Capítulo 4
Isabella
emitió un quejido.
La llegada de la luz fue como un cubo de agua helada; algo
incómodo que apagó el incendio que se había desatado en su cuerpo solo unos
segundos antes.
Cerró los ojos con fuerza ante el inesperado resplandor y
enterró el rostro en el cuello de Edward. La luz también pareció afectarle. Sus
dedos continuaban entre ambos cuerpos, aunque ahora inmóviles, y acurrucó la
cara contra ella para bloquear el brillo cegador de las luces.
Pasaron varios minutos. La luz seguía encendida, por lo que
Isabella supuso que esta vez había venido para quedarse. Todavía pegada a Edward,
decidió abrir los ojos lo suficiente para acostumbrarse de nuevo a la
iluminación. Para su sorpresa, le costó bastante. Sus ojos protestaron y se
llenaron de lágrimas durante lo que le pareció un buen rato, así que tuvo que
parpadear unas cuantas veces.
Al final consiguió abrirlos por completo y relajó los
hombros contra el inmenso pecho de Edward. Y entonces se dio cuenta.
«¡Madre mía! Estoy medio desnuda. Con un completo extraño.
¡Que tiene la mano metida debajo de mi falda!
Un extraño al que nunca he visto.
¡Que nunca me ha visto!
¿Y si piensa que no soy atractiva? Una chica del montón. ¿O
un adefesio? Siempre he odiado esa palabra. Adefesio. ¿Qué clase de término es
ese para describir a una persona? Dios, me estoy volviendo loca.»
Haber estado a punto de tener un orgasmo tampoco ayudaba.
Tenía el cuerpo rígido, pero también como un flan tembloroso.
—Creo que esta vez la luz ha vuelto para quedarse —le dijo Edward
al oído con voz ronca y tensa.
—Mmm… sí. —Puso los ojos en blanco ante su elocuente
respuesta. Estaba convencida de que estaba en proceso de perder cualquier halo
de misterio que hubiera tenido con las luces apagadas.
Aún con la cabeza apoyada en su hombro, bajó la vista y se
quedó sin aliento. Edward tenía la camiseta subida a la altura de las costillas
y alrededor del lado izquierdo de su tonificado vientre tenía un tatuaje tribal
que ascendía hacia su espalda. Era impresionante verlo contra esa piel bastante
más bronceada que la suya. Antes de pararse a pensarlo, trazó con el dedo una
de las negras curvas del diseño. El contacto hizo que Edward contrajera el
estómago y contuviera el aliento. Isabella sonrió.
De repente, sintió la imperiosa necesidad de verle por
completo.
Se sentó sobre su regazo, y con los ojos pegados a sus
abdominales, levantó la cabeza poco a poco. Durante un microsegundo le inquietó
cómo sería su aspecto, pero enseguida se odió a sí misma por haber pensado de
una forma tan superficial. A final decidió dejar a un lado todas esas
preocupaciones. Ya le admiraba por todo lo que sabía de él; de ninguna manera
dejaría de percibir su belleza interior por su apariencia exterior, fuera cual
fuese esta.
Luchó contra el deseo instintivo de taparse, de volver a
juntar los dos lados de su blusa de seda, pero no quiso herir sus sentimientos.
Después de todo lo que habían compartido, no quería mostrarse introvertida con
él.
Toda su piel se estremeció, como si pudiera sentir el ardiente
rastro que los ojos de Edward estaban dejando mientras se movían sobre su
cuerpo. Entonces tomó una profunda bocanada de aire y alzó la mirada desde su
estómago, subiendo por la gastada camiseta negra que llevaba, los duros ángulos
de la fuerte mandíbula que había mordisqueado… hasta llegar a su cara.
No podía dejar de temblar, era como si la adrenalina se
hubiera apoderado de todo su ser ahora que se empapaba de Edward a través del
último sentido que le faltaba por usar con él.
Era… ¡Oh, Dios, mío!... tan fuerte y… viril… y…tan
condenadamente atractivo.
El seductor ángulo de su mandíbula combinaba a la
perfección con unos generosos labios, los pómulos altos y una frente fuerte que
enmarcaba unos intensos ojos marrones con unas pestañas inmensamente largas y
espesas. Dos pequeños aros de plata le perforaban el lado izquierdo del labio
inferior, mientras que el piercing de la ceja derecha
era de metal negro y con forma de pesas.
Tenía un rostro que, si lo combinabas con la fuerte mandíbula
y ese par de ojos, podía parecer duro, el de un tipo intimidante. Pero ella
sabía que no era así.
Con un tembloroso suspiro, se armó de valor para mirarlo
directamente a los ojos. Él también la estaba mirando… con cautela. No de un
modo frío, pero tampoco cálido. A pesar del íntimo contacto que seguían
manteniendo, se fijó en que tenía los hombros tensos y la mandíbula apretada.
En ese momento tuvo la impresión de que Edward se estaba preparando para el
rechazo.
No era de extrañar, pues se había limitado a permanecer
sentada, mirándole con la boca abierta sin decir ni una palabra. Como detestaba
la idea de que pudiera interpretar su silencio de forma equivocada, exclamó sin
pensárselo siquiera:
—¡Eres absolutamente magnífico!
Tal derroche de honestidad hizo que casi se le salieran los
ojos de las órbitas. Se llevó la mano a la boca y movió la cabeza avergonzada.
Cómo le hubiera gustado que las luces volvieran a apagarse para ocultar el
rubor que ascendía por todo su cuerpo.
Entonces Edward sonrió y el gesto cambió por completo su
rostro.
Sus ojos cobraron vida, brillando divertidos y llenos de
felicidad. En las mejillas se le formaron dos profundos hoyuelos dándole un
aspecto juvenil que nunca hubiera podido apreciar en aquellos potentes rasgos
masculinos. Enarcó una ceja mientras su sonrisa se transformaba en otra mucho
más arrogante, traviesa y sensual que la estremeció de la cabeza a los pies.
