lunes, 7 de mayo de 2018

Capitulo 29 No Esparaba Enamorame de Ti

Capitulo 29
Edward

Ese fin de semana fue el más feliz de mi vida. Pasamos la mitad del tiempo en el suelo del dormitorio, envueltos en la suave brisa que entraba por la ventana con olor a lavanda, haciendo el amor hasta que nuestros cuerpos se convirtieron en uno y no recordábamos dónde empezaba y dónde terminaba cada uno. Isabella era mía, la única mujer que calmaba mi alma y mi cuerpo, excitando ambos a la vez. Nada había cambiado en ese sentido.

Cuando empezó a dolernos la espalda por estar demasiado tiempo tumbados, dimos un paseo por las montañas. Una vez solo había visto desesperación y pobreza aquí, solo había dolor y lucha en los Apalaches. Pero ahora, caminando de la mano de Isabella, solo veía la belleza salvaje de los bosques que volvían a la vida después de un largo invierno. Las flores silvestres florecían por todas partes, los campos se inundaban de color, los ríos brillaban bajo los rayos del sol, y el aire era caliente y sabía a la dulzura de la primavera. Llevaba esas colinas en la sangre, era la tierra de mi padre y de todos sus antepasados antes que él, la tierra que habían trabajado y amado, en las minas de carbón y en los campos, enamorándose de mujeres que les darían orgullosos hijos e hijas de Kentucky. Por primera vez desde que era niño, sentía la fuerza del amor por mi hogar, por esas montañas, por las personas que vivían aquí, tratando siempre de volver a intentarlo, que se aferran con uñas y dientes a su orgullo y a su perdurable amor por los Apalaches.


Había algunos montañeses intratables por allí, y ninguno diría nada diferente. Pero eran fuertes, y valientes. Y, por encima de todo, eran gente de buen corazón que hacían todo lo que podían por los demás. ¿Cómo me había olvidado de eso cuando lo tenía delante de mis narices todo el tiempo? Y tal vez yo era uno de ellos. Quizá me habían ayudado algunos a lo largo del camino, pero solo porque eran mi gente.

Nos llevamos un pícnic y nos lo comimos junto al mismo campo donde había hecho el amor con ella por primera vez, donde me di cuenta de que sacrificaría todo lo que tenía por ella: mis sueños, mi corazón y mi alma. Era el lugar donde había cambiado para siempre. Y ahora estábamos de nuevo en el punto de partida.

Nos sentamos en la hierba, a la orilla de un pequeño arroyo, donde metimos los pies en el agua mientras hacíamos planes para el futuro. Decidimos destinar una pequeña cantidad de dinero para arreglar el tejado de la casa y comprar algunos muebles. Viviríamos allí mientras yo seguía trabajando en la mina y Isabella construía la escuela y la ponía en funcionamiento. Queríamos establecernos en un lugar con sitio para su madre, y yo volvería a enviar solicitudes a universidades por segunda vez en mi vida. Cuando llegara el momento y supiera en qué lugares me habían admitido, decidiríamos lo que queríamos hacer. Sabía que no podía seguir trabajando bajo tierra durante el resto de mi vida. Lo hacía, sí, y había conseguido acostumbrarme un poco a ello, pero seguía suponiendo un reto para mí. Todos los días me metía en el oscuro interior de la montaña, aunque seguía teniendo que obligarme a hacerlo.

—¿Qué sentiste la primera vez? —susurró Isabella, con la cabeza apoyada en mi regazo mientras me miraba con sus amables ojos verdes. Con los rayos de sol cayendo sobre ella, podía ver los tonos dorados y azules que rodeaban sus iris, enmarcados por las oscuras pestañas.

—¿Mmm…? —pregunté, con la cabeza en otra cosa, apreciando con la punta de los dedos la suave textura de la piel de mi chica, y el brillo de su pelo extendido sobre mis muslos.

