martes, 5 de julio de 2011

EL ARTE DE LA SEDUCCION CAPITULO 2

Capítulo 2
La virtud que infringe no es más que algo mancillado por el
Pecado; y el pecado que enmienda no es más que algo
Mancillado por la virtud.
Shakespeare
—¡Lady Rosalie Hale y la honorable señorita Isabella Swan!
El bramido del lacayo sacudió entera a Bella, que no estaba preparada para que semejante volumen brotara de labios de aquel hombrecillo.
Aguardó al borde del precipicio de lo desconocido y esperó que no pareciera que estaba a punto de salir disparada en cualquier momento, lo que no dejaba de ser una posibilidad mientras miraba el atestado salón de baile de los Vulturi.
—Relájate —le susurró su prima mientras descendían por la inmensa escalera de mármol—. Respira hondo y no dejes de sonreír. No dejes que piensen que hay algo que te preocupa.
Qué fácil era hablar, pensó Bella. Tenía la sensación de que le iban a estallar las mejillas por culpa de la brillante sonrisa que se obligaba a esbozar mientras saludaba con la cabeza a una persona y luego a la siguiente y fingía que no se daba cuenta de que las mujeres cotilleaban tras los abanicos.
—Señor —murmuró Rosalie con tono exasperado entre sonrisa y sonrisa—.
Cualquiera diría que somos vacas a punto de ser subastadas en el mercado, mira cómo nos mira todo el mundo.
Y el caso era que los asistentes estaban mirándolas, de eso no cabía duda. Todos los ojos de la sala estaban clavados en ellas mientras dibujaban un círculo alrededor del perímetro exterior de la pista de baile, donde giraban parejas alegremente vestidas. El champán chispeaba en las copas de cristal tallado que coronaban bandejas de plata, llevadas por sirvientes de librea que lucían los colores de los Vulturi, el azul y el dorado.
Las luces titilantes de la magnífica araña que pendía del techo hacía brillar las joyas que envolvían los cuellos de las mujeres y colgaban de los lóbulos de sus orejas, y el parpadeo de los candelabros que había repartidos por el salón creaba un ambiente de cuento de hadas. Bella pensó que ojalá pudiera apreciarlo más, pero, dadas las circunstancias, se conformaba con sobrevivir a esa noche. 
Sabía que aquella multitud de mujeres atildadas y los petimetres que las acompañaban no era a Rosalie a quien miraban con la boca abierta, aunque su prima estaba encantadora con la creación de color rosa pálido que madame Savina le había entregado esa misma mañana.
No, estaban mirando a Bella; escandalizados, suponía ella, de que al final se hubiera atrevido a aparecer en público después de casi cuatro meses de reclusión forzada.
Nadie la había visto desde el escándalo, como la sociedad había llamado a su devastadora humillación tras el abandono de su prometido el mismo día de su boda.
Mal sabían que a ella le había entristecido, más que cualquier otra cosa, el daño que le había hecho a James con su confesión, un daño que jamás había querido causarle. La primera vez que había visto a Jacob había sido en el cotillón de los Duvall, hace casi dos años. Aquel hombre le daba la espalda pero su anchura y el modo en que se erguía, con una elegancia desbordante, y su cabello negro tan lustroso como el pelo de una marta cibelina, habían capturado toda su atención. Le habían recordado a otra persona. Alguien a quien Bella no había olvidado jamás. Y entonces el caballero se había dado la vuelta, la había sorprendido mirándolo y le había devuelto una sonrisa llena de calidez. Bella había sonreído a su vez, por instinto, aunque su corazón había vacilado al darse cuenta de que no era el hombre que ella esperaba.
No le había dado a Jacob ninguna razón para creer que algún día habría algo más entre ellos que una simple amistad y, sin embargo, solo seis meses después de conocerse, el joven se le había declarado.
Bella se había quedado conmocionada, no esperaba que nadie quisiera casarse con ella. Con veintiséis años, la mayor parte de la gente ya consideraba que se había quedado para vestir santos.
—Oh, mira —comentó Rosalie—. Allí está lady Irina. Vaya, esta noche está resplandeciente. Me pregunto sí es tan reacia a los intentos de seducirla de lord
Stratford como sería de esperar.
Bella miró a lady Irina Denali, que atendía a sus aduladores al otro lado del salón de baile. Tenía un aspecto radiante, ataviada con un vestido de seda de color melocotón que dejaba los hombros un poco al aire y una falda con una cintura de estilo imperio que caía desde un canesú ceñido y ribeteado de encaje de Valenciennes. Su cabello rubio era un halo que rodeaba un rostro lleno de gracia que la hacía parecer angelical y serena a un tiempo.
A Bella, lady Irina le recordaba a su hermana Victoria. Ambas mujeres tenían el poder de cautivar la atención de los hombres y ambas utilizaban su belleza en su propio provecho. Los hombres siempre se habían congregado alrededor de Victoria como abejas que acudían a un tarro de miel, hasta que al final se había quedado con el que había querido. El hombre que en otro tiempo Bella había amado con tanta desesperación.
