miércoles, 21 de marzo de 2018

No Esperaba enamorarme de ti Capitulo 8


Capitulo 8
Isabella
Empezamos a caminar con la cabeza gacha para protegernos del viento y del frío. Después de avanzar un poco, tenía los pies mojados, y empecé a tiritar de nuevo. Edward me rodeó los hombros con un brazo, y permití que me apretara contra su cuerpo. En el momento en que llegamos a Dennville, había dejado de nevar. Tenía los pies todavía húmedos, pero había entrado en calor al moverme y gracias a la calidez que desprendía el cuerpo de Edward.

—Tengo que llamar al hospital para asegurarme de que Alice está allí con mi madre —dije. Había un teléfono público en la pared de la antigua oficina de correos, una reminiscencia del pasado en los tiempos que corrían. Pero arriba en la montaña no había buena cobertura para los móviles, y muchas personas no tenían teléfono fijo. En cuanto a nosotras, tampoco nos lo podíamos permitir. Edward asintió y me acompañó a la pequeña cabina, donde busqué en la guía telefónica el número del hospital al que Marlo llevaría a nuestra madre, un centro donde aceptarían Medicaid. Saqué cincuenta centavos del bolsillo. Unos minutos después me confirmaban que mi madre estaba siendo atendida y avisaban a Marlo para que se pusiera al teléfono.

—Hola, Bella. Lo siento mucho. Estaba vigilándome. Se escapó mientras me duchaba. ¿Vas camino de casa?


—Sí, y no te preocupes, Alice. Las dos sabemos que no ha sido culpa tuya. Estoy bien. Te lo prometo. ¿Me necesitas para algo? Podría encontrar la manera de llegar hasta ahí…

—No. Ahora me toca a mí. Fuiste tú la que se quedó aquí la última vez. Incluso faltaste al instituto. Y yo no tengo que trabajar hasta el martes. Solo siento que vayas a pasar las vacaciones sola. Podríamos estar aquí unos días. Ni siquiera era consciente de que estábamos en Navidad hasta que llegué al instituto y vi el árbol con las luces en el vestíbulo.

—Estoy bien. No te preocupes por mí. Te quiero. —Las dos sabíamos que, de todas formas, la Navidad no significaba mucho en nuestra caravana. Sería un día cualquiera.

—Yo también te quiero, hermanita. Oh, necesitan que rellene unos papeles. Llámame aquí si necesitas algo, ¿de acuerdo? Estaré en la sala de espera, pero pediré en enfermería que me avisen si hay algún mensaje.

Bueno, al menos ella estaría en un lugar caliente.

—De acuerdo, Alice. Hasta luego.

—Te quiero.

Permanecí quieta un segundo, con los ojos clavados en el teléfono, y Edward me lanzó una mirada inquisitiva mientras se frotaba las manos para calentárselas.

—Están bien —expliqué—. Ya las han atendido. Estarán allí hasta Navidad, y bueno… Nada. —Me enderecé, respirando hondo—. Así son las cosas. —Volví a quedarme en silencio, pensando una idea. Luego cogí de nuevo la guía telefónica y miré un número de Evansly. Lo marqué y sonó dos veces antes de que me respondiera una voz masculina.

—Hola. ¿Doctor MCcarty? ¿Emmet?

—Sí, soy yo. ¿En qué puedo ayudarla?

Me aclaré la garganta.

—Soy Isabella Swan… Yo… Es que… —De repente me vi asaltada por un montón de dudas. Alice iba a matarme. ¿Qué estaba haciendo?

—Isabella, ¿qué ha pasado? —Parecía preocupado.

—Es que… Bueno, nuestra madre… Ha tenido un incidente, por así decirlo, Alice está en el hospital con ella, y se me acaba de ocurrir si… Es decir, me preguntaba si querrías…

—Estoy poniéndome la cazadora, Isabella. ¿En qué planta están?

—En la doce. —Me lo sabía de memoria.

Permaneció en silencio durante un momento.

—¿En la planta de salud mental?

—Sí —dije en voz baja, cerrando los ojos. La vergüenza volvía a hacerme dudar de lo que estaba haciendo—. Sé que eres dentista, no médico, pero he pensado que… Dios, ni siquiera sé lo que he pensado. Lo siento. Es casi Navidad y… —Miré a Edward, que me observaba atentamente mientras hacía la llamada.