Dejó de cubrirse la boca y bajó las manos, apoyándolas
contra su duro estómago. El aire juguetón que ahora mostraba Edward sacó a
relucir el suyo propio, de modo que, en cuanto sintió cómo su mano se retorcía
en el lugar donde todavía descansaba bajo ella, gruñó y se abalanzó sobre él.
* * *
Edward
sentía tal miríada de emociones en su interior que era incapaz de
clasificarlas. Cuando las luces se encendieron, el terror desató un torrente de
adrenalina a través de su sistema. Enseguida quedó claro que no volverían a
quedarse a oscuras y aunque el pánico fue disminuyendo —de nuevo gracias al
aroma de Isabella y al efecto calmante de sus caricias— la frustración por el
momento tan inoportuno que escogió la electricidad para regresar le hizo
apretar los dientes con fuerza mientras intentaba aclimatar los ojos al
resplandor.
La postura en la que tenía la cabeza sobre la suave curva
del cuello de Isabella le permitió embeberse de su sensual desnudez. Era… todo
suavidad, piel clara, pezones erguidos de un tono rosado y femeninas curvas. Un
sendero de pecas recorría la parte superior de su pecho derecho y tuvo que hacer
acopio de todas sus fuerzas para no lamer lentamente la zona. La cremosa
palidez de sus muslos destacaba contra el bronceado brazo en el que llevaba el
dragón tatuado y que todavía descansaba entre ambos cuerpos. Su mano
desaparecía bajo el dobladillo de la falda que antes habían subido. A pesar de
la barrera de la ropa interior de seda, Edward podía percibir la humedad de su
excitación. Le dolía la mano de las ganas que tenía de retomar el punto exacto
donde lo habían dejado. Ojalá Isabella se lo permitiera.
Estaba tan complacido por poder ver su cuerpo que en un
primer momento no se dio cuenta de que ella se estaba alejando hasta que dejó
de sentir el peso de su cabeza sobre el hombro. Contuvo el aliento y se preparó
mentalmente, preocupado por lo que pudiera pensar de él. Isabella era una mujer
educada, muy inteligente y toda una profesional. Se notaba que era una persona
emocionalmente estable, mientras que él era ansioso y retraído. Tenía un
aspecto elegante con aquel traje gris de raya diplomática; él ni siquiera tenía
un traje y casi nunca llevaba nada que no fueran jeans,
excepto cuando estaba trabajando. Su piel era pura e inmaculada; la de él llena
de tatuajes, piercings y cicatrices. Edward llevaba su
pasado marcado en el cuerpo; de hecho había usado el dolor que le habían
producido las agujas y pistolas para tatuar y perforar su piel como una forma
de superar la culpa que sentía por haber sobrevivido. Apretó la mandíbula solo
de imaginarse en lo que podría pensar de él el hermano policía de Isabella si
alguna vez llegaban a conocerse.
Cuando ella se echó hacia atrás, subió la mirada desde su
abdomen hasta el rostro. De forma inconsciente, alzó las rodillas para
proporcionarle un mejor apoyo mientras seguía sentada a horcajadas sobre él.
Con cautela, contempló su cara y ojos en busca de algún indicio, pero no pudo
saber qué sentía.
Y Isabella… Isabella era preciosa. Ese pelo, que ya
adoraba, era de un intenso castaño rojizo medio que le caía sobre los hombros
en una masa de rizos sueltos. Lo llevaba con la raya de forma que creaba una
cascada ondulada que le atravesaba la frente, descendiendo por el borde del ojo
derecho. A pesar de que sus mejillas todavía lucían el sonrojo por la intimidad
compartida, tenía una piel pálida y suave como la porcelana, que resaltaba aún
más sus rosados labios carnosos. No creía que fuera maquillada, aunque tampoco
lo necesitaba.
Cuanto más tiempo pasaba mirándole sin decir nada, más
nervioso se ponía. Mientras intentaba relajar los músculos bajo su intensa
mirada, notó cómo se le tensaban el cuello y los hombros. Ya se la imaginaba
enumerando en su bonita cabeza todas sus rarezas: «Un enorme tatuaje tribal
cubriéndole medio abdomen, un gran dragón en el brazo que todavía tengo
atrapado entre los muslos, varios piercings faciales,
la fea cicatriz en un lateral de la cabeza…» Y aquello no era todo. «Fantástico,
¿a quién narices he estado besando?», era lo que casi podía imaginarse que
estaría pensando.
Se metió entre las muelas un lado de la lengua y mordió con
fuerza, usando el dolor para distraerse de lo que realmente le preocupada en
ese momento. Si Isabella no decía algo pronto…
Por fin los ojos de ella se posaron sobre los suyos y se
quedó con la boca abierta. Para ser de un tono azul claro no eran para nada
fríos; todo lo contrario, exudaban la misma calidez que ya había asociado a su
personalidad. Su mirada lo inmovilizó por completo, como si el tiempo se
hubiera detenido y él estuviera balanceándose de forma precaria al borde de un
acantilado, sin saber si terminaría cayendo o sería digno de su aceptación.
Cuando después de lo que le pareció una eternidad oyó sus
palabras, al principio no logró interpretarlas, pues eran muy diferentes al
cortés rechazo que esperaba.
«Magnífico. Absolutamente magnífico.»
«Lo dudo mucho, pero vamos que si voy a aceptarlo.»
Verla avergonzarse por aquel arrebato de sinceridad
consiguió que desapareciera toda la tensión que sentía. Entonces sonrió y ella
se abalanzó sobre él y borró con sus besos la cara de tonto que se le había
quedado.
La abrazó con fuerza, rodeando esos esbeltos hombros con sus
musculosos brazos para atraerla hacia sí. Sus besos dejaron de ser urgentes y
desesperados para transformase en profundos y lánguidos. Cuando Isabella se
apartó un poco para respirar, no pudo evitar darle unos cuantos besos castos
más en los labios.
A continuación ella se echó un poco más para atrás y Edward
bajó la mirada. La vio mover nerviosa las manos, que finalmente lograron
abrirse paso hasta el dobladillo festoneado de su blusa rosa y juntar las dos partes
del delantero sobre su pecho.
