una patada con una de sus botas.
Los paneles se estrellaron contra las paredes haciendo pedazos los cristales y salpicando el suelo de más fragmentos puntiagudos que rodearon a Bella y no le dejaron lugar alguno al que huir, incluso aunque hubiera podido.
Pero la joven tampoco habría podido dar más de unos cuantos pasos porque las zancadas de Edward se comieron la distancia que los separaba en menos de un segundo. Y el Duque se cernió sobre ella, viril, duro, con los rasgos impávidos mientras la miraba furioso desde su altura.
—Edward... —Su nombre apenas había atravesado los labios femeninos antes de que él la cogiera entre sus brazos y comenzara a salir de la habitación con el cristal crujiendo bajo sus botas.
El miedo invadió la boca del estómago de Bella. Jamás lo había visto así, tan implacable y decidido. Y tuvo miedo. Se agitó entre sus brazos despiadados.
— ¡Suéltame, maldito seas!
Unos ojos oscuros y fieros cayeron sobre ella como un latigazo, la expresión que había en ellos la hizo callar... hasta que se dio cuenta de que su excelencia se dirigía directamente a su dormitorio.
— ¿Qué estás haciendo?
—Lo que debería haber hecho hace años. Reclamar lo que es mío.
— ¡Edward, no!
Edward atravesó con ella el umbral y cerró la puerta con el tacón, un sonido irreversible que le dijo sin palabras que no iban a darle cuartel.
El Duque la llevó hasta la cama y la depositó ante él, un muslo inmenso sujetó el camisón de la joven contra el colchón, frustrando así sus intentos de escabullirse por el otro lado. Edward no pensaba arriesgarse. Temblorosa y fascinada, Bella observó al Duque que se desabrochaba los puños, después cogía el borde de la camisa y, tirando de ella, enviaba los botones que resbalaban por todo el suelo, a la vez que lo dejaban desnudo hasta la cintura, en toda su gloria, todo planos duros y franjas flexibles de músculos.
La inundó una oleada de deseo. Daba igual lo que él hubiera hecho, no podía evitar amarlo. La emoción cantó por sus venas, calentó su sangre y la hizo sentir deseos de llorar de desesperación y alegría.
—Desnúdate, Bella.
Bella lo ansiaba, pero no así, no cuando entre sus pensamientos tamborileaba una mancha con el nombre de Victoria, una mancha que le recordaba las palabras de su hermana sobre la serpiente del pecho de Edward: cómo la había acariciado, cómo la había besado... mientras él le hacía el amor.
Aquella imagen la abrasó y vació su mente de cualquier posible peligro que pudiera surgir de presionar a Edward cuando estaba de un humor tan agitado.
Comenzó a golpearlo, a insultarlo. Al Duque no le costó inmovilizarle las muñecas, sin hacerle daño pero sin soltarla tampoco.
Bella quería castigarlo por su traición y las palabras « ¡Te odio!» brotaron de su boca como un ácido, recordaba lo mucho que se había enfadado él aquella tarde cuando se las había dicho. Hasta ese momento, Edward se había limitado a contenerla pero en ese instante su boca se crispó en una línea dura, como si al fin Bella lo hubiera llevado el límite. En un instante la mano masculina rodeó el corpiño del camisón de Bella y el sonido de la tela desgarrada llenó los oídos de la joven, junto con sus propios aullidos de protesta mientras se retorcía para soltarse, e intentaba cubrirse los pechos y el nido oscuro de rizos del vértice de sus muslos. — ¡No! — Le ordenó él con voz ronca, apartándole las manos de un tirón—. No te atrevas a esconderte de mí.
Bella levantó el único brazo libre que tenía y lo abofeteó con fuerza, el sonido de la carne contra la carne reverberó por la habitación. Le escoció la mano por la fuerza del golpe y su mirada aturdida se clavó en la mejilla del Duque y después en sus ojos.