—Has hecho bien al avisarme. Puedo acercarme y hacerle compañía. ¿Estás bien?

Solté un suspiro.

—Sí, estoy bien. Es muy amable por tu parte —dije. Y lo decía de verdad. La gratitud me abrumaba.

Edward me miraba preocupado, así que asentí moviendo la cabeza para que supiera que todo iba bien.

—Me alegro mucho de que me hayas llamado. Gracias, Isabella.

—Bien, gracias. De verdad, gracias. Adiós, Emmet.

Colgué Colgué y respiré hondo para tranquilizarme. Era muy probable que Alice me matara, pero me sentía bien después de haber avisado al doctor MCcarty. Aunque quizá mi hermana no quisiera salir con él, era un buen tipo. Yo tenía un buen presentimiento sobre él. Y todo el mundo necesitaba un amigo de vez en cuando, ¿verdad?

—He llamado a un amigo de Alice —expliqué a Edward—. Le he avisado por si quería ir a estar con ella allí. La planta donde se encuentra mi madre no es la más agradable.

Él asintió con tristeza y nos dirigimos hacia la colina. Me alegré de que Edward no me hiciera preguntas en ese momento. No estaba dispuesta a decir nada más. Media hora después, llegamos a la caravana. Abrí la puerta y entramos precipitadamente. Por suerte, Alice había cerrado la puerta antes de perseguir a mamá, o ahora mismo el interior estaría congelado. Aun así, nuestro aliento formaba nubecillas en el aire. Encendí los pequeños calentadores portátiles, aunque sabía que pasaría un buen rato antes de que estuviéramos calientes en el viejo remolque, lleno de corrientes de aire. Empecé a quitarme las botas empapadas, y cuando miré hacia Edward, estaba de pie junto a la puerta, con expresión incómoda.

—Debes secarte —le dije—. Es decir… A menos que tengas que irte ya a tu casa. ¡Oh! —Me di una palmada en la frente—. Tienes que marcharte, claro… Tu madre…

Él movió la cabeza.

—No, no te preocupes por mi madre. No está esperándome. Es solo que… me gustaría poder llevarte al hospital. ¿Tu hermana te necesita allí?

Puse las botas a un lado y empecé a quitarme los calcetines mojados, todavía tiritando.

—No. Es que… hacemos turnos. Siempre es así —comenté. No le ofrecí más explicaciones, pero Edward asintió como si me comprendiera y se quitó también los zapatos y los calcetines. Luego nos despojamos de las cazadoras y yo cogí la manta que había doblada encima del sofá donde dormía. Me envolví en ella, acomodándome mientras señalaba con la cabeza un lugar a mi lado.

Dudó un momento, pero luego se sentó y se envolvió también en otra manta.

—Me gusta vuestro árbol —dijo, señalando nuestro pequeño abeto de Navidad. Sonreí. Nos gustaba cortarlo nosotras mismas. Era pequeño y no tenía muchos adornos, pero sí una cadena de luces blancas que me encantaba. De alguna forma, su resplandor hacía que nuestro pequeño y sucio remolque pareciera un lugar mucho mejor.

—Gracias.

Permanecimos en silencio durante un rato.

—Isabella —dijo finalmente—, si no quieres hablar lo entenderé, pero…

Suspiré.

—¿Mi madre? ¿Quieres saber lo que le pasa?

Asintió con la cabeza mientras me miraba con ternura.

Tiré de la manta y me arrebujé debajo, sintiendo por fin que entraba en calor. El viento soplaba lúgubremente a través de los árboles en el exterior.

—Mi padre la trajo aquí cuando estaba embarazada de Alice, y se marchó cuando yo tenía tres días. Atravesó la puerta del remolque y no miró atrás.

—Joder… Lo siento.

Negué moviendo la cabeza.

—No lo sientas. Para mí no significa nada. No he llegado a conocerlo, y, después de lo que le hizo a mi madre, me alegro de que sea así.

—¿Es que…? —Edward hizo una pausa como si buscara las palabras adecuadas.

—¿Si es culpa suya que sea así? —Negué con la cabeza—. No, es decir… Quizá sea el motivo de que se acusara, pero mi madre siempre ha fluctuado arriba y abajo… A veces incluso delira. El médico que le prescribe la medicación nos ha dicho que tiene un trastorno depresivo, pero yo no estoy segura. Parece algo más que eso, y me parece también que él no sabe de qué habla. —Bajé la mirada, sintiéndome expuesta. Nunca había hablado con nadie de esto, salvo con Alice.

