jueves, 16 de enero de 2020

capitulo 1 Corazones oscuros


*** La historia NO ES MÍA es una ADAPTACIÓN al final de la adaptación, daré el nombre del autor y el nombre original de la historia.***

**** Los personajes son propiedad de Stephanie Meyer ****

**la adaptación contiene escenas explícitas de sexo**


Sinopsis

Isabella Swan piensa que su día no puede ser peor, hasta que se  encuentra atrapada en un oscuro ascensor con un completo  desconocido. Distraída por una llamada telefónica y haciendo malabares con demasiadas cosas, la contadora de traje a rayas sólo ve un breve atisbo de un dragón tatuado en su mano antes de que las luces se apaguen.

Edward Cullen se divierte cuando una castaña, literalmente, cae a sus pies.

Su diversión se convierte en pánico cuando falla la energía. A pesar de sus piercings, tatuajes, y atroz cicatriz, se aterroriza de los espacios oscuros y confinados. Ahora, está atrapado en su peor pesadilla.

Para combatir el miedo, entre ambos deben alcanzar hablar y abrirse hacia el otro. Sin nociones preconcebidas basadas en la vista para sujetarse y sostenerse, descubren lo mucho que tienen en común. En la caliente oscuridad, la atracción crece y las chispas vuelan, pero ¿sentirán lo mismo cuando las luces se enciendan de nuevo?



Prologo

Al principio, pensó que lo había imaginado: sus dedos, ejerciendo presión contra la parte posterior de su cuello. Pero ella siguió adelante con la constante caricia. Sólo que no estaba seguro. Concentró toda su atención en el movimiento de su mano y... no se imaginó ese momento, ¿verdad? Allí estaba otra vez, sus dedos tirando de él hacia ella.

Por favor, no me dejes estar imaginando eso.

Se lamió los labios y movió la cabeza hacia adelante apenas un centímetro o dos. Dios, quería besarla. Sus dedos se morían de ganas de enhebrar finalmente su camino en todo ese cabello castaño. Sus labios se abrieron en anticipación de reclamar su boca. Quería saborearla. Quería sentirla bajo él.

—Isabella—dijo con voz áspera.

—Sí, Edward, sí.

Fue toda la confirmación que necesitó.

Se empujó sobre la alfombra hasta que su pecho se encontró con su costado. Lentamente bajó la cabeza para que no la lastimara en su impaciencia ciega. Su boca encontró una mejilla primero, y presionó sus labios contra el suave rubor del mismo. Ella gimió y envolvió sus brazos alrededor de sus hombros. Su mano derecha aterrizó en un montón de rizos sedosos, y la satisfacción que sintió al finalmente tocar su cabello le hizo tragar duro.

—Tan suave —murmuró él, refiriéndose a su cabello, su piel y el montículo de su seno presionando contra su pecho, desde donde estaba encima de ella.

Edward dejó escapar su propio gemido cuando los labios de ella presionaron contra la piel delante de su oreja. Ella exhaló bruscamente. La prisa de su aliento sobre su piel poniéndole la piel de gallina en todo su cuello.

Dejó un rastro de besos suaves por su mejilla hasta que encontró sus labios.

Y entonces ya no pudo ir despacio.

Y ella tampoco pudo.

Capítulo 1


—¡Espere! ¡Por favor, que no se cierre!

Isabella Swan resopló frustrada por el espantoso día que estaba teniendo mientras corría hacia el ascensor. En el bolsillo de la americana sonó su teléfono móvil, así que se cambió los bolsos que llevaba sobre el hombro derecho para sacarlo. El agudo tono era tan molesto como el de un despertador, aunque probablemente se debiera a que el maldito aparato no había dejado de sonar en toda la tarde.

Alzó la vista lo suficiente para atisbar una enorme mano tatuada que impedía que se cerrara la puerta del ascensor antes de conseguir extraer del todo el pequeño teléfono negro. Después le dio la vuelta para responder pero se le cayó al suelo, deslizándose por el apagado mármol.

