sábado, 8 de febrero de 2020

Capitulo 4 Corazones oscuros


Capítulo 4

Isabella emitió un quejido.

La llegada de la luz fue como un cubo de agua helada; algo incómodo que apagó el incendio que se había desatado en su cuerpo solo unos segundos antes.

Cerró los ojos con fuerza ante el inesperado resplandor y enterró el rostro en el cuello de Edward. La luz también pareció afectarle. Sus dedos continuaban entre ambos cuerpos, aunque ahora inmóviles, y acurrucó la cara contra ella para bloquear el brillo cegador de las luces.

Pasaron varios minutos. La luz seguía encendida, por lo que Isabella supuso que esta vez había venido para quedarse. Todavía pegada a Edward, decidió abrir los ojos lo suficiente para acostumbrarse de nuevo a la iluminación. Para su sorpresa, le costó bastante. Sus ojos protestaron y se llenaron de lágrimas durante lo que le pareció un buen rato, así que tuvo que parpadear unas cuantas veces.

Al final consiguió abrirlos por completo y relajó los hombros contra el inmenso pecho de Edward. Y entonces se dio cuenta.

«¡Madre mía! Estoy medio desnuda. Con un completo extraño. ¡Que tiene la mano metida debajo de mi falda!

Un extraño al que nunca he visto.

¡Que nunca me ha visto!


¿Y si piensa que no soy atractiva? Una chica del montón. ¿O un adefesio? Siempre he odiado esa palabra. Adefesio. ¿Qué clase de término es ese para describir a una persona? Dios, me estoy volviendo loca.»

Haber estado a punto de tener un orgasmo tampoco ayudaba. Tenía el cuerpo rígido, pero también como un flan tembloroso.

—Creo que esta vez la luz ha vuelto para quedarse —le dijo Edward al oído con voz ronca y tensa.

—Mmm… sí. —Puso los ojos en blanco ante su elocuente respuesta. Estaba convencida de que estaba en proceso de perder cualquier halo de misterio que hubiera tenido con las luces apagadas.

Aún con la cabeza apoyada en su hombro, bajó la vista y se quedó sin aliento. Edward tenía la camiseta subida a la altura de las costillas y alrededor del lado izquierdo de su tonificado vientre tenía un tatuaje tribal que ascendía hacia su espalda. Era impresionante verlo contra esa piel bastante más bronceada que la suya. Antes de pararse a pensarlo, trazó con el dedo una de las negras curvas del diseño. El contacto hizo que Edward contrajera el estómago y contuviera el aliento. Isabella sonrió.

De repente, sintió la imperiosa necesidad de verle por completo.

Se sentó sobre su regazo, y con los ojos pegados a sus abdominales, levantó la cabeza poco a poco. Durante un microsegundo le inquietó cómo sería su aspecto, pero enseguida se odió a sí misma por haber pensado de una forma tan superficial. A final decidió dejar a un lado todas esas preocupaciones. Ya le admiraba por todo lo que sabía de él; de ninguna manera dejaría de percibir su belleza interior por su apariencia exterior, fuera cual fuese esta.

Luchó contra el deseo instintivo de taparse, de volver a juntar los dos lados de su blusa de seda, pero no quiso herir sus sentimientos. Después de todo lo que habían compartido, no quería mostrarse introvertida con él.

Toda su piel se estremeció, como si pudiera sentir el ardiente rastro que los ojos de Edward estaban dejando mientras se movían sobre su cuerpo. Entonces tomó una profunda bocanada de aire y alzó la mirada desde su estómago, subiendo por la gastada camiseta negra que llevaba, los duros ángulos de la fuerte mandíbula que había mordisqueado… hasta llegar a su cara.

No podía dejar de temblar, era como si la adrenalina se hubiera apoderado de todo su ser ahora que se empapaba de Edward a través del último sentido que le faltaba por usar con él.

Era… ¡Oh, Dios, mío!... tan fuerte y… viril… y…tan condenadamente atractivo.

El seductor ángulo de su mandíbula combinaba a la perfección con unos generosos labios, los pómulos altos y una frente fuerte que enmarcaba unos intensos ojos marrones con unas pestañas inmensamente largas y espesas. Dos pequeños aros de plata le perforaban el lado izquierdo del labio inferior, mientras que el piercing de la ceja derecha era de metal negro y con forma de pesas.

Tenía un rostro que, si lo combinabas con la fuerte mandíbula y ese par de ojos, podía parecer duro, el de un tipo intimidante. Pero ella sabía que no era así.

Con un tembloroso suspiro, se armó de valor para mirarlo directamente a los ojos. Él también la estaba mirando… con cautela. No de un modo frío, pero tampoco cálido. A pesar del íntimo contacto que seguían manteniendo, se fijó en que tenía los hombros tensos y la mandíbula apretada. En ese momento tuvo la impresión de que Edward se estaba preparando para el rechazo.

No era de extrañar, pues se había limitado a permanecer sentada, mirándole con la boca abierta sin decir ni una palabra. Como detestaba la idea de que pudiera interpretar su silencio de forma equivocada, exclamó sin pensárselo siquiera:

—¡Eres absolutamente magnífico!

Tal derroche de honestidad hizo que casi se le salieran los ojos de las órbitas. Se llevó la mano a la boca y movió la cabeza avergonzada. Cómo le hubiera gustado que las luces volvieran a apagarse para ocultar el rubor que ascendía por todo su cuerpo.

Entonces Edward sonrió y el gesto cambió por completo su rostro.

Sus ojos cobraron vida, brillando divertidos y llenos de felicidad. En las mejillas se le formaron dos profundos hoyuelos dándole un aspecto juvenil que nunca hubiera podido apreciar en aquellos potentes rasgos masculinos. Enarcó una ceja mientras su sonrisa se transformaba en otra mucho más arrogante, traviesa y sensual que la estremeció de la cabeza a los pies.