—Mi madre conoció a mi padre en uno de sus desfiles. Era reina de la belleza, y saltó a la fama cuando se convirtió en Miss Rayo de Sol de Kentucky. —Solté una risita carente de humor y luego permanecí en silencio durante un minuto antes de continuar—. Entonces, mi padre trabajaba como parte del equipo de iluminación y se enamoraron locamente. O eso es lo que cuenta mi madre. Ella procedía de buena familia, pero cuando les dijo que se había quedado embarazada y que se había ido a vivir con un chico lleno de tatuajes a un pequeño pueblo minero, la repudiaron. Mi madre trató de ponerse en contacto con ellos durante años, pero no han respondido nunca a sus llamadas. —Moví la cabeza—. Él la trajo aquí, trabajó en la mina durante un par de años y luego decidió que no quería tener esposa ni familia, así que se largó. Eso es todo. —Hice que me lavaba las manos para indicarle lo que mi padre había hecho con nosotras. Luego me quedé quieta.

Edward me miraba pensativo, no como si sintiera lástima por mí, sino como si lo comprendiera y aceptara. Eso me impulsó a continuar.

—¿Qué hubo entre tu madre y Charlie Black? —preguntó.

Fruncí el ceño.

—Empezaron una aventura cuando yo tenía ocho años y Alice once. Él le dijo que iba a dejar a su esposa, que cuidaría de nosotras y nos llevaría a su enorme casa en el pueblo. Mi madre lo consideraba una especie de salvador.

—¿Estás segura de que es cierto? Lo digo porque tu madre tiene una concepción muy sesgada de la realidad…

Negué moviendo la cabeza.

—Lo dijo. Esta caravana es pequeña y las paredes son muy finas. —Lo miré fijamente.

Él abrió mucho los ojos.

—¿Venía aquí?

—Sí. Durante todo el tiempo.

Edward se pasó la mano por el pelo y apretó los labios.

—Jesús… ¡Menudo cabrón! —Me dio la impresión de que quería decir algo más, pero permaneció en silencio.

—Creo que le gustaba venir. Lo veía en sus ojos. Le producía alguna sensación extraña. Dejaba dinero encima de la mesa antes de irse.

Edward emitió otro sonido de disgusto.

—De todas formas, la situación se prolongó durante un par de años. Utilizó a mi madre como si fuera una puta. Ella pensaba que la amaba. —Sacudí de nuevo la cabeza—. Un día, mi madre nos llevó al pueblo para enfrentarse con él y su esposa. Las tres caminamos los doce kilómetros que había hasta su casa, y llamó a la puerta. Fue muy humillante.

Miré a un lado, pasándome el dedo por el labio inferior al sentir de nuevo la desesperación de ese momento. No quería mirar a Edward a los ojos. Él permaneció en silencio, esperando que yo continuara.

—Charlie abrió la puerta y, cuando mi madre expuso la razón por la que estaba allí, él le escupió. —Clavé los ojos en Edward—. ¡Le escupió! —repetí—. Luego le cerró la puerta en las narices. —Mientras recordaba la devastación de mi madre, miré por detrás de Edward, contemplando el cielo a través de la ventana. El crepúsculo era de un profundo tono azul plomizo, el mismo color que había cubierto nuestros zapatos mientras regresábamos en silencio, con la cabeza gacha.

—Isabella… —susurró él—. Lo siento mucho.

Asentí.

—Supongo que es así y punto.

—No es de extrañar que hayas renunciado a los hombres —añadió con una sonrisa leve.

Me estaba tomando el pelo.

—Por eso es genial que seamos solo amigos —repliqué, devolviéndole la sonrisa.

Se rio entre dientes.

—¿Te sientes incómoda de que Charlie Black sea el administrador de la beca y todo eso?

Me encogí de hombros.

—En realidad no. Es la beca de Tyton Coal. Él solo es la cara visible. Y si me ayuda a salir de aquí, estoy dispuesta a dejar a un lado cualquier pizca de orgullo.

Edward asintió moviendo la cabeza. Pareció quedarse pensativo mientras miraba el suelo.

