miércoles, 5 de octubre de 2011

La novia robada del highlander capitulo 3

Capítulo 3

—¿Has perdido la cabeza, muchacho? ¿En qué estabas pensando cuando permitiste que esta mujer venga al castillo Gray? Y no es cualquier mujer, fíjate, es una inglesa. Será nuestro fin. Recuerda mis palabras.

Edward ignoró las tan típicas profecías fatalistas de su tío. Carlisle, el único hermano sobreviviente de su padre, solía olvidar que Edward ya no era un niño y, por lo tanto, no necesitaba más de su consejo.
Concedido; esta vez, su tío probablemente tenía razón. Traer a Bella a su hogar sin duda causaría conmoción, y sumado a la intranquilidad del momento, lo último que necesitaba era otra complicación.
El hermanastro no le preocupaba. De hecho, esperaba que el cabrón averiguase dónde estaba ella. Si James —ahora lord Westcott— ponía un pie en la propiedad de Edward, el hombre rápidamente quedaría cojo.
Edward levantó las manos para evitar que su tío estallara en lágrimas otra vez.
—Suficiente, Carlislie. La muchacha viene con nosotros, y ese es el fin del asunto.
—¿Por qué eres tan cabeza dura? ¿Desde cuándo eres del tipo de hombres que se dedican a salvar damiselas en aprietos? Me agradaría saberlo. Si la familia Trelawny se entera de esto, van a pensar que te has venido blando.


—¿Y es eso lo que piensas, tío? ¿Que me he vuelto blando?


—Por supuesto que no, muchacho —bravuconeó Carlisle—. Eres duro como los clavos.


Pero no puedo evitar preguntarme qué beneficio traerá el tener a esta muchacha inglesa entre nosotros. Recuerdo lo difícil que fue para tu madre, que Dios la tenga en la gloria.


Si algún terrateniente escocés había sido inflexible e intransigente, esa persona había sido el padre de Edward. Su madre había sido la personificación misma de una señorita inglesa de buena crianza. Dos personas no podrían haber provenido de dos ámbitos más contradictorios.


Edward se había preguntado a menudo qué había visto su madre en Anthony Masen. Su padre se había parecido mucho más a un bárbaro, con el salvaje y anudado cabello que le llegaba hasta la mitad de la espalda.


Si eso no había sido suficiente para espantar a la dócil mujer, entonces los cabos distantes que sobresalían de alrededor del castillo Gray, como espadas que manaban del mismísimo infierno, lo habrían hecho. La mayoría de las personas que iban de visita, rápidamente sentían la necesidad de escapar en la dirección contraria.


El hogar de Edward, sobre el extremo más al norte de las Tierras Altas, era lugar que ningún extranjero, menos aun una mujer, quería visitar. El riguroso terreno no había sido lugar para su madre, aunque durante un tiempo, ella había intentado hacer que funcionase.


Sus padres se habían amado al principio, pero el amor no pudo detener la pérdida que sintieron cuando notaron que ambos tenían montañas que el otro no podía trepar.


En ese momento fue cuando comenzaron las discusiones, y las interminables recriminaciones y la amargura. Cuando su padre había comenzado a prepararlo para que tomase su lugar como señor de sus tierras, su madre ya había regresado a Inglaterra. Entonces Edward se había visto forzado a viajar de ida y vuelta entre dos hogares, y obligado constantemente a elegir entre sus padres y sus países.


Para complacer a su madre, había adoptado el altivo título inglés y apellido, pero su vida estaba en Escocia. Amaba la belleza feroz: el intransigente paisaje, los prístinos cielos, el riguroso clima que podía lograr que a un hombre le repiqueteen los huesos.


¿Qué vería Bella? ¿Pensaría que su país era un lugar inhóspito y desagradable? ¿O lo vería como lo veía él?


Las preguntas en su mente se desvanecieron cuando la puerta principal de la casa de ciudad de lady Rosalie se abrió y una visión en un vestido de día de un tono rosado salió al rellano; tenía la barbilla en alto como si la estuviesen conduciendo a la guillotina. Estaba aterrada, pero no lo demostraría. Dios, ella era fascinante.


Edward apagó el puro con el tacón de la bota contra el suelo y se alejó del carruaje, aplastando la persistente sensación en la boca del estómago que le cuestionaba qué demonios estaba haciendo. Carlisle tenía razón. No era parte de su naturaleza preocuparse por los problemas ajenos; ya tenía suficiente con los propios.


