Durante el fin de semana entero, cada vez que Edward se
despertaba, escuchaba el mensaje de Isabella.
«Edward, por favor, dime algo. ¿Qué ha pasado? No lo
entiendo. Estoy a tu disposición. Por favor, solo tienes que dejarme ayudar.
Sea lo que sea, podemos arreglarlo. —Pausa—. Te quiero.»
Con el pulgar, arrastró el botoncito de la pantalla. «Te
quiero.»
Y otra vez. «Te quiero.»
Edward solo era capaz de dormir. Aunque las pesadillas lo
atormentaban. Aunque los músculos le dolían por la falta de uso. Aunque estaba
dejando escapar su vida.
Pero ¿qué importaba la vida? Si los fantasmas no tienen
una.
De vez en cuando, se levantaba para echar una meada,
tomarse las pastillas y contemplar el interior del frigorífico. A veces comía.
A veces veía la televisión.
Pero, entonces, sus pensamientos y sus miedos y sus
derrotas se hacían demasiado difíciles de soportar.
* * *
Los golpes ensordecedores no se detenían, joder.
Al principio, Edward había pensado que eran producto de su
imaginación, lo cual habría sido muy propio de su cerebro de mierda, pero entonces
había oído a alguien llamándolo por su nombre. Una y otra y otra puta vez.
Levantarse de la Cama era un esfuerzo para el que apenas
tenía energía. Arrastrando los pies, salió de su habitación y bajó por las
escaleras. Sentía los músculos débiles y doloridos por la falta de uso.
Echó un vistazo por la mirilla.
—Mierda —soltó.
—¡No pienso irme hasta que abras la puerta! —gritó su
capitán—. ¡La echaré abajo si es necesario!
¡Bam! ¡Bam! ¡Bam!
Edward conocía a Eleazar Denalli y sabía que no hablaba
por hablar.
Apartando con el pie la pila de cartas que se había
acumulado en el suelo, bajo la rendija del correo, Edward hizo girar la llave y
abrió un poco la puerta.
—Capitán, ¿en qué puedo ayudarle?
—¡Déjame pasar, joder! —dijo Eleazar, empujando la puerta y
adentrándose en el salón de Edward—. Por el amor de dios, Cullen.
Su capitán lo contempló con expresión impactada.
Edward bajó la mirada y se observó. Vio su pecho y su
estómago desnudos, y los pantalones deportivos de color gris oscuro que le colgaban
de las caderas, algo grandes.
—¿Qué?
Eleazar abrió los ojos de par en par.
—¿«Qué»? ¿Cómo que «qué»? ¿Acaso no te has dado cuenta de
que te has quedado en los huesos, joder? —exclamó. Se pasó los dedos por el
pelo canoso—. Te he llamado. Una y otra vez. Tendría que haber sabido que lo
mejor sería venir en persona.
Confundido, Edward sacudió la cabeza.
—No sé... Lo siento... ¿Qué...?
—¿Tienes idea de a qué día estamos? —preguntó Eleazar, con
las manos plantadas en las caderas.
Edward se lo pensó. Y siguió pensándoselo. Intentó recordar
la última vez que había sido consciente de la fecha. Se había ido del piso de
Isabella un viernes. Y luego había dormido unos cuantos días. Había intentado
levantarse para ir a la consulta del psiquiatra, pero no se había visto con
fuerzas. Aquello había sido un... ¿jueves? Y se había levantado otras veces,
para comer algo o contemplar la televisión con la mente en blanco. Pues... No,
vaya. No tenía ni idea. Edward se pasó la mano por la cicatriz de la cabeza y
se encogió de hombros.
Eleazar encendió la lámpara que había junto al sofá y se
dejó caer pesadamente sobre el mueble.
—Siéntate, Edward.
Frunciendo el ceño, Edward se acercó al sofá arrastrando
los pies. Se sentó. Apoyó los codos en las rodillas. Dios, ¿desde cuándo le
pesaba tanto la cabeza?
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Eleazar, con la preocupación
patente en la cara.
Edward sacudió la cabeza.
—Nada.
La expresión del otro hombre se puso seria.
—¿Me vas a obligar a arrastrarte a urgencias? Porque sabe
Dios que te sacaré de aquí a rastras sin dudarlo ni un...
—¿Qué? No —dijo Edward, pasándose las manos por la cara—.