—Maldita seas, Bella —gruñó Edward antes de que su imponente cuerpo descendiera sobre ella y la apretara contra el colchón, su boca la magulló al tomar la de ella, después le abrió los muslos con las rodillas para que sintiera su duro miembro contra ella. Bella saboreó el coñac en sus labios, el toque de humo y lluvia que se aferraba a él, sintió su calor, aquella esencia completamente masculina que solo podía ser de Edward, y solo pudo responder a todo ello.
Cuando Bella gimió, los labios de Edward se suavizaron, se inclinaron sobre los suyos obligándola a responder contra su voluntad al dominio que él ejercía sobre su cuerpo, el pulgar masculino encontró una túrgida cumbre y la rozó para después capturar el gemido de la joven con la boca.
—Dios, Bella —se lamentó el Duque con la voz ronca mientras sus labios cálidos le dibujaban la mandíbula—. No me hagas esto. —Parecía torturado. Y cuando Edward levantó la cabeza y bajó los ojos para mirarla, la joven pudo ver el dolor y el pesar en sus ojos—. Jesús, me estoy volviendo... loco.
La había asustado, la había herido, había hecho que se enamorara de él y que ansiara tenerlo durante ocho largos años, y después había profanado lo que sentía por él con su hermana.
Al tiempo que le picaban los dedos por alisarse el cabello salvaje, por cubrir su boca con la suya, también quería castigarlo puede que todavía más, quizá porque sabía cómo respondería. Quizá porque lo anhelaba.
—No te quiero aquí, Edward. Ni ahora, ni nunca.
La expresión que invadió aquellos ojos fue aterradora por su intensidad.
—Entonces tendré que hacer que me quieras aquí. —Su boca cortó cualquier protesta por parte de Bella. La saqueó, ahondó en ella, no le permitió tener ningún lugar en el que esconderse de la fuerza de su pasión.
Le cubrió un pecho con la mano y apretó una cumbre antes de metérsela en la boca. Bella quería más y se arqueó, introduciéndole la punta todavía más en la boca al tiempo que la lengua masculina la rodeaba y lamía y los dedos de Edward hacían magia en el otro pezón.
—Edward —le rogó Bella cuando él quitó su dulce y húmeda boca del botón anhelante de Bella.
—Sí, mi bien. Lo sé... Te daré todo lo que quieras.
Bella se arqueó en la cama cuando el dedo masculino se deslizó en su valle cálido y húmedo y comenzó a acariciarla, construyendo la magia que solo él podía tejer. Con las manos temblorosas, Bella lo liberó de los pantalones, su miembro duro y sedoso sobresalió, libre, entre la tela. No pudo resistirse a tocarlo, envolvió con las manos el satén caliente y lo acarició, sintiendo cómo se tensaba el cuerpo del Duque. Edward cerró los ojos con fuerza como si lo invadiera el dolor. Una cuenta de humedad mojó la punta encapuchada y Bella la alisó con el dedo.
—Jesús —siseó Edward con los dientes apretados.
Bella quería sentirlo entero, cada uno de aquellos sólidos músculos. Con ayuda del propio Edward lo despojó de la camisa y después de los pantalones antes de sentarse ante él al borde de la cama. El Duque la cogió por la nuca y lo besó con tal fuerza y ternura que en el interior de Bella todo se licuó.