Podría haber conseguido otros medios para protegerla. No había tenido necesidad de involucrarse directamente. Había mucha gente que le debía favores, pero ni siquiera había considerado pedirles ayuda.


A esas alturas, podría haber estado en camino de regreso a su hogar, en lugar de estar subiendo las escaleras para tomar la mano de Bella, que temblaba levemente debajo de la punta de sus dedos. Sin embargo, con ese simple roce y la mirada de confianza en los hermosos ojos azules, Edward supo que debía hacer eso por ella. No tenía sentido luchar contra eso.


—¿Estás lista? —preguntó con gentileza.


Bella vaciló. La incertidumbre le corrió a caudales por el cuerpo antes de que sus preocupaciones fueran aplacadas por la mirada en los ojos de Derek. Había algo en esa postura relajada y esa leve sonrisa que le indicó que no había nada que temer, a excepción de la inusual atracción que sentía por él. Si no tenía cuidado, acabaría haciendo algo muy imprudente, como besarlo de nuevo.


Inspiró profundo y contestó:


—Sí, estoy lista, milord. Y gracias por tu ayuda en esta… fastidiosa situación.


—¿Vamos?


—Sí, por supuesto. —Bella giró hacia Rosalie—. Gracias por todo lo que has hecho.


—Espero que te encuentres más feliz cuando el viaje llegue a su fin, mi querida. Sabes que estaré aquí para ayudarte con lo que necesites, cuando lo necesites.


Bella la tomó de la mano.


—No sé qué habría hecho sin ti. Nunca te habría conocido si no hubiese puesto un pie fuera de Cornwall.


—Tampoco yo. Y eso habría sido una terrible pena. —Dio unas palmaditas sobre la mano de Bella y dijo con gentileza—: Ahora ve. Estoy segura de que el señor está deseoso de ganar un poco de terreno antes de que llegue la noche.


—Si ves a Alice…


—No te preocupes, mi querida. Me aseguraré de que ella sepa que estás a salvo. —Se inclinó hacia adelante para suspirarle—: Confía en Edward. Él te cuidará en todo esto.


Bella intentó sonreír.


—Lo haré.


Rosalie enderezó la postura.


—Pues bien. Ahora vayan. —Con el brillo de las lágrimas en los ojos, la anfitriona la hizo entrar al carruaje.


Bella continuó mirando hacia atrás hasta que Rosalie no fue más que un pequeño punto en la distancia. Se le cerró la garganta y se sintió al borde del llanto, pero llorar no solucionaría nada, y sin duda, Edward creería que ella era un sumo fastidio.


—La volverás a ver.


Edward estaba sentado frente a ella; se veía increíblemente grande con su forma alta y amplia que ocupaba la mayor parte del asiento, y las extensas piernas que le rozaban las faldas cada vez que el carruaje pasaba por un bache.


—Lo sé —contestó Bella con odio por el temblor que tenía en la voz—. ¿Será un largo viaje?


—Dos días aproximadamente.


Ella no había anticipado un viaje tan largo. Recordó que le habían prometido una chaperona apropiada, quien no parecía estar con ellos.


Como si pudiese leerle los pensamientos, Edward comentó:


—Una vez que lleguemos al castillo Gray, una de las doncellas se encargará de lo que necesites.


Estaría sin compañía de otra mujer por dos días; dos días de abrumante tentación. Se le retorcía el estómago y se le humedecían las palmas de las manos cada vez que Edward se le acercaba; y durante dos días, él estaría muy cerca. Cielo santo.


—¿Seremos solo nosotros dos?


—No, mi tío viene con nosotros. Odia cualquier medio de transporte que no sea su propio caballo, sin importar lo extenuante que sea el viaje.


Bella deseaba poder tener ella misma la libertad de cabalgar: siempre lograba tranquilizarla.


Se sobresaltó cuando Edward la tomó de la mano derecha.


—¿Qué te has hecho aquí? —Con gentileza, rozó con el dedo un lugar lastimado en la palma de la mano de ella.


—No es nada. —Intentó liberar la mano, pero él no la soltaba—. Es realmente una tontería. Estaba practicando paradas y estocadas en mi habitación ayer por la noche.


—¿Practicas esgrima?


Bella había tenido la esperanza de que él aceptase la respuesta que le dio y pasase a otro tema.