—¡Mierda! —masculló, soñando con la botella de vino que iba a beberse en cuanto llegara a casa. Por lo menos el teléfono había ido en dirección al ascensor, que todavía esperaba abierto. Que Dios bendijera la paciencia del buen samaritano que sujetaba las puertas.

Se agachó para recuperar el móvil y luego entró a trompicones en el ascensor. El largo cabello le caía sobre la cara, pero no pudo echárselo hacia atrás pues tenía ambas manos ocupadas.

—Gracias —murmuró al buen samaritano mientras la correa del ordenador portátil se le resbalaba por el hombro haciendo que el bolso se le cayera al suelo. El ascensor emitió un pitido impaciente cuando el hombre apartó la mano y las puertas se cerraron.

—No pasa nada —respondió una voz profunda detrás de ella—. ¿A qué piso?

—Oh… mmm… al vestíbulo, por favor.

Distraída por el bolso y por el día en general que estaba teniendo, se colocó la correa del ordenador sobre el hombro y se inclinó para alzar el bolso. A continuación, volvió a colgárselo del brazo y bajó la vista hacia el teléfono para ver quién le había llamado. Sin embargo, lo único que encontró fue una pantalla en negro.

—¿Pero qué…? —Dio la vuelta al aparato y vio un agujero rectangular donde se suponía que tenía que estar la batería—. ¡Estupendo!

Isabella no podía estar sin su teléfono. No con su jefe llamándola cada cinco minutos para comprobar cómo llevaba el trabajo. Cuando estaban en la fase final de un proyecto, que fuera un viernes por la noche y el comienzo del fin de semana no marcaba diferencia alguna. No respiraría tranquila hasta que terminara aquel contrato.

Soltó un suspiro y alzó su cansada mano hasta el panel para presionar el botón que la llevaría de regreso a la sexta planta. Desde el rabillo del ojo pudo vislumbrar lo alto que era el buen samaritano.

Entonces el ascensor se paró abruptamente y todo se volvió negro.
***
Edward Cullen intentó no reírse de la agotada Castaña que se dirigía a toda velocidad hacia el ascensor. ¿Por qué iban siempre las mujeres cargadas con tantas cosas? Si a él no le cabía algo en los bolsillos de sus desgastados jeans, no lo llevaba y punto.

Mientras la mujer se agachaba para recoger el teléfono —otra cosa que Edward se negaba a llevar encima a menos que estuviera de guardia— se quedó fascinado por la forma en que el cabello le cayó por el hombro en una larga y suave cascada de ondas Cafes rojizas.

Cuando por fin entró en el ascensor, murmuró distraída que también iba al vestíbulo. Él retrocedió hasta la pared trasera e inclinó la cabeza como siempre hacía. Le daba igual que la gente se fijara en sus piercings y tatuajes, pero tampoco estaba ansioso por ver sus miradas de desaprobación o, peor aún, miedo.

Movió la cabeza divertido al verla continuar haciendo malabares con sus pertenencias mientras soltaba una serie de improperios en voz baja. Había tenido un día asqueroso, así que estaba más que listo para unirse a ella, aunque normalmente prefería afrontar las cosas con sentido del humor. Y aquella Castaña le estaba resultando muy divertida. Desde luego agradecía la distracción.

La Castaña alzó la mano para presionar un botón y Edward estuvo a punto de reírse al observar que lo apretaba como unas cinco veces. Pero la risa se le quedó atascada en la garganta en cuanto captó el aroma de su champú. Una de las cosas que más le gustaba de las mujeres era que sus cabellos siempre olían a flores. Y ese aroma, combinado con el color de su pelo y la suavidad de sus rizos… Se metió las manos en los bolsillos para evitar deslizar los dedos por aquella espesa mata de pelo. ¡Dios!, cómo le hubiera gustado hacerlo, aunque solo fuera una vez.

Entonces la Castaña desapareció, junto con todo lo demás, al tiempo que el ascensor se detenía y las luces se apagaban.