Dejó de cubrirse la boca y bajó las manos, apoyándolas contra su duro estómago. El aire juguetón que ahora mostraba Edward sacó a relucir el suyo propio, de modo que, en cuanto sintió cómo su mano se retorcía en el lugar donde todavía descansaba bajo ella, gruñó y se abalanzó sobre él.
*  *  *
Edward sentía tal miríada de emociones en su interior que era incapaz de clasificarlas. Cuando las luces se encendieron, el terror desató un torrente de adrenalina a través de su sistema. Enseguida quedó claro que no volverían a quedarse a oscuras y aunque el pánico fue disminuyendo —de nuevo gracias al aroma de Isabella y al efecto calmante de sus caricias— la frustración por el momento tan inoportuno que escogió la electricidad para regresar le hizo apretar los dientes con fuerza mientras intentaba aclimatar los ojos al resplandor.

La postura en la que tenía la cabeza sobre la suave curva del cuello de Isabella le permitió embeberse de su sensual desnudez. Era… todo suavidad, piel clara, pezones erguidos de un tono rosado y femeninas curvas. Un sendero de pecas recorría la parte superior de su pecho derecho y tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no lamer lentamente la zona. La cremosa palidez de sus muslos destacaba contra el bronceado brazo en el que llevaba el dragón tatuado y que todavía descansaba entre ambos cuerpos. Su mano desaparecía bajo el dobladillo de la falda que antes habían subido. A pesar de la barrera de la ropa interior de seda, Edward podía percibir la humedad de su excitación. Le dolía la mano de las ganas que tenía de retomar el punto exacto donde lo habían dejado. Ojalá Isabella se lo permitiera.

Estaba tan complacido por poder ver su cuerpo que en un primer momento no se dio cuenta de que ella se estaba alejando hasta que dejó de sentir el peso de su cabeza sobre el hombro. Contuvo el aliento y se preparó mentalmente, preocupado por lo que pudiera pensar de él. Isabella era una mujer educada, muy inteligente y toda una profesional. Se notaba que era una persona emocionalmente estable, mientras que él era ansioso y retraído. Tenía un aspecto elegante con aquel traje gris de raya diplomática; él ni siquiera tenía un traje y casi nunca llevaba nada que no fueran jeans, excepto cuando estaba trabajando. Su piel era pura e inmaculada; la de él llena de tatuajes, piercings y cicatrices. Edward llevaba su pasado marcado en el cuerpo; de hecho había usado el dolor que le habían producido las agujas y pistolas para tatuar y perforar su piel como una forma de superar la culpa que sentía por haber sobrevivido. Apretó la mandíbula solo de imaginarse en lo que podría pensar de él el hermano policía de Isabella si alguna vez llegaban a conocerse.

Cuando ella se echó hacia atrás, subió la mirada desde su abdomen hasta el rostro. De forma inconsciente, alzó las rodillas para proporcionarle un mejor apoyo mientras seguía sentada a horcajadas sobre él. Con cautela, contempló su cara y ojos en busca de algún indicio, pero no pudo saber qué sentía.

Y Isabella… Isabella era preciosa. Ese pelo, que ya adoraba, era de un intenso castaño rojizo medio que le caía sobre los hombros en una masa de rizos sueltos. Lo llevaba con la raya de forma que creaba una cascada ondulada que le atravesaba la frente, descendiendo por el borde del ojo derecho. A pesar de que sus mejillas todavía lucían el sonrojo por la intimidad compartida, tenía una piel pálida y suave como la porcelana, que resaltaba aún más sus rosados labios carnosos. No creía que fuera maquillada, aunque tampoco lo necesitaba.

Cuanto más tiempo pasaba mirándole sin decir nada, más nervioso se ponía. Mientras intentaba relajar los músculos bajo su intensa mirada, notó cómo se le tensaban el cuello y los hombros. Ya se la imaginaba enumerando en su bonita cabeza todas sus rarezas: «Un enorme tatuaje tribal cubriéndole medio abdomen, un gran dragón en el brazo que todavía tengo atrapado entre los muslos, varios piercings faciales, la fea cicatriz en un lateral de la cabeza…» Y aquello no era todo. «Fantástico, ¿a quién narices he estado besando?», era lo que casi podía imaginarse que estaría pensando.

Se metió entre las muelas un lado de la lengua y mordió con fuerza, usando el dolor para distraerse de lo que realmente le preocupada en ese momento. Si Isabella no decía algo pronto…

Por fin los ojos de ella se posaron sobre los suyos y se quedó con la boca abierta. Para ser de un tono azul claro no eran para nada fríos; todo lo contrario, exudaban la misma calidez que ya había asociado a su personalidad. Su mirada lo inmovilizó por completo, como si el tiempo se hubiera detenido y él estuviera balanceándose de forma precaria al borde de un acantilado, sin saber si terminaría cayendo o sería digno de su aceptación.

Cuando después de lo que le pareció una eternidad oyó sus palabras, al principio no logró interpretarlas, pues eran muy diferentes al cortés rechazo que esperaba.

«Magnífico. Absolutamente magnífico.»

«Lo dudo mucho, pero vamos que si voy a aceptarlo.»

Verla avergonzarse por aquel arrebato de sinceridad consiguió que desapareciera toda la tensión que sentía. Entonces sonrió y ella se abalanzó sobre él y borró con sus besos la cara de tonto que se le había quedado.

La abrazó con fuerza, rodeando esos esbeltos hombros con sus musculosos brazos para atraerla hacia sí. Sus besos dejaron de ser urgentes y desesperados para transformase en profundos y lánguidos. Cuando Isabella se apartó un poco para respirar, no pudo evitar darle unos cuantos besos castos más en los labios.

A continuación ella se echó un poco más para atrás y Edward bajó la mirada. La vio mover nerviosa las manos, que finalmente lograron abrirse paso hasta el dobladillo festoneado de su blusa rosa y juntar las dos partes del delantero sobre su pecho.

