Capitulo 29
Edward
Ese
fin de semana fue el más feliz de mi vida. Pasamos la mitad del tiempo en el
suelo del dormitorio, envueltos en la suave brisa que entraba por la ventana
con olor a lavanda, haciendo el amor hasta que nuestros cuerpos se convirtieron
en uno y no recordábamos dónde empezaba y dónde terminaba cada uno. Isabella
era mía, la única mujer que calmaba mi alma y mi cuerpo, excitando ambos a la
vez. Nada había cambiado en ese sentido.
Cuando
empezó a dolernos la espalda por estar demasiado tiempo tumbados, dimos un
paseo por las montañas. Una vez solo había visto desesperación y pobreza aquí,
solo había dolor y lucha en los Apalaches. Pero ahora, caminando de la mano de Isabella,
solo veía la belleza salvaje de los bosques que volvían a la vida después de un
largo invierno. Las flores silvestres florecían por todas partes, los campos se
inundaban de color, los ríos brillaban bajo los rayos del sol, y el aire era
caliente y sabía a la dulzura de la primavera. Llevaba esas colinas en la
sangre, era la tierra de mi padre y de todos sus antepasados antes que él, la
tierra que habían trabajado y amado, en las minas de carbón y en los campos,
enamorándose de mujeres que les darían orgullosos hijos e hijas de Kentucky.
Por primera vez desde que era niño, sentía la fuerza del amor por mi hogar, por
esas montañas, por las personas que vivían aquí, tratando siempre de volver a
intentarlo, que se aferran con uñas y dientes a su orgullo y a su perdurable
amor por los Apalaches.
Había
algunos montañeses intratables por allí, y ninguno diría nada diferente. Pero
eran fuertes, y valientes. Y, por encima de todo, eran gente de buen corazón
que hacían todo lo que podían por los demás. ¿Cómo me había olvidado de eso
cuando lo tenía delante de mis narices todo el tiempo? Y tal vez yo era uno de
ellos. Quizá me habían ayudado algunos a lo largo del camino, pero solo porque
eran mi gente.
Nos
llevamos un pícnic y nos lo comimos junto al mismo campo donde había hecho el
amor con ella por primera vez, donde me di cuenta de que sacrificaría todo lo
que tenía por ella: mis sueños, mi corazón y mi alma. Era el lugar donde había
cambiado para siempre. Y ahora estábamos de nuevo en el punto de partida.
Nos
sentamos en la hierba, a la orilla de un pequeño arroyo, donde metimos los pies
en el agua mientras hacíamos planes para el futuro. Decidimos destinar una
pequeña cantidad de dinero para arreglar el tejado de la casa y comprar algunos
muebles. Viviríamos allí mientras yo seguía trabajando en la mina y Isabella
construía la escuela y la ponía en funcionamiento. Queríamos establecernos en
un lugar con sitio para su madre, y yo volvería a enviar solicitudes a
universidades por segunda vez en mi vida. Cuando llegara el momento y supiera
en qué lugares me habían admitido, decidiríamos lo que queríamos hacer. Sabía
que no podía seguir trabajando bajo tierra durante el resto de mi vida. Lo
hacía, sí, y había conseguido acostumbrarme un poco a ello, pero seguía
suponiendo un reto para mí. Todos los días me metía en el oscuro interior de la
montaña, aunque seguía teniendo que obligarme a hacerlo.
—¿Qué
sentiste la primera vez? —susurró Isabella, con la cabeza apoyada en mi regazo
mientras me miraba con sus amables ojos verdes. Con los rayos de sol cayendo
sobre ella, podía ver los tonos dorados y azules que rodeaban sus iris,
enmarcados por las oscuras pestañas.
—¿Mmm…?
—pregunté, con la cabeza en otra cosa, apreciando con la punta de los dedos la
suave textura de la piel de mi chica, y el brillo de su pelo extendido sobre
mis muslos.
