Capitulo 24
Isabella
Esa
noche, regresé a la caravana tarde, agotada y llena de polvo. Todavía no había
sido capaz de asimilar todo lo que Jessica me había contado. Al principio, fui
incapaz de aplacar la oleada de alegría y alivio que recorrió mi cuerpo. Pero
ahora… Ahora me sentía enfadada y herida de nuevo. Si no había dejado a Jessica
embarazada, si ni siquiera se había acostado con ella, ¿por qué me había herido
de esa manera? Literalmente me había roto el corazón, minado mi confianza.
Había tardado años en superar lo que había sufrido y, si era sincera conmigo
misma, no lo había conseguido por completo. Y todo, ¿por qué? ¿Solo para que
aceptara la beca y me marchara? ¿Por haber sugerido que prefería que la
disfrutara él? ¿Por eso me había hecho sufrir? ¿O lo único que quería era que
me fuera del pueblo? ¿Le preocupaba que tratara de desarrollar una vida con él
aquí, en Dennville, en lugar de aprovechar la oportunidad que se me había
presentado? Estaba claro que lo que hizo había funcionado. Prácticamente me
había largado el mismo día que me rompió el corazón. ¿Podría llegar a
perdonarlo por ello? ¿Por el dolor que todavía sentía bajo la piel por una
traición… una traición que ni siquiera era real? Y, si no era real, ¿por qué
seguía doliéndome? Porque él había querido que me marchara y no me había amado
lo suficiente como para intentar venir conmigo.
Me
metí en la pequeña y agrietada ducha de plástico tratando de limpiar el polvo
del día. Luego me puse un camisón y me acomodé en el sofá. Pensaba que no sería
capaz de dormirme, pero debía de estar más cansada de lo que imaginaba, porque
me quedé frita en cuestión de minutos.
Lo
siguiente que supe era que oía gritos fuera de la caravana. Salí corriendo,
tratando de orientarme. El interior del remolque estaba oscuro, pero en el
exterior había un intenso brillo y olía a humo. ¡Oh, Dios! Algo estaba
quemándose. Abrí la puerta del remolque y salí a la carretera, donde Carmen Denali
vivía con sus dos hijos. Corrí hacia allí y al llegar vi a más gente delante de
su caravana.
—¿Ha
llamado alguien a los bomberos? —grité—. ¿Está todo el mundo fuera?
—¡Han
dicho que están en camino! —respondió alguien. Mierda, esta era la peor
pesadilla para la gente como nosotros que vivía en las montañas. Las carreteras
eran estrechas y empinadas, y el departamento de bomberos más cercano estaba a
más de quince kilómetros. Una cabaña o un remolque pequeño podía arder en la
cuarta parte del tiempo que tardarían en llegar.
—¡MaryJane!
¿Dónde está MaryJane? —chilló una mujer.
¿MaryJane? Intenté
recordar a MaryJane, pero no pude.
Vi
a Aro entre los demás y corrí hacia él.
—Aro,
¿quién es MaryJane? —pregunté.
—Es
la hija pequeña de Carmen Denali y Elazar Wilkes, tiene dos años —respondió,
señalándolos con los ojos muy abiertos—. Ha salido de ahí, ¿verdad?
Miré
a mi alrededor bruscamente hasta que mis ojos cayeron sobre Edward, que corría
hacia el grupo respirando con dificultad.
—¿Está
a salvo todo el mundo? —preguntó por encima de los gritos de la multitud. En
ese momento llamadas por MaryJane comenzaron a llenar el aire.
—¡Edward,
puede que quede dentro una niña de dos años! —grité, corriendo hacia él.
Eleazar
Wilkes se acercó al fuego, pero llevaba muletas, solo Dios sabía por qué. Edward
corrió tras él. Conversaron brevemente mientras avanzaban hacia la caravana
llena de humo, con las llamas lamiendo el frente.
