Capitulo 8
Isabella
Empezamos
a caminar con la cabeza gacha para protegernos del viento y del frío. Después
de avanzar un poco, tenía los pies mojados, y empecé a tiritar de nuevo. Edward
me rodeó los hombros con un brazo, y permití que me apretara contra su cuerpo.
En el momento en que llegamos a Dennville, había dejado de nevar. Tenía los
pies todavía húmedos, pero había entrado en calor al moverme y gracias a la
calidez que desprendía el cuerpo de Edward.
—Tengo
que llamar al hospital para asegurarme de que Alice está allí con mi madre
—dije. Había un teléfono público en la pared de la antigua oficina de correos,
una reminiscencia del pasado en los tiempos que corrían. Pero arriba en la
montaña no había buena cobertura para los móviles, y muchas personas no tenían
teléfono fijo. En cuanto a nosotras, tampoco nos lo podíamos permitir. Edward
asintió y me acompañó a la pequeña cabina, donde busqué en la guía telefónica
el número del hospital al que Marlo llevaría a nuestra madre, un centro donde
aceptarían Medicaid. Saqué cincuenta centavos del bolsillo. Unos minutos
después me confirmaban que mi madre estaba siendo atendida y avisaban a Marlo
para que se pusiera al teléfono.
—Hola,
Bella. Lo siento mucho. Estaba vigilándome. Se escapó mientras me duchaba. ¿Vas
camino de casa?
—Sí,
y no te preocupes, Alice. Las dos sabemos que no ha sido culpa tuya. Estoy
bien. Te lo prometo. ¿Me necesitas para algo? Podría encontrar la manera de
llegar hasta ahí…
—No.
Ahora me toca a mí. Fuiste tú la que se quedó aquí la última vez. Incluso
faltaste al instituto. Y yo no tengo que trabajar hasta el martes. Solo siento
que vayas a pasar las vacaciones sola. Podríamos estar aquí unos días. Ni
siquiera era consciente de que estábamos en Navidad hasta que llegué al
instituto y vi el árbol con las luces en el vestíbulo.
—Estoy
bien. No te preocupes por mí. Te quiero. —Las dos sabíamos que, de todas
formas, la Navidad no significaba mucho en nuestra caravana. Sería un día
cualquiera.
—Yo
también te quiero, hermanita. Oh, necesitan que rellene unos papeles. Llámame
aquí si necesitas algo, ¿de acuerdo? Estaré en la sala de espera, pero pediré
en enfermería que me avisen si hay algún mensaje.
Bueno, al menos ella
estaría en un lugar caliente.
—De
acuerdo, Alice. Hasta luego.
—Te
quiero.
Permanecí
quieta un segundo, con los ojos clavados en el teléfono, y Edward me lanzó una
mirada inquisitiva mientras se frotaba las manos para calentárselas.
—Están
bien —expliqué—. Ya las han atendido. Estarán allí hasta Navidad, y bueno…
Nada. —Me enderecé, respirando hondo—. Así son las cosas. —Volví a quedarme en
silencio, pensando una idea. Luego cogí de nuevo la guía telefónica y miré un
número de Evansly. Lo marqué y sonó dos veces antes de que me respondiera una
voz masculina.
—Hola.
¿Doctor MCcarty? ¿Emmet?
—Sí,
soy yo. ¿En qué puedo ayudarla?
Me
aclaré la garganta.
—Soy
Isabella Swan… Yo… Es que… —De repente me vi asaltada por un montón de dudas. Alice
iba a matarme. ¿Qué estaba haciendo?
—Isabella,
¿qué ha pasado? —Parecía preocupado.
—Es
que… Bueno, nuestra madre… Ha tenido un incidente, por así decirlo, Alice está
en el hospital con ella, y se me acaba de ocurrir si… Es decir, me preguntaba
si querrías…
—Estoy
poniéndome la cazadora, Isabella. ¿En qué planta están?
—En
la doce. —Me lo sabía de memoria.
Permaneció
en silencio durante un momento.
—¿En
la planta de salud mental?
—Sí
—dije en voz baja, cerrando los ojos. La vergüenza volvía a hacerme dudar de lo
que estaba haciendo—. Sé que eres dentista, no médico, pero he pensado que…
Dios, ni siquiera sé lo que he pensado. Lo siento. Es casi Navidad y… —Miré a Edward,
que me observaba atentamente mientras hacía la llamada.