Después de un rato, subió los ojos hasta los míos. ¡Dios mío, qué guapo era! Cuando nuestras miradas se encontraron, ninguno de los dos apartó la vista. Parpadeé mientras un extraño calor se extendía por mi vientre.

—¿Te apetece un chocolate caliente?

—Er… sí, claro.

Me levanté todavía envuelta en la manta y me dirigí a la pequeña cocina que ocupaba la parte delantera del remolque. Edward me siguió, también con la manta sobre los hombros. Me observó mientras ponía el agua a hervir, con la cadera apoyada contra la pequeña puerta. Aparté la vista para concentrarme en mi tarea. Su masculinidad parecía llenar el remolque. Quizá fuera porque no estaba acostumbrada a compartir el espacio con un varón o tal vez porque tenerlo a él cerca hiperestimulaba mis sentidos. Odiaba que fuera así. Lo odiaba porque éramos amigos. Me había intentado convencer a mí misma de ello después de que me dijera que no volvería a besarme. Pero si no nos íbamos a besar, entonces éramos amigos y punto. Respiré hondo y vertí el agua caliente en dos tazas donde ya había servido el cacao en polvo. Apagué el fogón antes de entregar a Edward una de las tazas. Nuestras manos se rozaron cuando la cogió por el asa, y los dos levantamos la vista.

—Lo siento —susurré.

—¿El qué?

Parpadeé.

—Mmm… —«No ser capaz de dejar de querer que me beses hasta que me quede sin aliento. Ser incapaz de dejar de pensar en la forma en que me besaste. Preguntarme si alguna vez sentiré de nuevo la misma emoción que sentí cuando tus labios tocaron los míos por primera vez. Mentir y fingir que me siento feliz siendo solo tu amiga»—. Que esté tan caliente. —Bajé los ojos a la taza que sostenía en la mano.

—Eso está bien. Así entraremos en calor.

Asentí moviendo la cabeza mientras pasaba con rapidez a su lado. Necesitaba espacio. En realidad lo que necesitaba de verdad era sentir el impacto de una ráfaga de aire frío en la cara, pero no estaba dispuesta a volver a quedarme congelada ahora que por fin estaba entrando en calor.

«¿Qué hacen los amigos?».

—Entonces… ¿quieres jugar al Scrabble o algo así? Conservo un par de juegos de mesa de mi padre.

—Claro. ¿Cuáles tienes?

—Er… déjame ver. —Me acerqué a un pequeño armario y miré lo que había en el estante superior. Había pasado una eternidad desde que Alice y yo habíamos jugado a eso. De repente, me parecía una idea muy divertida.

—Scrabble… Mmm… Monopoly.

—¡Al Monopoly! —dijo Edward con entusiasmo. Me reí y saqué el juego del estante.

Me senté en el sofá y él se acomodó a mi lado. Acerqué la mesita para café a nuestras rodillas y comencé a colocar el tablero y el resto del material. Luego puse la bandeja del dinero delante de mí, así podría ser la banca y entregar las tarjetas de bienes raíces.

—Prefiero ser yo la banca —protestó él.

Fruncí el ceño. Siempre era yo la banca. Pero después de todo, él era mi invitado, así que le entregué la bandeja con el dinero.

—Y siempre juego con el zapato —continuó.

«Bueno, eso es inaceptable».

—Ah, no, soy yo la que juega con el zapato —informé.

—¡No! Ni hablar. El zapato soy yo.

—De todas formas, ¿por qué quieres jugar con un zapato viejo y sucio? ¿No prefieres ser el coche de lujo? —Arqueé una ceja, tratando de convencerlo sosteniendo en alto el deportivo.

—No, el zapato representa el trabajo duro. Y el trabajo duro conduce a la riqueza. Por eso siempre soy el zapato.

Arqueé las cejas.

—¿Por qué quieres ser el zapato? —preguntó.

—Porque es algo que parece no tener pretensiones. Nadie espera que el zapato venga y lo gane todo. Todos vigilan al descapotable…, no al zapato. Es el que no pilla el radar, el que va caminando. —Le guiñé el ojo.

Edward se rio, satisfecho.

—Me ha gustado esa respuesta. Lo echaremos a suertes.

Sonreí.

—Vale.

Lancé la primera. Un cuatro.

Edward tiró después. Tres. Se rio.

—Muy bien. Puedes ser el zapato. Has ganado.