—No, exactamente. En verdad, estaba practicando con un atizador.


—Ya veo —dijo él, conteniendo una sonrisa—. ¿Y practicas esta clase de esgrima con atizador a menudo?


Bella lo miró, iracunda.


—No. Pero debo tener algún método de defensa contra mi hermanastro.


Edward perdió la batalla que mantenía para contener la sonrisa, lo que provocó en ella un deseo de arrojarle algo. El hombre podía ser realmente exasperante.


La irritación de Bella se desvió al tiempo que el pulgar de él comenzó a acariciarle hacia adelante y atrás sobre el dorso de la mano, por lo que sintió un cosquilleo en la piel antes de que los dedos de él lentamente se alejaran de ella.


Podía aún sentir la caricia cuando él se volvió a reclinar sobre el cojín de terciopelo y se obligó a prestar atención al paisaje que se sucedía por la ventana.


A medida que el carruaje se alejaba de Londres, las concurridas calles y el revoltijo de edificaciones comenzaron a menguar para convertirse en la salvaje belleza de la campiña, creándole un sentimiento de añoranza nostálgica en su interior.


Extrañaba Meadows Cove, donde ella y Alice habían pasado muchas tardes de pereza observando los botes pesqueros que subían y bajaban en la marea azotada por el viento, sentadas a la sombra de un nudoso roble con los dedos de los pies enterrados en la fresca arena, mirando los andarríos moviéndose precipitadamente entre los esbeltos juncos mientras tramaban magníficas historias acerca de tesoros enterrados en las cuevas que estaban salpicadas a lo largo de los acantilados.


Estos cuentos inventados estaban repletos de apuestos bucaneros navegando hasta la costa, o de crueles piratas buscando refugiarse de los hombres de ley con la intención de terminar con el comercio ilegal.


Imágenes de piratas ocupaban la mente de Bella mientras los ojos lentamente comenzaron a cerrársele, piratas de ojos más azules que el mar Caribe, y cabello negro como la medianoche.


Piratas escoceses que llevaban faldas típicas del país, y no mucho más.


Edward observó a Bella luchar contra su propio agotamiento hasta que finalmente cayó profundamente dormida.


No podía recordar la última vez que una mujer le había capturado la completa atención. O lo había excitado. Sin embargo, era ahora su protector, y no podía aprovecharse de ella a so capa de ayudarle.


Incluso el más licencioso de sus amigos Buscadores de Placer, Hunter Manning, no haría cosa tal. Había muchas razones por las cuales Hunter era apodado «el Infame»; la habilidad que poseía de escabullirse dentro y fuera de la alcoba de cualquier mujer sin ser descubierto era la más simple de todas.


Edward dudaba que existiese mujer viva que pudiera lograr que el bribón cayera en la trampa. Era muy versado en los trucos que podían endilgar a un hombre el estado de matrimonio, mas eso nunca impedía que las mujeres se le tirasen encima.


Edward no podía entender cuál era el atractivo de su amigo. El tío era cínico y, como regla general, no confiaba en las mujeres; las consideraba lobos en prendas elegantes. Dudaba que existiese una mujer que dejara pasmado a su amigo, pero deseaba estar cerca si tal cosa llegara a suceder.


Sin embargo, ninguno de ellos se aventajaría de una mujer vulnerable. Y, a pesar del rostro valeroso de Bella, era una muchacha asustada en una situación insostenible. Edward estaba impresionado al ver lo bien que había soportado ella todo eso. Otra mujer se habría atrincherado en su habitación en continuo soponcio, dando respingos ante cada ruido. Bella, no.


Edward sonrió al recordar la vista que encontró cuando arremetió en la alcoba de Bella, casi esperando encontrarla envuelta en una escaramuza con otro secuestrador.


La rubia cabellera larga hasta la cintura se balanceaba como un péndulo contra la esbelta espalda al tiempo que ella rebotaba hacia arriba y abajo sobre la tapa del baúl, retazos de prendas y bragas volados derramándose por el borde.


Pero lo que había dejado a Edward mudo por un momento fue la visión de ella al ponerse de pie, el hermoso rostro ruborizado por el esfuerzo y el cuerpo cubierto por un recatado pero revelador y ceñido vestido de día.