—Has
hecho bien al avisarme. Puedo acercarme y hacerle compañía. ¿Estás bien?
Solté
un suspiro.
—Sí,
estoy bien. Es muy amable por tu parte —dije. Y lo decía de verdad. La gratitud
me abrumaba.
Edward
me miraba preocupado, así que asentí moviendo la cabeza para que supiera que
todo iba bien.
—Me
alegro mucho de que me hayas llamado. Gracias, Isabella.
—Bien,
gracias. De verdad, gracias. Adiós, Emmet.
Colgué
Colgué y respiré hondo para tranquilizarme. Era muy probable que Alice me
matara, pero me sentía bien después de haber avisado al doctor MCcarty. Aunque
quizá mi hermana no quisiera salir con él, era un buen tipo. Yo tenía un buen
presentimiento sobre él. Y todo el mundo necesitaba un amigo de vez en cuando,
¿verdad?
—He
llamado a un amigo de Alice —expliqué a Edward—. Le he avisado por si quería ir
a estar con ella allí. La planta donde se encuentra mi madre no es la más
agradable.
Él
asintió con tristeza y nos dirigimos hacia la colina. Me alegré de que Edward
no me hiciera preguntas en ese momento. No estaba dispuesta a decir nada más.
Media hora después, llegamos a la caravana. Abrí la puerta y entramos
precipitadamente. Por suerte, Alice había cerrado la puerta antes de perseguir
a mamá, o ahora mismo el interior estaría congelado. Aun así, nuestro aliento
formaba nubecillas en el aire. Encendí los pequeños calentadores portátiles,
aunque sabía que pasaría un buen rato antes de que estuviéramos calientes en el
viejo remolque, lleno de corrientes de aire. Empecé a quitarme las botas
empapadas, y cuando miré hacia Edward, estaba de pie junto a la puerta, con
expresión incómoda.
—Debes
secarte —le dije—. Es decir… A menos que tengas que irte ya a tu casa. ¡Oh! —Me
di una palmada en la frente—. Tienes que marcharte, claro… Tu madre…
Él
movió la cabeza.
—No,
no te preocupes por mi madre. No está esperándome. Es solo que… me gustaría
poder llevarte al hospital. ¿Tu hermana te necesita allí?
Puse
las botas a un lado y empecé a quitarme los calcetines mojados, todavía
tiritando.
—No.
Es que… hacemos turnos. Siempre es así —comenté. No le ofrecí más
explicaciones, pero Edward asintió como si me comprendiera y se quitó también
los zapatos y los calcetines. Luego nos despojamos de las cazadoras y yo cogí
la manta que había doblada encima del sofá donde dormía. Me envolví en ella,
acomodándome mientras señalaba con la cabeza un lugar a mi lado.
Dudó
un momento, pero luego se sentó y se envolvió también en otra manta.
—Me
gusta vuestro árbol —dijo, señalando nuestro pequeño abeto de Navidad. Sonreí.
Nos gustaba cortarlo nosotras mismas. Era pequeño y no tenía muchos adornos,
pero sí una cadena de luces blancas que me encantaba. De alguna forma, su
resplandor hacía que nuestro pequeño y sucio remolque pareciera un lugar mucho
mejor.
—Gracias.
Permanecimos
en silencio durante un rato.
—Isabella
—dijo finalmente—, si no quieres hablar lo entenderé, pero…
Suspiré.
—¿Mi madre? ¿Quieres
saber lo que le pasa?
Asintió
con la cabeza mientras me miraba con ternura.
Tiré
de la manta y me arrebujé debajo, sintiendo por fin que entraba en calor. El
viento soplaba lúgubremente a través de los árboles en el exterior.
—Mi
padre la trajo aquí cuando estaba embarazada de Alice, y se marchó cuando yo
tenía tres días. Atravesó la puerta del remolque y no miró atrás.
—Joder…
Lo siento.
Negué
moviendo la cabeza.
—No
lo sientas. Para mí no significa nada. No he llegado a conocerlo, y, después de
lo que le hizo a mi madre, me alegro de que sea así.
—¿Es
que…? —Edward hizo una pausa como si buscara las palabras adecuadas.
—¿Si
es culpa suya que sea así? —Negué con la cabeza—. No, es decir… Quizá sea el
motivo de que se acusara, pero mi madre siempre ha fluctuado arriba y abajo… A
veces incluso delira. El médico que le prescribe la medicación nos ha dicho que
tiene un trastorno depresivo, pero yo no estoy segura. Parece algo más que eso,
y me parece también que él no sabe de qué habla. —Bajé la mirada, sintiéndome
expuesta. Nunca había hablado con nadie de esto, salvo con Alice.