Una hora después, habíamos sobrevivido a la caída de la bolsa y éramos socios en varios negocios. Habíamos dado ya varias vueltas al tablero. Edward estaba ganando, lo que no me hacía feliz. Aterricé en otra de sus malditas estaciones de ferrocarril

Se rio, haciendo que lo mirara.

—¿Qué te hace tanta gracia?

—Nunca hubiera imaginado que fueras tan competitiva, Isabella Swan. —Sonrió, satisfecho de sí mismo.

—Grr… —gruñí, contando el dinero para pagarle.

—Es la regla de oro del Monopoly: comprar siempre los ferrocarriles.

Lo miré con los ojos entrecerrados.

—No has ganado tanto como para darme consejos de estrategia, ¿sabes? —Hice una pausa—. Nunca compro las estaciones. Son aburridas.

—Bueno, pues deberías. Si las comparas con otras propiedades, te darás cuenta de que el flujo de ingresos es constante durante todo el juego. Si se poseen las cuatro, es una fuente de dinero importante. Puedes utilizarlo para financiar el resto de monopolios.

Lo miré durante un rato. Incliné la cabeza. Sabía que estaba trabajando para conseguir la beca, pero hasta ese momento no me había dado cuenta de lo inteligente que era en realidad. Y, de repente, tuve la certeza: él no podía quedarse allí. Tenía que marcharse para poder dar salida a esa inteligencia. Me vi inundada por una tristeza tan profunda, que me hizo sentir confusa. Ser inteligente no era algo que debiera producir tristeza, sobre todo con lo mucho que se necesitaba serlo en Dennville, Kentucky.

—Quizá no debería estar dándote todos esos consejos, pero es evidente —dijo haciendo un gesto con la mano para indicar que estaba ganando— que podrías usarlos.

Me reí.

—Eres un idiota —murmuré, haciéndole reír a él también.

Una hora después, estaba prácticamente en quiebra y él tenía la partida ganada. Edward no podía contener la diversión. Era una locura.

Sin embargo, hacía mucho tiempo que no me divertía tanto.

—Está bien, lo admito. Me has aniquilado oficialmente. Felicidades.

Cogí el tablero y recogí el material mientras él se reía.

—Tienes suerte. Te voy a dar la revancha.

—Mmm…

Hubo un golpe en la puerta del remolque y él me miró, confundido.

—¿Quién es? —pregunté.

—Soy Aro.

—Aro… —repetí, corriendo hacia la puerta y abriéndola. Una ráfaga de aire helado me hizo dar un paso atrás—. Adelante.

Aro Vulturi era mi vecino, quizá el habitante de más edad de las colinas. Un tipo extraño pero con buen corazón que nos traía cestos llenos de ruibarbo en verano.

—Hola, señorita —dijo sonriente, bajándose la capucha.

—¿Qué te ha traído aquí con este tiempo, Aro?

—He venido a traeros un regalo de Navidad. —Miró a Edward.

—Aro, ¿conoces a Edward Cullen? También vive en las colinas y…

—Claro. Hola, chico. ¿Qué tal está tu madre?

—Hola, señor. Er… está bien. No sale mucho, ya sabe.

Aro frunció el ceño.

—No, supongo que no. —Miró a Edward durante demasiado tiempo. ¿Qué pasaba? Yo también lo observé, y vi que tenía las manos en los bolsillos mientras miraba al suelo.

—Bueno, aquí tienes. —Aro me ofreció algo envuelto en papel de seda blanco.

Lo cogí.

—No era necesario. —Sonreí, incómoda, cambiando el peso de pie. Sabía exactamente qué era, y no quería abrirlo delante de Edward. Pero Aro estaba allí, mirándome con tanta satisfacción y expectación que no podía defraudarlo. Así que desenvolví el paquete y levanté el trozo de madera tallado, intentando no mostrar una expresión de repulsa. Sin embargo, no pude evitar el calor que me bajó por el cuello. Aro hacía tallas pornográficas. Por lo que sabía, estaba tallando en madera todo el Kamasutra. La figura que tenía en la mano consistía en una mujer arrodillada delante de un hombre. Ella le chupaba el pene mientras él le tiraba del pelo, con una expresión de éxtasis en la cara.

Bueno…

—Guau, Aro. Es muy… romántico.

Edward sofocó una risa y luego empezó a toser.