Ladeó la cabeza tratando de imaginarse el verdadero
significado de aquel gesto y frunció el ceño cuando observó cómo se cruzaba de
brazos, como si estuviera intentando abrazarse a sí misma, mordiéndose el labio
inferior.
—Mira, Isa…
Sin previo aviso, el ascensor se puso en marcha y comenzó a
bajar. Isabella soltó un jadeo. El botón del vestíbulo parpadeaba en el panel.
Se imaginó que, al volver la luz, el ascensor se había reiniciado y descendía
automáticamente a la planta baja, lo mismo que hubiera hecho uno más moderno la
primera vez que se fue la electricidad.
Le dio un apretón en el brazo.
—Creo que en cuanto esto se abra vamos a tener compañía
—dijo, echando un vistazo a su ropa desaliñada.
—Oh, sí, es verdad —murmuró ella. Se apoyó en sus hombros
para incorporarse. Él la ayudó a levantarse.
De pronto ambos se movían de forma torpe e incómoda… como
si hubieran hecho algo malo. Edward volvió a fruncir el ceño y se frotó la
cicatriz de la cabeza cuando la vio irse a «su lado» del ascensor y pararse en
la pared más alejada para colocarse la ropa.
Cuando el ascensor se detuvo bruscamente, Isabella miró
alterada las puertas y se peinó el pelo con las manos antes de agacharse a
recoger la chaqueta de su traje.
Dos repentinos golpes los sobresaltaron. Isabella gritó y
se llevó las manos al pecho mientras se tambaleaba un poco intentando ponerse
uno de los tacones.
Imaginándose de qué se trataba, Edward comenzó a decir.
—Seguramente sean…
—Servicio de emergencias del condado de Arlington —dijo una
voz amortiguada desde el otro lado—. ¿Hay alguien ahí?
Edward respondió con dos golpes con el puño en la todavía
puerta cerrada del ascensor.
—Sí, estamos dos personas —informó mientras se inclinaba
hacia la puerta.
—Mantengan la calma, señor. Los sacaremos de ahí enseguida.
—Entendido.
Miró a Isabella. Le preocupaba el notable silencio que se
había instalado entre ellos durante los últimos minutos.
Ella alargó una mano de forma vacilante.
—Mmm… perdona… pero es que estás… —Señaló hacia sus pies.
Bajó la vista y se dio cuenta de que estaba pisando la
correa de uno de sus bolsos.
—Oh, mierda, lo siento.
Retrocedió y se agachó para recogerlo al mismo tiempo que
ella.
Se golpearon en la cabeza.
—¡Ay! —exclamaron al unísono.
Al separarse, las puertas se abrieron. Al otro lado había una
audiencia de espectadores que los miraban curiosos mientras Isabella y él se
quedaban allí parados, sintiéndose incómodos y con una expresión en sus rostros
que reflejaba vergüenza y alivio por igual.
* * *
Isabella
se sentía como una completa imbécil, y no solo por haberse lanzado a los brazos
de Edward sin contemplaciones, sino por la ardiente opresión que tenía en los
ojos y que le decía que estaba a punto de ponerse a llorar.
Creía que había interpretado bien aquella radiante y
sensual sonrisa y los placenteros besos que le siguieron. Pero entonces él le
dio esa tanda final de castos besitos que sabían más a una despedida que a otra
cosa y no dijo nada más. Ella le había dicho que era magnífico. «Absolutamente magnífico
para ser más exactos. Muchas gracias. Y es verdad que lo es…» Sin embargo él no
había dicho… nada.
Estaba claro que le había decepcionado su apariencia. Edward
era un hombre interesante, atrevido y un poco oscuro, que rezumaba ese tipo de
sensualidad herida que te invita a que solo quieras hacer su mundo mejor. Isabella
solo podía imaginarse lo conservadora, aburrida y poco atractiva que debía de
parecerle. ¡Pero si ni siquiera se había maquillado hoy! Bueno, se había puesto
brillo en los labios, aunque era obvio que debía de haber desaparecido hacía
rato.
Tomó una profunda bocanada de aire y terminó de ponerse los
tacones que tanto le apretaban los pies.
Cuando por fin se abrió el ascensor, la ráfaga de aire
fresco que entró le sentó de maravilla a su sobrecalentada piel.
—Bella, ¿estás bien? —preguntó Raymon, con su amable rostro
lleno de preocupación.
Se colgó los bolsos sobre el hombro y reunió las fuerzas
suficientes para esbozar una sonrisa al recepcionista/vigilante del edificio.
—Sí. Sigo de una pieza, Raymond. Gracias.
—Bueno, eso está muy bien. Venga, sal de ahí de una vez.
—El hombre alargó su arrugada mano de color como si sintiera que ella
necesitaba ayuda para caminar.
Detrás de Raymond vio a tres bomberos que empezaron a
reírse. Aquello la sobresaltó y los miró con severidad, preguntándose cómo era
posible que les hiciera tanta gracia que dos personas se quedaran encerradas en
un ascensor durante horas.
—¡Cullen! —Se desternilló uno con la mano en la boca—. No
te preocupes, hombre, hemos venido a rescatarte.
Los otros dos bomberos soltaron una carcajada.
Isabella miró por encima del hombro justo a tiempo para
contemplar el ceño fruncido de Edward.
—Eso, Kowalski, ríete todo lo que quieras. Qué gracioso que
eres. —Edward estrechó la mano del tipo que se estaba burlando de él y luego se
dieron ese golpe en los hombros con el que suelen saludarse los hombres.
Raymond se llevó a Isabella aparte, alejándola de Edward y
sus amigos bomberos, y empezó a soltarle una cháchara sobre un fallo en el transformador
eléctrico y algo sobre un cable secundario bajo tierra a la que no prestó
atención pues estaba intentando escuchar la conversación que mantenía Edward.
Uno de los bomberos dejó de tomarle el pelo y se acercó a
ella.
—¿Se encuentra bien, señora? ¿Necesita algo?
Isabella esbozó una tenue sonrisa.