Cuando la soltó, la joven sintió que la embargaba el descaro y la picardía y que además ardía por él. Antes de que Edward se diera cuenta de lo que pretendía la joven, esta le había rodeado el astil con los labios y lo saboreaba, jugueteaba con él como él había jugado con ella, disfrutando de la sensación de saber que, por esa vez, ella lo había dominado a él. Antes de que Bella tuviera oportunidad de disfrutar de verdad, Edward se colocó sobre ella y ella sintió su sabor en sus labios cuando fundió su boca con la de ella, su duro miembro explorando su entrada, el risco grueso de su erección llenándola poco a poco, incrementando la presión hasta que, gracias al cielo, estuvo en su interior hasta la empuñadura.
Edward capturó la mirada de Bella con la suya, sus ojos llenos de pasión, posesión y una emoción que Bella temía demasiado ansiar.
El Duque le apresó las muñecas con las manos y se las elevó por encima de la cabeza, negándose a permitir que lo tocara y dejándola solo con la capacidad de sentir cada una de las eróticas cosas que le hacía su excelencia a su cuerpo.
Edward mantuvo la mirada de la joven atrapada en la suya mientras bajaba la cabeza para lamerle el pezón, una tormenta tan salvaje como la que bramaba fuera iba intensificándose en el cuerpo de Bella.
El Duque midió cada movimiento y la oyó gemir mientras levantaba las caderas y las clavaba en las de él para rogarle en silencio que pusiera fin a aquel dulce tormento, pero él no le dio cuartel.
— ¿Me quieres, Bella?
¿Cómo podía hacerle aquello? ¿En ese instante, cuando sus sentimientos estaban en carne viva, en plena superficie, cuando los dos estaban en un momento tan íntimo? No podía decírselo, no podía darle la oportunidad de que le hiciera daño. Sacudió la cabeza y se mordió el labio inferior mientras él casi detenía del todo sus lentos y torturantes embates, adentrándose en ella, en lo más hondo de su ser y después retirándose casi por completo, llevándola casi hasta la cumbre del placer y después negándoselo.
—Dime que me quieres, Bella.
Oh, Dios, sí que lo quería, siempre lo había querido.
—Bella... por favor. Dios, no sigas torturándome.
Bella cerró los ojos y sintió el escozor de las lágrimas, las emociones amenazaban con embargarla. Llevaba toda su vida esperando para amar a aquel hombre y él había satisfecho todas sus fantasías.
Llevaba tanto tiempo teniendo miedo de lo que sentía por él, temiendo perderlo, sabiendo que si le entregaba todo su corazón, la destrozaría el dolor si él no correspondía a su amor. Pero ya no podía seguir negando sus sentimientos, ni negarle a él las palabras. Le cogió la cara entre las manos.
—Sí... Te quiero. Siempre te he querido.
Edward cerró los ojos y un estremecimiento le recorrió el largo cuerpo cuando gimió.
—Gracias, Dios mío. —Cuando abrió los ojos, una luz nueva brillaba en ellos, una luz que le arrancó a Bella el aliento de un latigazo con su intensidad cuando el
Duque le susurró al oído—: Déjame demostrarte lo que siento por ti.
Bella gimió cuando la boca masculina cubrió la suya y la lengua de Edward se emparejó con la suya al tiempo que el Duque le levantaba las piernas y se las ponía sobre los hombros para poder adentrarse en su cuerpo todavía más. El sudor se acumuló sobre ambos cuerpos mientras él la penetraba una y otra vez, enloqueciéndola. Una especie de maullido brotó de la boca femenina con cada embestida hasta que, juntos, llegaron al clímax y ascendieron al cielo en un estallido de luz blanca antes de regresar, exhaustos y saciados, a la tierra.
Edward se apartó pero se la llevó con él, y aunque la realidad volvía a inmiscuirse una vez más en el mundo de Bella, necesitaba estar cerca de él, posar la cabeza en su pecho y escuchar el latido intenso de su corazón, sabiendo que lo había hecho enloquecer tanto como él a ella.
