Capitulo 11
Edward
Posiblemente
estaba a punto de cometer el mayor error de mi vida, y no podía importarme
menos. Había intentando con todas mis fuerzas no sentirme atraído por Isabella.
De hecho, algunos días era un trabajo a tiempo completo. Pero no podía más. Las
hormonas habían ganado esta vez. Aunque algo me decía que no era solo eso lo
que me atraía de ella, y era esa parte la que me daba tanto miedo. Nunca había
necesitado nada tanto en la vida como tocar su piel desnuda. Era como esos
lunes por la mañana, cuando en el instituto alguien había dejado comida en una
de las mesas de la cafetería y yo estaba muy hambriento después de ayunar
durante todo el fin de semana. Era una respuesta primaria, que apenas podía
controlar, puro instinto de supervivencia. Así era cómo me afectaba Isabella.
La deseaba con tanta desesperación que era como si estuviera muriéndome de
hambre por ella.
No
podría poseerla por completo, pero tenía que tener al menos una parte de ella.
¿Era
esto normal? No podía serlo. Nunca había sentido esto por otra chica. Quizá
solo tenía que saciarme de ella para que esa ansia comenzara a desaparecer,
para poder asumir cierto control sobre mí mismo. La mitad tenía que deberse
solo a la anticipación.
«¿Verdad?».
Isabella
entró delante y luego se dio la vuelta para mirarme.
—Vuelves
a tener esa mirada tan intensa —susurró ella, con los ojos verdes muy abiertos
y los labios rojos por el frío y mis besos.
—Tenemos
que quitarnos la ropa mojada —dije, ignorando su comentario, y comenzando a
quitarme el abrigo.
Ella
asintió con la cabeza. Noté que se le encendían las mejillas y que bajaba la
vista mientras se deshacía de la cazadora.
Se
la veía tan inocente, tan hermosa… Tuve dudas.
Sus
ojos encontraron los míos y vi en ellos algún tipo de resolución. Recorrió los
cinco pasos que nos separaban y, al instante, sus labios cubrían los míos, y yo
encerraba su cara entre mis manos mientras ella emitía unos gemidos ahogados. Cualquier
clase de control desapareció.
Se fue lejos.
A
algún lugar de Asia Oriental.
Retrocedí
mientras nos besábamos, lamiéndonos y chupándonos los labios y la lengua del
otro. Isabella sabía a algo que ni siquiera podía identificar, algo tan
delicioso que me volvía loco. Besarla era como traspasar el límite de la
cordura. Como emborracharse. La sensación era tan intensa que apenas podía
describirla. Mis besos no eran tiernos, sino descontrolados y salvajes. El
deseo latía pesado por mis venas.
Atravesamos
mi habitación de alguna manera y cuando chocó contra mi cama, se sentó y se
tendió sobre la espalda. La seguí de inmediato para continuar besándola
mientras presionaba hacia ella mi palpitante erección y gemía por la sensación.
¿Cómo iba a resistirme a follar con ella? La necesidad de hundirme en su cálido
y húmedo cuerpo era tan intensa que casi me estremecía. Pero debía resistirme.
Tenía que hacerlo. Retiré mis labios y la miré a la cara; su expresión estaba
llena de excitación, pero seguía siendo hermosa e inocente.
—Hazme
el amor —susurró.
«¡Sí!».
No.
Cerré
los ojos con fuerza durante un segundo y luego volví a mirarla. Me iba a volver
loco.
—No
puedo, Isabella. No —dije—. Pero te daré lo que necesitas, ¿de acuerdo?
Una
expresión de dolor atravesó su rostro, pero asintió.
La
besé otra vez con rapidez, pero luego me senté, le quité las botas, los
calcetines húmedos y los pantalones. Ninguna chica me había parecido tan
deseable como ella con aquel ridículo atuendo.
Debajo
de los pantalones, llevaba unas bragas sencillas de algodón color rosa. Mi pene
empezó a latir de nuevo y casi gemí en voz alta.
«Eres
mi debilidad, Isabella».
Se
incorporó y se quitó las prendas de la parte superior, y cuando por fin se
despojó de la camiseta de manga larga, quedó ante mí con un sujetador blanco.
Los pechos sobresalían por arriba como si la prenda fuera un par de tallas pequeña.
Y seguramente así era.
Me
quedé mirándola durante un segundo. Parecía un sueño hecho realidad. Piel
blanca y cremosa, cabello oscuro que se derramaba sobre sus hombros y su
espalda. Los pechos eran redondos y llenos, la cintura delgada y las piernas
largas y torneadas. No había visto nada tan hermoso en mi vida como Isabella Swan
sentada en mi cama cubierta solo con sencilla ropa interior de algodón. Tensé
los músculos del abdomen.
—Isabella
—susurré—, eres preciosa.
Parpadeó
antes de sonreír con timidez. Me di cuenta de que tenía la piel de gallina.
