Isabella
Dormí
con Edward casi todas las noches de las vacaciones de Navidad. No me hizo el
amor a pesar de que se lo supliqué con constante descaro. Pero, no obstante,
nos convertimos en expertos conocedores del cuerpo del otro. Hablábamos en
susurros en la oscuridad de la noche, confesándonos nuestros secretos y
revelando nuestras heridas. Me habló de su padre y de su hermano, y, cuanto más
lo hacía, más fácilmente parecían fluir las palabras, más sonreía y se reía con
los recuerdos que compartía. Me habló de su madre, de la herida abierta que
tenía por eso desde hacía tanto tiempo, de la confusión y el dolor que sentía.
—¿Crees
que irás a buscarla? —le pregunté un sábado por la mañana, mientras estábamos
acostados en su cama—. Quiero decir, cuando te marches. —Como siempre, un agudo
dolor me oprimió el corazón cuando dije «marches».
Él
pareció considerar mi pregunta durante unos instantes.
—He
pensado en ello. Pero ¿para qué? Me dejó. Nunca regresó. Incluso si por alguna
razón no se enteró del accidente de la mina, la conclusión es abrumadora.
Me
puse de lado para mirarlo.
—Quizá
ella no lo sabía. Tal vez piensa que estás a salvo todavía con tu padre y tu
hermano. Sé que se marchó, pero, sean las que sean sus razones, pensaba que
estabas con tu padre. Quizá ahora le da miedo regresar porque piensa que no le
perdonaréis lo que hizo.
—¿Serías
capaz de perdonar a tu padre por haberos abandonado? ¿Irías en su búsqueda?
¿Qué sientes al respecto? —Su tono era frío e hizo que me echara hacia atrás. Edward
rodó hacia mí mientras yo cerraba los ojos brevemente, luego me puso la mano en
la mejilla.
—Lo
siento. No he sido justo.
Respiré
hondo.
—No,
es normal que te lo preguntes. La diferencia está en que yo jamás conocí a mi
padre. Creo… Creo que lo perdonaría. Pero para mí es un extraño. Sin embargo,
conocías a tu madre, la querías y te quería.
—Eso
era lo que pensaba. —Una expresión de dolor atravesó su rostro—. Pero eso no es
lo peor de todo, ¿quieres que te cuente lo peor?
Asentí moviendo lentamente la cabeza.
—Lo
peor es que, a pesar de lo mucho que lo intento, de lo dolido que me siento, no
puedo dejar de amarla. Sé que no se lo merece. Que me abandonó sin mirar atrás.
Pero sigo queriendo a mi madre. ¿No crees que soy idiota?
—No
eres idiota —aseguré en voz baja. El dolor hacía que mi voz saliera más ronca.
Alargué
la mano y lo acaricié. No podía hacer nada más.
Y,
mientras lo sostenía, pensé en lo fuerte y tenaz que era, siguiendo hacia
delante sin detenerse nunca. Sin darse por vencido a pesar de que tenía de su
parte todas las razones para hacerlo. Pensé en lo inteligente que era, lo
tierno, desinteresado y amoroso que era.
—Todo
irá bien. Eres muy fuerte —susurré—. En todos los sentidos. Más fuerte que una
mula y dos veces más obstinado.
Sonreí
y él me devolvió la sonrisa.
—Tú
también te has mantenido apartada del fuego todo este tiempo, a pesar de lo que
has perdido. No hay nada más fuerte que eso. Nada.
Ese
día, no salimos de la cama hasta que el sol del mediodía atravesó radiante la
ventana.
Cuando
regresamos a las clases, dos semanas después, eché de menos dormir en su cama,
pero no era práctico. El último semestre de instituto suponía una presión
increíble. Era nuestra última oportunidad de conseguir la beca. El problema era
que, para mí, la beca se había convertido de repente en lo que me alejaría de
él o lo que lo alejaría de mí. Había sido lo único en lo que me había
concentrado en casi cuatro años, y, de repente, tenía sentimientos encontrados
al respecto. Ni siquiera sabía qué quería más. Después de todo, Edward había
luchado muy duro, y yo tenía fuertes sentimientos hacia él, ¿cómo podía esperar
que renunciara a sus sueños, aunque eso significara el logro de los míos? ¿Cómo
podría?