—En la mina —repuso ella, como si me hubiera leído los pensamientos de unos minutos antes—. ¿Cómo lo conseguiste, Edward? ¿Cómo lograste bajar? —Se acercó y ahuecó la mano sobre mi mejilla. Me volví hacia ella y le besé la cálida piel de la palma de la mano.

Cerré los ojos durante un instante, dejando de pensar en todas las cosas alegres que me llenaban de felicidad, para regresar por un instante a los oscuros espacios que sufría todos los días.

—Fue como hacer un viaje al infierno —admití—. La primera vez, me metí unas ramitas de lavanda en el bolsillo, y cuando me entraba el pánico y pensaba que no podía hacerlo, cuando sentía que iba a volverme loco, las sacaba y las olía. Cerraba los ojos y la sentía allí conmigo; me imaginaba esos campos de lavanda ondulando por la brisa. Eso me ayudaba a sobreponerme a esos momentos. —Me encogí de hombros—. Lo hice porque tenía que hacerlo. Porque significaba tu libertad. Y con el tiempo, como con casi todo, incluso lo más terrible, aprendí a vivir con ello.

Me miraba con los ojos llenos de amor.

—¿Cómo es? —insistió con una cierta tensión en la voz.

—Está oscuro. Es una oscuridad diferente a todo, debería existir una palabra especial para describirla. Y hace calor, al principio casi no era capaz de respirar.

Rodó ligeramente sobre su estómago y me rodeó con facilidad. Me incliné para besarla en la sien.

—Y cualquiera podía pensar que sería un lugar tranquilo, ya sabes, al estar por debajo de la tierra, pero no lo es. Se oyen susurros y gemidos, como si nuestra invasión no les hiciera felices. Como si nos dijeran que los seres humanos no tienen sitio allí, y nos estuvieran recordando que quieren llenar los espacios que hemos vaciado. Cada día, esos sonidos son una especie de advertencia.

—Pero ¿has logrado acostumbrarte a ellos? —preguntó como si no pudiera creérselo.

Hice una pausa.

—Sí… En su mayoría. No me gustan la oscuridad ni el aire caliente y espeso. Odio trabajar encorvado todo el día. No soporto la sensación de estar encerrado y a merced de algo que es un millón de veces más poderoso que yo, pero… también están los chicos, los otros mineros que van allí cada día para hacer un trabajo sobre el que la mayoría de la gente no sabe nada. Lo hacen con orgullo y honor. Salen con las caras negras y los pulmones llenos de polvo, y lo hacen porque tienen familias y porque sus padres lo hicieron antes que ellos. Lo hacen porque es un trabajo honrado. Lo hacen a pesar de que la mayoría de esa gente no tiene ni idea de que obtienen la electricidad gracias al carbón.

—Cada vez que se enciende una luz, es gracias a un minero. —Sonrió—. Estoy orgullosa de ti.

Le devolví la sonrisa.

—Hago lo mismo que otros muchos hombres. Pero estar ahí abajo me ha hecho sentir un orgullo por mi padre y por mi hermano que no tenía antes. Me ha dado un poco de paz sobre la forma en que murieron. En cierto modo ha sido un infierno, sí, pero de otra forma también ha sido un regalo.

—Te amo —susurró. Me recreé en su expresión. Ella me entendía. Entendía la angustia que había sentido. Entendía el sacrificio, y también el orgullo. Había pensado que no era posible amarla más, pero no era cierto.

«Esta chica… Mi chica».

—Yo también te amo.

El domingo fuimos a desayunar a un pequeño restaurante de carretera. Entonces, me lo contó todo sobre San Diego, sobre el océano, sobre las clases, sobre la solicitud de subvenciones, sobre la cafetería a la que iba casi todos los días. Me empapé en su entusiasmo, en su belleza, en su orgullo e inteligencia. Y me sentí feliz de que fuera mía.

—Estaba todo el tiempo preocupado —confesé sin mirarla a los ojos.

Me cogió de la mano mientras yo estudiaba nuestros dedos entrelazados.