—Mi
madre conoció a mi padre en uno de sus desfiles. Era reina de la belleza, y
saltó a la fama cuando se convirtió en Miss Rayo de Sol de Kentucky. —Solté una
risita carente de humor y luego permanecí en silencio durante un minuto antes
de continuar—. Entonces, mi padre trabajaba como parte del equipo de
iluminación y se enamoraron locamente. O eso es lo que cuenta mi madre. Ella
procedía de buena familia, pero cuando les dijo que se había quedado embarazada
y que se había ido a vivir con un chico lleno de tatuajes a un pequeño pueblo
minero, la repudiaron. Mi madre trató de ponerse en contacto con ellos durante
años, pero no han respondido nunca a sus llamadas. —Moví la cabeza—. Él la
trajo aquí, trabajó en la mina durante un par de años y luego decidió que no
quería tener esposa ni familia, así que se largó. Eso es todo. —Hice que me
lavaba las manos para indicarle lo que mi padre había hecho con nosotras. Luego
me quedé quieta.
Edward
me miraba pensativo, no como si sintiera lástima por mí, sino como si lo
comprendiera y aceptara. Eso me impulsó a continuar.
—¿Qué
hubo entre tu madre y Charlie Black? —preguntó.
Fruncí
el ceño.
—Empezaron
una aventura cuando yo tenía ocho años y Alice once. Él le dijo que iba a dejar
a su esposa, que cuidaría de nosotras y nos llevaría a su enorme casa en el
pueblo. Mi madre lo consideraba una especie de salvador.
—¿Estás
segura de que es cierto? Lo digo porque tu madre tiene una concepción muy
sesgada de la realidad…
Negué moviendo la
cabeza.
—Lo
dijo. Esta caravana es pequeña y las paredes son muy finas. —Lo miré fijamente.
Él
abrió mucho los ojos.
—¿Venía
aquí?
—Sí.
Durante todo el tiempo.
Edward
se pasó la mano por el pelo y apretó los labios.
—Jesús…
¡Menudo cabrón! —Me dio la impresión de que quería decir algo más, pero
permaneció en silencio.
—Creo
que le gustaba venir. Lo veía en sus ojos. Le producía alguna sensación
extraña. Dejaba dinero encima de la mesa antes de irse.
Edward
emitió otro sonido de disgusto.
—De
todas formas, la situación se prolongó durante un par de años. Utilizó a mi
madre como si fuera una puta. Ella pensaba que la amaba. —Sacudí de nuevo la
cabeza—. Un día, mi madre nos llevó al pueblo para enfrentarse con él y su
esposa. Las tres caminamos los doce kilómetros que había hasta su casa, y llamó
a la puerta. Fue muy humillante.
Miré
a un lado, pasándome el dedo por el labio inferior al sentir de nuevo la
desesperación de ese momento. No quería mirar a Edward a los ojos. Él permaneció
en silencio, esperando que yo continuara.
—Charlie
abrió la puerta y, cuando mi madre expuso la razón por la que estaba allí, él
le escupió. —Clavé los ojos en Edward—. ¡Le escupió! —repetí—. Luego le cerró
la puerta en las narices. —Mientras recordaba la devastación de mi madre, miré
por detrás de Edward, contemplando el cielo a través de la ventana. El
crepúsculo era de un profundo tono azul plomizo, el mismo color que había
cubierto nuestros zapatos mientras regresábamos en silencio, con la cabeza gacha.
—Isabella…
—susurró él—. Lo siento mucho.
Asentí.
—Supongo
que es así y punto.
—No
es de extrañar que hayas renunciado a los hombres —añadió con una sonrisa leve.
Me
estaba tomando el pelo.
—Por
eso es genial que seamos solo amigos —repliqué, devolviéndole la sonrisa.
Se
rio entre dientes.
—¿Te
sientes incómoda de que Charlie Black sea el administrador de la beca y todo
eso?
Me encogí de hombros.
—En
realidad no. Es la beca de Tyton Coal. Él solo es la cara visible. Y si me
ayuda a salir de aquí, estoy dispuesta a dejar a un lado cualquier pizca de
orgullo.
Edward
asintió moviendo la cabeza. Pareció quedarse pensativo mientras miraba el
suelo.