Edward
me había dicho hasta la saciedad que, ganara o no la beca, se marcharía de
Dennville. Eso quería decir que tenía un plan. Pero ¿yo podía consentir
realmente que se marchara de allí sin otra cosa que la ropa que llevaba puesta?
¿Podía esperar que siguiera sufriendo más de lo que ya lo había hecho? El mero
pensamiento me hacía sentir miedo por él y me sumía en una dolorosa soledad.
«Preocúpate
de ti misma, Isabella Swan», pensé para mis adentros, recriminándome esos
sentimientos. Bien sabía Dios que no debía pensar en nadie más. Sin embargo, me
preguntaba si Edward pensaría ahora de otra forma con respecto a la beca. Si lo
hacía, no lo había compartido conmigo. Parecía que ninguno de los dos quería
hablar al respecto.
Cuando lo veía en el instituto, me cogía de la mano y
paseábamos por el pasillo, pero no compartíamos ninguna clase y almorzábamos a
horas diferentes, así que no coincidíamos demasiado allí dentro.
Sin
embargo, estudiábamos juntos por las tardes, entre otras cosas más placenteras.
Un día, a mediados de enero, cuando por fin fui a la biblioteca a por un libro
nuevo, noté que un pequeño trozo de papel blanco sobresalía por el canto de una
novela que había devuelto algunas semanas antes.
Retiré
El guardián entre el centeno de la estantería.
«Holden Caulfield es
un narrador desagradable y llorica. Insulta a los demás, llamándolos farsantes,
pero en realidad eso es lo que es él. EC».
Me
reí por lo bajo y escribí la respuesta.
«Holden Caulfield es
un niño que se siente alienado por la sociedad, que está luchando por encontrar
su lugar en el mundo, y buscando a alguien con quién relacionarse. Es una
historia sobre la soledad. IS».
«Siempre tan
optimista, Isabella Swan, incluso cuando se trata de personajes antipáticos. EC».
Sonreí
al leer su nota. Nunca me había considerado optimista, pero quizá lo era. Quizá
todos veíamos los libros de manera diferente según lo que guardábamos en
nuestros corazones.
En
febrero, dieron a conocer los nombres de los cuatro mejores estudiantes, los
que iban a luchar por la beca Tyton Coal. Éramos Edward, yo y otras dos chicas.
Por mi parte, había recibido la carta de admisión en la universidad de San
Diego y la acepté. Me parecía una crueldad aceptar algo que podía llegar a no
tener la oportunidad de disfrutar, pero, si ganaba la beca, tenía que tener
elegida una universidad. Si no ganaba, revocaría la aceptación, igual que los
otros dos perdedores. No le pregunté a Edward dónde había aceptado. No lo
quería saber.
Estudiamos
juntos durante todo el invierno y las primeras semanas de primavera, nos
besábamos de forma larga y sosegada en cualquier lugar, en todas partes.
Hicimos excursiones por las colinas, mostrándonos el uno al otro los lugares
secretos que adorábamos de los Apalaches, donde no solo había belleza, sino
paz. Nos sentábamos junto a los ríos para pescar con la caña casera de Edward.
Yo apoyaba la cabeza en su regazo mientras el sol calentaba nuestra piel y la
brisa susurraba en la hierba alta. Atravesamos prados salpicados de flores
silvestres, que recogimos y colocamos en la caravana y en casa de Edward,
dentro de latas viejas. Tuvimos noches magníficas, en las que exploramos
nuestros cuerpos, aprendiendo qué era lo que nos daba mayor placer. Leímos un
libro tras otro, debatiéndolos solo a través de las breves notas que de alguna
manera mostraban una fugaz visión de nuestros corazones.