—¿Por mi seguridad? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—Por eso un poco, pero había algo que me preocupaba más… Me quitaba el sueño que conocieras a otro hombre. Que te enamoraras de él. —Alcé los ojos hacia los de ella y sentí la vulnerabilidad que debía de haber en los míos. Tenía los labios separados y su expresión era triste. Movió la cabeza.

—Siempre has sido tú. Nadie más. No quería admitir, ni siquiera ante mí misma, que la construcción de la escuela… Bueno, es para los niños de la zona, sí, pero también una forma de regresar a mi pueblo. —Bajó la vista y luego la volvió a subir—. Quería estar de nuevo cerca de ti. Aunque sabía que me habías herido, no podía olvidarte. Nunca lo logré. No lo he logrado en todo este tiempo. Ni siquiera cuando pensaba que me habías traicionado. Quizá en algún lugar de mi interior, sabía que no era cierto.

Me incliné por encima de la mesa y la besé.

Luego fuimos a una feria de artesanía a un par de horas de distancia atravesando un puente cubierto donde Isabella me hizo algunas fotos con el móvil. Se rio cuando sonreí de una forma poco natural y tensa, aunque al final acabó haciéndome soltar una carcajada por las caras ridículas que ponía. Parecía satisfecha con la imagen de mi cara, con una sonrisa brillante y el puente de fondo pintoresco. La puso de fondo de pantalla.

—¿De verdad quieres verme la cara cada vez que enciendas el teléfono? —pregunté. Aunque aquello me hacía feliz y esperaba que la mantuviera allí.

—Sí —confirmó—. Me gusta mirar a mi guapísimo novio, sobre todo cuando no esté.

La atraje hacia mí y la besé en el cabello. «Novio». La palabra no parecía lo suficientemente concreta para describir que le pertenecía por completo.

Le compré un helado casero a una anciana con las mejillas sonrojadas que vestía una falda de brillantes colores. La mujer nos miró y esbozó una sonrisa de complicidad, como si comprendiera algo que no habíamos dicho con palabras.

Caminamos cogidos de la mano mientras Isabella miraba las obras de artesanía que habían hecho los artesanos locales, escuchando su lenguaje de la montaña en el que se mezclaban sencillez y poesía. Sabía que algunos de los vecinos del pueblo que se dedicaban a la lavanda habían ido a una de estas ferias algunas semanas antes. Ver este tipo de iniciativas en los Apalaches me llenaba de orgullo infinito.

Al final, nos sentamos bajo un gigantesco castaño de indias y escuchamos a un grupo local. La música flotaba en el aire y cada nota me hacía sentir en casa.

Me incliné hacia Isabella.

—Me voy a casar contigo —le dije al oído.

Ella echó la cabeza hacia atrás para mirarme.

—Quiero tener hijos —advirtió—. Muchos hijos.

Me reí.

—Todos los que quieras. Haré que todos tus sueños se hagan realidad. Dedicaré a ello mi vida.

Me miró con ternura.

—Yo pienso conseguir que todos tus sueños se hagan realidad. Dedicaré a ello mi vida.

Sonreí mientras me inclinaba para besarla.

«Ya lo has hecho. Eres mi sueño».

Cuando el sol se ponía sobre las montañas, nos dirigimos de nuevo a mi casa, con las manos entrelazadas en la cabina de la pickup.

Terminamos el día haciendo el amor debajo de la ventana abierta, sobre el suelo ya familiar, uniendo nuestros cuerpos en busca del goce que había echado de menos demasiado tiempo. Me quedé dormido feliz, satisfecho y lleno de paz.

1 comentario:

cari dijo...

Hermosos recuperando el tiempo perdido este par de conejitos hermosos ❤😍🔥😛😉😜😘❤ gracias

ORACION A MI SEXY VAMPIRITO

Edward de mi guarda
De mi sexy compañia
Bebete mi sangre
De noche y de Dia
Hasta que caiga en tus brazos
Y sea tu marca de heroina