—No, gracias. Estoy bien. Solo cansada y con un poco de
calor.
—¿Pudo beber algo mientras estuvo ahí dentro?
La pregunta hizo que se le secara garganta. Ahora que se lo
habían recordado, se dio cuenta de que estaba sedienta. Hizo un gesto de asentimiento.
—Sí, tenía una botella de agua.
—Estupendo. —Se volvió hacia Raymond—. De acuerdo, señor
Jackson. Todo bien por aquí. —Ambos hombres se dieron la mano—. El jefe de
bomberos vendrá mañana por la mañana para hablar sobre este asunto de los
ascensores.
—Sí, señor, lo entiendo. Ya les he avisado.
El bombero se marchó rodeándola y regresó a la animada
conversación que sus compañeros estaban teniendo con Edward.
—Raymond, ¿puedes vigilar mis cosas? Necesito ir al baño.
—Por supuesto, Bella, adelante.
Cruzó el vestíbulo. El sonido de sus tacones sobre el suelo
de mármol sonó excesivamente alto. Mientras caminaba, sintió un extraño
hormigueo en la nuca que le hizo suponer que Edward la estaba mirando, pero ni
loca iba a girarse para comprobarlo.
Al entrar en el baño, la puerta se cerró muy despacio a sus
espaldas. Lo primero que le llamó la atención fue la imagen que vio reflejada
en el espejo. Emitió un sonido de protesta por lo cansada y desaliñada que se
veía. Sus rizos apuntaban en todas las direcciones, tenía la falda completamente
arrugada y llevaba el cuello de la blusa torcido por la forma tan descuidada
como acababa de ponerse la americana. Sacudió la cabeza y se dirigió hacia uno
de los cubículos, preguntándose si Edward seguiría allí cuando terminara o si
se marcharía con los bomberos a los que obviamente conocía. No sabía qué le
daba más miedo: que él la esperara y que continuaran sintiéndose tan incómodos
como justo antes de salir del ascensor o que él se fuera. El estómago se le
contrajo por una mezcla de nerviosismo y hambre.
Se lavó y secó las manos y se recogió el cabello en una
coleta. A continuación se inclinó sobre el lavabo, abrió el agua fría y bebió
prolongados tragos directamente del grifo.
Aquella visita al baño había conseguido que se sintiera un
poco mejor. Respiró hondo, abrió la puerta y salió de nuevo al vestíbulo.
Edward estaba recostado en la mesa de recepción hablando
con Raymond. Solo. Sus amigos se habían marchado.
Dejó escapar un profundo suspiro. El alivio la invadió por
completo. No se había ido. La había esperado.
Aunque eso era lo que hacía un buen samaritano, ¿no?
Mientras se dirigía hacia ellos Edward le sonrió, aunque no
con la misma sonrisa que le había transformado el rostro cuando le dijo lo que
pensaba de él. La de ahora era más tensa e insegura. Le preocupó lo que podía
significar.
«¡Por favor!», se quejó en silencio. «¡Esto es ridículo!
¿Cómo hemos pasado de la mejor conversación que he tenido en mi vida a… esto?»
Tuvo el presentimiento de que sus miedos iban bien encaminados; seguro que en
ese momento Edward estaba preocupado por cómo iba a dejarla después de… todo.
Puede que la inmensa decepción que la embargó fuera un tanto desproporcionada,
pero no podía evitarlo. Se sentía hundida.
Edward se apresuró a recogerle los bolsos y dárselos. Le
dio las gracias mientras los agarraba todos a la vez y se los colgaba sobre el
hombro. Ambos se despidieron de Raymond y, antes de darse cuenta, estaban en la
ancha acera del pequeño enclave urbano de Rosslyn, justo al otro lado del río
que atravesaba el corazón de Washington D.C. La brisa nocturna era fría,
refrescante. Al final de la manzana, se podía ver una fila de camiones de
Dominion Power con sus luces amarillas parpadeando.
—Mmm… —empezó ella.
—Bueno… —dijo él.
Ambos se echaron a reír.
Edward se aclaró la garganta.
—¿Dónde has aparcado?
—Vine en metro. Son solo dos manzanas desde ahí. —Hizo un
gesto a su espalda.
Edward frunció el ceño.
—¿De verdad te parece una buena idea?
—Claro que sí. Estaré bien.
—No, en serio, Isabella. No me hace gracia que vayas en metro
y tengas que esperar tú sola en la estación a estas horas de la noche.
Se encogió de hombros, aunque su preocupación le produjo
una extraña calidez en el interior.
—Deja que te lleve a casa —prosiguió él—. He dejado el
todoterreno justo más abajo, en esa calle.
—Oh, bueno, no quiero…
Se acercó a ella y la tomó de la mano. Ese contacto le
proporcionó casi el mismo alivio que el agua que había bebido instantes antes.
—No aceptaré un no por respuesta. No es seguro que andes
sola a estas horas. Vamos. —Tiró de ella con suavidad, permitiéndole que
cambiara de opinión.
—Está bien. Gracias, Edward. No está muy lejos.
—Lo sé. —Entrelazó sus grandes dedos con los de ella—.
Aunque tampoco me importaría si lo estuviera.
Alzó la mirada y contempló su perfil. Era bastante más alto
que ella y a ella le gustaban los hombres con una buena estatura. Edward bajó
la vista y le apretó la mano. Después la guio por una esquina del edificio
donde trabajaba, hacia una calle lateral, y se detuvo delante de un brillante
todoterreno negro sin capota antes de abrirle la puerta.
—Gracias. —Entró en el interior y dejó los bolsos en el
suelo del asiento del copiloto, encima de un guante de beisbol. La falda le complicó
un poco la entrada. Se sonrojó y se la subió un poco.
Edward le cerró la puerta y segundos después se sentó en el
asiento del conductor. Entonces el vehículo cobró vida. Isabella se apoyó en la
puerta cuando Edward salió del aparcamiento haciendo un giro en forma de «u».
La brisa le soltó algunos mechones de pelo que acabaron por darle en la cara,
pero se los recogió al instante con la mano para evitar que le molestaran
demasiado.