Aro sonrió, soñador.

—Lo es —confirmó, pero luego su rostro cambió—. ¿Qué tal está Rene? —se interesó, preguntando por mi madre.

—Vuelve a estar en el hospital.

Asintió moviendo la cabeza.

—Ya me supuse. La vi salir en bata. Subí para avisar a Alice —comentó, acabando las palabras con una T al final, como hacía la gente de la montaña—. La  pobre chica estaba en la ducha. —Sacudió la cabeza—. Me alegro de que la estén arreglando.

Bueno, era una manera de decirlo. Me limité a asentir.

—Oh, yo también tengo algo para ti —dije, cogiendo una pequeña lata de debajo del árbol de Navidad.

Se la tendí con una sonrisa.

—Té de lavanda. Mi favorito. Eres una joya, Isabella.

Me reí.

—De nada. —Debía confesar que en realidad le hacía té de lavanda cada vez que podía, no solo en Navidad, porque sabía que le encantaba. Así que no era nada del otro mundo. Pero él era muy bondadoso al actuar como si lo fuera.

—Bueno, que tengáis una feliz Navidad. —Se puso la capucha, sonrió a Edward y me besó en la mejilla con los labios fríos y secos.

—Igualmente —respondí.

Cuando Aro se fue, miró a Edward, que admiraba la talla de madera.

—Tengo una colección entera —confesé.

Edward echó la cabeza hacia atrás y se rio. Me uní a él.

—Lo juro, es evidente que ese viejo tiene un tornillo suelto. Pero lo adoro.

Edward negó con la cabeza sin dejar de reírse.

—¿Puedo verla?

Se la mostré y examinó las tallas de cerca, cogiéndolas en la mano.

—¡Joder! A pesar de su locura, tiene talento. —Siguió mirándolas durante un minuto, y luego, como si de repente recordara lo que estaba viendo, se puso serio y se aclaró la garganta.
Dejé el regalo debajo del árbol y me volví hacia Edward. Tenía una expresión intensa y caliente. Se me erizó la piel y sentí una fuerte oleada de calor. Agarré con fuerza el borde de mi jersey. No sabía cómo enfrentarme a la tensión que había entre nosotros. Éramos amigos, ¿no?

—Será mejor que vuelva a casa, ya sabes, por si mi madre me necesita.

Asentí.

—Sí, es cierto. Por supuesto. —Miré el reloj, y vi que eran casi las diez.

Edward parecía inseguro.

—¿Seguro que estás bien? —preguntó mientras se ponía con rapidez los calcetines y los zapatos.

—Sí —sonreí—. Ahora estoy bien. Gracias. —Bajé la vista, sintiéndome tímida por alguna razón inexplicable—. Muchas gracias.

Él asintió bajando la mirada a mis labios antes de volver a subirla a mis ojos. Los dos nos movimos a la vez, yo para abrirle la puerta y él para ponerse la cazadora, que ya estaba seca.

—Ten cuidado de camino a casa —dije en voz baja, junto a la puerta abierta—. Puedes resbalar y…

—… y hay linces —terminó él, haciendo que los dos nos riéramos.

Se puso serio.

—Iré con cuidado, te lo prometo —aseguró, volviendo a mirarme fijamente.

—Vale.

—Vale

Bajó los dos peldaños hasta estar de pie en la nieve.

—Cierra la puerta con llave. Me iré cuando oiga el clic.

Asentí.

—Buenas noches, Edward.

—Buenas noches, Isabella.

Cerré el cerrojo y me acerqué lentamente al sofá, donde me envolví en la manta y me senté, con los ojos clavados en el pequeño árbol de Navidad. De repente, la caravana me parecía demasiado tranquila y solitaria. Y me pasaba algo, algo que me hacía pensar. Me sentía tensa. Tenía que hacer algo, y no sabía por qué. Sin embargo, antes de que pudiera, bostecé. Me recosté y, en pocos minutos, estaba profundamente dormida.

No me desperté hasta que la luz de la mañana de Navidad atravesó las ventanas del remolque, mientras un coro de reyezuelos piaban su canto.


1 comentario:

cari dijo...

GRACIAS 😘❤

ORACION A MI SEXY VAMPIRITO

Edward de mi guarda
De mi sexy compañia
Bebete mi sangre
De noche y de Dia
Hasta que caiga en tus brazos
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