Ladeó la cabeza tratando de imaginarse el verdadero significado de aquel gesto y frunció el ceño cuando observó cómo se cruzaba de brazos, como si estuviera intentando abrazarse a sí misma, mordiéndose el labio inferior.

—Mira, Isa…

Sin previo aviso, el ascensor se puso en marcha y comenzó a bajar. Isabella soltó un jadeo. El botón del vestíbulo parpadeaba en el panel. Se imaginó que, al volver la luz, el ascensor se había reiniciado y descendía automáticamente a la planta baja, lo mismo que hubiera hecho uno más moderno la primera vez que se fue la electricidad.

Le dio un apretón en el brazo.

—Creo que en cuanto esto se abra vamos a tener compañía —dijo, echando un vistazo a su ropa desaliñada.

—Oh, sí, es verdad —murmuró ella. Se apoyó en sus hombros para incorporarse. Él la ayudó a levantarse.

De pronto ambos se movían de forma torpe e incómoda… como si hubieran hecho algo malo. Edward volvió a fruncir el ceño y se frotó la cicatriz de la cabeza cuando la vio irse a «su lado» del ascensor y pararse en la pared más alejada para colocarse la ropa.

Cuando el ascensor se detuvo bruscamente, Isabella miró alterada las puertas y se peinó el pelo con las manos antes de agacharse a recoger la chaqueta de su traje.

Dos repentinos golpes los sobresaltaron. Isabella gritó y se llevó las manos al pecho mientras se tambaleaba un poco intentando ponerse uno de los tacones.

Imaginándose de qué se trataba, Edward comenzó a decir.

—Seguramente sean…

—Servicio de emergencias del condado de Arlington —dijo una voz amortiguada desde el otro lado—. ¿Hay alguien ahí?

Edward respondió con dos golpes con el puño en la todavía puerta cerrada del ascensor.

—Sí, estamos dos personas —informó mientras se inclinaba hacia la puerta.

—Mantengan la calma, señor. Los sacaremos de ahí enseguida.

—Entendido.

Miró a Isabella. Le preocupaba el notable silencio que se había instalado entre ellos durante los últimos minutos.

Ella alargó una mano de forma vacilante.

—Mmm… perdona… pero es que estás… —Señaló hacia sus pies.

Bajó la vista y se dio cuenta de que estaba pisando la correa de uno de sus bolsos.

—Oh, mierda, lo siento.

Retrocedió y se agachó para recogerlo al mismo tiempo que ella.
Se golpearon en la cabeza.

—¡Ay! —exclamaron al unísono.

Al separarse, las puertas se abrieron. Al otro lado había una audiencia de espectadores que los miraban curiosos mientras Isabella y él se quedaban allí parados, sintiéndose incómodos y con una expresión en sus rostros que reflejaba vergüenza y alivio por igual.
*  *  *
Isabella se sentía como una completa imbécil, y no solo por haberse lanzado a los brazos de Edward sin contemplaciones, sino por la ardiente opresión que tenía en los ojos y que le decía que estaba a punto de ponerse a llorar.

Creía que había interpretado bien aquella radiante y sensual sonrisa y los placenteros besos que le siguieron. Pero entonces él le dio esa tanda final de castos besitos que sabían más a una despedida que a otra cosa y no dijo nada más. Ella le había dicho que era magnífico. «Absolutamente magnífico para ser más exactos. Muchas gracias. Y es verdad que lo es…» Sin embargo él no había dicho… nada.

Estaba claro que le había decepcionado su apariencia. Edward era un hombre interesante, atrevido y un poco oscuro, que rezumaba ese tipo de sensualidad herida que te invita a que solo quieras hacer su mundo mejor. Isabella solo podía imaginarse lo conservadora, aburrida y poco atractiva que debía de parecerle. ¡Pero si ni siquiera se había maquillado hoy! Bueno, se había puesto brillo en los labios, aunque era obvio que debía de haber desaparecido hacía rato.

Tomó una profunda bocanada de aire y terminó de ponerse los tacones que tanto le apretaban los pies.

Cuando por fin se abrió el ascensor, la ráfaga de aire fresco que entró le sentó de maravilla a su sobrecalentada piel.

—Bella, ¿estás bien? —preguntó Raymon, con su amable rostro lleno de preocupación.

Se colgó los bolsos sobre el hombro y reunió las fuerzas suficientes para esbozar una sonrisa al recepcionista/vigilante del edificio.

—Sí. Sigo de una pieza, Raymond. Gracias.

—Bueno, eso está muy bien. Venga, sal de ahí de una vez. —El hombre alargó su arrugada mano de color como si sintiera que ella necesitaba ayuda para caminar.

Detrás de Raymond vio a tres bomberos que empezaron a reírse. Aquello la sobresaltó y los miró con severidad, preguntándose cómo era posible que les hiciera tanta gracia que dos personas se quedaran encerradas en un ascensor durante horas.

—¡Cullen! —Se desternilló uno con la mano en la boca—. No te preocupes, hombre, hemos venido a rescatarte.

Los otros dos bomberos soltaron una carcajada.

Isabella miró por encima del hombro justo a tiempo para contemplar el ceño fruncido de Edward.

—Eso, Kowalski, ríete todo lo que quieras. Qué gracioso que eres. —Edward estrechó la mano del tipo que se estaba burlando de él y luego se dieron ese golpe en los hombros con el que suelen saludarse los hombres.

Raymond se llevó a Isabella aparte, alejándola de Edward y sus amigos bomberos, y empezó a soltarle una cháchara sobre un fallo en el transformador eléctrico y algo sobre un cable secundario bajo tierra a la que no prestó atención pues estaba intentando escuchar la conversación que mantenía Edward.

Uno de los bomberos dejó de tomarle el pelo y se acercó a ella.

—¿Se encuentra bien, señora? ¿Necesita algo?

Isabella esbozó una tenue sonrisa.

—No, gracias. Estoy bien. Solo cansada y con un poco de calor.

—¿Pudo beber algo mientras estuvo ahí dentro?