Cuando
vi que Edward abría la puerta y que el humo se derramaba al exterior, se me
aceleró el corazón y me cubrí la boca con las manos. Tanto Elazar como él se
echaron hacia atrás. Entonces, Edward se quitó la sudadera, se la puso sobre la
boca mientras Elazar le ponía su camiseta por la cara. Luego, Edward
desapareció en el interior y Elazar se quedó vigilante junto a la puerta. Lo
veía gritando al interior, pero no podía oír lo que estaba diciendo por culpa
del fuerte rugido de las llamas y las voces de la gente que me rodeaba.
Por
increíble que fuera, el corazón comenzó a latirme todavía más rápido. Me moví
para ayudar a la gente cuando el humo se hizo más espeso. El tiempo pareció
haberse detenido mientras imaginaba lo que estaba pasando en la caravana. Las
llamas solo afectaban a la parte delantera, donde estaba la cocina, pero el
humo era espeso en el resto del interior. ¿Podía alguien sobrevivir a eso? ¿Por
cuánto tiempo?
«Edward…».
Cerré
los puños con fuerza, sin poder hacer nada más que rezar.
De
repente, una figura irrumpió entre el humo. Llevaba consigo algo grande,
cubierto con una manta. Aspiré una enorme bocanada de aire humeante y la solté.
Era Edward. Elazar Wilkes corrió hacia él lo más rápido que pudo con las
muletas, y cuando estuvo a una distancia segura, Edward le entregó el paquete y
se inclinó, intentando coger grandes sorbos de aire mientras tosía. Cuando Elazar
se movió, el borde de la manta cayó hacia atrás y dejó expuesta una pequeña
cabeza rubia.
Elazar
dejó a su hija en la hierba y se arrodilló a su lado. Todo el mundo se
precipitó hacia delante.
—¿Respira?
—preguntó la madre entre sollozos, hundiéndose en la hierba de rodillas, a su
lado.
—¡Que
alguien traiga un poco de agua! —grité.
—Ahora vengo
—respondió Aro.
—Le
late el corazón —dijo otra persona—. Creo que respira.
Los
siguientes minutos fueron un delirio; los padres lloraban mientras Aro
regresaba con agua. Le lavaron el hollín de la cara con la gente gritando
alrededor.
Por
fin, oímos una sirena subiendo la montaña. Unos minutos después, cuando
llegaron los camiones de bomberos, lograron extinguir el fuego con un enorme
extintor. Aunque las llamas se concentraban en la parte delantera, los daños
provocados por el humo había arruinado la caravana. Todas las posesiones de la
familia habían desaparecido, y yo sabía mejor que nadie que tampoco era que
tuvieran muchas. Claro que ahora no poseían nada. Me inundó una oleada de
desesperación por ellos, por todos nosotros. Contuve un sollozo, pero tuve la
sensación de que me iba a quebrar en cualquier momento.
Se
llevaron a MaryJane en una ambulancia. Respiraba y lloraba, lo que consideré
una buena señal. Al parecer, por lo que pude captar en las conversaciones,
había estado durmiendo en la parte trasera del remolque, el padre pensaba que
estaba con la madre, y esta que se encontraba con él. El miedo y el caos que se
habían formado mientras Elazar trataba de apagar el fuego y recoger a los otros
dos niños hicieron que MaryJane se quedara dentro. Ni siquiera sabía que Carmen
estaba viviendo con Elazar Wilkes o que tenían una niña. El marido de Carmen
había sido uno de los hombres que murieron en el accidente de la mina, hacía
ocho años. Me alegraba saber que había encontrado un poco de felicidad, pero
ahora esto. De repente, me sentí mal por no estar al tanto de todo lo que había
ocurrido en la montaña mientras había estado fuera. Sin embargo, me había
resultado menos doloroso no saber nada de lo que pasaba en casa.
Me
quedé mientras todos discutían qué podían ofrecer a la familia cuando regresara
del hospital. Irina Levin iba a llevarse a los dos niños mayores, y Tanya
Skaggs tenía espacio en su casa para los padres y MaryJane.