Sé que no estoy muy fino, pero... Pero voy a... —Edward volvió a encogerse de
hombros, sin saber cómo continuar. Había abandonado a Isabella en plena crisis,
y no había podido hacer nada más que intentar sobrevivir hasta alcanzar el
momento más bajo de su decandencia. ¿Lo había alcanzado ya? No tenía ni puta
idea. Aunque le costaba imaginar sentirse peor de lo que se sentía ahora.
Física, emocional y mentalmente.
Todo le dolía, joder, como si fuera la agonía
personificada.
—¿Que no estás muy fino? No es eso, Edward. Estás en medio
de una depresión clínica, si no me equivoco. Y, a juzgar por lo que veo, no
creo estar equivocándome. ¿Cuánto has adelgazado? ¿Nueve kilos? ¿Diez? Joder,
¿cuándo fue la última vez que comiste algo?
—No... Es que... Tengo el estómago revuelto —contestó
Edward, fijando la mirada en el suelo—. En cualquier caso, no tengo hambre.
—Claro que no tienes hambre, es un síntoma de la depresión.
Mierda, lo siento, tendría que haber venido antes. Tendría que haber sabido
que... —Eleazar respiró hondo—. ¿Cómo de seria es la situación?
Edward siguió mirando al suelo. Era seria. Mucho más que
cuando había tenido dieciocho años. O quizás era que ya no se acordaba de lo
vacío y dolorido y aislado y despreciable e inútil que la depresión lo había
hecho sentirse antes.
—Es seria —dijo, y su voz apenas era un susurro.
—¿Has pensado en hacerte daño? —preguntó Eleazar.
La humillación le pesaba, y Edward no era capaz de mirar a su
capitán a la cara. Sí, había pensado en ello. Eran pensamientos que se mofaban
de él, que lo tentaban con la promesa de librarlo de toda esa puta miseria. No
lo había considerado seriamente, pero no podía negar que le habían cruzado la
cabeza.
—Mierda. De acuerdo. ¿Qué vamos a hacer para solucionarlo?
—¿Vamos? —preguntó Edward, mirando a Eleazar por fin.
—Sí, los dos. ¿Crees que te voy a dejar solo en estas
condiciones? Hoy irás conmigo a mi casa, y mañana irás al médico o al hospital.
Yo mismo te llevaré. Y seguiré llevándote hasta que tengas todo esto bajo
control. Es más, voy a ayudarte a hacer las maletas. Vas a vivir conmigo hasta
que esto esté solucionado.
—Capi...
—No estoy haciendo sugerencias, Cullen, por si no te ha
quedado claro —espetó. Eleazar le dedicó una mirada enfurecida, pero en sus
ojos había algo que Edward había visto muchas veces, cuando algo no iba del
todo bien durante una emergencia: era furia nacida de la preocupación, y quizás
incluso de un poco de miedo.
—De acuerdo —dijo Edward, demasiado cansado como para
pelearse con ese hombre—. Tengo pastillas, pero creo que me he saltado alguna
toma.
—¿Te la has tomado hoy? —preguntó Eleazar. Edward sacudió
la cabeza—. Pues hazlo ahora. ¿Cuándo te las recetaron?
Había vuelto al psiquiatra el día antes de abandonar a
Isabella.
—Creo que fue el diez.
Eleazar asintió.
—De acuerdo, eso es bueno. Aunque te hayas saltado tomas,
llevas un par de semanas de medicación encima. Es una auténtica putada que los
antidepresivos tarden tanto acumularse en el cuerpo. Pero al menos tienes un
poco de ventaja.
—Un momento —dijo Edward, frunciendo el ceño—. ¿Dos
semanas? —Abrió los ojos de par en par—. Mierda. ¿A qué día estamos?
Se había tomado libre hasta el veintitrés, para poder hacer
turnos durante las vacaciones navideñas y dejar que los compañeros que tenían
hijos pudieran estar con sus familias.
Su capitán le colocó una mano en la nuca y lo miró con
tanta compasión que a Edward se le hizo un nudo en la garganta.
—Es Navidad, Edward.
¿Navidad? ¿Cómo que Navidad?
—Mierda —dijo, levantándose de golpe. La adrenalina le
recorrió el cuerpo como un relámpago, dejándolo nervioso y tambaleante—. Lo...
lo siento... Mierda... No lo puedo creer... Me lo he perdido... Los turnos...