—Lo siento —murmuró él mientras salía a la calle que había
enfrente del edificio—. Suelo ir sin capota siempre que puedo —explicó en voz
baja—. Es más abierto. —Se encogió de hombros.
En cuanto se percató de lo que realmente le estaba
confesando, abrió la boca, pero fue incapaz de encontrar las palabras para
decirle lo valiente que creía que era. Así que se limitó a decir.
—No te preocupes. El aire hoy es perfecto.
Enseguida pasaron volando por Wilson Boulevard; las calles
prácticamente vacías y el hecho de que pillaran los semáforos en verde hicieron
que el trayecto fuera más rápido de lo habitual. Ahora que tenía una visión
plena de su costado derecho, tuvo la primera oportunidad de ver toda la
extensión de la cicatriz en forma de media luna que comenzaba en su oreja y que
descendía con forma dentada hasta el nacimiento del pelo en la nuca. Con la luz
que le proporcionó la iluminación de las calles notó que sobre la cicatriz no
le crecía el cabello, haciendo que destacara aún más sobre el tono marrón
oscuro de su pelo.
Edward debió de sentir que le estaba observando, porque la
miró y esbozó una media sonrisa que le produjo un nudo en el estómago; sabía que
su noche juntos estaba a punto de terminar.
Minutos después, el todoterreno se detuvo en la rotonda que
daba al complejo de apartamentos en el que vivía. Le señaló la entrada a la
vivienda y Edward aparcó en un espacio adyacente a la puerta principal.
Con el ruido del motor, apenas pudo oír el relajante sonido
de la fuente central. Soltó un suspiro cansado y recostó la espalda sobre el
respaldo de cuero por la tensión acumulada de todo lo sucedido durante el día.
Había llegado el momento de despedirse.
Edward no
había dejado de maldecirse desde que la vio entrar al baño. No sabía cómo, pero
había metido la pata con Isabella. Ahora ella se comportaba de una forma distante,
vacilante e incluso tímida. Y aunque la conocía desde hacía poco, aquello no
era propio del carácter de la Isabella con la que había hablado en el ascensor
y que tanto le gustaba. «Su» Isabella era cercana, abierta y segura de sí
misma. Estaba convencido de que había hecho algo para desanimarla. Por eso
estaba muy enfadado consigo mismo, sobre todo porque no sabía cómo arreglarlo.
Y se le estaba acabando el tiempo.
Por lo menos había estado de acuerdo en que la llevara a
casa. Se había pasado todo el trayecto pensando en qué decirle y cómo decírselo.
Que le estuviera mirando no le ayudaba a concentrarse. Le era imposible evitar
que contemplara su atroz cicatriz en todo su esplendor. Cuando tenía quince
años, la cirugía plástica había suavizado los tejidos que estaban en peor
estado y habían conseguido restaurarle la mayor parte del nacimiento del pelo
en la zona de la nuca, pero seguía siendo grande y bien visible y a menudo
lograba que la gente que le conocía por primera vez se sintiera incómoda, ya que
era muy difícil dejar de mirarla. Tampoco le favorecía el hecho de que en la delgada
línea curva de tejido cicatricial no le creciera el cabello, lo que hacía que
destacara aún más. Siempre pensaba en esa maldita cosa como su primer tatuaje;
desde luego se veía igual de bien que cualquiera de sus diseños a tinta.
No obstante, dejó que le echara un buen vistazo. Porque él
no tenía un aspecto normal y nunca lo tendría. Y aunque parecía que había
aceptado todo lo que le había mostrado hasta ese momento, le constaba que podía
ser difícil de asimilar. Quería que Isabella estuviera segura. Así que se
limitó a sonreír y se deshizo de la tensión que sentía apretando con fuerza la
palanca de cambios que sujetaba en la mano derecha.
No podía hacer mucho para alargar el viaje hasta su
apartamento. Incluso en la hora punta del mediodía, el trayecto de Rosslyn a
Claredon no duraba más de un cuarto de hora. Y justo en ese momento, que no le
hubiera importado encontrarse con varios semáforos en rojo, todos por los que
pasaron estaban en verde.
Detuvo el todoterreno en la acera y se movió en el asiento
antes de decir:
—Isabella, yo…
—Edward… —empezó ella al mismo tiempo.
Ambos esbozaron una tenue sonrisa. Hizo acopio de todas sus
fuerzas para no lamentarse en voz alta. Isabella tenía todo el pelo revuelto
por el viento y los ojos cansados, pero era absolutamente preciosa.
—Tú primero —dijo él.
«Cobarde.»
—Gracias por haberme proporcionado tan buena compañía esta
noche. —Por primera vez le ofreció una sonrisa de verdad.
En su pecho brilló un halo de esperanza.
—Fue un placer, Isabella.
Ella asintió y se agachó para recoger las correas de sus
bolsos con una mano mientras con la otra alcanzaba el manillar de la puerta. Edward
apretó la mandíbula.
—Bueno, supongo que…. buenas noches. —Y con eso procedió a
abrir la puerta.
Se le contrajo el estómago. Vio cómo salía del vehículo a
la acera y cómo se volvía para sujetar bien los bolsos.
«Joder, detenla. Habla con ella.»
—Me gustaría…
Isabella empujó la puerta para cerrarla, ahogando sus
palabras, y se inclinó sobre la ventana abierta. Le dio la impresión de que estaba
triste, pero no podía asegurarlo, ya que no estaba tan acostumbrado a sus
expresiones faciales como para interpretarlas adecuadamente. Todavía.
«Por favor, que haya un todavía.»
—No te preocupes. Lo entiendo.
Se quedó con la boca abierta, aunque inmediatamente después
apretó los labios en una dura línea.
«¿Que lo entiende? ¿Qué es lo que entiende?»
Isabella dio dos golpes en el interior de la puerta y se
despidió.
—Gracias por traerme. Nos vemos.
—Eh, sí.
Se llevó la mano a la cicatriz y se la frotó con dureza mientras
la veía darse la vuelta, colgarse los bolsos de los hombros y atravesar la
ancha acera hasta la entrada del edificio perfectamente iluminada.