Allí
de pie, escuchando cómo todos colaboraban como podían, me dio un vuelco el
corazón. Estas personas, a pesar de la miseria en la que vivían, siempre
trataban de ayudar a sus vecinos si estaba en su mano. Eran buena gente, buenas
personas, a pesar de que apenas tenían dónde caerse muertos. Sin embargo, estaban
ofreciendo lo poco que podían.
—Tengo
algo de dinero ahorrado —expuse—. Iré mañana al pueblo y compraré ropa para los
niños.
Todos
asintieron.
—Gracias,
Isabella.
Miré
a Edward, que parecía concentrado en mí, solo en mí. No podía pensar en él en este
momento. No podía recordar una vez más la mentira que me había dicho. No tenía
fuerzas.
Me
di la vuelta y regresé al remolque. Cuando estaba a unos doscientos metros, la
emoción me atravesó como una ola y quise dejarme caer de rodillas. Tropecé. Los
sentimientos me inundaron por todo el dolor y las dificultades que tenían que
soportar estas personas, algunas durante toda su vida; por la familia que
acababa de perder todas sus posesiones, a la que le sería muy difícil
reemplazar algunos de esos elementos; por la forma en que me dolía estar de
vuelta… y lo bien que me sentía por ello al mismo tiempo. Estaba cansada, muy
cansada. Y, sin embargo, el alivio parecía fuera de mi alcance. Me había
contenido durante tanto tiempo que ahora no sabía cómo desahogarme.
Me
senté en los escalones de entrada de la caravana, y hundí la cara en las manos.
Allí no podía verme nadie.
—Hola.
—Me sobresalté y levanté la vista. Allí estaba Edward, de pie, con las manos
metidas en los bolsillos.
—Hola
—repuse por lo bajo. Estaba segura de que mi aspecto era total y absolutamente
desastroso. Pero el de Edward también lo era, con la cara manchada de hollín,
la camiseta rota y sucia. Parecía un hombre que acababa de entrar en una
caravana en llamas para salvar a una niña.
Me
deslicé a un lado en el escalón y señalé con la cabeza el espacio que acababa
de dejar. Él pareció sorprendido al principio, pero luego se acercó y se sentó
a mi lado. Estaba tan cerca que podía sentir su calor. Era algo que recordaba
muy bien, la forma en la que me envolvía durante la noche, la manera en la que
me había sentido protegida por él.
Me
volví en su dirección, apoyando la espalda en la maltrecha barandilla.
—Has
sido muy valiente al hacer eso.
Negó
con la cabeza.
—Ellos
lo habrían hecho también por mí.
—Sí
—convine—. Lo habrían hecho.
Asintió
con la cabeza sin apartar la mirada.
—Durante
todos esos años, ¿sabes?, a veces aparecía una cesta con ruibarbo, un par de
envases de legumbres u otras cosas frente a mi puerta. Todavía no sé exactamente
quién lo dejaba, pero… Creo, estoy seguro, que probablemente sabían que mentía,
que habían deducido que mi madre no vivía conmigo. Creo que estaban haciendo
por mí lo que podían. Algunos meses, eso me mantuvo con vida.
Permanecí
en silencio durante un segundo, digiriendo sus palabras.
—Lo
del ruibarbo seguro que fue cosa de Aro —sugerí por lo bajo.
Asintió,
cogiéndose con los dientes el labio inferior, de manera que estaba hinchado y
rojo cuando lo soltó. Parpadeé, apartando la vista para mirarlo a los ojos.
«¿En
quién te has convertido, Edward? ¿Me duele tanto porque ya no te conozco?».
—¿Por
eso les has dado la idea de la lavanda? —pregunté.
Abrió
mucho los ojos.
—¿Quién te ha hablado
de eso?
—Aro.
Asintió
moviendo la cabeza con los labios apretados.
—Sí.
Lo leí en algún sitio y pensé que tal vez podría funcionar. Ya sabes, a los que
estuvieran interesados en la idea. En realidad no fue nada.
—Me
da la impresión de que a varias familias les está funcionando muy bien.
En
sus ojos apareció un destello de orgullo.
—Sí.
—¿Edward?
—¿Sí?
—Es
algo. De hecho, es mucho.