La pregunta hizo que se le secara garganta. Ahora que se lo habían recordado, se dio cuenta de que estaba sedienta. Hizo un gesto de asentimiento.

—Sí, tenía una botella de agua.

—Estupendo. —Se volvió hacia Raymond—. De acuerdo, señor Jackson. Todo bien por aquí. —Ambos hombres se dieron la mano—. El jefe de bomberos vendrá mañana por la mañana para hablar sobre este asunto de los ascensores.

—Sí, señor, lo entiendo. Ya les he avisado.

El bombero se marchó rodeándola y regresó a la animada conversación que sus compañeros estaban teniendo con Edward.

—Raymond, ¿puedes vigilar mis cosas? Necesito ir al baño.

—Por supuesto, Bella, adelante.

Cruzó el vestíbulo. El sonido de sus tacones sobre el suelo de mármol sonó excesivamente alto. Mientras caminaba, sintió un extraño hormigueo en la nuca que le hizo suponer que Edward la estaba mirando, pero ni loca iba a girarse para comprobarlo.

Al entrar en el baño, la puerta se cerró muy despacio a sus espaldas. Lo primero que le llamó la atención fue la imagen que vio reflejada en el espejo. Emitió un sonido de protesta por lo cansada y desaliñada que se veía. Sus rizos apuntaban en todas las direcciones, tenía la falda completamente arrugada y llevaba el cuello de la blusa torcido por la forma tan descuidada como acababa de ponerse la americana. Sacudió la cabeza y se dirigió hacia uno de los cubículos, preguntándose si Edward seguiría allí cuando terminara o si se marcharía con los bomberos a los que obviamente conocía. No sabía qué le daba más miedo: que él la esperara y que continuaran sintiéndose tan incómodos como justo antes de salir del ascensor o que él se fuera. El estómago se le contrajo por una mezcla de nerviosismo y hambre.

Se lavó y secó las manos y se recogió el cabello en una coleta. A continuación se inclinó sobre el lavabo, abrió el agua fría y bebió prolongados tragos directamente del grifo.

Aquella visita al baño había conseguido que se sintiera un poco mejor. Respiró hondo, abrió la puerta y salió de nuevo al vestíbulo.

Edward estaba recostado en la mesa de recepción hablando con Raymond. Solo. Sus amigos se habían marchado.

Dejó escapar un profundo suspiro. El alivio la invadió por completo. No se había ido. La había esperado.

Aunque eso era lo que hacía un buen samaritano, ¿no?

Mientras se dirigía hacia ellos Edward le sonrió, aunque no con la misma sonrisa que le había transformado el rostro cuando le dijo lo que pensaba de él. La de ahora era más tensa e insegura. Le preocupó lo que podía significar.

«¡Por favor!», se quejó en silencio. «¡Esto es ridículo! ¿Cómo hemos pasado de la mejor conversación que he tenido en mi vida a… esto?» Tuvo el presentimiento de que sus miedos iban bien encaminados; seguro que en ese momento Edward estaba preocupado por cómo iba a dejarla después de… todo. Puede que la inmensa decepción que la embargó fuera un tanto desproporcionada, pero no podía evitarlo. Se sentía hundida.

Edward se apresuró a recogerle los bolsos y dárselos. Le dio las gracias mientras los agarraba todos a la vez y se los colgaba sobre el hombro. Ambos se despidieron de Raymond y, antes de darse cuenta, estaban en la ancha acera del pequeño enclave urbano de Rosslyn, justo al otro lado del río que atravesaba el corazón de Washington D.C. La brisa nocturna era fría, refrescante. Al final de la manzana, se podía ver una fila de camiones de Dominion Power con sus luces amarillas parpadeando.

—Mmm… —empezó ella.

—Bueno… —dijo él.

Ambos se echaron a reír.

Edward se aclaró la garganta.

—¿Dónde has aparcado?

—Vine en metro. Son solo dos manzanas desde ahí. —Hizo un gesto a su espalda.

Edward frunció el ceño.

—¿De verdad te parece una buena idea?

—Claro que sí. Estaré bien.

—No, en serio, Isabella. No me hace gracia que vayas en metro y tengas que esperar tú sola en la estación a estas horas de la noche.

Se encogió de hombros, aunque su preocupación le produjo una extraña calidez en el interior.

—Deja que te lleve a casa —prosiguió él—. He dejado el todoterreno justo más abajo, en esa calle.

—Oh, bueno, no quiero…

Se acercó a ella y la tomó de la mano. Ese contacto le proporcionó casi el mismo alivio que el agua que había bebido instantes antes.

—No aceptaré un no por respuesta. No es seguro que andes sola a estas horas. Vamos. —Tiró de ella con suavidad, permitiéndole que cambiara de opinión.

—Está bien. Gracias, Edward. No está muy lejos.

—Lo sé. —Entrelazó sus grandes dedos con los de ella—. Aunque tampoco me importaría si lo estuviera.

Alzó la mirada y contempló su perfil. Era bastante más alto que ella y a ella le gustaban los hombres con una buena estatura. Edward bajó la vista y le apretó la mano. Después la guio por una esquina del edificio donde trabajaba, hacia una calle lateral, y se detuvo delante de un brillante todoterreno negro sin capota antes de abrirle la puerta.

—Gracias. —Entró en el interior y dejó los bolsos en el suelo del asiento del copiloto, encima de un guante de beisbol. La falda le complicó un poco la entrada. Se sonrojó y se la subió un poco.

Edward le cerró la puerta y segundos después se sentó en el asiento del conductor. Entonces el vehículo cobró vida. Isabella se apoyó en la puerta cuando Edward salió del aparcamiento haciendo un giro en forma de «u». La brisa le soltó algunos mechones de pelo que acabaron por darle en la cara, pero se los recogió al instante con la mano para evitar que le molestaran demasiado.

—Lo siento —murmuró él mientras salía a la calle que había enfrente del edificio—. Suelo ir sin capota siempre que puedo —explicó en voz baja—. Es más abierto. —Se encogió de hombros.