Un momento después, Edward la cogió por la barbilla y le levantó la cabeza, unos ojos insondables se clavaron en ella, con el sedoso cabello del color del ébano revuelto y precioso. Bella no pudo resistirse a apartarle el mechón rebelde de la frente.
— ¿Por qué huiste de mí? —Su voz era un rumor sensual en la quietud en sombras de la habitación.
Bella quiso desviar la mirada pero él no la dejó.
—No vuelvas a dejarme fuera, Bella. Siempre has podido hablar conmigo. Y quiero recuperar esa sensación. Fui un idiota al alejarme de ti pero ahora estoy aquí y no me voy a ir a ninguna parte. Y si me aceptas, me...
Bella se apartó de él aunque una parte de ella ansiaba quedarse entre sus brazos. Edward le tendió los brazos pero ella se apresuró a salir de la cama y se quedó mirando los jirones del camisón y la bata que habían caído al suelo.
Edward había visto cada milímetro de su cuerpo desnudo, y sin embargo quería cubrirse. La hacía sentirse demasiado vulnerable, demasiado susceptible a su encanto.
Así que cogió la camisa de él. No le quedaba ni un solo botón pero era lo bastante grande como para envolverse con ella.
—Estás deliciosa —murmuró él con tono seductor.
Y él parecía demasiado viril y masculino con su gran cuerpo, acaparando la mayor parte de su cama, su piel bronceada destacando sobre la sábana blanca y su pecho convertido en una amplia losa de músculos.
La mirada de admiración de la joven bajó rozándolo hacia donde la sábana cubría su esbelta cintura, la fina tela le envolvía la ingle y la joven abrió mucho los ojos al notar la prueba de su excitación. Edward lanzó una risita al ver su expresión.
—Ya ves lo que me haces. Me temo que, desde que te puse los ojos encima en la fiesta de los Vulturi, he estado constantemente en este estado.
El calor dibujó ondas en la boca del estómago de Bella y se extendió por todas partes de inmediato. Su reacción fue vergonzosa, descarada. ¿Cómo podía una simple mirada elevar la temperatura de su cuerpo hasta ese extremo?
Se obligó a apartar los ojos y se acercó descalza al alféizar, el aire frío apenas la rozó cuando cerró las ventanas y se abrazó con fuerza mientras miraba el paisaje.
Se tensó cuando oyó el roce de las sábanas y el crujido del colchón cuando
Edward se levantó. Su cuerpo se fue tensando cada vez más con cada paso que lo acercaba todavía más a ella, sabía que se derrumbaría si él la tocaba.
Cuando la cogió por los hombros, Bella dio un salto y giró en redondo para apartarse, la parte posterior de sus rodillas tropezó con el asiento que tenía detrás y se dejó caer sobre el cojín, incapaz de apartar los ojos de él. Edward frunció el ceño. — ¿Pero qué te pasa?
Se había puesto los pantalones pero llevaba el botón de arriba desabrochado.
No importaba. La ropa no podía disfrazar su cruda presencia física, ese atractivo abrumador que solo hacía que la herida del corazón de Bella sangrara todavía más. Pocas mujeres serían capaces de resistirse a él, mujeres hermosas y sofisticadas como Victoria que sabían cómo complacer a un hombre.
Edward cayó de rodillas ante ella y le rozó los muslos con suavidad.
—Bella, háblame. Dime lo que he hecho. Sé que fui un auténtico asno por no acudir a verte después de que hiciéramos el amor en mi casa, pero me daban vueltas muchas cosas por la cabeza. —Sacudió la cabeza—. Fui muy brusco contigo, y lo siento.
Las palabras de Bella, cuando al fin habló, fueron dichas en voz tan baja que
Edward apenas pudo oírlas.
—Creí que me odiabas.
—Jamás podría odiarte. Dejé que se interpusiera mi estúpido orgullo masculino cuando me di cuenta de que... no eras virgen. Quería ser el primero. No podía soportar la idea de que otro hombre te hubiera hecho el amor. Me culpaba por no haber sido lo bastante hombre para decirte lo que sentía hace mucho tiempo. —
