Isabella se quedó
contemplando la puerta de su apartamento; el ruido que había hecho al cerrarse
todavía le resonaba en los oídos. ¿Qué diablos acababa de ocurrir?
Se llevó una mano
al vientre, comprendiendo entonces que no había tenido oportunidad de darle la
noticia a Edward. Dios santo, ¿cómo iba a decírselo ahora? Si oír que Isabella
lo quería ya le había causado un ataque de ansiedad tan grave. (Jamás, desde
que lo había conocido, lo había visto palidecer y adquirir una expresión tan
distante, o... bueno, quedarse en blanco de aquella manera.) Le había parecido
estar contemplando la carcasa vacía del hombre al que había conocido.
Puesto que el
abandono había sido un tema recurrente en su vida, Isabella había sospechado
que oír que ella lo quería podría desencadenar un ataque de ansiedad en Edward.
Pero nunca había imaginado que sería tan serio.
Instintivamente, se
lanzó hacia la puerta y la abrió de golpe, pero en el vestíbulo ya no había
nadie. Se apoyó contra el marco de la puerta y contempló el vacío.
Sentía el impulso
de correr tras él, pero Edward le había pedido tiempo y espacio. ¿Empeoraría
las cosas si lo seguía? ¿Lo alejaría más de ella? ¿Valía la pena correr el
riesgo?
El caso era que
Isabella entendía bastante las reacciones que Edward tenía ante las cosas;
comprendía cómo funcionaban la ansiedad y el trastorno de estrés postraumático,
pero aquello no significaba que siempre supiera cómo lidiar con ello. Desde
luego, en ningún momento se había hecho ilusiones de poder curarlo, y entendía
que Edward tenía que enfrentarse a sus propias dificultades. Joder, precisamente
se habían conocido porque había necesitado que lo distrajera de la
claustrofobia y la ansiedad.
No era que lo amara
pese a sus problemas psicológicos, Isabella lo amaba justamente por ellos. O,
más bien, porque formaban parte de su personalidad. Y ella amaba su
personalidad con todas sus fuerzas.
Lo cual significaba
que, probablemente, lo mejor sería concederle el espacio que necesitaba. Aunque
eso dejara el corazón de Isabella hecho añicos.
Volvió a la cocina
y dejó que la puerta se cerrara a su espalda.
Apoyó la cabeza en
las manos y se concentró en no llorar. Isabella había metido la pata con
aquella conversación. En la mesa, le habían entrado los nervios al pensar en la
gran confesión que tenía que hacerle y había soltado que quería irse a vivir a
su casa. Sin duda, a Edward le debía de haber parecido que el asunto salía de
la nada. Y entonces le había vomitado sus sentimientos encima.
—Bueno, tranquila
—se dijo a sí misma. Sus palabras resonaron en la casa vacía—. Edward lo
superará. Todo irá bien.
Solo hacía falta
seguir repitiéndolo hasta calmarse.
Desesperada por
distraerse, empezó a meter la salsa y las albóndigas en recipientes de plástico
de manera automática, uno para la comida de mañana y el resto para el
congelador. Entonces se puso a fregar los platos.
Cuando terminó, no
pudo resistirlo más y le mandó un mensaje de texto a Edward:
Tómate tanto tiempo y
distancia como necesites. Seguiré aquí, pase lo que pase. :-*
Pulsó «enviar» y se fue a la Cama, deseando,
contra todo pronóstico, sentirse mejor por la mañana.
Pero la mañana no
trajo noticias de Edward consigo. Tampoco lo hizo la tarde, ni la noche. Ni
ningún otro día de aquella semana. El viernes por la noche, Isabella estaba
destrozada por la preocupación y el desamor. No era capaz de volver a su casa y
enfrentarse al apartamento vacío. Estaba preocupada por Edward, porque lo
estaba pasando mal; y estaba preocupada por sí misma, porque quizá lo estaba
pasando tan mal que nunca lograría superarlo y regresar junto a ella.
Y no sabía qué
hacer.
Así que volvió a su
edificio, a por el automóvil. No estaba segura de adónde iba, o en qué estaba
pensando. O quizá se estaba engañando a sí misma, porque veinticinco minutos
más tarde estaba circulando por la calle de Edward, por delante de su callejón
sin salida. Aflojó la velocidad y vio que su casa adosada estaba a oscuras, y
que su Jeep no estaba aparcado en el lugar habitual. Así que se dirigió al
parque de bomberos número siete, a pocas manzanas de distancia.
El Jeep de Edward
tampoco estaba allí.
Sin apagar el motor
del Prius, parada al otro lado de la calle, Isabella contempló el edificio. La
luz dorada que brillaba por algunas de las ventanas bañaba la calle.
Una parte de ella
sentía la terrible tentación de entrar y preguntar a sus compañeros si sabían
dónde estaba Edward. O, al menos, cómo se encontraba. ¿Había seguido yendo al
trabajo? Pero otra parte de ella opinaba que presentarse en su lugar de trabajo
significaba traspasar un límite. Sin duda, entrar en el parque de bomberos era
violar su petición de poner distancia entre los dos, y además podría repercutir
en su vida profesional.