Bella todavía sentía un escozor de dolor siempre que pensaba en la infantil declaración de amor que le había hecho a Edward Cullen y el modo en que él había cogido su amor y se lo había entregado a Victoria.
Victoria y ella nunca habían tenido la típica relación de hermanas, pero durante los años transcurridos tras la deserción de Edward, su relación había terminado de desintegrarse por completo. Victoria se había tornado más fría, más vengativa y había destruido el pequeño vínculo que pudiera haber quedado entre ellas.
Bella quería compadecerla. Victoria había quedado destrozada cuando había encontrado a Edward con otra mujer la víspera de su compromiso.
Pero Bella solo podía sentir desesperación, pero por ella misma, y una extraña sensación de alivio al saber que Edward no se iba a casar con su hermana. ¿Cómo podría haber vivido con eso? —Señor, esto está lleno de gente —dijo Rosalie arrancando a Bella de unas imágenes que todavía tenían el poder de derrotarla—. Oh, mira a tu madre. ¡Está radiante esta noche!
La Baronesa le sonreía a lord Randolph mientras este la guiaba con elegancia por la pista; el vestido de color rosa intenso no hacía más que acentuar la grácil figura de la dama, cuyo rostro estaba arrebolado de placer y cuyos ojos chispeaban de un modo más magnífico que la araña de luces que pendía sobre sus cabezas.
Bella se alegraba de que su madre por fin hubiera encontrado cierta medida de felicidad. Su marido desde luego no le había proporcionado mucha. Si bien había predicado sin descanso sobre el decoro ante su mujer y a sus hijas, nunca había aplicado el sermón a su propia persona. Su padre había tenido una querida durante años. Habían sido muchas las noches que Bella había escuchado los sollozos de su madre, un sonido desgarrador en medio de la oscuridad.
Bella había jurado que nunca le daría a un hombre el poder de herirla así.
Sospechaba que había sido durante aquellas largas y dolorosas noches cuando había comenzado a tomar forma el personaje de lady Escrúpulos; la ira que despertaba en ella el modo en que era tratada la mayor parte de las mujeres la empujaba a hacer algo. Esa, en parte, era la razón por la que había accedido a asistir al festejo de los Vulturi: quería vigilar a Emmet McCarty, conde de Stratford, su actual objetivo.
El Conde tenía cierta tendencia a seducir a jovencitas que no tenían mundo suficiente como para reconocer a un maestro del libertinaje en acción. En su lugar, se sentían halagadas por las atenciones dispensadas por un caballero tan guapo. Lady Escrúpulos ya le había dado un aviso. Esa noche pensaba descubrir si serían necesarias medidas más severas.
Como si los pensamientos de Bella se hubieran conjurado para hacer aparecer al hombre, oyó decir a Rosalie: —Allí está el Conde. Dios mío, mira cómo se cierne sobre su presa, como un buitre listo para lanzarse sobre ella.
Bella observó al Conde cuando este rodeó el perímetro de hombres que adulaban a lady Irina; parecía un arcángel tan glorioso como siniestro, en busca de su próxima alma.
Su físico áspero estaba engalanado por un traje negro de corte perfecto y su corbata blanca acentuaba la piel bronceada. La sonrisa sesgada que lucía era totalmente lobuna cuando se abrió paso entre la multitud para tomar posesión con gesto audaz de la mano de lady Irina antes de llevársela a los labios y retenerla durante un segundo más de lo que dictaba el decoro. —Ese hombre es un bárbaro —bufó Rosalie, cuyas mejillas se mancharon de rubor, cosa que Bella sospechaba que no se debía del todo a la indignación en nombre de lady Irina.
Dos semanas antes, lord Stratford había pasado junto a ellas en la calle y había envuelto a Rosalie en una mirada que solo se podía describir como devoradora. Rosalie había clavado en él una mirada furiosa y sofocante, pero el caballero se había limitado a esbozar una sonrisa de mil demonios y la había saludado con una inclinación de la cabeza. Desde entonces, su prima ardía de rabia.
—Allí está la viuda —señaló Rosalie—. Situada en un discreto segundo plano a la derecha de lady Irina.
Bella vio a la viuda, Honoria Prescott, esposa del fallecido conde de Linton. La viuda hizo un gesto con el abanico, una señal que indicaba que le gustaría estar más cerca para escuchar el intercambio entre el Conde y lady Irina.
Cuando la viuda se movió, Bella advirtió a un hombre que se encontraba entre las sombras, cerca de las puertas abiertas del balcón. Un hombre cuyos ojos se encontraron con los suyos e hicieron que el pecho se le encogiera de forma harto dolorosa y que el corazón le palpitara con un ritmo errático.
Bella parpadeó para despejarse, segura de que estaba teniendo una alucinación, pero la imagen no se disipó. Y cuando el hombre levantó la copa que tenía en la mano en un discreto brindis, Bella tuvo la certeza de que su mente no le estaba jugando una mala pasada. Era real. Estaba vivo.
Y estaba allí.
Que los cielos la ayudasen… Edward Cullen había vuelto a casa.