La imagen casi le detuvo los latidos del corazón. Había querido tomarle entre sus brazos y hacerle todas aquellas cosas que le habían estado torturando la mente desde que posó la vista en ella: tocarle todo el cuerpo, hacerla gemir de deseo. Pero ella era una dama, dulce, inocente, e ignorante de las costumbres de los hombres. Sin embargo, ¡cuánto deseaba poder enseñarle!


Quizás lo que era aun más sorprendente en ella era que no tenía idea de lo gloriosa que se veía. Si le preguntaba si se creía hermosa, ella se mofaría de él, pero ningún hombre que posase la vista en ella lo pasaría por alto.


Sin embargo, durante las pocas semanas desde que Edward la había conocido, se había encontrado a sí mismo observando más allá de la belleza exterior y disfrutando más lo que había en el interior de Bella: el simple placer de su compañía, la cadencia musical de su risa, su dulce inteligencia. Le había embelesado, y aún continuaba así.


El carruaje comenzó a aminorar la marcha y Edward miró por la ventana. Notó que había pasado mucho tiempo. El sol había comenzado a transformarse en una feroz bola roja que se hundía en el horizonte al tiempo que se detuvieron frente a la George and Dragon, una pintoresca posada con un amplio suministro de cerveza y un suministro más amplio aún de camareras. Se había detenido allí con frecuencia a lo largo de los años, y mientras que la idea de tener una cálida mujer en la cama le resultaba tentadora, la descartó.


—Hemos llegado, milord —bramó el conductor al abrir la portezuela del carruaje de par en par.


—Silencio, hombre —gruñó Edward, señalando a la dormida Bella con un movimiento de cabeza. Sabía que no había descansado demasiado la noche anterior; la había escuchado caminar de aquí para allá en la habitación. Casi una media docena de veces se había encontrado a sí mismo encaminándose hacia la puerta; no quería otra cosa que abrazarla y decirle que todo iba a ir bien.


—Perdón, mi señor —dijo el conductor en un susurro—. ¿Quiere que vaya en busca de un hombre que cargue a la dama hasta su habitación?


—¿Y yo qué soy? —dijo Edward entre dientes con frialdad, pasando junto al conductor con Bella acurrucada en sus brazos contra el pecho.


Arrugó el entrecejo al notar lo insustancial que se sentía. No se le había pasado por alto el hecho de que había adelgazado; debía suministrarle un par de las buenas comidas de su cocinero.


Ingresó a la taberna y fue recibido sin demora por el propietario, quien sonreía ampliamente al caminar balanceándose hacia él.


—Ah, mi señor. Qué agradable es tenerle de regreso. ¿Se hospedará durante mucho tiempo?


—Solo esta noche.


La desilusión fue evidente en el rostro del propietario.


—¿Y quién es la adorable señorita?


A pesar de que Edward debería de haber estado preparado para contestar esa pregunta, sorprendentemente, no lo estuvo.


—Es una pariente que necesita un lugar tranquilo para descansar.


El posadero se rascó la barbilla y entrecerró los ojos observando a Bella.


—¿Una pariente, ha dicho usted? —El hecho de que ella no se parecía a Edward en lo absoluto no pasó desapercibido ante la mirada del grueso hombre, pero sabiamente se guardó esos pensamientos para sí—. Tengo el sitio perfecto para su, eh…


—Prima —completó Edward sin inmutarse.


—Por supuesto. Su prima. ¿Necesitará, entonces, dos habitaciones separadas?


—Sí, dos habitaciones.


El posadero asintió con un movimiento de cabeza y rodó escaleras arriba. Al final del pasillo, abrió ampliamente una puerta.


—Aquí tiene. —Con un ademán de la mano, invitó a Edward a entrar—. La mejor habitación de la casa.


«La mejor habitación» pareció ser una descripción inexacta cuando Edward recorrió el lugar con la vista. Estaba amueblado con lo mínimo indispensable. Quería que Bella estuviese cómoda.


—Quisiera una tina y agua caliente en la habitación. Mi prima quizás desee tomar un baño en caso de que despierte.


—Ya mismo me encargaré de eso, señor. Su habitación está justo aquí. —Indicó con un gesto la puerta contigua, y Edward no estuvo seguro de si debía agradecerle por facilitarle las cosas o estrangularlo por ponerle la tentación al alcance de la mano—. ¿Desea algo más?


—Comida —contestó Edward—. Y mucha.


El hombre asintió obedientemente y se retiró de la habitación.