«¿Eh, sí? ¿EH, SÍ?»
Cuando ya casi había llegado a la puerta, metió primera,
pisó el acelerador y salió del aparcamiento. Pero se sentía tan mal alejándose
de ella que se detuvo en medio de la calle y miró por encima del hombro.
Isabella estaba en la entrada. Mirándole.
Soltó un gruñido. «A la mierda.»
Sin pensárselo dos veces, metió la marcha atrás. Los neumáticos
derraparon mientras volvía a aparcar en el mismo sitio de antes. No se esmeró
mucho, simplemente intentó dejarlo recto. Sacó las llaves del arranque, apagó
las luces y se abalanzó sobre la puerta que luego cerró de un golpe.
Rodeó la parte trasera del todoterreno y clavó la vista en Isabella,
fulminándola con la mirada (no es que estuviera enfadado con ella, sino consigo
mismo por lo estúpido que había sido por esperar hasta el último momento a
hacer las cosas bien).
Observó cómo abría los ojos como platos y cómo sus labios
se congelaban en algún lugar intermedio entre una medio sonrisa y una «o» de
sorpresa. A continuación, Isabella empujó la puerta y la sostuvo para que
entrara.
Esperaba de todo corazón que el deseo que había creído leer
en su expresión fuera real.
Se acercó a ella, invadiendo su espacio personal, se apretó
contra su cuerpo, dejándola atrapada entre él y el cristal que tenía a su
espalda y hundió las manos en su pelo para agarrarle la nuca y devorarle los
labios.
Gimió por la plenitud que experimentó al poder tocarla de
nuevo de ese modo. Era la primera vez que se sentía bien desde que la había
tenido en su regazo en el ascensor.
* * *
La expectación
dejó a Isabella sin aliento, pero entonces Edward la besó con tanta intensidad
y…
«¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Ha vuelto!
¡Ha vuelto!»
Su exigente lengua sabía a gloria. Mientras su boca la
reclamaba sin contemplaciones, el piercing se le clavó
en el labio una y otra vez de una forma deliciosa. Las manos de él se enredaron
en su pelo, masajeándoselo y tirando de su cuello hacia él. Estaba
completamente rodeada por Edward, por la manera en que había tenido que
inclinarse sobre ella por la diferencia de estatura, por el modo en que le echó
la cabeza hacia atrás para tener un mejor acceso. Con el picaporte de metal
presionando contra su espalda, se sentía absolutamente entregada a él, a su
ardor, a su aroma. El mundo desapareció a su alrededor. Solo existía ese
hombre.
Se aferró con una mano a su camiseta negra. Él se acercó un
poco más. Ambos jadearon y se pegaron el uno al otro. Gimió por la manera tan
posesiva en que la estaba sujetando. No había ninguna timidez ni vacilación en
él. No le estaba preguntado. Se sentía reclamada. Eufórica.
Un seductor sonido (no supo muy bien si un ronroneo o un
gruñido) emergió de la garganta de Edward. Seguía agarrándola con firmeza, pero
inclinó la frente contra la de ella y separó los labios para murmurar:
—Lo siento. No podía dejarte marchar.
—No se te ocurra sentirlo —repuso con voz ronca. Tragó saliva—.
No lo sientas nunca.
—Isabella…
—Edward, yo…
Él volvió a apretar los labios contra su boca. Sus narices
chocaron. En esta ocasión sí que soltó un gruñido en toda regla.
—Mujer —dijo contra sus labios—, ¿me vas a dejar hablar de
una vez?
El deseo y frustración en su tono le arrancaron una
sonrisa. Asintió. Sus labios volvieron a moverse y la deleitaron con una serie
de suaves besos en la boca.
Cuando por fin se decidió a hablar, Isabella se sentía en una
nube. Notaba la calidez de su aliento contra la cara. Su incipiente barba le
raspaba la mejilla. Entonces el clavó esos profundos ojos marrones en ella,
anclándola a él de todas las formas posibles.
—Nunca he… Eres… —Suspiró—. Oh, joder. Me gustas, Castaña.
Quiero estar contigo. Quiero que sigamos discutiendo un poco más. Quiero volver
a estar entre tus brazos. Tocarte. Yo… solo…
Se sintió pletórica y totalmente esperanzada. Había vuelto
a por ella. Quería estar con ella.
Sonrió y se llevó la mano a la nuca para agarrar la de él y
que la soltara. Edward vaciló un segundo, pero al final permitió que le diera
un sensual beso en la mano, justo en la cabeza del dragón que llevaba tatuado.
Después esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—Ven arriba conmigo —susurró—. Hago una tortilla fantástica
y ahora mismo me muero de hambre.
Vio cómo por fin esbozaba aquella sonrisa que le volvió a
iluminar el rostro. Después, Edward la agarró de la mano y la besó en la frente.
—De acuerdo. Yo también estoy que devoro.
En el momento en que se hizo a un lado para permitir que regresara
al vestíbulo, echó de menos al instante sentir la calidez de su cuerpo. Y
cuando asió las correas de sus bolsos, tirándola hacia atrás, gritó.
—Oye, déjame —espetó él mientras le quitaba los bolsos y se
los colgaba del hombro.
«Mi buen samaritano.»
Por inercia, se acercó hacia los ascensores y pulsó el
botón. Como ya era tarde, la puerta sonó y se abrió de inmediato. Antes de
entrar, se dio la vuelta para comprobar la reacción de Edward.
Él puso los ojos en blanco y le hizo un gesto para que
continuara, pero le oyó quejarse por lo bajo.
Estaba un poco mareada porque las cosas estuvieran saliendo
de una forma muy diferente a como había temido quince minutos antes. Su
interior bullía de felicidad. Se echó a reír, le agarró de la mano y le
arrastró hacia el segundo ascensor en el que coincidían aquella noche.
—Venga. Los rayos no suelen aguarte la fiesta dos veces.
Pulsó el botón de la cuarta planta, se acercó a él y le
frotó el pecho con la nariz. Edward respondió acariciándole el pelo y ella se
derritió por dentro.