La mano de Edward no era del todo firme cuando se llevó la copa a los labios.
Su mirada no se apartó un instante de Bella, que se encontraba justo al otro lado del salón de baile; la luz de los candelabros que tenía detrás hacía que el recogido de su cabello del color del ébano resplandeciera con vetas doradas.
Isabella. Su pequeña y dulce Bella.
No, ya no era tan pequeña. Era toda una mujer. Una mujer hermosa que lo había dejado sin aliento cuando la había visto descender por la majestuosa escalera después de que el lacayo la anunciara.
Ya solo el sonido de su nombre había provocado un cosquilleo por la columna de Edward, que se había olvidado por completo de la mujer que tenía a su lado. Lo que tampoco resultaba tan difícil habida cuenta de quién era dicha mujer: Victoria.
Dios, aquella bruja era increíble. En cuanto lo había visto, había volado hacia él como si la empujara alguna fuerza atmosférica, demostrando ante todos con su alarde que para ella lo pasado, pasado estaba. ¿Cómo había podido pensar alguna vez que aquella chica merecía el esfuerzo?
Edward estudió a Bella. La joven había hecho realidad todo su potencial. Se habían impuesto los rasgos esculpidos que él siempre había sabido que estaban allí; resaltaban los pómulos altos, una mandíbula obstinada y una nariz delicada. Su tez lucía un beso de color, indicación segura para Edward de que aquella joven seguía girando el rostro hacia el sol.
Y su boca, ¿qué podía decir él de aquella boca? Recordó la primera vez que se había fijado en aquellos labios lozanos. Sus pensamientos no habían sido precisamente los de un buen vecino. Se había sentido asqueado consigo mismo por albergar todas aquellas fantasías y pensar en las cosas escandalosas que aquella chica podría hacer con una boca tan dulce.
Era Isabella, después de todo. Bella, que siempre lo había admirado, y que, durante un tiempo, había creído que el mundo se alzaba y se ponía a los pies de
Edward. A este le había encantado aquel fervor y había disfrutado de una profunda sensación de satisfacción al saberse necesitado.
Aquel último verano que pasaron juntos, antes de que la vida se volviera del revés, la jovencita lo había ido volviendo loco sin darse cuenta, atormentándolo poco a poco. Su cuerpo había perdido las líneas desgarbadas de la niñez y se había ido llenando en todos los lugares precisos.
Recordaba el día que la había descubierto junto a los establos luciendo un vestido hecho para una niña más pequeña y demasiado escaso para su nueva figura.
Pero aquel atavío de chiquilla, en lugar de recordarle a Edward lo joven que todavía era su amiga, se había limitado a realzar cada nueva curva y cada valle.
Tenía los pechos pequeños pero se habían redondeado lo suficiente para encajar a la perfección en las palmas de las manos de un hombre, y esa imagen mental había hecho que Edward se pasara el rato apretando los puños para evitar tocarla.
Aquel verano, había cambiado algo en su interior; aquella chiquilla había dejado de ser la misma para él. Lo había intentado, pero ya no podía verla como la pihuela manchada de tierra que lo seguía a todas partes, y cuyos inolvidables ojos
Chocolate habían resplandecido llenos de lágrimas no derramadas ante el despiadado modo en el que la trataba su padre.
Edward nunca había demostrado la creciente atracción que sentía por ella, pero tampoco había sido capaz de zafarse de ella. Incluso en ese momento, después de tantos años, la joven seguía despertando un ansia fiera en él. Dios, cómo la había echado de menos. Edward no se dio cuenta de que se había apartado del refugio seguro que había encontrado en una esquina y había empezado a cruzar el salón para hablar con Isabella hasta que una mano lo sujetó por el brazo y lo detuvo. Lanzó una mirada furiosa por encima del hombro y se encontró a Stratford con una ceja alzada en un signo de interrogación lleno de humor. — ¿Debes lucir siempre esa expresión tan poco cordial? — le preguntó su amigo—. Termina siendo fatigosa. — ¿Qué quieres?
—No tener que casarme, permanecer eternamente joven y ser un ricachón impenitente. De momento, sin embargo, con otra copa de champán será suficiente. —
