Tumbado en la Cama en su día libre, estaba dándole vueltas
a algo que su psiquiatra le había dicho durante su última visita: «Encuentra
maneras de cerrarle la puerta al pasado».
Edward llevaba días pensando en ello, intentando encontrar
la manera de hacer lo sugerido para poder empezar a mirar hacia delante, en vez
de concentrarse en el pasado. Era lo último que necesitaba aclarar antes de
sentirse preparado para perseguir lo que de verdad anhelaba.
Isabella Swan.
Su mirada se desvió hacia el osito de peluche que reposaba
en su mesita de noche, el mismo que Isabella le había regalado para que se
recuperara. Durante todas esas semanas, Edward lo había tenido cerca (bueno, no
había dormido con el maldito osito porque era un hombre de veintiocho años, al
fin y al cabo), pero le gustaba tener al lado algo que ella había tocado.
Y Isabella era lo que Edward más ansiaba recuperar. Si es
que ella lo aceptaba de nuevo. Y ¿quién diablos sabía? Visto cómo la había
dejado (la había abandonado, la verdad, quería llamar las cosas por su nombre),
no la culparía si Isabella le cerraba la puerta en las narices.
El consejo del doctor Ward había surgido al discutir la
revelación que había tenido Edward acerca de permitir que el pasado lo
controlara, hasta el punto de que él mismo había hecho que sus miedos se
hicieran realidad. La pregunta era, ¿qué cojones significaba eso de cerrarle la
puerta al pasado? ¿Cómo podía lograrlo? El resto de personas involucradas en el
accidente que había dejado que definiera su vida ya no estaban. Y Edward nunca
había sido de los que encuentra respuestas o consuelo charlando con una lápida.
Lo único que quedaba era el lugar del accidente en sí.
Edward nunca había vuelto. Nunca se le había ocurrido. A
decir verdad, le daba más que un poco de miedo.
Lo cual era, probablemente, un buen motivo para hacerlo.
Se lo pensó una última vez, y entonces se obligó a
levantarse de la Cama, se duchó y se vistió. En la habitación de invitados,
hurgó en las cajas con las pertenencias de su padre, en busca del informe de la
compañía de seguros que abarcaba la investigación del accidente. Su padre había
muerto el agosto pasado, y Edward no había conservado muchas de sus posesiones:
solo los papeles relacionados con las propiedades de su padre, algunos álbumes
de fotos (que ni siquiera había sabido que su padre tuviera), y algunas cosas
de la casa que Edward siempre había asociado con su madre. Las posesiones de
Sean que había querido preservar ya estaban en sus manos desde hacía años.
Edward iba por la quinta caja cuando dio con lo que buscaba.
Extrajo la gruesa carpeta de debajo de una pila de papeles y la abrió. Su
mirada apenas se detuvo en los párrafos que no quería leer con atención (los
detalles sobre las heridas de su madre y su hermano, principalmente), hasta que
encontró la información acerca del lugar del accidente que había ocurrido en la
carretera 50 del condado de Wicomico, Maryland.
Bingo. Había llegado el momento de emprender su mayor (y,
con un poco de suerte, último) viaje al pasado.
El viaje de hora y media hasta la zona del accidente se le
pasó volando, seguramente porque Edward no tenía muchas ganas de enfrentarse a
lo que se avecinaba, pero tardó más en encontrar la parte de la autopista
concreta en la que el vehículo de su familia había volcado.
El informe de la compañía de seguros mencionaba el
kilómetro, lo cual era la primera pista que poseía para reducir las
posibilidades, y también contenía fotografías del accidente en sí. Edward ya
las había visto; ya había consultado los contenidos de la carpeta antes. Cuando
tenía dieciséis años, había encontrado los papeles y los había leído de cabo a
rabo, ansiando cada detalle morboso como un adicto. Había pensado que averiguar
cada pormenor lo ayudaría, pero solo le proporcionó munición a su subconsciente
para crear más pesadillas, culpabilidad y miedo.