Soltó un jadeo y retrocedió hacia un rincón del ascensor. Apretó los ojos con fuerza, bajó la cabeza a sus manos y empezó a contar de diez a cero, intentando recordar las técnicas de respiración… intentando no dejarse llevar por el pánico.

Estar en un espacio tan confinado como el de un ascensor era una cosa (le había llevado años de terapia superarlo… casi). ¿Pero estar en un sitio tan pequeño sin luces? Imposible. El latir de su corazón y la opresión que sintió en el pecho le dijeron que no lo lograría.

Iba por cinco cuando se dio cuenta de que la Castaña estaba emitiendo una especie de ruido. Se las arregló para luchar contra el terror lo suficiente como para oír que se estaba riendo. Y de forma histérica.

Abrió los ojos, aunque no le sirvió de nada. Pero por el lugar de donde procedía su risa supo que todavía estaba cerca del panel de botones. Y, por asombroso que pareciera, cuanto más se centraba en ella, menos pánico sentía, o al menos no iba a peor.

Cómo le hubiera gustado poder verla. Casi podía imaginársela con los hombros temblando, los ojos llenos de lágrimas y apretándose el estómago por la fuerza de su ahora sofocante risa. Cuando la oyó exhalar por la nariz, soltando un resuello, esbozó una media sonrisa; ella por su parte volvió a estallar en carcajadas en cuanto oyó aquel sonido tan poco elegante.

Pero a él no le importó, porque se percató de que volvía a estar en posición vertical y respirando con normalidad. Había conseguido superar el ataque de pánico. Gracias a ella.
***
Isabella se habría pegado un tiro si hubiera podido, pero se estaba riendo con tanta fuerza que apenas podía respirar.

«¡Perfecto! ¡Simplemente perfecto!»

A cualquiera que le contara la enorme pila de mierda que había sido su día no se lo creería. Había empezado cuando se rompió un tacón de su par de sandalias de tiras favorito en las escaleras del metro. Tuvo que dar media vuelta y andar los veinte minutos de regreso a su apartamento para cambiarse de calzado, lo que consiguió que llegara tarde al trabajo y se ganara sendas ampollas en los dedos meñiques de ambos pies al elegir los únicos zapatos (un par de tacones nuevos) que iban a juego con el traje que llevaba. Desde ese momento todo había ido de mal en peor. Y ahora aquello. Era como si estuviera en una de esas estúpidas comedias, con risas enlatadas incluidas. Aquella idea hizo que churritara como un cerdito. Lo ridículo del sonido, junto con la situación tan absurda en la que se encontraba y el desastre de día que había tenido, hicieron que volviera a echarse a reír con tanta fuerza que terminó con las mejillas ardiendo y un costado dolorido.

Al final, dejó sus pertenencias en el suelo y extendió una mano hasta que tocó una pared de frío metal. Trató de calmarse y usó la mano que tenía libre para enjugarse las lágrimas y abanicarse del calor que empezó a sentir en el rostro al recordar que el Buen Sam seguía allí con ella.

«Oh, Dios mío. Seguro que piensa que estoy como una cabra.»

—Lo siento… Lo siento —logró decir cuando consiguió controlar el ataque de risa, transformándolo en risitas ocasionales. Ahora se reía más de sí misma.

Buen Sam no respondió.

—¿Hola? —continuó—. ¿Sigues aquí conmigo?

—Sí, estoy aquí. ¿Te encuentras bien? —Resonó una voz en el confinado espacio, rodeándola por completo.

—Mmm… Sí… No lo sé. —Se apartó el pelo de la cara y negó con la cabeza.

Lo bajito que se rio hizo que se sintiera menos ridícula.

—Qué mal, ¿eh?

—Peor —repuso Isabella antes de soltar un suspiro— ¿Cuánto crees que estaremos aquí encerrados?

—¿Quién sabe? Espero que no mucho. —Lo dijo con un tono que Isabella no terminó de entender.