Lo
oí suspirar a mi lado. Nos quedamos en silencio durante un rato antes de que,
por fin, buscara de nuevo mis ojos.
—Lo
siento mucho, Isabella —dijo bajito.
Me
quedé inmóvil.
—¿El
qué?
Se
pasó la mano por el cabello y miró al cielo.
—Tratarte
de esa forma el otro día, y después en Alec’s… —Meneó la cabeza—. No te lo
merecías. Es que… Dios, Isabella, cuando te fuiste de aquí, pensé que… Pensé
que por fin te habías escapado de este lugar. Ver que habías vuelto… Verte…
Bueno, me volvió loco. Hizo que… —Soltó una risa que parecía de todo menos
divertida—. Hizo que perdiera el norte. —Una pausa—. Me volví loco perdido. Lo
siento.
Lo
estudié durante un rato.
—Sé
que querías salir de aquí, Edward. Lo sé mejor que nadie. Creo que puedo
entender que estuvieras molesto al verme hacer algo que tú no habrías hecho si
hubieras ganado la beca. Pero perdiste hace tiempo cualquier derecho a emitir
un juicio sobre mis decisiones.
«¿Vas
a decirme ahora la verdad? ¿Por qué me mentiste? ¿Vas a explicarme por qué me
rompiste el corazón? ¿Por qué querías echarme?».
—Lo
sé. Dios, Isabella, lo sé. —Se frotó las palmas de las manos contra los muslos
embutidos en los vaqueros y lanzó una enorme e inestable bocanada de aire.
Miré
hacia el cielo.
—Yo también lo
siento. Actué como de una forma irracional e inmadura. Había tomado un par de
chupitos…, y siempre he sido mala bebedora. —Me reí por lo bajo, pero luego me
puse seria—. Actué
como solía actuar mi madre.
—¡Oh,
joder, Isabella! —Se le entrecortó la voz—. No, no es cierto. Fuimos los dos.
Yo más que tú. Estaba equivocado. Cuando te vi allí, trabajando de nuevo en Alec’s…
Perdí el control.
Asentí
con tristeza mientras me pasaba las manos por los muslos.
—De
todas formas —dijo—, nadie se fijó en nosotros. Todo el mundo estaba pendiente de
la discusión de Felix Clancy y su…
—…
su novia por correo —solté a la vez que él—. Sí, lo he oído.
Curvó
los labios en una sonrisa, y clavé los ojos en su boca antes de desviar la
mirada.
Sobrevino
un corto silencio que él se apresuró a llenar.
—Por
supuesto, Felix no está seguro de si ella trataba de matarlo de verdad o si
perdió el control del vehículo por culpa de su pierna ortopédica.
Solté
una risa.
—¿Qué?
Asintió
moviendo la cabeza.
—Sí,
es que trabajo con él. Y sé más de novias por correo con piernas ortopédicas de
lo que quisiera saber.
Miré
su expresión divertida con intención de devolverle la sonrisa, pero, en su
lugar, sentí una oleada de nostalgia tan grande que pensé que me ahogaría en
ella. Se me escapó una lágrima y me la sequé antes de mirarme el dedo con
sorpresa. Hacía mucho tiempo que no derramaba ninguna. Edward me estudió con
una expresión repentinamente cruda y dolida. Negué con la cabeza como si así
pudiera negar la singular emoción que me golpeó el pecho en ese momento: dolor.
Dolor por echarlo de menos a pesar de que estuviera sentado a mí lado. Todos
estos años había estado tan centrada en la ira, en sobrevivir, en avanzar, que
no me había permitido recordar la dulzura. Pero, ¡oh, Dios!, cómo lo había
echado de menos. A pesar de mi angustia, de mi ira, lo añoraba de una forma
desesperada. Además de Marlo, él lo había significado todo para mí.