—Métete debajo de las
sábanas —indiqué, señalando la cama.
Miró
por encima del hombro mientras se mordía el labio, pero retiró el edredón y las
mantas, así como la sábana superior; luego se tendió, apoyando la cabeza en mi
almohada.
Me
deshice de la ropa tan rápido que ni siquiera recuerdo haberlo hecho, pero el
frío me golpeó la piel desnuda y me deslicé debajo de las mantas, con ella. Me
apoderé de nuevo de sus labios mientras nuestras pieles desnudas y frías
entraban en contacto, haciéndonos suspirar a los dos. Subí el edredón hasta
cubrirnos las cabezas, y solo unos minutos después, estábamos envueltos en un
cálido capullo.
Llevé
la mano a su pecho para frotar suavemente el pezón con el dedo pulgar. Isabella
jadeó mi nombre, haciendo que mi polla diera un salto. No iba a ser capaz de
hacer mucho más antes de correrme sin que ni siquiera me tocara. ¡Dios, era
esta chica! Necesitaba conseguir que se corriera, y luego ya me ocuparía de mí
mismo en la ducha.
—Isabella,
¿has tenido alguna vez un orgasmo? —pregunté bajito, deslizando los labios por
su cuello.
Ella
negó con la cabeza.
—¿Ni
siquiera te has masturbado? —insistí.
—La
caravana es muy pequeña… —explicó. Asentí con la cabeza, manteniendo los ojos
clavados en sus hermosas facciones. Sentí una cálida emoción en mi pecho al
considerar que sería el primero en conseguir que se corriera. No sería el
primero en hacerle el amor, pero al menos tenía esto. En ese momento era mía y
solo mía.
Llevé
la mano a su espalda y ella se arqueó mientras le desabrochaba el sujetador y
se lo quitaba, lanzándolo al suelo. Isabella me miraba a la cara con una
expresión llena de deseo y nerviosismo.
Me
deslicé por debajo de las sábanas y cogí el pezón con los labios para empezar a
succionarlo con suavidad. Su sabor era como tener el paraíso en la lengua.
—¡Oh,
Dios! Edward… —gimió. Subió las manos a mi cabeza y me pasó los dedos por el
pelo. Le lamí el pezón y se lo chupé durante un buen rato, rodeándolo con la
lengua hasta que noté que ella arqueaba las caderas hacia mí. Respondí bajando
las mías hacia un lado para evitar la dulce tortura que era sentirla en mi
erección mientras movía la boca al otro pezón.
—¡Qué
bien sabes! —dije con la voz entrecortada.
—Ahhh…
—suspiró. La oí mover la cabeza de un lado a otro sobre la almohada.
Entonces
bajé la mano por la sedosa piel de su estómago plano y, sin retirar la boca de
su pecho, la deslicé en su ropa interior, entre sus piernas. En ese momento fui
yo quien suspiró.
Isabella
estaba resbaladiza por la excitación. Hundí un dedo en su interior y lo retiré
lentamente. Luego lo volví a meter, imitando el movimiento que querría estar haciendo
con otra parte de mi cuerpo. Su respiración se volvió entrecortada. Llevé el
dedo, ahora mojado, a su clítoris, y empecé a frotarlo mientras ella gritaba.
Quería
hundir la cara entre sus piernas y conocer su sabor más secreto, pero teníamos
toda la noche por delante, o eso esperaba. No sabía si ella estaría de acuerdo
en quedarse, aunque me gustaría conseguir que se sintiera bien en todos los
sentidos, y sabía cómo conseguirlo.
Seguí
acariciándole el clítoris con el pulgar mientras mojaba el dedo en su húmeda
abertura. Noté que suspiraba, arqueándose contra mi mano.
—Dime
qué estás pensando —rogué—. Dime lo que pasa por tu mente en este momento,
hermosa Isabella. —La deseaba. No podía tenerla entera, pero las partes que
pudiera… Su dulce respuesta, su placer, lo que pasaba por su mente… Eso podía
tenerlo. Al menos por ahora.
Gimió.
—No
puedo… No sé explicar lo que siento. —Gimió profundamente cuando cambié la
cadencia de mis dedos—. Sé que tenía problemas y preocupaciones…, pero no puedo
recordar ninguno. Todo lo que siento es bueno, ¡oh, Dios, Edward!, es
increíble.
Sonreí
con el pecho lleno de satisfacción. Era hermosa de todas las formas posibles.
Era sedosa y suave, cálida, y olía como el paraíso. Y, Dios, esperaba que no se
arrepintiera nunca de esto. Hice girar el dedo con más rapidez y volví a cerrar
los labios en torno a su pezón.
Unos
segundos después, ella gritó. Su cuerpo se puso tenso, se estremeció y sentí
una profunda satisfacción que no había experimentado nunca.