—En
la mina —repuso ella, como si me hubiera leído los pensamientos de unos minutos
antes—. ¿Cómo lo conseguiste, Edward? ¿Cómo lograste bajar? —Se acercó y ahuecó
la mano sobre mi mejilla. Me volví hacia ella y le besé la cálida piel de la
palma de la mano.
Cerré
los ojos durante un instante, dejando de pensar en todas las cosas alegres que
me llenaban de felicidad, para regresar por un instante a los oscuros espacios
que sufría todos los días.
—Fue
como hacer un viaje al infierno —admití—. La primera vez, me metí unas ramitas
de lavanda en el bolsillo, y cuando me entraba el pánico y pensaba que no podía
hacerlo, cuando sentía que iba a volverme loco, las sacaba y las olía. Cerraba
los ojos y la sentía allí conmigo; me imaginaba esos campos de lavanda
ondulando por la brisa. Eso me ayudaba a sobreponerme a esos momentos. —Me
encogí de hombros—. Lo hice porque tenía que hacerlo. Porque significaba tu
libertad. Y con el tiempo, como con casi todo, incluso lo más terrible, aprendí
a vivir con ello.
Me
miraba con los ojos llenos de amor.
—¿Cómo
es? —insistió con una cierta tensión en la voz.
—Está
oscuro. Es una oscuridad diferente a todo, debería existir una palabra especial
para describirla. Y hace calor, al principio casi no era capaz de respirar.
Rodó
ligeramente sobre su estómago y me rodeó con facilidad. Me incliné para besarla
en la sien.
—Y
cualquiera podía pensar que sería un lugar tranquilo, ya sabes, al estar por
debajo de la tierra, pero no lo es. Se oyen susurros y gemidos, como si nuestra
invasión no les hiciera felices. Como si nos dijeran que los seres humanos no
tienen sitio allí, y nos estuvieran recordando que quieren llenar los espacios
que hemos vaciado. Cada día, esos sonidos son una especie de advertencia.
—Pero
¿has logrado acostumbrarte a ellos? —preguntó como si no pudiera creérselo.
Hice
una pausa.
—Sí…
En su mayoría. No me gustan la oscuridad ni el aire caliente y espeso. Odio
trabajar encorvado todo el día. No soporto la sensación de estar encerrado y a
merced de algo que es un millón de veces más poderoso que yo, pero… también
están los chicos, los otros mineros que van allí cada día para hacer un trabajo
sobre el que la mayoría de la gente no sabe nada. Lo hacen con orgullo y honor.
Salen con las caras negras y los pulmones llenos de polvo, y lo hacen porque
tienen familias y porque sus padres lo hicieron antes que ellos. Lo hacen
porque es un trabajo honrado. Lo hacen a pesar de que la mayoría de esa gente
no tiene ni idea de que obtienen la electricidad gracias al carbón.
—Cada
vez que se enciende una luz, es gracias a un minero. —Sonrió—. Estoy orgullosa
de ti.
Le
devolví la sonrisa.
—Hago
lo mismo que otros muchos hombres. Pero estar ahí abajo me ha hecho sentir un
orgullo por mi padre y por mi hermano que no tenía antes. Me ha dado un poco de
paz sobre la forma en que murieron. En cierto modo ha sido un infierno, sí,
pero de otra forma también ha sido un regalo.
—Te
amo —susurró. Me recreé en su expresión. Ella me entendía. Entendía la angustia
que había sentido. Entendía el sacrificio, y también el orgullo. Había pensado
que no era posible amarla más, pero no era cierto.
«Esta
chica… Mi chica».
—Yo
también te amo.
El
domingo fuimos a desayunar a un pequeño restaurante de carretera. Entonces, me
lo contó todo sobre San Diego, sobre el océano, sobre las clases, sobre la
solicitud de subvenciones, sobre la cafetería a la que iba casi todos los días.
Me empapé en su entusiasmo, en su belleza, en su orgullo e inteligencia. Y me
sentí feliz de que fuera mía.
—Estaba
todo el tiempo preocupado —confesé sin mirarla a los ojos.