Edward hizo una pausa, esperando que ella le confiara su secreto. Había dejado la puerta abierta a propósito.
—Serás hipócrita... —Las palabras eran un siseo bajo y sibilante mientras lo miraba con los ojos fríos—. No te gustaba la idea de que otro hombre me tocara y sin embargo, tú seduces a cualquier mujer que se cruza en tu camino.
—Por Dios, Bella, eso no es...
Bella le dio un empujón en el pecho pero él la cogió por las muñecas.
— ¿Cómo pudiste? —Exclamó la joven—. ¿Cómo pudiste hacerme tanto daño?
—Un sollozo brotó de sus labios y cerró los ojos de golpe mientras las lágrimas se deslizaban entre sus pestañas—. Era mi hermana, Edward... ¡mi hermana!
Al darse cuenta de lo que le estaba diciendo Bella, Edward cayó sentado sobre los talones.
—Bella... —Cuando la joven no quiso mirarlo, Edward le cogió la barbilla entre los dedos y la obligó a levantar la cabeza—. Nunca hubo nada entre Victoria y yo. Ni hace ocho años. Ni ahora.
— ¡No intentes negarlo!
¡Puñetera Victoria! Lo había pinchado diciéndole que le había contado a
Bella que habían tenido relaciones íntimas pero hasta ese momento no había sabido qué creer.
—Bella, escúchame...
— ¡No! —Las lágrimas le caían ya sin respiro—. Dios, cómo te quería. Tanto que terminé perdiéndome para convertirme en una parte más de ti. Habría hecho cualquier cosa para hacerte feliz. Después de todos los años que he pasado echándote de menos, sintiendo que mi corazón se iba desintegrando trozo a trozo, no volveré a entregarte mi corazón, Edward. No pienso hacerlo.
—Ya lo has hecho, Bella, y no pienso consentir que lo recuperes porque hayas decidido escuchar las mentiras de tu hermana. Y eso es lo que son, Bella. Mentiras. Jamás he tocado a Victoria. Dios, tienes que saber lo terca que puede ser tu hermana cuando quiere algo. Pero jamás ocurrió nada, te repito que no pasó nada.
—Siempre estabas rompiéndome el corazón. —Pronunciaba aquellas palabras en un susurro, con un sollozo que desgarraba a Edward. Intentó rodearla con sus brazos pero la joven no le permitía que la tocara.
—Lo siento, Bella, Lo último que quise hacer jamás fue hacerte daño. En parte por eso me fui.
—Porque me querías —se burló la joven.
—Sí, te quería, y si leyeras mis cartas, sabrías cuánto.
—Las he leído.
—Decía en serio cada palabra.
— ¿Entonces por qué no las dijiste durante los años que estuviste fuera, Edward? Quizá no te importaba lo suficiente para que te preocupara la posibilidad de que yo encontrara a otra persona a quien amar... con la que acostarme.
Edward sabía que Bella quería hacerle daño y lo estaba consiguiendo de sobra.
—Quizá pensaba que era mejor que la encontraras. —Entonces jamás habrían llegado a esa situación.
—Quizá tengas razón. Ahora ya hemos saciado nuestra curiosidad, ¿no? ¿He sido todo aquello con lo que fantaseabas? ¿He sido tan buena como mi hermana, Edward? ¿Lo he sido?
Edward apretó los puños a los costados.
— ¡Maldita sea, Bella, no se trataba de eso! Ya te quería cuando eras una niña y te quise cuando eras una jovencita a punto de convertirte en una mujer. Y ahora te quiero todavía más. Por el amor de Dios, no dejes que las mentiras de Victoria nos envenenen.
La lluvia se estrellaba contra los cristales, un telón de fondo desgarrador para las lágrimas que derramaba Bella mientras extendía el brazo y posaba la mano en el pecho de Edward y después trazaba poco a poco su tatuaje. Edward tembló al sentir la fuerza de aquella caricia inocente.