Se
acercó más sin perder el contacto visual, yo diciéndole sin palabras que me
parecía bien que se acercara más. Y era así, aunque no debería. Tendría que
decirle que se alejara. Debería decirle que no quería respirar siquiera el
mismo aire que él. Pero no lo hice. Lo miré a los ojos y me quedé quieta. Muy,
muy despacio, me rodeó con sus brazos como si yo fuera un animal voluble que pudiera
revolverse en cualquier momento. Me atrajo hacia su ancho pecho. Contuve un
sollozo antes de agarrar la camiseta ahumada. Me abrazó mientras por fin yo
dejaba salir las lágrimas que había mantenido a raya durante mucho, muchísimo
tiempo.
Permanecimos allí
sentados durante lo que me pareció una eternidad, yo entre sus fuertes brazos,
con su corazón latiendo de forma constante bajo mi oreja. Después de un rato,
se me secaron las lágrimas y alcé la cabeza. Nuestras miradas se
enredaron.
—Isabella…
—susurró, con la voz tan llena de humo como el resto de su cuerpo, repleto de
necesidad.
Había
tantas cosas que nos queríamos decir el uno al otro, tantas que él debía
explicarme… Las emociones se arremolinaban en el aire que nos envolvía, igual
que las preguntas sin respuesta. Pero en ese momento parecía que podía esperar.
Así, cuando sus labios tocaron los míos, se me escapó una especie de jadeo y me
apreté contra él. Quizá no fuera correcto. Quizá… Probablemente…
Metió
la lengua en mi boca de forma vacilante antes de soltar un gemido que sonó
mitad torturado, mitad feliz. Busqué su lengua con la mía y le rodeé el cuello
con la mano para enredar los dedos con su pelo corto. Me puso las manos con
suavidad alrededor de la cara y me inclinó la cabeza. El beso se volvió más
profundo. Como el fuego que habíamos visto antes, todo mi cuerpo se vio
iluminado por las llamas, mi carne ardió de necesidad. Pero el fuego destruía.
El fuego dejaba devastación y luego era imposible reconocer nada. Me separé,
haciendo que Edward soltara un sonido de pérdida. Lo miré fijamente, con los
labios rojos y húmedos. Me miraba como un hombre hambriento ante un buffet de
delicias. Parpadeé y bajé la mirada a un lado, tratando de controlar mi
respiración entrecortada. Lo deseaba. ¿Y si seguía deseándolo siempre? ¿Por qué
todo era tan sencillo y complicado a la vez?
—Edward…
—dije en voz baja.
—Lo
sé —repuso. Y pensé que lo hacía incluso aunque yo misma no lo hiciera.
—Tienes
que irte a casa y ducharte. Y yo debería… Mañana tengo un día muy liado.
Permaneció
en silencio durante un rato y luego movió la cabeza, asintiendo.
—Lo
que estás haciendo, lo de esa escuela, es algo realmente bueno e increíble.
—¿Sabes
lo que estoy haciendo?
Movió
la cabeza.
—He
preguntado al respecto en el pueblo.
—¡Oh!
Se
frotó la nuca.
—Será
mejor que me vaya y te deje dormir.
Estuve
de acuerdo.
—Vale.
Él
se puso en pie.
—Vale.
¿Necesitas algo antes de que me vaya?
Negué
con la cabeza, recordando aquella vez que había venido a pedirme que durmiera
con él en su cama. ¿Seguiría sintiéndose solo? Algo me decía que sí. Pero ahora
yo no podía ofrecerle nada. Me sentía demasiado vacía y, a la vez, dolorida.
Una vez había querido ofrecerle todo, poner mi vida y mi corazón a sus pies,
pero en este momento, sencillamente no podía.
—Entonces,
buenas noches.
—Buenas
noches.
Lo observé mientras
se alejaba de mí. Después de un minuto, me levanté y volví a entrar. Di vueltas
durante el resto de la noche. Me costó dormirme, y diversas imágenes de Edward
a mi lado, como habíamos estado una vez, inundaron mi mente, acompañadas de
fragmentos de conversaciones. Recordé la sensación que provocaba su mano áspera
sobre mi piel, inundando mis sentidos. Por fin, caí en un sueño intranquilo
hasta que la primera luz del alba atravesó las ventanas de la caravana.
1 comentario:
😮😍😉❤😘 Gracias
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