No era capaz de
hacerlo... Pero quizá sí que sería capaz de llamar a uno de los compañeros que
había conocido. ¡El Oso Barrett! Había ido a cenar a su casa una noche, con
Edward y otros compañeros, siempre había charlado con ella cuando había acudido
a las partidas de softball de los bomberos a
principios de otoño, y le había dado un abrazo de oso cuando Isabella había
llevado galletas y bizcochos al parque. No lo cualificaría de amigo cercano,
pero quizá tenían suficiente confianza como para que Isabella pudiera hacerle
un par de preguntas que, con un poco de suerte, sonarían desenfadadas.
Por suerte, todavía
tenía su número de teléfono de cuando la había llamado para confirmar su
asistencia a la cena. Lo encontró en su lista de contactos y pulsó el icono
para establecer la llamada.
Sonó dos veces.
—¿Hola? Oso al
habla.
—Oso, soy Isabella
Swan, la... —Por un momento, dudó cómo definirse, dadas las circunstancias—.
Esto, la novia de Edward.
—Isabella,
portadora de bizcochos deliciosos —contestó—. ¿A qué se debe el placer de tu
llamada?
—Pues siento
molestarte, pero me preguntaba si no sabrás por dónde anda Edward —dijo. Hala,
hecho. Había sonado normal, ¿verdad?
—Espera un segundo
—dijo. Algunas palabras amortiguadas que no logró entender sonaron de fondo,
seguidas del ruido de una puerta—. Aquí estoy. Resulta que Edward se ha tomado
unos días libres. ¿No lo sabías?
¿Días libres?
Isabella sintió que una piedra se le asentaba en el estómago lentamente, y un
temor se extendió por su cuerpo. Edward estaba más que dedicado a su trabajo,
era Prácticamente su pasión. No era capaz de imaginarlo tomándose tiempo libre.
A no ser que fuera imperativo.
—Por desgracia, no.
—¿Está bien,
Isabella? —preguntó el Oso—. En el último par de turnos tenía mal aspecto.
—Estuvo enfermo
—contestó—. Pero no lo sé, puede que haya algo más.
—Ya —dijo el Oso,
en un tono que implicaba que sabía de qué hablaba—. Espero que se encuentre
bien.
—Yo también —dijo
Isabella, sintiendo de repente un nudo en la garganta—. Si sabes algo de él,
¿podrías avisarme? Es que estoy... Bueno, estoy preocupada.
—Cuenta con ello
—contestó el Oso . Se despidieron y colgaron.
Sentada en el asiento,
a oscuras, Isabella finalmente se permitió las lágrimas que había estado reprimiendo
toda la semana.
***
Con el Jeep aparcado en
un rincón detrás del edificio de Isabella, Edward no sabía qué estaba haciendo
allí. Todavía tenía la cabeza y el corazón hechos un lío de lo más jodido, y ni
siquiera sabía qué diría si se topaba con ella. No veía las cosas más claras
que cuando se había ido el jueves pasado, tampoco tenía más fe en sí mismo, ni
contaba con más certezas. Lo último que quería era herirla aún más.
Solo sabía que
había pasado los últimos días dejándose arrastrar por la vida, siendo más
fantasma que persona hasta que, finalmente, había gravitado hasta ahí.
Como si Isabella
fuera el sol de su oscuro planeta.
Dudando si estaba
haciendo lo correcto (al menos, por el bien de ella), logró desplazar su penoso
ser por la puerta del Jeep y hasta el portal de su casa. Entonces subió por las
escaleras, porque tenía claro que tenía que ir por las putas escaleras.
Su situación
psicológica había empeorado tanto que no solo había admitido su lastimosa
condición ante su capitán, sino que había tenido que pedirse días libres. Por
primera vez, tras nueve años entregado a los bomberos, no se sentía
completamente competente, y lo último que quería era cometer un error que
pudiera costarle la vida a otra persona. No sería capaz de vivir con ello.
Y ya apenas era
capaz de vivir consigo mismo.
También se había
rendido y había acudido a su médico para que le recetara algo, e incluso había
vuelto a la consulta de su antiguo psiquiatra. El doctor Ward ya estaba al
final de la década de los cuarenta, su pelo estaba un poco más gris y la panza
un poco más grande, pero en lo demás tenía el mismo aspecto que Edward
recordaba.
De momento, había
asistido a una sesión con él, y solo había servido para empeorar sus
pesadillas. Siempre le pasaba lo mismo cuando empezaba a hablar de sus
problemas: tenía que sacar la mierda a relucir, escudriñar cada horroroso
detalle para poder mejorarlo luego. Pero tenía que intentarlo, porque seguir
sintiéndose así no era viable.
Cuando Edward llegó
a la puerta del apartamento, llamó. Y esperó. Volvió a llamar. Tenía una llave,
claro, pero visto cómo había terminado la cena de martes, pensó que le debía a
Isabella la cortesía de llamar primero. Cuando no respondió tras el tercer
intento, abrió la puerta.
Todo estaba en
silencio y a oscuras: solo la lamparita de la encimera arrojaba luz sobre la
estancia.