—Oh,
Dios… Oh, Dios… —musitó. Me incorporé un poco y miré su rostro. Tenía los ojos
entrecerrados y me miraba con una especie de arrobo antes de esbozar una
sonrisa que me sorprendió un poco. Isabella era una chica guapa, de eso no
cabía duda, pero de vez en cuando hacía algo o asomaba a su rostro una expresión
que me deslumbraba y me dejaba sin habla. Este era uno de esos momentos.
—¡Guau!
—exclamó.
Me
reí por lo bajo y luego rodé a un lado, apoyando la cabeza en la almohada,
junto a ella, con una erección palpitando de necesidad bajo las sábanas.
—Iré
a darme una ducha rápida —me disculpé, empezando a incorporarme.
—No
—me detuvo, sentándose a su vez y empujándome hacia abajo—. Yo también tengo
que disfrutar de ti. Lo que es justo, es justo.
—Isabella…
—gemí—. Vas a acabar conmigo.
Ella
se rio, y luego se movió hasta cubrirme con su cuerpo.
Por
lo visto, estaba versada en técnicas de tortura, y estaba aplicándolas todas y
cada una de ellas en esa cama. Se movió sobre mí. Jaque mate.
—Te diré todo lo que
quieras saber sobre mí —gemí—. Lo que sea.
Se
rio.
—¿Qué?
—Pero en ese momento deslizó la mano por mi caja torácica y no pude decir nada
más.
Isabella
rodó a un lado antes de recorrerme el muslo con la mano.
—Tócame,
por favor. —Estaba suplicando y no me importaba.
Siguió
acariciándome la parte superior de la pierna y, por fin, me cogió el pene,
rodeándolo con sus cálidos dedos y apretándolo con suavidad. Me estremecí de
pies a cabeza y gruñí mientras el placer estallaba dentro de mí. Puse la mano
alrededor de la de ella y le enseñé a deslizarla arriba y abajo como me
gustaba. Ella se inclinó para besarme, llenando mi boca otra vez con su sabor
mientras su cuerpo suave se frotaba contra el mío sin dejar de mover los dedos
por mi polla. Me besó la mandíbula, un lateral del cuello, haciéndome
cosquillas en la oreja mientras me acariciaba. Isabella era inocente, y, sin
embargo, cada uno de sus movimientos, cada caricia, cada roce de su respiración
en mi cuerpo era perfecto y emocionante. Apenas pasaron dos minutos antes de
que alcanzara el orgasmo. Fue una explosión tan intensa que jadeé y me
estremecí. Las oleadas de éxtasis disminuyeron poco a poco mientras Isabella
movía la mano más despacio, con los dedos ahora húmedos y pegajosos.
Me
sonrió. Pensé que estaba soñando, casi no sabía dónde estaba.
—¡Joder!
—dije entre dientes. Isabella se rio y se inclinó para rodearme la cintura con
los brazos.
—Con
razón la gente se vuelve loca por el sexo —comentó—. Ha sido increíble.
Me
reí. Dios, me hubiera gustado poder enseñarle todo lo que había que saber sobre
lo bueno que podía ser el sexo. Me hubiera gustado dejar que me enseñara lo
bueno que podía ser el sexo. Porque estaba seguro de que con ella lo sería. Me
contuve. Por desgracia, eso no podía ocurrir, y tenía que seguir recordándomelo
a mí mismo.
Rodé
a un lado y ella me imitó hasta que quedamos cara a cara. Le pasé un dedo por
la mejilla, trazando su delicado contorno.
—¿Tienes
calor suficiente?
—Sí
—susurró.
—¿Tienes
hambre?
Asintió.
—¿Qué
te parece si pongo el jamón al horno? También tengo patatas y algunas judías
verdes en conserva.
Sonrió.
—Eso
es toda una cena de Navidad, señor Cullen.
—Muy bien, señorita Swan.
Venga. Envuélvete
en el edredón.
Nos
levantamos y fuimos al cuarto de baño para que yo me lavara. Luego regresamos a
la habitación, donde me puse los vaqueros. La casa estaba fría, pero no helada.
Aun así, por suerte, tenía un poco de carbón en la estufa de hierro fundido que
había en el salón. Quería que la casa estuviera caliente y cómoda esta noche,
incluso aunque eso significara que pasaría frío durante el resto de la semana.
Ella valía la pena. Era esa chica.
Me
puse a encender el fuego mientras Isabella se acomodaba en el sofá, envuelta en
la colcha, con el brillo de las luces del arbolito de Navidad reflejadas en su
cara.
Puse el jamón y las
patatas en el horno antes de sentarme junto a ella a esperar a que la cena
estuviera lista. Aunque solo fuera esa noche, me iba a permitir disfrutar de
los regalos que ofrecía Dennville, Kentucky. Después de todo, era
Navidad.
2 comentarios:
GRACIAS 😘❤
Gracias!!! :D
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