Después
de un rato, subió los ojos hasta los míos. ¡Dios mío, qué guapo era! Cuando
nuestras miradas se encontraron, ninguno de los dos apartó la vista. Parpadeé
mientras un extraño calor se extendía por mi vientre.
—¿Te
apetece un chocolate caliente?
—Er…
sí, claro.
Me
levanté todavía envuelta en la manta y me dirigí a la pequeña cocina que
ocupaba la parte delantera del remolque. Edward me siguió, también con la manta
sobre los hombros. Me observó mientras ponía el agua a hervir, con la cadera
apoyada contra la pequeña puerta. Aparté la vista para concentrarme en mi
tarea. Su masculinidad parecía llenar el remolque. Quizá fuera porque no estaba
acostumbrada a compartir el espacio con un varón o tal vez porque tenerlo a él
cerca hiperestimulaba mis sentidos. Odiaba que fuera así. Lo odiaba porque
éramos amigos. Me había intentado convencer a mí misma de ello después de que
me dijera que no volvería a besarme. Pero si no nos íbamos a besar, entonces
éramos amigos y punto. Respiré hondo y vertí el agua caliente en dos tazas
donde ya había servido el cacao en polvo. Apagué el fogón antes de entregar a Edward
una de las tazas. Nuestras manos se rozaron cuando la cogió por el asa, y los
dos levantamos la vista.
—Lo
siento —susurré.
—¿El
qué?
Parpadeé.
—Mmm…
—«No ser capaz de dejar de querer que me beses hasta que me quede sin aliento.
Ser incapaz de dejar de pensar en la forma en que me besaste. Preguntarme si
alguna vez sentiré de nuevo la misma emoción que sentí cuando tus labios
tocaron los míos por primera vez. Mentir y fingir que me siento feliz siendo
solo tu amiga»—. Que esté tan caliente. —Bajé los ojos a la taza que sostenía
en la mano.
—Eso
está bien. Así entraremos en calor.
Asentí
moviendo la cabeza mientras pasaba con rapidez a su lado. Necesitaba espacio.
En realidad lo que necesitaba de verdad era sentir el impacto de una ráfaga de
aire frío en la cara, pero no estaba dispuesta a volver a quedarme congelada
ahora que por fin estaba entrando en calor.
«¿Qué
hacen los amigos?».
—Entonces…
¿quieres jugar al Scrabble o algo así? Conservo un par de juegos de mesa de mi
padre.
—Claro. ¿Cuáles
tienes?
—Er…
déjame ver. —Me acerqué a un pequeño armario y miré lo que había en el estante
superior. Había pasado una eternidad desde que Alice y yo habíamos jugado a
eso. De repente, me parecía una idea muy divertida.
—Scrabble…
Mmm… Monopoly.
—¡Al
Monopoly! —dijo Edward con entusiasmo. Me reí y saqué el juego del estante.
Me
senté en el sofá y él se acomodó a mi lado. Acerqué la mesita para café a
nuestras rodillas y comencé a colocar el tablero y el resto del material. Luego
puse la bandeja del dinero delante de mí, así podría ser la banca y entregar
las tarjetas de bienes raíces.
—Prefiero
ser yo la banca —protestó él.
Fruncí
el ceño. Siempre era yo la banca. Pero después de todo, él era mi invitado, así
que le entregué la bandeja con el dinero.
—Y
siempre juego con el zapato —continuó.
«Bueno,
eso es inaceptable».
—Ah,
no, soy yo la que juega con el zapato —informé.
—¡No!
Ni hablar. El zapato soy yo.
—De
todas formas, ¿por qué quieres jugar con un zapato viejo y sucio? ¿No prefieres
ser el coche de lujo? —Arqueé una ceja, tratando de convencerlo sosteniendo en
alto el deportivo.
—No,
el zapato representa el trabajo duro. Y el trabajo duro conduce a la riqueza.
Por eso siempre soy el zapato.
Arqueé
las cejas.
—¿Por
qué quieres ser el zapato? —preguntó.
—Porque
es algo que parece no tener pretensiones. Nadie espera que el zapato venga y lo
gane todo. Todos vigilan al descapotable…, no al zapato. Es el que no pilla el
radar, el que va caminando. —Le guiñé el ojo.
Edward
se rio, satisfecho.
—Me
ha gustado esa respuesta. Lo echaremos a suertes.
Sonreí.
—Vale.
Lancé
la primera. Un cuatro.