En cuanto se percató de lo que realmente le estaba confesando, abrió la boca, pero fue incapaz de encontrar las palabras para decirle lo valiente que creía que era. Así que se limitó a decir.

—No te preocupes. El aire hoy es perfecto.

Enseguida pasaron volando por Wilson Boulevard; las calles prácticamente vacías y el hecho de que pillaran los semáforos en verde hicieron que el trayecto fuera más rápido de lo habitual. Ahora que tenía una visión plena de su costado derecho, tuvo la primera oportunidad de ver toda la extensión de la cicatriz en forma de media luna que comenzaba en su oreja y que descendía con forma dentada hasta el nacimiento del pelo en la nuca. Con la luz que le proporcionó la iluminación de las calles notó que sobre la cicatriz no le crecía el cabello, haciendo que destacara aún más sobre el tono marrón oscuro de su pelo.

Edward debió de sentir que le estaba observando, porque la miró y esbozó una media sonrisa que le produjo un nudo en el estómago; sabía que su noche juntos estaba a punto de terminar.

Minutos después, el todoterreno se detuvo en la rotonda que daba al complejo de apartamentos en el que vivía. Le señaló la entrada a la vivienda y Edward aparcó en un espacio adyacente a la puerta principal.

Con el ruido del motor, apenas pudo oír el relajante sonido de la fuente central. Soltó un suspiro cansado y recostó la espalda sobre el respaldo de cuero por la tensión acumulada de todo lo sucedido durante el día.

Había llegado el momento de despedirse.

Edward no había dejado de maldecirse desde que la vio entrar al baño. No sabía cómo, pero había metido la pata con Isabella. Ahora ella se comportaba de una forma distante, vacilante e incluso tímida. Y aunque la conocía desde hacía poco, aquello no era propio del carácter de la Isabella con la que había hablado en el ascensor y que tanto le gustaba. «Su» Isabella era cercana, abierta y segura de sí misma. Estaba convencido de que había hecho algo para desanimarla. Por eso estaba muy enfadado consigo mismo, sobre todo porque no sabía cómo arreglarlo.

Y se le estaba acabando el tiempo.

Por lo menos había estado de acuerdo en que la llevara a casa. Se había pasado todo el trayecto pensando en qué decirle y cómo decírselo. Que le estuviera mirando no le ayudaba a concentrarse. Le era imposible evitar que contemplara su atroz cicatriz en todo su esplendor. Cuando tenía quince años, la cirugía plástica había suavizado los tejidos que estaban en peor estado y habían conseguido restaurarle la mayor parte del nacimiento del pelo en la zona de la nuca, pero seguía siendo grande y bien visible y a menudo lograba que la gente que le conocía por primera vez se sintiera incómoda, ya que era muy difícil dejar de mirarla. Tampoco le favorecía el hecho de que en la delgada línea curva de tejido cicatricial no le creciera el cabello, lo que hacía que destacara aún más. Siempre pensaba en esa maldita cosa como su primer tatuaje; desde luego se veía igual de bien que cualquiera de sus diseños a tinta.

No obstante, dejó que le echara un buen vistazo. Porque él no tenía un aspecto normal y nunca lo tendría. Y aunque parecía que había aceptado todo lo que le había mostrado hasta ese momento, le constaba que podía ser difícil de asimilar. Quería que Isabella estuviera segura. Así que se limitó a sonreír y se deshizo de la tensión que sentía apretando con fuerza la palanca de cambios que sujetaba en la mano derecha.

No podía hacer mucho para alargar el viaje hasta su apartamento. Incluso en la hora punta del mediodía, el trayecto de Rosslyn a Claredon no duraba más de un cuarto de hora. Y justo en ese momento, que no le hubiera importado encontrarse con varios semáforos en rojo, todos por los que pasaron estaban en verde.

Detuvo el todoterreno en la acera y se movió en el asiento antes de decir:

—Isabella, yo…

—Edward… —empezó ella al mismo tiempo.

Ambos esbozaron una tenue sonrisa. Hizo acopio de todas sus fuerzas para no lamentarse en voz alta. Isabella tenía todo el pelo revuelto por el viento y los ojos cansados, pero era absolutamente preciosa.

—Tú primero —dijo él.

«Cobarde.»

—Gracias por haberme proporcionado tan buena compañía esta noche. —Por primera vez le ofreció una sonrisa de verdad.

En su pecho brilló un halo de esperanza.

—Fue un placer, Isabella.

Ella asintió y se agachó para recoger las correas de sus bolsos con una mano mientras con la otra alcanzaba el manillar de la puerta. Edward apretó la mandíbula.

—Bueno, supongo que…. buenas noches. —Y con eso procedió a abrir la puerta.

Se le contrajo el estómago. Vio cómo salía del vehículo a la acera y cómo se volvía para sujetar bien los bolsos.

«Joder, detenla. Habla con ella.»

—Me gustaría…

Isabella empujó la puerta para cerrarla, ahogando sus palabras, y se inclinó sobre la ventana abierta. Le dio la impresión de que estaba triste, pero no podía asegurarlo, ya que no estaba tan acostumbrado a sus expresiones faciales como para interpretarlas adecuadamente. Todavía.

«Por favor, que haya un todavía.»

—No te preocupes. Lo entiendo.

Se quedó con la boca abierta, aunque inmediatamente después apretó los labios en una dura línea.

«¿Que lo entiende? ¿Qué es lo que entiende?»

Isabella dio dos golpes en el interior de la puerta y se despidió.

—Gracias por traerme. Nos vemos.

—Eh, sí.

Se llevó la mano a la cicatriz y se la frotó con dureza mientras la veía darse la vuelta, colgarse los bolsos de los hombros y atravesar la ancha acera hasta la entrada del edificio perfectamente iluminada.

«¿Eh, sí? ¿EH, SÍ?»

Cuando ya casi había llegado a la puerta, metió primera, pisó el acelerador y salió del aparcamiento. Pero se sentía tan mal alejándose de ella que se detuvo en medio de la calle y miró por encima del hombro.