—No le des más vueltas. Por eso supe que algo iba mal —dijo
Eleazar, levantándose junto a él—. En diez años, jamás te has saltado ni un día
de trabajo, hasta ahora. Además, el Oso me dijo que Isabella lo había llamado
hacía unas semanas, porque no sabía dónde estabas. Sabiendo que nos habías
dejado tirados a nosotros y a ella, me resultó obvio que algo no iba bien.
Isabella.
Oír su nombre en voz alta fue como recibir un puñetazo en
el estómago. Edward se apretó el pecho con la mano, en el lugar dónde le dolía.
Isabella.
El sollozo salió de la nada.
Edward se cubrió la boca con la mano en un instante,
horrorizado por derrumbarse delante de Eleazar, por dejar en evidencia lo débil
que era.
Pero era como si el nombre de Isabella hubiera desatado
algo en su interior, y sentía que, fuera lo que fuera, había sido la última
cosa que lo había mantenido cuerdo.
—Mierda —escupió Edward, dejándose caer de nuevo en el
sofá. Escondió la cara tras las manos, en un vano esfuerzo por ocultar lo
obvio. Sus lágrimas. Sus sollozos. Su dolor.
Su derrota.
Eleazar seguía a su lado. Su capitán se sentó junto a él y
le apoyó una mano en el hombro.
—Vas a mejorar. Tú aguanta. Entre los dos, te sacaremos de
este agujero.
Cuando Edward consideró que volvía a ser capaz de hablar,
sacudió la cabeza.
—La he perdido —dijo con la voz ronca, llevándose las manos
húmedas a la frente, víctima de un dolor punzante—. Lo he... Lo he jodido
todo...
—No te preocupes por eso. Preocúpate por ti mismo. Lidia
con tu condición. Entonces puedes enfrentarte a lo que quieras. Pero tienes que
empezar por ti —dijo Eleazar, apretándole el hombro ligeramente—. Y yo estaré
aquí para ayudarte.
Edward ladeó la cabeza lo justo para entrever el rostro de Eleazar.
—¿Por qué?
Su capitán le clavó una mirada seria.
—¿De verdad necesitas preguntarlo?
—Sí —contestó, todavía ronco.
—Porque representas una parte fantástica de mi equipo,
Edward. Eres un profesional excelente. Es más, tras todos estos años, te
considero un amigo. Y, por si todo esto no bastara, eres una buena persona,
joder, y no pienso perderte por culpa de las mentiras de mierda que te cuenta
tu cabeza. Sé que no tienes parientes cercanos, así que, oficialmente, estoy
interviniendo en la situación y ocupándome de ti. Lucharé por ti hasta que
puedas hacerlo solo. ¿Me has entendido?
Las palabras llegaron al interior del pecho de Edward y...
lo aliviaron. No demasiado. No de forma permanente. Pero le bastó para poder
respirar hondo. Le bastó para relajar un poco los hombros. Le bastó para
empezar a pensar en los siguientes cinco minutos.
Edward sentía un profundo respeto por Eleazar Denalli, y lo
había sentido durante casi toda su vida adulta. Si Eleazar de verdad lo
consideraba buena persona, quizá tenía razón. Y si Eleazar estaba dispuesto a
luchar por Edward, quizá Edward lograría luchar por la misma causa.
«Pero tienes que empezar por ti.»
La idea había impactado en un lugar en lo más hondo de su
ser. No sabía lo que era. No sabía lo que significaba. Pero se aferró a ello, y
se aferró al apoyo de Eleazar. Porque tenía que aferrarse a algo.
Antes de caer en un agujero para siempre.
3 comentarios:
Bueno, parece que Edeard de verdad estaba horrible, espero que Eleazar pueda sacarlo del hueco en el que está y Edeard vuelva con Bella... porque de verdad lo ama!!!
Besos gigantes!!!
XOXO
😥No puede ser.... Esta realmente mal, pero espero se dé cuenta que hay personas que le aprecian
Maldita sea jodida depresión hizo de este pobre y noble hombre una carcasa, está terriblemente mal, bendito Dios tiene gente que lo ama y tienen conocimiento de cómo poder ayudarlo un poco a recobrar su confianza, gracias por el capítulo apenas poniéndome al corriente gracias.
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