Trabajé
cuando tenía turnos. Luché, pasamos hambre algunas noches, y logramos reunir
cada centavo que costaban las medicinas de mamá.
Y
me enamoré.
Me
enamoré de una forma profunda, fuerte, total y completa.
Y él se marcharía; no volvería a verlo.
Quizá
yo también me iría. La ansiedad y la preocupación atravesaban mi cuerpo cada
vez que pensaba en ello. No era solo la confusión que sentía con respecto a la
beca, ni cómo afectaría a Edward que la ganara yo, sino también la idea de
dejar mi hogar. Había soñado durante mucho tiempo con asistir a la universidad
y, de repente, dejar a mi madre, a Alice, dejar atrás todo lo que conocía y
quería —sí, porque quería Dennville, Kentucky, a pesar de la miseria que había
allí—, me llenaba de miedo y ansiedad.
Tal
vez tuviera que ver con el hecho de que mi madre estaba mucho mejor desde que
tomaba las nuevas medicinas. Casi parecía normal, y nunca había utilizado esa
palabra para describir a mi madre. Estaba mejor o peor, pero nunca normal. Era
como si Alice y yo tuviéramos una
segunda oportunidad con ella. Pero ¿qué ocurriría después de que me fuera? A
duras penas podíamos conseguir el dinero que costaban las recetas mientras yo
estaba allí. Cuando me fuera, habría menos dinero, por poco que yo ganara. Por
supuesto, el coste de mi comida se lo ahorrarían.
Pero
cuando pensaba en no ganar, se me caía el alma a los pies. ¿Qué haría si
ocurriera eso? ¿Me gustaría trabajar a jornada completa en Alec’s como hacía Alice?
¿Qué otra opción tenía? En la zona no había ningún trabajo por el que fuera a
percibir más que el salario mínimo, y a diferencia de Edward, no tenía valor
suficiente para hacer dedo por todo el país con poco más que una mochila a la
espalda. Además, tenía familia que me ataba a Dennville. Edward no tenía a
nadie…, a nadie excepto a mí. Sin embargo, a pesar de que estábamos muy cerca
el uno del otro, no podía quedarse por mí. No pensaba pedírselo.
Algunas
veces lo sorprendía mirándome con esa extraña expresión en su cara, una mezcla
de dolor y firmeza. No estaba segura de qué significaba, pero me ponía
nerviosa.
¿Podría
sentirme todavía más próxima a Edward solo para tener que dejarlo y no mirar
atrás? ¿Podría llegar a amarlo más profundamente? ¿O podría él… cambiar de
opinión sobre cortar todos los lazos ahora que nuestra relación se había hecho
más profunda…, bueno, más lo que fuera?
«No
seas estúpida, Isabella», murmuré. Me había metido en esa situación a pesar de
que Edward había hecho todo lo posible para mantenerme alejada. Pero no me
arrepentía. No podía. Lo amaba. Era parte de mi corazón, y esperaba casi con desesperación
haberme vuelto tan parte de él que, simplemente, le sería imposible marcharse y
dejarme atrás.
Persuasión,
de Jane Austen:
«“Pero cuando el
dolor ha pasado, su recuerdo se convierte a menudo en placer”. ¿Te lo crees, Isabella?
EC».
Me
apoyé en la librería de la biblioteca y apreté el lápiz contra los labios
mientras pensaba sobre ello. Finalmente escribí:
«Creo que cuando ha
pasado el tiempo suficiente, cuando has sobrevivido a aquello que no imaginabas
que podrías superar, ves en ello una especie de dignidad. Algo que puedes
poseer de verdad. El orgullo de saber que el dolor te hace más fuerte. El dolor
que hace que tu lucha pueda tener éxito. Algún día, cuando esté viviendo mis
sueños, pensaré en todas las cosas que me rompieron el corazón y estaré
agradecida por ellas. IS».
«Incluso por ti, Edward».
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