Así que ahora no pasó mucho rato observando las
fotografías, excepto para fijarse en que la zanja y el campo en los que había
aterrizado el vehículo estaban inmediatamente después de una larga hilera de
árboles, lo cual era parte del motivo por el que aquella noche nadie había
visto el automóvil volcado durante tantas horas.
Edward encontró el marcador del kilómetro primero, y luego
la fila de árboles. Desvió el Jeep y lo aparcó en un margen de la carretera.
Sentado en el asiento del conductor, observó el paisaje, pero, más allá de lo
que sabía por las fotografías, nada de lo que veía le resultaba familiar. ¿Y
por qué iba a recordarlo? El accidente había tenido lugar por la noche y, para
cuando salió el sol, Edward ya había perdido la cabeza.
Tras respirar hondo, Edward se bajó del automóvil y echó a
andar sobre la hierba. La acequia seguía allí, creando un desnivel notable a
poca distancia del margen de la carretera. Edward descendió. Se quedó allí de
pie. Se agachó y apoyó una mano contra la tierra donde dos personas a las que
quería habían muerto.
«No pasa ni un solo día sin que piense en vosotros, mamá y
Sean. Siento haberos perdido. Os quiero. Me estoy esforzando mucho para que
podáis estar orgullosos de mí.»
Cerró los ojos y agachó la cabeza.
Un camión pasó rugiendo a sus espaldas, y el sonido le
resultó tan familiar que le puso los pelos de punta. Pero Edward no estaba
atrapado en el automóvil. No lo estaba. Ya no.
Se puso de pie y miró a su alrededor por última vez. Allí no
había fantasmas. Allí no había respuestas. Allí no era donde encontraría el
pasado.
Comprenderlo le causó una mezcla de alivio y frustración.
Alivio por haber llegado a aquel lugar y descubrir que era... un sitio más. Una
cuneta como otra cualquiera, bajo el cielo gris invernal. Frustración porque el
viaje no le había servido para descubrir cómo cerrar la puerta al pasado.
¿Qué más podría ayudarlo a dejar su pasado atrás?
De vuelta en el Jeep, Edward echó un vistazo al informe de
la investigación. Un nombre le llamó la atención. David Talbot. El enfermero
que había sido la primera persona a la que Edward había visto en la escena del
accidente. Lo que recordaba más claramente sobre él era la bondad de su voz,
las frases de consuelo que le iba ofreciendo, la manera que había tenido de
explicar todo lo que estaba ocurriendo, aunque Edward no había sido capaz de
entenderlo todo. Las palabras de David Talbot lo habían ayudado a volver a la
realidad, tras una noche sin saber lo que era una alucinación y lo que no, y Edward
siempre había estado seguro de que David Talbot había sido lo único que había
evitado que se volviera loco y que nunca pudiera recuperar la cordura.
Joder, ¿cómo era posible que no hubiera pensado antes en
él? ¿Seguiría trabajando de lo mismo? Era una probabilidad muy remota, pero el
instinto de Edward insistía en que aquella idea podía dar sus frutos. Al fin y
al cabo, ¿qué era lo peor que podía pasar?
Una búsqueda rápida en su teléfono móvil le informó de que
el parque de bomberos de Talbot, en Pittsville, estaba a pocos minutos de allí.
Edward se dirigió al lugar sin saber qué esperar, o si debería esperar algo
siquiera.
El cuerpo de bomberos voluntarios de Pittsville se alojaba
en un complejo de dos edificios; el principal tenía cinco puertas de garaje,
todas ellas abiertas. Equipamiento y vehículos amarillos y blancos de los
bomberos y de los servicios sanitarios de emergencia ocupaba el espacio tras
cada persiana, y una hilera de camionetas estaban aparcadas a un lado del
terreno. Edward aparcó el Jeep junto a estas y bajó del vehículo.
El pulso se le aceleró un poco al acercarse al parque de
bomberos, y el pecho se le llenó de una extraña tensión nacida de la
anticipación. Entró por una de las puertas, tras la que había una pesada unidad
de rescate, y se volvió en dirección al sonido de voces, pero algo le llamó la
atención. Un número siete enorme pintado en el lateral del Camión.