Isabella estaba en la entrada. Mirándole.

Soltó un gruñido. «A la mierda.»

Sin pensárselo dos veces, metió la marcha atrás. Los neumáticos derraparon mientras volvía a aparcar en el mismo sitio de antes. No se esmeró mucho, simplemente intentó dejarlo recto. Sacó las llaves del arranque, apagó las luces y se abalanzó sobre la puerta que luego cerró de un golpe.

Rodeó la parte trasera del todoterreno y clavó la vista en Isabella, fulminándola con la mirada (no es que estuviera enfadado con ella, sino consigo mismo por lo estúpido que había sido por esperar hasta el último momento a hacer las cosas bien).

Observó cómo abría los ojos como platos y cómo sus labios se congelaban en algún lugar intermedio entre una medio sonrisa y una «o» de sorpresa. A continuación, Isabella empujó la puerta y la sostuvo para que entrara.

Esperaba de todo corazón que el deseo que había creído leer en su expresión fuera real.

Se acercó a ella, invadiendo su espacio personal, se apretó contra su cuerpo, dejándola atrapada entre él y el cristal que tenía a su espalda y hundió las manos en su pelo para agarrarle la nuca y devorarle los labios.

Gimió por la plenitud que experimentó al poder tocarla de nuevo de ese modo. Era la primera vez que se sentía bien desde que la había tenido en su regazo en el ascensor.
*  *  *
La expectación dejó a Isabella sin aliento, pero entonces Edward la besó con tanta intensidad y…

«¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto!»

Su exigente lengua sabía a gloria. Mientras su boca la reclamaba sin contemplaciones, el piercing se le clavó en el labio una y otra vez de una forma deliciosa. Las manos de él se enredaron en su pelo, masajeándoselo y tirando de su cuello hacia él. Estaba completamente rodeada por Edward, por la manera en que había tenido que inclinarse sobre ella por la diferencia de estatura, por el modo en que le echó la cabeza hacia atrás para tener un mejor acceso. Con el picaporte de metal presionando contra su espalda, se sentía absolutamente entregada a él, a su ardor, a su aroma. El mundo desapareció a su alrededor. Solo existía ese hombre.

Se aferró con una mano a su camiseta negra. Él se acercó un poco más. Ambos jadearon y se pegaron el uno al otro. Gimió por la manera tan posesiva en que la estaba sujetando. No había ninguna timidez ni vacilación en él. No le estaba preguntado. Se sentía reclamada. Eufórica.

Un seductor sonido (no supo muy bien si un ronroneo o un gruñido) emergió de la garganta de Edward. Seguía agarrándola con firmeza, pero inclinó la frente contra la de ella y separó los labios para murmurar:

—Lo siento. No podía dejarte marchar.

—No se te ocurra sentirlo —repuso con voz ronca. Tragó saliva—. No lo sientas nunca.

—Isabella…

—Edward, yo…

Él volvió a apretar los labios contra su boca. Sus narices chocaron. En esta ocasión sí que soltó un gruñido en toda regla.

—Mujer —dijo contra sus labios—, ¿me vas a dejar hablar de una vez?

El deseo y frustración en su tono le arrancaron una sonrisa. Asintió. Sus labios volvieron a moverse y la deleitaron con una serie de suaves besos en la boca.

Cuando por fin se decidió a hablar, Isabella se sentía en una nube. Notaba la calidez de su aliento contra la cara. Su incipiente barba le raspaba la mejilla. Entonces el clavó esos profundos ojos marrones en ella, anclándola a él de todas las formas posibles.

—Nunca he… Eres… —Suspiró—. Oh, joder. Me gustas, Castaña. Quiero estar contigo. Quiero que sigamos discutiendo un poco más. Quiero volver a estar entre tus brazos. Tocarte. Yo… solo…

Se sintió pletórica y totalmente esperanzada. Había vuelto a por ella. Quería estar con ella.

Sonrió y se llevó la mano a la nuca para agarrar la de él y que la soltara. Edward vaciló un segundo, pero al final permitió que le diera un sensual beso en la mano, justo en la cabeza del dragón que llevaba tatuado. Después esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

—Ven arriba conmigo —susurró—. Hago una tortilla fantástica y ahora mismo me muero de hambre.

Vio cómo por fin esbozaba aquella sonrisa que le volvió a iluminar el rostro. Después, Edward la agarró de la mano y la besó en la frente.

—De acuerdo. Yo también estoy que devoro.

En el momento en que se hizo a un lado para permitir que regresara al vestíbulo, echó de menos al instante sentir la calidez de su cuerpo. Y cuando asió las correas de sus bolsos, tirándola hacia atrás, gritó.

—Oye, déjame —espetó él mientras le quitaba los bolsos y se los colgaba del hombro.

«Mi buen samaritano.»

Por inercia, se acercó hacia los ascensores y pulsó el botón. Como ya era tarde, la puerta sonó y se abrió de inmediato. Antes de entrar, se dio la vuelta para comprobar la reacción de Edward.

Él puso los ojos en blanco y le hizo un gesto para que continuara, pero le oyó quejarse por lo bajo.

Estaba un poco mareada porque las cosas estuvieran saliendo de una forma muy diferente a como había temido quince minutos antes. Su interior bullía de felicidad. Se echó a reír, le agarró de la mano y le arrastró hacia el segundo ascensor en el que coincidían aquella noche.

—Venga. Los rayos no suelen aguarte la fiesta dos veces.

Pulsó el botón de la cuarta planta, se acercó a él y le frotó el pecho con la nariz. Edward respondió acariciándole el pelo y ella se derritió por dentro.

El ascensor llegó a su destino y se abrió hacia un espacio rectangular con pasillos que iban en direcciones contrarias. Le guio hacia la izquierda, hacia la quinta puerta a la derecha.

—Es aquí.