El ascensor llegó a su destino y se abrió hacia un espacio
rectangular con pasillos que iban en direcciones contrarias. Le guio hacia la
izquierda, hacia la quinta puerta a la derecha.
—Es aquí.
Metió la mano en el bolso, que todavía colgaba del hombro
de Edward, sacó la llave y se volvió para abrir la puerta. Después giró la
cabeza para sonreírle y entró en el apartamento antes de encender la luz de la
entrada que también iluminaba la pequeña y ordenada cocina. Se dirigió hacia la
encimera, dejó las llaves y luego fue hacia él para quitarle el peso de los
bolsos y dejarlos también al lado del llavero.
Edward deslizó la mano sobre su nuca y volvió a besarla.
Esta vez con adoración y muy dulcemente.
—¿Te importa si uso el baño?
—Por supuesto que no. —Señaló detrás de él—. Justo por ese
pasillo. Voy a cambiarme de ropa.
—Muy bien. —Le rozó la mejilla con sus enormes dedos y ella
se frotó contra ellos.
Entonces Edward se marchó.
Isabella fue hacia el dormitorio de su pequeño apartamento
con la sensación de ir flotando en vez de andando. Entró a trompicones en el
vestidor, dejó los tacones y se quitó la sudorosa y arrugada ropa. Cuando por
fin se quedó desnuda soltó un suspiro de alivio. La idea de tomar una ducha le
resultó tan tentadora que al final sucumbió a ella. Se recogió el pelo encima
de la cabeza para que no se mojara y se quedó allí quieta mientras el agua caía
sobre su piel. Después de un rato se hizo con una pastilla de jabón y se lo pasó
con rapidez por todo el cuerpo. Minutos más tarde estaba de vuelta en el
vestidor sintiéndose un poco más humana.
Eligió un bonito conjunto de sujetador de encaje y braga de
color lavanda, con la esperanza de que Edward pudiera verlo, y se puso un par de
pantalones de yoga grises y una camiseta de tejido muy suave, también de color
lavanda, y con el cuello en pico. Volvió al baño, se cepilló los dientes y se
recogió el pelo en una coleta. Finalmente estiró los brazos sobre su cabeza,
sintiéndose mucho más cómoda de lo que había estado en horas.
Cuando entró en al salón contiguo, se encontró a Edward
hojeando las fotos familiares que colgaban por todas partes. Se detuvo y se
apoyó un momento en un rincón de la pared, solo para disfrutar de la visión de
aquel hombre deambulando por su apartamento. Se había quitado los calcetines y
los zapatos y ahora caminaba descalzo con el dobladillo deshilachado de los jeans arrastrándose por el suelo. Le encantaba que también
se hubiera puesto cómodo en su casa.
—¿Te gusta lo que ves? —preguntó él.
Sus mejillas se ruborizaron al instante. Se rio y meditó
qué decir a continuación. Era tarde, se sentía cansada y estaba muy interesada
en él. Así que decidió arrojar toda precaución por la ventana; al fin y al
cabo, había vuelto a por ella.
—Sí, mucho.
Edward la miró por encima del hombro y le ofreció una medio
sonrisa para que se acercara a él. Alzó la vista para mirar las fotos que él
había estado observando.
—Son mis hermanos. —Señaló a cada uno de ellos mientras
decía sus nombres—. Este es Emmett. Jasper. Y este es Seth. Y yo, por supuesto.
—Veo que no eres la única Castaña de la familia.
Volvió a reírse.
—No, desde luego. Aunque el pelo de Emmett e Ian parece más
castaño que el mío. Seth, sin embargo, tuvo que sufrir el apodo de «zanahorio»
en el colegio. —Señaló otra foto—. Como puedes observar, la culpa de que seamos
pelirrojos cataños la tiene mi madre. —Miró cómo Edward estudiada la foto en la
que estaba sentada sobre el regazo de su progenitora, pocos meses antes de
morir. Era su favorita porque el parecido entre ambas resultaba más que obvio.
Su padre le decía todo el tiempo lo mucho que se parecía a ella.
Se quedó tan ensimismada mirando la foto que se sorprendió
cuando la mano de Edward le tiró de la coleta. Pero se sorprendió todavía más
cuando el pelo le cayó por los hombros.
—Lo siento —murmuró él mientras enredaba los dedos en su
pelo ahora suelto—. Me he pasado toda la noche imaginándome cómo sería tocarlo.
Volvió a ruborizarse, aunque esta vez un poco menos. La
franqueza que demostraba era una las cualidades que más le gustaban de él. No
sabía muy bien qué responder, por lo que cerró los ojos y se limitó a disfrutar
de la sensación de sus fuertes dedos. Después de un rato, volvió a abrirlos y
se lo encontró mirándola intensamente. Sonrió.
—Me ha gustado. Pero vas a conseguir que me duerma.
La sonrisa que esbozó hizo que le brillaran los ojos y le
salieran unas cuantas arrugas en los extremos.
—Pues eso tampoco estaría mal, siempre que vuelvas a
quedarte dormida conmigo.
Sintió tal calor en las mejillas que se las tapó con las
manos. Tenía la piel tan pálida que se le notaba el más mínimo rubor. Después
le agarró de la mano y le dio un beso en la palma.
—Vamos. Prometí darte de comer.
* * *
Edward no
cabía en sí de gozo por haber interpretado bien la expresión de Isabella, que
quería que volviera a por ella. Se había obligado a dejar de besarla en la
entrada del edificio porque en su imaginación ya la tenía contra las ventanas y
se enterraba en ella una y otra vez. Y por nada del mundo quería que creyese
que había vuelto solo por el sexo.
Sí, era cierto que quería acostarse con ella. Los
pantalones ceñidos y la camiseta que destacaba la firmeza y redondez de sus
deliciosos pechos no aliviaban su deseo. Pero también quería que le diera una
oportunidad.
Y allí de pie, en su apartamento, se sentía tan bien
recibido y querido que estaba casi dispuesto a creerse que ella se la daría.