Edward ubicó a Bella sobre la cama y dio un paso atrás para observarle. Ella giró de lado y deslizó las esbeltas manos bajo la mejilla como apoyo. Un débil rayo de luz le bañaba el rostro con un brillo dorado, resaltando la pálida belleza y haciéndole parecer etérea.


Los pensamientos de Edward no eran ni por poco tan celestiales. Imaginaba quitarle las prendas del cuerpo con lentitud, despertarle con los labios sobre su boca, mirarle a los inocentes ojos azules mientras las manos le tomaban de los hermosos pechos, tan redondeados y formados, una munificencia en un marco tan pequeño.


Ella no quitaría la mirada de él mientras con la mano guiaba el pene dentro del ceñido pasaje, gimiendo por lo bajo mientras él se deslizaba sensualmente en su interior, haciendo una pausa gentil ante su feminidad antes de atravesarla y reclamarla para sí, con el cuerpo en ruinas por la agonía del disfrute.


Se mecería hacia adentro y fuera de ella, se zambulliría hasta la empuñadura y con cuidado se retiraría completo, una y otra vez, manteniéndose a raya al sentir los signos de la pasión de Bella, la cueva cálida y húmeda ciñéndose a su alrededor, apretujándole, incitándole hacia adentro, con las uñas clavadas en su espalda mientras le insistía para que continúe hasta llegar al orgasmo, el grito de placer sonando en los oídos de Edward.


Respiró profundo, los pantalones moldeaban la erección que lindaba con el dolor mientras abría la ventana para enfriar el acalorado cuerpo. Los pensamientos se volvían más y más indecentes a diario, el cuerpo más lujurioso. Bella era una dama y debía ser tratada como tal.


No quería asustarla.


Dirigió la mirada hacia la figura durmiente y pensó que parecía un ángel. Edward se preguntó si dormiría siempre tan profundamente o el puro agotamiento se había apoderado de ella.


Reprimió el deseo infantil de despertarla, aunque más no sea por otra razón que para conversar con ella. Ella siempre le divertía con sus historias.


Un golpe a la puerta lo obligó a volver en sí a tiempo para ver a su tío asomar la cabeza.


—La muchacha está durmiendo, veo.


—Tus poderes de observación son sorprendentes —dijo Edward arrastrando las palabras mientras se quitaba los gemelos y los guardaba en el bolsillo.


—No te pongas insidioso, muchacho. Solo quería asegurarme de que estuviese bien.


—La próxima vez, espera a que te contesten después de golpear. Ella podría haber estado desvistiéndose.


La comisura del labio de Carlisle dibujó una sonrisa.


—Y sospecho que habría sido una atractiva vista, claro que sí. —La cara de pocos amigos de Edward no disuadió al tío—. Ya que estamos hablando del tema, ¿por qué estás tú aquí? ¿Tu bella «prima» necesita una doncella para que le cepille la rubia cabellera? ¡Qué imagen! El poderoso terrateniente jugando a ser la doncella de la dama.


—Estás agotando mi paciencia, tío.


Carlisle se mofó de él.


—Muchacho, muy ladrador eres tú. Si los muchachos Trelawny supiesen lo blando que eres, sospecho que ya te habrían destronado a estas alturas.


La única persona que consideraba a Edward como remotamente blando era su tío, y era solo porque Edward lo había tratado con el respeto que le debía por la edad.


—Les invito a intentarlo —contestó Edward—. Ya que te sientes tan sabio, quizás puedas arrojar un poco de luz acerca de quién está detrás de las cosas extrañas que han estado sucediendo últimamente.


Carlisle se enderezó. Las pobladas cejas se unieron en un arrugado y profundo entrecejo.


—¿Insinúas que soy un traidor?


Edward no tenía más paciencia para soportar los interminables dramas del tío y contestó con brusquedad:


—Es una pregunta directa. Tienes tanto que ganar con mi muerte como cualquier otro.


La mano del tío apretó fuerte el picaporte.


—Haré de cuenta que no escuché la pregunta, entonces. Y que tu amado padre, que en paz descanse, nunca sepa lo que me has preguntado hoy. Que tengas buenas noches.






1 comentario:

karla dijo...

cuartos juntos, una bañera y mucha tentacion, me gusta

ORACION A MI SEXY VAMPIRITO

Edward de mi guarda
De mi sexy compañia
Bebete mi sangre
De noche y de Dia
Hasta que caiga en tus brazos
Y sea tu marca de heroina