Metió la mano en el bolso, que todavía colgaba del hombro de Edward, sacó la llave y se volvió para abrir la puerta. Después giró la cabeza para sonreírle y entró en el apartamento antes de encender la luz de la entrada que también iluminaba la pequeña y ordenada cocina. Se dirigió hacia la encimera, dejó las llaves y luego fue hacia él para quitarle el peso de los bolsos y dejarlos también al lado del llavero.

Edward deslizó la mano sobre su nuca y volvió a besarla. Esta vez con adoración y muy dulcemente.

—¿Te importa si uso el baño?

—Por supuesto que no. —Señaló detrás de él—. Justo por ese pasillo. Voy a cambiarme de ropa.

—Muy bien. —Le rozó la mejilla con sus enormes dedos y ella se frotó contra ellos.

Entonces Edward se marchó.

Isabella fue hacia el dormitorio de su pequeño apartamento con la sensación de ir flotando en vez de andando. Entró a trompicones en el vestidor, dejó los tacones y se quitó la sudorosa y arrugada ropa. Cuando por fin se quedó desnuda soltó un suspiro de alivio. La idea de tomar una ducha le resultó tan tentadora que al final sucumbió a ella. Se recogió el pelo encima de la cabeza para que no se mojara y se quedó allí quieta mientras el agua caía sobre su piel. Después de un rato se hizo con una pastilla de jabón y se lo pasó con rapidez por todo el cuerpo. Minutos más tarde estaba de vuelta en el vestidor sintiéndose un poco más humana.

Eligió un bonito conjunto de sujetador de encaje y braga de color lavanda, con la esperanza de que Edward pudiera verlo, y se puso un par de pantalones de yoga grises y una camiseta de tejido muy suave, también de color lavanda, y con el cuello en pico. Volvió al baño, se cepilló los dientes y se recogió el pelo en una coleta. Finalmente estiró los brazos sobre su cabeza, sintiéndose mucho más cómoda de lo que había estado en horas.

Cuando entró en al salón contiguo, se encontró a Edward hojeando las fotos familiares que colgaban por todas partes. Se detuvo y se apoyó un momento en un rincón de la pared, solo para disfrutar de la visión de aquel hombre deambulando por su apartamento. Se había quitado los calcetines y los zapatos y ahora caminaba descalzo con el dobladillo deshilachado de los jeans arrastrándose por el suelo. Le encantaba que también se hubiera puesto cómodo en su casa.

—¿Te gusta lo que ves? —preguntó él.

Sus mejillas se ruborizaron al instante. Se rio y meditó qué decir a continuación. Era tarde, se sentía cansada y estaba muy interesada en él. Así que decidió arrojar toda precaución por la ventana; al fin y al cabo, había vuelto a por ella.

—Sí, mucho.

Edward la miró por encima del hombro y le ofreció una medio sonrisa para que se acercara a él. Alzó la vista para mirar las fotos que él había estado observando.

—Son mis hermanos. —Señaló a cada uno de ellos mientras decía sus nombres—. Este es Emmett. Jasper. Y este es Seth. Y yo, por supuesto.

—Veo que no eres la única Castaña de la familia.

Volvió a reírse.

—No, desde luego. Aunque el pelo de Emmett e Ian parece más castaño que el mío. Seth, sin embargo, tuvo que sufrir el apodo de «zanahorio» en el colegio. —Señaló otra foto—. Como puedes observar, la culpa de que seamos pelirrojos cataños la tiene mi madre. —Miró cómo Edward estudiada la foto en la que estaba sentada sobre el regazo de su progenitora, pocos meses antes de morir. Era su favorita porque el parecido entre ambas resultaba más que obvio. Su padre le decía todo el tiempo lo mucho que se parecía a ella.

Se quedó tan ensimismada mirando la foto que se sorprendió cuando la mano de Edward le tiró de la coleta. Pero se sorprendió todavía más cuando el pelo le cayó por los hombros.

—Lo siento —murmuró él mientras enredaba los dedos en su pelo ahora suelto—. Me he pasado toda la noche imaginándome cómo sería tocarlo.

Volvió a ruborizarse, aunque esta vez un poco menos. La franqueza que demostraba era una las cualidades que más le gustaban de él. No sabía muy bien qué responder, por lo que cerró los ojos y se limitó a disfrutar de la sensación de sus fuertes dedos. Después de un rato, volvió a abrirlos y se lo encontró mirándola intensamente. Sonrió.

—Me ha gustado. Pero vas a conseguir que me duerma.

La sonrisa que esbozó hizo que le brillaran los ojos y le salieran unas cuantas arrugas en los extremos.

—Pues eso tampoco estaría mal, siempre que vuelvas a quedarte dormida conmigo.

Sintió tal calor en las mejillas que se las tapó con las manos. Tenía la piel tan pálida que se le notaba el más mínimo rubor. Después le agarró de la mano y le dio un beso en la palma.

—Vamos. Prometí darte de comer.
*  *  *
Edward no cabía en sí de gozo por haber interpretado bien la expresión de Isabella, que quería que volviera a por ella. Se había obligado a dejar de besarla en la entrada del edificio porque en su imaginación ya la tenía contra las ventanas y se enterraba en ella una y otra vez. Y por nada del mundo quería que creyese que había vuelto solo por el sexo.

Sí, era cierto que quería acostarse con ella. Los pantalones ceñidos y la camiseta que destacaba la firmeza y redondez de sus deliciosos pechos no aliviaban su deseo. Pero también quería que le diera una oportunidad.

Y allí de pie, en su apartamento, se sentía tan bien recibido y querido que estaba casi dispuesto a creerse que ella se la daría.

Sin soltarle la mano, Isabella le llevó a la cocina.

—Si quieres puedes sentarte en la barra. ¿Te apetece beber algo?

—Me encantaría —respondió él—, pero no hace falta que me siente. Puedo ayudarte.

Observó cómo se movía por la cocina y admiró la forma en que aquella ropa informal marcaba sus femeninas curvas.