Me
cogió de la mano mientras yo estudiaba nuestros dedos entrelazados.
—¿Por
mi seguridad? —preguntó.
Negué
con la cabeza.
—Por
eso un poco, pero había algo que me preocupaba más… Me quitaba el sueño que
conocieras a otro hombre. Que te enamoraras de él. —Alcé los ojos hacia los de
ella y sentí la vulnerabilidad que debía de haber en los míos. Tenía los labios
separados y su expresión era triste. Movió la cabeza.
—Siempre
has sido tú. Nadie más. No quería admitir, ni siquiera ante mí misma, que la
construcción de la escuela… Bueno, es para los niños de la zona, sí, pero
también una forma de regresar a mi pueblo. —Bajó la vista y luego la volvió a
subir—. Quería estar de nuevo cerca de ti. Aunque sabía que me habías herido,
no podía olvidarte. Nunca lo logré. No lo he logrado en todo este tiempo. Ni
siquiera cuando pensaba que me habías traicionado. Quizá en algún lugar de mi
interior, sabía que no era cierto.
Me
incliné por encima de la mesa y la besé.
Luego
fuimos a una feria de artesanía a un par de horas de distancia atravesando un
puente cubierto donde Isabella me hizo algunas fotos con el móvil. Se rio cuando
sonreí de una forma poco natural y tensa, aunque al final acabó haciéndome
soltar una carcajada por las caras ridículas que ponía. Parecía satisfecha con
la imagen de mi cara, con una sonrisa brillante y el puente de fondo
pintoresco. La puso de fondo de pantalla.
—¿De
verdad quieres verme la cara cada vez que enciendas el teléfono? —pregunté.
Aunque aquello me hacía feliz y esperaba que la mantuviera allí.
—Sí
—confirmó—. Me gusta mirar a mi guapísimo novio, sobre todo cuando no esté.
La
atraje hacia mí y la besé en el cabello. «Novio». La palabra no parecía lo
suficientemente concreta para describir que le pertenecía por completo.
Le
compré un helado casero a una anciana con las mejillas sonrojadas que vestía
una falda de brillantes colores. La mujer nos miró y esbozó una sonrisa de
complicidad, como si comprendiera algo que no habíamos dicho con palabras.
Caminamos
cogidos de la mano mientras Isabella miraba las obras de artesanía que habían
hecho los artesanos locales, escuchando su lenguaje de la montaña en el que se
mezclaban sencillez y poesía. Sabía que algunos de los vecinos del pueblo que
se dedicaban a la lavanda habían ido a una de estas ferias algunas semanas
antes. Ver este tipo de iniciativas en los Apalaches me llenaba de orgullo infinito.
Al
final, nos sentamos bajo un gigantesco castaño de indias y escuchamos a un
grupo local. La música flotaba en el aire y cada nota me hacía sentir en casa.
Me
incliné hacia Isabella.
—Me
voy a casar contigo —le dije al oído.
Ella
echó la cabeza hacia atrás para mirarme.
—Quiero
tener hijos —advirtió—. Muchos hijos.
Me
reí.
—Todos
los que quieras. Haré que todos tus sueños se hagan realidad. Dedicaré a ello
mi vida.
Me
miró con ternura.
—Yo
pienso conseguir que todos tus sueños se hagan realidad. Dedicaré a ello mi
vida.
Sonreí
mientras me inclinaba para besarla.
«Ya
lo has hecho. Eres mi sueño».
Cuando
el sol se ponía sobre las montañas, nos dirigimos de nuevo a mi casa, con las
manos entrelazadas en la cabina de la pickup.
Terminamos
el día haciendo el amor debajo de la ventana abierta, sobre el suelo ya
familiar, uniendo nuestros cuerpos en busca del goce que había echado de menos
demasiado tiempo. Me quedé dormido feliz, satisfecho y lleno de paz.
1 comentario:
Hermosos recuperando el tiempo perdido este par de conejitos hermosos ❤😍🔥😛😉😜😘❤ gracias
Publicar un comentario