Edward
tiró después. Tres. Se rio.
—Muy bien. Puedes ser
el zapato. Has
ganado.
Una
hora después, habíamos sobrevivido a la caída de la bolsa y éramos socios en
varios negocios. Habíamos dado ya varias vueltas al tablero. Edward estaba
ganando, lo que no me hacía feliz. Aterricé en otra de sus malditas estaciones
de ferrocarril
Se
rio, haciendo que lo mirara.
—¿Qué
te hace tanta gracia?
—Nunca
hubiera imaginado que fueras tan competitiva, Isabella Swan. —Sonrió,
satisfecho de sí mismo.
—Grr…
—gruñí, contando el dinero para pagarle.
—Es
la regla de oro del Monopoly: comprar siempre los ferrocarriles.
Lo
miré con los ojos entrecerrados.
—No
has ganado tanto como para darme consejos de estrategia, ¿sabes? —Hice una
pausa—. Nunca compro las estaciones. Son aburridas.
—Bueno,
pues deberías. Si las comparas con otras propiedades, te darás cuenta de que el
flujo de ingresos es constante durante todo el juego. Si se poseen las cuatro,
es una fuente de dinero importante. Puedes utilizarlo para financiar el resto
de monopolios.
Lo
miré durante un rato. Incliné la cabeza. Sabía que estaba trabajando para conseguir
la beca, pero hasta ese momento no me había dado cuenta de lo inteligente que
era en realidad. Y, de repente, tuve la certeza: él no podía quedarse allí.
Tenía que marcharse para poder dar salida a esa inteligencia. Me vi inundada
por una tristeza tan profunda, que me hizo sentir confusa. Ser inteligente no
era algo que debiera producir tristeza, sobre todo con lo mucho que se
necesitaba serlo en Dennville, Kentucky.
—Quizá
no debería estar dándote todos esos consejos, pero es evidente —dijo haciendo
un gesto con la mano para indicar que estaba ganando— que podrías usarlos.
Me
reí.
—Eres
un idiota —murmuré, haciéndole reír a él también.
Una
hora después, estaba prácticamente en quiebra y él tenía la partida ganada. Edward
no podía contener la diversión. Era una locura.
Sin
embargo, hacía mucho tiempo que no me divertía tanto.
—Está
bien, lo admito. Me has aniquilado oficialmente. Felicidades.
Cogí
el tablero y recogí el material mientras él se reía.
—Tienes
suerte. Te voy a dar la revancha.
—Mmm…
Hubo
un golpe en la puerta del remolque y él me miró, confundido.
—¿Quién
es? —pregunté.
—Soy Aro.
—Aro…
—repetí, corriendo hacia la puerta y abriéndola. Una ráfaga de aire helado me
hizo dar un paso atrás—. Adelante.
Aro
Vulturi era mi vecino, quizá el habitante de más edad de las colinas. Un tipo
extraño pero con buen corazón que nos traía cestos llenos de ruibarbo en
verano.
—Hola,
señorita —dijo sonriente, bajándose la capucha.
—¿Qué
te ha traído aquí con este tiempo, Aro?
—He
venido a traeros un regalo de Navidad. —Miró a Edward.
—Aro,
¿conoces a Edward Cullen? También vive en las colinas y…
—Claro.
Hola, chico. ¿Qué tal está tu madre?
—Hola,
señor. Er… está bien. No sale mucho, ya sabe.
Aro
frunció el ceño.
—No,
supongo que no. —Miró a Edward durante demasiado tiempo. ¿Qué pasaba? Yo
también lo observé, y vi que tenía las manos en los bolsillos mientras miraba
al suelo.
—Bueno,
aquí tienes. —Aro me ofreció algo envuelto en papel de seda blanco.
Lo
cogí.
—No
era necesario. —Sonreí, incómoda, cambiando el peso de pie. Sabía exactamente
qué era, y no quería abrirlo delante de Edward. Pero Aro estaba allí, mirándome
con tanta satisfacción y expectación que no podía defraudarlo. Así que desenvolví
el paquete y levanté el trozo de madera tallado, intentando no mostrar una
expresión de repulsa. Sin embargo, no pude evitar el calor que me bajó por el
cuello. Aro hacía tallas pornográficas. Por lo que sabía, estaba tallando en
madera todo el Kamasutra. La figura que tenía en la mano consistía en una mujer
arrodillada delante de un hombre. Ella le chupaba el pene mientras él le tiraba
del pelo, con una expresión de éxtasis en la cara.