Edward se obligó a
respirar hondo. Un dolor nació en su pecho. Dolor por Isabella. La echaba de
menos con pasión. Se sentía como si le hubieran arrancado una parte de sí
mismo, y la herida todavía estuviera abierta y sangrante. Pero aquel era Prácticamente
su rasgo definitorio: todo él eran heridas abiertas y supurantes, superficies
en carne viva, causadas por sufrir una pérdida tras otra.
A juzgar por el
dolor, ni una sola había sanado.
Vagó por la
oscuridad y se adentró en su habitación. Se sentó en la Cama. Allí, el aroma de
Isabella era más intenso. A su crema hidratante de vainilla. A su champú de
fresa. A la crema de manos de coco que se ponía antes de acostarse cada noche.
Inhaló aquellas pistas de su vida, necesitaba llevarse con él aquellas pequeñas
partes de ella.
Toc, toc, toc.
Con el ceño
fruncido, Edward se obligó a levantarse y se dirigió hacia la puerta. Un
vistazo por la mirilla reveló a un mensajero de una compañía u otra. Edward
abrió la puerta.
—¿Isabella Swan?
—preguntó el mensajero. A sus pies yacía un enorme jarrón lleno de rosas rojas.
—No está en casa
—contestó, mirando fijamente las flores.
—¿Podría firmar el
recibo, por favor? —dijo. Le entregó una carpeta con un recibo a Edward, que
garabateó una firma indescifrable en el lugar indicado. El tipo se retiró
escaleras abajo.
Edward se agachó y
agarró el jarrón de cristal. Lo llevó hasta la encimera, dejando que la puerta
se cerrara a sus espaldas con un ruido sordo. Lo colocó en la superficie.
Entonces se quedó un rato más contemplándolo, aunque ahora su mirada estaba
fija en el pequeño sobre que reposaba entre las rosas hermosas y rojas.
Con un mal
presentimiento asentándosele en el estómago, tomó el sobre y lo abrió. La
tarjeta que contenía decía: «Tómate tanto tiempo como
necesites. Estaré esperando. Te quiero. M. N.»
M. N. Michael Newton.
Maldito hijo de puta.
Sin volver a meter
la tarjeta en el sobre, Edward volvió a introducirlo todo entre los tallos, con
la mirada clavada en las palabras del otro hombre.
Edward no había
sido capaz de soportar que Isabella le dijera que lo quería, como no lo había
sido de confesarle sus sentimientos; pero ahí estaba Michael, declarándose una
y otra vez. Lo cual era exactamente lo que Isabella se merecía.
Joder. Se sujetó a
la encimera con ambas manos: una sensación de presión agobiante se le había
extendido por el pecho y le costaba respirar.
Isabella se
merecía... un hombre como Michael. Un hombre entero, un hombre funcional, un
hombre capaz de llevar una vida normal. Edward no era ese hombre. Qué coño,
ahora mismo, Edward ni siquiera era el hombre al que había conocido en ese
maldito ascensor. Siendo generosos, no era ni la sombra de lo que era, y eso
que al empezar tampoco había sido una maravilla.
Quizá Isabella no
amaba a Michael como en el pasado, pero se merecía a alguien que pudiera
expresar sus sentimientos, como Michael ya había hecho, algo de lo que Edward
era incapaz.
No necesitaba saber
nada más.
Decepción,
tristeza, frustración y rabia se arremolinaban en su interior. Se obligó a
alejarse de aquel puto ramo, para burlar las ganas de arrojarlas al otro lado
de la estancia por la simple satisfacción de verlas rotas y destrozadas (un
reflejo idóneo de cómo se sentía por dentro).
Sin saber muy bien
lo que hacía, se dirigió al dormitorio con largas zancadas. Encendió la luz. Se
quedó ahí de pie. En la mesilla de noche, junto a su lado de la Cama, estaba la
novela de suspense militar que había estado leyendo antes de acostarse,
avanzando pocas páginas cada noche.
La agarró.
De repente, estaba
agarrando todo lo que le pertenecía y que había dejado allí. Uniformes. Ropa.
Zapatos. Artículos de aseo. No se merecía seguir en la vida de Isabella, no era
capaz de darle lo que ella necesitaba, lo que merecía. Tenía que hacer lo
correcto. Por el bien de ella.
Sintiendo dolor en
el pecho, arrojó todas sus posesiones a una bolsa de basura negra.
De pie en medio de
la cocina, contempló las putas flores una última vez. Entonces dejó una nota, y
su duplicado de la llave del apartamento, en la encimera, junto al jarrón.
3 comentarios:
O carajos porque los hombres siempre piensan con las patas graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss
Nooooo!!!! Como es posible que la deje, que no sea capaz de hablar con ella y decirle lo que le pasa!!!! Bella lo entendería y le daría tiempo!!!! 😭😭😭
Besos gigantes!!!!
XOXO
Jodido Michael apenas que tal vez el pudo abrirse con ella y buscar ayuda no esté tipejo la caga y ella toda preocupada por él llendo hasta su trabajo y el en su casa, esa jodida nota Edward está realmente perdido hasta este momento, muchas gracias por el capítulo.
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