Emmett robó la obligatoria copa de espumoso de una bandeja que pasaba a su lado y la inclinó hacia Edward en un silencioso brindis antes de beberse de un trago el contenido.
— ¿Osaré a preguntar qué es lo que ha causado tu actual mal humor? —dijo después—. Esta noche has sido el más popular entre las damas y no creo que sea solo debido a que tus bolsillos han adquirido en los últimos tiempos un volumen significativo. Es posible que a una o dos de estas damas incluso les gustes de verdad… bueno, por ti mismo. Algunas mujeres encuentran irresistible a cierto tipo de hombre torturado y amenazador. Está claro que sobre gustos no hay nada escrito.
Emmett depositó la copa vacía en la bandeja de un sirviente que pasaba y cogió al vuelo otra de una fuente que llegaba en dirección contraria.
—De acuerdo, viejo amigo, escúpelo. ¿O debo pasarme la noche adivinándolo?
Edward se planteó hasta qué punto sería inteligente confiarse a su amigo.
—He visto a una amiga.
— ¿Una amiga, dices? Bueno, pues esa amiga debe de ser una persona extraordinaria porque no creo haber visto ese brillo en tus ojos desde que te llevé al burdel de madame Lacey cuando teníamos quince años, y aquella encantadora chica asiática te dio tu primer masaje en el pelo, entre otros placeres carnales.
Edward solo pudo maravillarse de las cosas que habían moldeado a Stratford, de la niñez que había inspirado el único punto de vista que parecía dominar a su amigo. — ¿Y dónde está esa amiga? —le apuntó Emmett.
—Si eres capaz de moderarte y no ser demasiado descarado, entonces está allí.
La segunda columna de la derecha. Con un vestido de color crema.
Con un exagerado alarde de sangre fría, Stratford se dio la vuelta para mirar.
Como Edward ya debería haber previsto, la mirada perezosa de Emmett dibujó poco a poco todo el cuerpo de Isabella antes de volver a subir.
—Es todo un bocadito, ¿no?
—Ten cuidado con lo que dices.
Emmett le dio un repaso divertido a Edward.
—Con que marcando el territorio, ¿eh?
—Es una amiga. Y no permitiré que la calumnies.
—Lo único que dije es que era bonita. ¿Qué clase de calumnia es esa?
Edward se maldijo en silencio al darse cuenta de que había hablado demasiado. Pero se había sentido algo más que un poco irritado al ver a Emmett contemplar a Isabella como si la joven fuera otra conquista en potencia.
—No sentirá ningún interés por ti, así que ya puedes olvidarte.
—No creo haber expresado ningún interés en perseguirla, aunque ahora no puedo evitar sentirme intrigado. ¿Y cómo es que sabes que no le voy a gustas? Puedo ser encantador cuando se juega.
Edward tuvo que recordarse que Stratford solo pretendía aguijonearlo, por no perder la costumbre.
—Digamos solo que esa chica tiene escrúpulos, cosa de la que los dos sabemos que tú careces, y dejémoslo así.
Emmett hizo una mueca.
—Por favor, no utilices la palabra «escrúpulos» delante de mí.
—Ah, sí. Eso es. —Edward había olvidado la nota de la misteriosa dama que había sido el impulso que lo había llevado a asistir a aquella función—. ¿Algún problema hasta ahora?
—No, gracias a Dios. Pero debo admitir que tengo la sensación de que me están vigilando.
— ¿No estás, quizá, un poco pagado de ti mismo?
—No lo descartaría. —Después, Emmett se encogió de hombros—. Pero para volver a tu amiga. —Se pasó una mano por la mandíbula—. Por alguna razón me resulta conocida.
Frunció la frente en uno de sus escasos ataques de reflexión y Edward sintió una punzada de preocupación ante lo que podría salir por la boca de su amigo, algo en el sentido de que en otro tiempo había intentado seducir a Bella. Conociendo a
Stratford, no cabía duda de que entraba dentro de lo posible.
—Ah, sí. Ya me acuerdo. —Edward se preparó para lo peor—. Es la chiquilla cuyo prometido la abandonó el día de su boda. No se le ha visto el pelo desde entonces. Aunque tampoco es de extrañar, dado que la flor y nata puede ser una manada de barracudas cuando se trata de cotillees tan jugosos.