Bueno…
—Guau,
Aro. Es muy… romántico.
Edward
sofocó una risa y luego empezó a toser.
Aro
sonrió, soñador.
—Lo
es —confirmó, pero luego su rostro cambió—. ¿Qué tal está Rene? —se interesó,
preguntando por mi madre.
—Vuelve
a estar en el hospital.
Asintió
moviendo la cabeza.
—Ya
me supuse. La vi salir en bata. Subí para avisar a Alice —comentó, acabando las
palabras con una T al final, como hacía la gente de la montaña—. La pobre chica estaba en la ducha. —Sacudió la
cabeza—. Me alegro de que la estén arreglando.
Bueno,
era una manera de decirlo. Me limité a asentir.
—Oh,
yo también tengo algo para ti —dije, cogiendo una pequeña lata de debajo del
árbol de Navidad.
Se
la tendí con una sonrisa.
—Té
de lavanda. Mi favorito. Eres una joya, Isabella.
Me
reí.
—De
nada. —Debía confesar que en realidad le hacía té de lavanda cada vez que
podía, no solo en Navidad, porque sabía que le encantaba. Así que no era nada
del otro mundo. Pero él era muy bondadoso al actuar como si lo fuera.
—Bueno,
que tengáis una feliz Navidad. —Se puso la capucha, sonrió a Edward y me besó
en la mejilla con los labios fríos y secos.
—Igualmente
—respondí.
Cuando
Aro se fue, miró a Edward, que admiraba la talla de madera.
—Tengo
una colección entera —confesé.
Edward
echó la cabeza hacia atrás y se rio. Me uní a él.
—Lo
juro, es evidente que ese viejo tiene un tornillo suelto. Pero lo adoro.
Edward
negó con la cabeza sin dejar de reírse.
—¿Puedo
verla?
Se
la mostré y examinó las tallas de cerca, cogiéndolas en la mano.
—¡Joder!
A pesar de su locura, tiene talento. —Siguió mirándolas durante un minuto, y
luego, como si de repente recordara lo que estaba viendo, se puso serio y se
aclaró la garganta.
Dejé
el regalo debajo del árbol y me volví hacia Edward. Tenía una expresión intensa
y caliente. Se me erizó la piel y sentí una fuerte oleada de calor. Agarré con
fuerza el borde de mi jersey. No sabía cómo enfrentarme a la tensión que había
entre nosotros. Éramos amigos, ¿no?
—Será
mejor que vuelva a casa, ya sabes, por si mi madre me necesita.
Asentí.
—Sí,
es cierto. Por supuesto. —Miré el reloj, y vi que eran casi las diez.
Edward
parecía inseguro.
—¿Seguro
que estás bien? —preguntó mientras se ponía con rapidez los calcetines y los
zapatos.
—Sí —sonreí—. Ahora
estoy bien. Gracias. —Bajé la vista, sintiéndome tímida por alguna razón inexplicable—.
Muchas
gracias.
Él
asintió bajando la mirada a mis labios antes de volver a subirla a mis ojos.
Los dos nos movimos a la vez, yo para abrirle la puerta y él para ponerse la
cazadora, que ya estaba seca.
—Ten
cuidado de camino a casa —dije en voz baja, junto a la puerta abierta—. Puedes
resbalar y…
—…
y hay linces —terminó él, haciendo que los dos nos riéramos.
Se
puso serio.
—Iré
con cuidado, te lo prometo —aseguró, volviendo a mirarme fijamente.
—Vale.
—Vale
Bajó
los dos peldaños hasta estar de pie en la nieve.
—Cierra
la puerta con llave. Me iré cuando oiga el clic.
Asentí.
—Buenas
noches, Edward.
—Buenas
noches, Isabella.
Cerré
el cerrojo y me acerqué lentamente al sofá, donde me envolví en la manta y me
senté, con los ojos clavados en el pequeño árbol de Navidad. De repente, la
caravana me parecía demasiado tranquila y solitaria. Y me pasaba algo, algo que
me hacía pensar. Me sentía tensa. Tenía que hacer algo, y no sabía por qué. Sin
embargo, antes de que pudiera, bostecé. Me recosté y, en pocos minutos, estaba
profundamente dormida.
No me desperté hasta
que la luz de la mañana de Navidad atravesó las ventanas del remolque, mientras
un coro de reyezuelos piaban su canto.
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GRACIAS 😘❤
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