Sin soltarle la mano, Isabella le llevó a la cocina.
—Si quieres puedes sentarte en la barra. ¿Te apetece beber
algo?
—Me encantaría —respondió él—, pero no hace falta que me
siente. Puedo ayudarte.
Observó cómo se movía por la cocina y admiró la forma en
que aquella ropa informal marcaba sus femeninas curvas.
Ella se dio la vuelta y agradeció su oferta con una
sonrisa. Después colocó frente a él una tabla de cortar y un cuchillo.
—Entonces échame una mano cortando los ingredientes. ¿Qué
te gusta que lleven las tortillas? —Enumeró lo que tenía y al final se
decidieron por jamón y queso. El frío refresco de cola que le pasó le alivió la
sequedad que tenía en la garganta.
A continuación se puso a cortar el jamón en dados mientras
ella rompía los huevos, los vertía en un recipiente y los batía. Le gustaba eso
de cocinar juntos. Le parecía algo normal. Y «normal» no era una palabra que
hubiera podido aplicar mucho en su vida.
Isabella le miró de soslayo. Ambos rieron. Siguió cortando.
Ella batiendo. La miró y ambos volvieron a reír.
Se estaba divirtiendo mucho con ella. Le gustaba el
coqueteo que estaban intercambiando y el silencio, ahora nada incómodo, en el
que se habían sumido. Pero le estaba costando un montón no tocarla. Se moría de
ganas de colocarle un mechón detrás de la oreja. Y por si fuera poco, ese pantalón
de algodón ajustado le hacía un trasero tan apetecible que… Cuando la vio ruborizarse,
le dolieron los labios por probar el calor de sus mejillas. No obstante, sabía
que si la tocaba sería incapaz de detenerse, así que mantuvo las manos ocupadas
y continuó con su contribución a la cena.
Isabella se limpió las manos con un trapo de cocina y se
agachó. El sonido metálico dejó claro que estaba buscando una sartén pero en lo
único en lo que pudo concentrarse era en cómo aquel trasero apuntaba en su
dirección. Tomó un buen sorbo de su refresco, aunque mantuvo la vista clavada
en ella.
La oyó quejarse y un segundo después vio cómo se levantaba
y se ponía en jarras.
—Oh, ahí estás —dijo. Se acercó al fregadero y abrió el
grifo—. ¡Mierda! —Algo cayó al suelo.
Se rio por el pequeño espectáculo que le estaba ofreciendo
de forma inconsciente, pero todo su humor se desvaneció en cuanto volvió a
inclinarse para recuperar el anillo que al parecer se había quitado y se le
había caído.
No pudo evitarlo. Contemplar aquel trasero le había vuelto
a poner duro. El tiempo que habían pasado juntos había supuesto una prolongada
y deliciosa provocación, pero ahora estaban a salvo y solos en su apartamento,
sintiéndose cómodos y preparando la cena juntos. Y se estaba volviendo loco de
deseo.
Isabella dejó el pequeño anillo de plata en la encimera,
echó un poco de lavavajillas en la sartén y se dispuso a fregarla. Edward se
hizo con el trapo y se colocó detrás de ella. Luego la rodeó con los brazos, le
quitó la sartén de las manos, la secó lo más rápido que pudo y la dejó sobre la
encimera. Isabella cerró el grifo.
Puso los brazos sobre fregadero a ambos lados de Isabella y
se apoyó contra ella. Se inclinó y le mordisqueó y besó el cuello y la
mandíbula. Ella gimió y presionó su pequeño cuerpo contra el suyo.
No fue tan descarado como para frotar su erección contra
ella, pero estaba seguro de que debió de notarla cuando empujó hacia atrás,
porque la oyó jadear y se aferró con fuerza al fregadero.
No podía detenerse. Sentir tan cerca su calor hizo
imposible que pudiera pensar en otra cosa que no fuera tenerla por completo.
Tenía que hacerla suya.
Y tenía que hacerlo ya.
* * * * * * * * * * * * * * * * *
Hola a todos que les pareció el capitulo de hoy y lo que viene le quedan 2 capítulos para acabar esta primera parte bueno nos vemos en la próxima actualización tal vez me anime y lo haga mañana ya depende de sus comentarios
11 comentarios:
Por favor no nos dejes así, casi me daba un ataque cuando leí que él se iba, es normal la inseguridad de una mujer es un contexto similar y el no dijo nada sobre ella obvio lo malinterpreto nuestra pobre chica, bendito Dios el supo cómo corregirlo muy al final pero ahora ya están cómodos y a punto de todo, muchas gracias, actualiza pronto por favor.
Muchas gracias me quede super emocionada estan teniendo una coneccion y apunto de ... espero puedas actualizar pronto por favor.
por favor actualiza me tiene súper enganchada esta historia, son tan tiernos y diferentes que ver esa atracción instantánea es maravilloso.
Me gusta que Edward volviera... aunque lo dudaron ambos, por fin terminaron en la casa de Bella y por fin salieron del ascensor!!!!
Besos gigantes!!!!
XOXO
Hola 👋🏻 Edward tomó la mejor decisión al regresar por Bella y me gusta ver que ya se sientan más cómodos
Gracias 😊
En serio me encanta esta historia ya la había leído en fanfic pero me encanta q la hayas adaptado
Me gusta mucho esta historia, al fin dejaron atrás sus inseguridades, por un momento creí que se iba, menos mal volvió a por su chica.
Edward tomasye la decision mas acertada ella esperaba eso de ti ahora terminen de una vez lo que comenzo en el ascensor!!!!
Claeo que quiero que pibliquesel siguiente capitulo!!!!
Damaris
Excelente capítulo!
Estoy ansiosa por leer el siguiente capítulo!
Me encantan todas las historias que subes.
Espero actualizes muy pronto.
Saludos❤
Edward es muy dulce. Espero actualices pronto, quiero leer lo que viene...
Gracias...
Wow!!! Ha sido un capitulo de contenerse definitivamente corro a leer el siguiente ya que quiero saber que va a pasar, gracias nena 💞
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