— ¿Es esto lo que te hizo Victoria?
—No. Jesús, no. —Edward le sujetó la muñeca. La lucha de la joven fue apenas perceptible, a su cuerpo ya no le quedaban fuerzas y permitió que Edward tirara de ella y la pusiera de rodillas delante de él.
El Duque acurrucó la forma inerme de su amada en su regazo mientras ella intentaba apartarse de él y ocultaba la cara contra su pecho. La humedad de sus mejillas lo abrasó, haciéndolo morir un poco más en el fondo.
Buscó con desesperación las palabras que la convencieran de lo que sentía por ella. ¿Pero cómo podía convencerla cuando estaba ensimismada y decidida a no creerlo?
Entonces cayó de repente en la cuenta de lo que Victoria debía de haberle dicho a Bella para que creyera que se había acostado con su hermana.
La serpiente.
—Te lo juro, Bella, jamás he tocado a Victoria y ella jamás me ha tocado a mí.
—Le cogió la mano y la colocó sobre su corazón, sobre el tatuaje—. Jamás me ha tocado así. Eso fue lo que te dijo, ¿no? Como sabía lo del tatuaje creíste todo lo demás que te dijo.
Bella permaneció en silencio, solo el asentimiento de su cabeza le indicó a
Edward que la joven lo había oído.
—Y ahora le crees porque piensas que era imposible que supiera lo del tatuaje a menos que hubiera estado conmigo en la intimidad.
—Entonces es cierto.
Edward le cogió la barbilla y le levantó la cabeza para obligarla a mirarlo a los ojos.
—No es cierto. La única razón por la que tu hermana sabía lo del tatuaje es por Mary. La niña lo notó en la feria, cuando estaba intentando limpiar la mancha que había tirado en mi camisa, con el helado. Victoria estaba allí. Pregúntale a Mary, si no me crees. Pero, Dios, ojalá me creyeras. Eres la dueña de mi corazón, Bella. Siempre has sido la dueña de mi corazón.
Sus ojos eran unos estanques de un azul luminoso, el deseo de creerlo persistía en ellos.
—Edward, yo...
—Dime otra vez que me quieres, Bella. La primera vez que me lo dijiste tenías dieciséis años. ¿Te acuerdas? Porque yo nunca lo olvidaré. Te has grabado en mi alma. Eras y sigues siendo mi salvación. La chica que se entregó a mí sin egoísmos ni reservas, al amparo de la luz de la luna, una noche cálida del mes de junio de hace ocho años, me amaba. Quiero recuperarla. Y haré lo que sea para ganármela. Me merezco una segunda oportunidad, Bella. ¿No puedes encontrar en tu corazón la piedad necesaria para perdonarme?
Bella lo miró parpadeando.
— ¿Lo sabes? ¿Lo del jardín...?
—Sí. Estuve a punto de pegarme con tu ex prometido por eso. Por eso no podías casarte con él, ¿verdad Bella? Porque te habías entregado a mí y yo era el dueño de tu corazón. Por favor, dime que sigo siéndolo.
Bella dudó, en su interior se libraba una batalla, hasta que al fin se rindió.
Levantó los brazos con timidez y le rodeó el cuello al tiempo que le bajaba la cabeza a Edward para susurrarle:
—Siempre has sido el dueño de mi corazón.
Sus palabras y la mirada de sus ojos le dieron a Edward el más valioso de los regalos. Un regalo que él jamás volvería a tirar.

4 comentarios:

Ligia Rodríguez dijo...

Ahh por fine stos idiotas resolvieron todos sus problemas! Muy buen capitulo

lorenita dijo...

Awwww! que romántico....me encanto el cap!!!!:)

nydia dijo...

me encanta,me encanta,es fascinante...Besos...

Unknown dijo...

hooo por fin!!! creí que Bella iba a seguir de cabezota!!!

hooo me voy a leer el epilogo!!! me gusto mucho esta adaptacion =)

ORACION A MI SEXY VAMPIRITO

Edward de mi guarda
De mi sexy compañia
Bebete mi sangre
De noche y de Dia
Hasta que caiga en tus brazos
Y sea tu marca de heroina