—Ojalá. ¿No suelen llevar estos cacharros luces de emergencia? —Recorrió con la mano el panel de botones y pulsó varios al azar para ver si encontraba el de la alarma, pero ninguno pareció hacer nada en concreto. Además, por los dos años que llevaba trabajando allí sabía que al teléfono de emergencias le faltaba el receptor. Por lo visto esos eran los riesgos de trabajar en un edificio de oficinas de la década de 1960.

—Sí, los más nuevos las tienen.

Tras un rato desistió de encontrar ayuda en los botones y se volvió hacia la puerta para golpear tres veces con los nudillos contra el metal.

—¡Eh! ¿Hay alguien ahí? ¿Alguien puede oírme? Nos hemos quedado encerrados en el ascensor. —Presionó la oreja contra la fría superficie de las puertas, aunque después de estar varios minutos en esa posición le quedó claro que no había nadie cerca. Seguro que se habían parado entre la tercera y la cuarta planta, donde se encontraba una delegación de la Seguridad Social que cerraba a las cinco, por lo que un cuarto de hora después allí no había ni un alma. Sí, eso explicaría perfectamente la falta de respuesta.

Suspiró y alzó la mano, pero fue incapaz de verla, y eso que tenía la palma lo suficientemente cerca como para tocarse la nariz.

—Maldita sea, esto sí que es la definición misma de «negro como el carbón». No puedo verme ni la mano que tengo delante de la cara. —Al oír cómo Buen Sam se quejaba bajó la mano—. ¿Qué pasa?

—Nada. —Sonaba cortante, tenso.

«De acueeerdo.»

Él resopló y se movió. Entonces Isabella notó cómo algo duro le golpeaba el tobillo y soltó un grito de sorpresa.

—Mierda, lo siento. ¿Estás bien?

Bajó la mano y se frotó la zona donde por lo visto el calzado de él le había golpeado.

—Sí. ¿Te has sentado?

—Sí. He pensado que ponía ponerme cómodo. Aunque no quería hacerte daño. No me he dado cuenta de que…

—¿De qué? ¿No podías ver que estaba aquí? —Se rio, tratando de restar importancia al asunto y romper un poco el hielo, aunque que él no respondiera cayó como una pesada losa en el reducido espacio que estaban compartiendo.

Soltó un suspiro y usó la mano como guía para volver a «su lado» del ascensor, pero se tropezó cuando el pie izquierdo se le enredó con la correa de uno de sus bolsos, haciendo que se le resbalara el zapato. Frustrada, se quitó el otro de una patada que fue a parar a… a algún sitio en la oscuridad.

—Bueno, supongo que yo también puedo ponerme cómoda —dijo con la doble intención de romper el silencio y comenzar una pequeña charla con él. Encontró el rincón trasero del ascensor y se sentó. Después extendió con cuidado las piernas, las cruzó sobre los tobillos y se alisó la falda a la altura de los muslos. Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo puso los ojos en blanco. Ni que él fuera a verla.

Aquella oscuridad la tenía completamente desorientada. No se filtraba ni el más mínimo halo de luz. Su primer impulso fue el de encender la pantalla del teléfono móvil para poder ver algo, pero entonces se acordó de que la batería estaba tirada en alguna parte del vestíbulo de la planta en la que trabajaba. Y, dado que el día estaba siendo lo que era, también había agotado la batería del portátil, así que tampoco podía usarlo.

Le hubiera gustado ver qué aspecto tenía Buen Sam. Su loción para después del afeitado olía a limpio. Reprimió una sonrisa al imaginarse recorriendo su garganta con la nariz hasta llegar a la cabeza.

No sabía exactamente cuánto tiempo llevaban allí dentro. Giró los pulgares unas cien veces al tiempo que estiraba los tobillos.