Ella se dio la vuelta y agradeció su oferta con una sonrisa. Después colocó frente a él una tabla de cortar y un cuchillo.

—Entonces échame una mano cortando los ingredientes. ¿Qué te gusta que lleven las tortillas? —Enumeró lo que tenía y al final se decidieron por jamón y queso. El frío refresco de cola que le pasó le alivió la sequedad que tenía en la garganta.

A continuación se puso a cortar el jamón en dados mientras ella rompía los huevos, los vertía en un recipiente y los batía. Le gustaba eso de cocinar juntos. Le parecía algo normal. Y «normal» no era una palabra que hubiera podido aplicar mucho en su vida.

Isabella le miró de soslayo. Ambos rieron. Siguió cortando. Ella batiendo. La miró y ambos volvieron a reír.

Se estaba divirtiendo mucho con ella. Le gustaba el coqueteo que estaban intercambiando y el silencio, ahora nada incómodo, en el que se habían sumido. Pero le estaba costando un montón no tocarla. Se moría de ganas de colocarle un mechón detrás de la oreja. Y por si fuera poco, ese pantalón de algodón ajustado le hacía un trasero tan apetecible que… Cuando la vio ruborizarse, le dolieron los labios por probar el calor de sus mejillas. No obstante, sabía que si la tocaba sería incapaz de detenerse, así que mantuvo las manos ocupadas y continuó con su contribución a la cena.

Isabella se limpió las manos con un trapo de cocina y se agachó. El sonido metálico dejó claro que estaba buscando una sartén pero en lo único en lo que pudo concentrarse era en cómo aquel trasero apuntaba en su dirección. Tomó un buen sorbo de su refresco, aunque mantuvo la vista clavada en ella.

La oyó quejarse y un segundo después vio cómo se levantaba y se ponía en jarras.

—Oh, ahí estás —dijo. Se acercó al fregadero y abrió el grifo—. ¡Mierda! —Algo cayó al suelo.

Se rio por el pequeño espectáculo que le estaba ofreciendo de forma inconsciente, pero todo su humor se desvaneció en cuanto volvió a inclinarse para recuperar el anillo que al parecer se había quitado y se le había caído.

No pudo evitarlo. Contemplar aquel trasero le había vuelto a poner duro. El tiempo que habían pasado juntos había supuesto una prolongada y deliciosa provocación, pero ahora estaban a salvo y solos en su apartamento, sintiéndose cómodos y preparando la cena juntos. Y se estaba volviendo loco de deseo.

Isabella dejó el pequeño anillo de plata en la encimera, echó un poco de lavavajillas en la sartén y se dispuso a fregarla. Edward se hizo con el trapo y se colocó detrás de ella. Luego la rodeó con los brazos, le quitó la sartén de las manos, la secó lo más rápido que pudo y la dejó sobre la encimera. Isabella cerró el grifo.

Puso los brazos sobre fregadero a ambos lados de Isabella y se apoyó contra ella. Se inclinó y le mordisqueó y besó el cuello y la mandíbula. Ella gimió y presionó su pequeño cuerpo contra el suyo.

No fue tan descarado como para frotar su erección contra ella, pero estaba seguro de que debió de notarla cuando empujó hacia atrás, porque la oyó jadear y se aferró con fuerza al fregadero.

No podía detenerse. Sentir tan cerca su calor hizo imposible que pudiera pensar en otra cosa que no fuera tenerla por completo. Tenía que hacerla suya.

Y tenía que hacerlo ya.
*  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *
Hola a todos que les pareció el capitulo de hoy y lo que viene le quedan 2 capítulos para acabar esta primera parte bueno nos vemos en la próxima actualización tal vez me anime y lo haga mañana ya depende de sus comentarios

11 comentarios:

Anónimo dijo...

Por favor no nos dejes así, casi me daba un ataque cuando leí que él se iba, es normal la inseguridad de una mujer es un contexto similar y el no dijo nada sobre ella obvio lo malinterpreto nuestra pobre chica, bendito Dios el supo cómo corregirlo muy al final pero ahora ya están cómodos y a punto de todo, muchas gracias, actualiza pronto por favor.

Brigittehdms dijo...

Muchas gracias me quede super emocionada estan teniendo una coneccion y apunto de ... espero puedas actualizar pronto por favor.

Kiiara dijo...

por favor actualiza me tiene súper enganchada esta historia, son tan tiernos y diferentes que ver esa atracción instantánea es maravilloso.

TataXOXO dijo...

Me gusta que Edward volviera... aunque lo dudaron ambos, por fin terminaron en la casa de Bella y por fin salieron del ascensor!!!!
Besos gigantes!!!!
XOXO

paty dijo...

Hola 👋🏻 Edward tomó la mejor decisión al regresar por Bella y me gusta ver que ya se sientan más cómodos
Gracias 😊

Anónimo dijo...

En serio me encanta esta historia ya la había leído en fanfic pero me encanta q la hayas adaptado

Anónimo dijo...

Me gusta mucho esta historia, al fin dejaron atrás sus inseguridades, por un momento creí que se iba, menos mal volvió a por su chica.

Anónimo dijo...

Edward tomasye la decision mas acertada ella esperaba eso de ti ahora terminen de una vez lo que comenzo en el ascensor!!!!
Claeo que quiero que pibliquesel siguiente capitulo!!!!
Damaris

Anónimo dijo...

Excelente capítulo!
Estoy ansiosa por leer el siguiente capítulo!
Me encantan todas las historias que subes.
Espero actualizes muy pronto.
Saludos❤

beata dijo...

Edward es muy dulce. Espero actualices pronto, quiero leer lo que viene...
Gracias...

Kar dijo...

Wow!!! Ha sido un capitulo de contenerse definitivamente corro a leer el siguiente ya que quiero saber que va a pasar, gracias nena 💞

ORACION A MI SEXY VAMPIRITO

Edward de mi guarda
De mi sexy compañia
Bebete mi sangre
De noche y de Dia
Hasta que caiga en tus brazos
Y sea tu marca de heroina