Edward se quedó en silencio, pasmado. Cielos, debía de haberse quedado destrozada. En el pasado habría acudido a él para hablarle de su dolor, pero él no había estado allí para escucharla.
— ¿Cuánto tiempo hace que debería haber tenido lugar esa boda?
—Unos cuatro o cinco meses, creo. Durante un tiempo no se habló de otra cosa.
Lo cierto es que lo sentí por la chica. No puede haber sido fácil tener que soportar tantas especulaciones.
— ¿Qué clase de especulaciones?
Emmett se encogió de hombros.
—Lo habitual. ¿Tenía el novio una amante? ¿Lo tenía la novia? Ese tipo de cosas.
¿Acaso tenía Isabella un amante? ¿Más de uno, quizá? Isabella siempre había sido un poco salvaje de niña, testaruda y terca como una mula cuando se le metía un plan en la cabeza. Lo que siempre había exasperado a Edward era lo mismo que le hacía admirarla también.
Sintió una necesidad desesperada de hablar con ella, de ver si había cambiado en algo y averiguar lo que sentía al ver que había regresado. Sin embargo, también temía descubrir las respuestas a todas esas preguntas.
—Daré por hecho que esa expresión de cordero degollado que ha adoptado tu rostro está dirigida a la señorita Swan y no a la chica que está a su lado — comentó Stratford—. Dado que en este momento me inclino por cierto estado de embriaguez y tengo la visión borrosa, no puedo saber con certeza a quién te estás comiendo con los ojos.
— ¿Qué estás farfullando ?
—La diosa que está al lado de la señorita Swan. Le tengo echado el ojo, viejo amigo. Has de saber que estás avisado.
La mirada de Edward se depositó un momento en la joven que estaba junto a
Isabella. Era bonita pero de un modo provinciano que no le llegaba a Isabella ni a la suela de los zapatos.
Le sorprendió que Emmett se interesara por la morenita. La chica parecía muy inocente, demasiado para su amigo. Claro que Emmett estaba en su fase del pato estofado y arruinando la reputación de las mujeres a buen ritmo.
Un caballero algo mayor y bien vestido se acercó sin prisas a las damas y le sonrió a la morenita antes de tenderle a Isabella una mano enguantada, era obvio que en busca de una compañera de baile.
Con una breve mirada hacia Edward, Isabella aceptó con un asentimiento y el hombre se la llevó a la pista de baile… mientras que Edward sentía que su rostro se convertía en granito.
Después de terminarse otra copa de champán, resolvió interponerse entre la pareja pero la música se detuvo y el compañero de Bella la devolvió al lugar del que se la había llevado, se inclinó con ademán galante y depositó un beso en el dorso de su mano, excediéndose en el gesto unos segundos de más.
—Por Dios, hombre —se rió Emmett—. Ve a hablar con ella. Estás espantando a todas las mujeres con esa mirada de fiera.
Antes de que Stratford hubiera terminado la frase, Edward ya estaba cruzando a grandes zancadas el salón, atajando directamente entre las parejas que bailaban.
Observó la mirada de alarma del rostro de Isabella cuando se dirigió a ella y vio consternado que la joven se levantaba las faldas y salía prácticamente corriendo del salón por las puertaventanas que llevaban al jardín.

ESPERO LES GUSTE ACTUALIZARE TODOS LOS DIAS JEJEJEJEJE SALUDOS
ANNEL

8 comentarios:

V dijo...

Guuaauuu sin duda la historia comienza a ponerse aun mas interesante y algo me dice que edward y Bella no tardaran en acercarse.

Gracias por la actualizacion diaria.

lorenita dijo...

ahora si..estoy segura que se van a encontrar bella y edward!! wiii..ya quiero leer el sig.cap!:)

paty dijo...

Hola por que huye Bella por favor que Edward la alcance y ahora si logren hablar en espera del siguiente capi
saludos y abrazos desde México

Ligia Rodríguez dijo...

Se ve bien interesante, besos!!

nany dijo...

me encanto el cap

nydia dijo...

ME ENCANTO ES FASCINANTE...bESOS...

joli cullen dijo...

xdsanto vistori ale conto otra cosa a ella uy piensa lo peor de el xd gracias

karla dijo...

wooo creo k esto se esta poniendo bueno jajaja muy buen capi

ORACION A MI SEXY VAMPIRITO

Edward de mi guarda
De mi sexy compañia
Bebete mi sangre
De noche y de Dia
Hasta que caiga en tus brazos
Y sea tu marca de heroina