«¿Por qué no dice nada? Tal vez es un poco tímido. O puede que lo hayas dejado anonadado con tu grácil entrada, tu ataque de nervios tan elegante y tu sensual risa estilo cerdito. Sí, seguro que se trata de eso.»
***
Edward deseó con todas sus fuerzas que la Castaña volviera a reírse, o al menos hablara. Que le hubiera recordado lo oscuro que estaba aquel sofocante ascensor del tamaño de una caja despertó al instante la ansiedad que sentía. Y cuando la opresión se apoderó de su pecho, tuvo que sentarse para no avergonzarse a sí mismo desmayándose o haciendo alguna otra mierda similar, pero al estirar las piernas la había golpeado y desde entonces ella apenas había pronunciado un par de frases más.

«Bien hecho, sí señor.»

La oyó removerse inquieta, suspirando y cambiando de posición. Empezó a concentrarse en el sonido que hacían sus piernas cada vez que se deslizaban contra la moqueta del ascensor; una distracción que le ayudó a ralentizar la respiración. La inhalación profunda que finalmente consiguió insuflar en los pulmones le alivió y sorprendió a la vez.

Edward era un tipo solitario. Tenía pocos amigos —personas que le conocían de toda la vida y que sabían lo que le pasó a los catorce años— pero tampoco dedicaba mucho tiempo a hablar con personas que no conocía. Así era él. Los tatuajes, los piercings y pelo rapado conseguían que desprendiera un cierto halo antisocial, aunque eso era más fachada que realidad. De modo que le resultaba tremendamente extraño que otra persona le transmitiera la calma que estaba obteniendo de aquella Castaña. ¡Por el amor de Dios, pero si ni quiera sabía qué aspecto tenía o cómo se llamaba!

Solo había una forma de resolver ese último aspecto.

—¿Eh, Castaña? —Después del largo período de silencio, su voz resonó con fuerza en el reducido espacio—. ¿Cómo te llamas? —preguntó en voz más baja.

Ella se aclaró la garganta.

—Todo el mundo me llama Bella ¿Y tú?

—Edward. ¿Te llamas Bella de verdad o es solo un apodo?

Ella se rio por lo bajo.

—Bueno, «Edward»… —El énfasis con el que pronunció su nombre le arrancó una sonrisa inesperada—. Me llamo Isabella, pero por lo visto Bella´s me pega más.

—¿De dónde viene la S?

—Porque me apellido Swan.

—Isabella Swan —susurró él. Le gustaba su nombre. Encajaba con esa espesa mata de exquisito pelo rojo—. Deberías quedarte con Isabella. Te va mejor. —Hizo una mueca mientras esperaba la reacción ante aquella opinión que nadie le había pedido. Su boca había sido más rápida que su cerebro.

—Mmm… —replicó ella de forma evasiva. Creía que le había ofendido hasta que continuó—: Bueno, una de las ventajas de Bella es que no me hace destacar en la firma en la que trabajo.

—¿A qué te refieres?

—A que soy la única mujer.

—¿A qué te dedicas?

—¿Es que ahora estamos jugando al juego de las Veinte Preguntas?

Edward esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Le gustaba que una mujer supiera plantarle cara. Durante un instante, casi se alegró de la oscuridad que les rodeaba ya que ella no podría juzgarle por su apariencia. Y él estaba disfrutando con su franqueza.

—¿Por qué no?

Ella se rio con suavidad.

—Bueno, en ese caso ya he respondido a más preguntas que tú. ¿Cómo te apellidas?

—Cullen. Edward Cullen.

—¿Y a qué te dedicas, señor Cullen?

Al oírla pronunciar su apellido de esa forma tragó saliva. Hacía que sintiera… cosas.

—Mmm… —Se aclaró la garganta—. Soy enfermero del cuerpo de bomberos. —Había tenido claro lo que quería ser desde adolescente. No era nada fácil ver a otras personas, a otras familias, en situaciones similares a la que cambió su vida, pero sintió que esa era su vocación.

—Vaya. Eso está muy bien. Es admirable.

—Sí, bueno, paga las facturas —comentó él, avergonzado por el cumplido. No estaba acostumbrado a recibirlos. Mientras pensaba en ello se pasó una mano por el pelo cortado al ras. Sus dedos se deslizaron por la cicatriz más grande que tenía—. ¿Y tú? ¿En qué trabajas? —La oyó reír por lo bajo y se preguntó qué le divertía tanto.

—Soy contable, y antes de que te mueras de aburrimiento, te aclararé que trabajo en el ámbito forense, soy contadora forense, así que no es tan malo como parece.

Edward se encontró riendo, aunque no supo muy bien por qué. Esa mujer tenía algo que le hacía sentirse bien.

—Bueno, eso es algo muy… interesante.

—Cállate —dijo ella antes de volver a reírse.

Él esbozó una sonrisa todavía mayor.

—Bien dicho.

Ella resopló y dijo con voz divertida:

—Si pudiera verte te daría una torta.

Aquella súbita referencia a la oscuridad en la que se encontraban borró de un plumazo la sonrisa de su cara. Tomó una profunda bocanada de aire a través de la opresión que ahora sentía en la garganta.

—Eh, ¿qué te pasa?

—Nada. —No pudo evitar lo cortante que sonó su voz, aunque estaba más frustrado consigo mismo que con ella. No le gustaba perder los papeles y mucho menos delante de otras personas.

—Lo siento. Esto… sabes que no te daría un tortazo de verdad, ¿no?

Y con esa simple frase consiguió que volviera a centrarse.

—Ah, bueno, ya me siento mucho mejor —dijo. El humor volvía a impregnar su voz. Y era cierto. Giró la cabeza de un lado a otro para liberar algo de la tensión que sentía en el cuello. Al percatarse de que llevaba callada un rato se preguntó si realmente pensaba que le había molestado su comentario. No le gustaba la idea de que se sintiera mal—. Mmm… Tengo un poco de claustrofobia, eso es todo. Así que… si puedes dejar de mencionar que estamos a oscuras, a pesar de que… Mierda.

—¿Qué?

—Bueno, está claro que estamos a oscuras, pero no puedo dejar de pensar en lo estrecho y… cerrado que es este ascensor cuando aludes a… Solo habla de otras cosas. —Volvió a pasarse la mano por la cabeza rapada sabiendo que estaba sonando como un auténtico imbécil; por eso casi nunca conocía a nadie más allá de su reducido círculo de amigos.

Pero ella le respondió completamente seria.


—Oh, bien. De acuerdo, entonces, ¿de qué quieres que hable?
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Hola a todas que les parece una nueva adaptacion en un nuevo inicio de año bueno espero les agrede esta adaptacion es corta pero tiene dos libros mas el cual igual son cortos y subire junto con esta adapacion para hacer uno solo bueno espero con ansia sus comentarios para saber que les parece noe vemos sobre las actualizaciones no tendria especifico pero no se preocupen saben que siempre subo de dos capitulo a tres si me tardo mucho en actualizar.

8 comentarios:

Kar dijo...

Hola hola nena me gustó muchísimo el tema,e imagino a ese Edward rapado y con piercings y que trae una historia misteriosa
Gracias por esta nueva adaptación y me subo a esta nueva aventura
Saludos y besos

Anónimo dijo...

Hola me atrapaste quiero saber que mas pasara en ese ascensor?????

paty dijo...

Pobre Edward debe ser terrible estar atrapado ahí ojalá Bella le ayude a distraerse
Gracias 😊

beata dijo...

Gracias por la historia, me gustan los personajes.

cari dijo...

GRACIAS ❤😘💕

Baisers Ardents dijo...

Ya me pondré al día. Encuentro que está súper interesante
Besitos

m2lesliexiomara@.gmail.com dijo...

Me encanta esta nueva historia sólo me gustaría que cambiasen los colores del blog cuesta leer otras historias a través del celular.

Valeeeeeeeeee1 dijo...

Wow que manera de conocerse jaaj

ORACION A MI SEXY VAMPIRITO

Edward de mi guarda
De mi sexy compañia
Bebete mi sangre
De noche y de Dia
Hasta que caiga en tus brazos
Y sea tu marca de heroina