A Edward se le puso la piel de gallina. ¿El cuerpo de
bomberos de Pittsville estaba en el parque número siete? El mismo número que su
parque de bomberos. El mismo número que llevaba tatuado en el bíceps. ¿Quién lo
hubiera dicho?
—¿Puedo ayudarle? —preguntó una voz desde el fondo del
espacio.
Edward se volvió y se encontró con un hombre algo mayor que
él, con barba y bigote, de pie junto a la parte trasera del camión.
—Sí, disculpe. Me llamo Edward Cullen. Soy enfermero del
cuerpo de bomberos de Arlington County, en Virginia —contestó, ofreciéndole la
mano al otro hombre.
—¡Vaya, qué te parece! Bienvenido. Yo soy Bob Wilson —dijo
el hombre, estrechándole la mano—. ¿Qué te trae por aquí? —preguntó con una
sonrisa. Era una de las cosas que Edward más apreciaba de trabajar en los
servicios de emergencia: la Camaradería que existía entre los profesionales del
campo.
—Un asunto personal, la verdad. Un accidente que ocurrió
hace catorce años —empezó. La anticipación hacía que Edward se sintiera como si
estuviera alcanzando el punto más alto de una montaña rusa—. ¿Por casualidad un
enfermero llamado David Talbot no estará por aquí?
—¿Dave? Vaya que sí. Hemos intentado librarnos de él, pero
el tipo está más agarrado que una garrapata a un perro —dijo Bob. Le sonrió y
le guiñó un ojo.
—Joder, ¿en serio? —dijo Edward, incrédulo ante esta...
buena suerte con la que se había topado—. No tenía demasiadas esperanzas.
—No creas, aquí somos casi todos veteranos —dijo Bob,
haciéndole un gesto a Edward para que lo siguiera—. Vamos a la parte de atrás.
Está ahí. Hemos tenido una emergencia hace poco, así que has tenido un golpe de
suerte. Si no, tendrías que haber ido a buscarlo a su casa.
Mientras se adentraban en el enorme edificio, Edward se
percató de repente del nerviosismo que le corría por las venas. La última vez
que David Talbot se había cruzado en su Camino, Edward había sido un auténtico
despojo humano. Si había alguien en su vida que lo hubiera visto en su peor
momento, cuando había caído más bajo y era más vulnerable, era Talbot. Edward
no se había preparado para la posibilidad de conocer a aquel hombre, que había
representado una fuerza tan positiva en su vida, y ni siquiera sabía qué le
diría.
Bob lo llevó hasta el comedor del parque de bomberos, donde
ocho hombres estaban sentados alrededor de una mesa, charlando y riendo, con
los platos vacíos delante.
—Muchachos —dijo Bob—. Este es Edward Cullen. Es enfermero
del cuerpo de bomberos del condado de Arlington, en Virginia —añadió. Un coro
de saludos lo recibió, y Edward saludó a los hombres con la mano—. Ha venido a
verte, Dave.
Edward repasó la mesa con la mirada rápidamente, pero no
fue capaz de identificar a Talbot al momento. Entonces, un hombre sentado en el
extremo derecho se volvió para mirarlo, y de repente Edward sintió que había
viajado al pasado. Al momento en el que un hombre con expresión cariñosa y una
voz tranquilizadora había calmado a un chaval de catorce años traumatizado y le
había salvado la vida.
—¿Con que a mí, eh? —dijo Talbot, levantándose y
acercándose a Edward. Le tendió la mano—. Dave Talbot. ¿Qué puedo hacer por ti?
Edward le estrechó la mano, sintiendo un déjà
vu de lo más curioso.
—Bueno, señor Talbot, se trata de lo que ya hizo por mí.
Hace catorce años, fue el primero en llegar a la escena de un accidente de
tráfico. Y me salvó la vida.
Lo que Edward tenía que decir le parecía profundamente obvio,
y ni siquiera se sintió incómodo por decirlo delante de otros hombres, que no
estaban disimulando su curiosidad por la conversación.
—Sé que han pasado muchos años, pero necesitaba darle las
gracias. Y necesitaba decirle que lo que hizo por mí ese día me llevó a querer
ayudar a los demás a mí también. Por eso soy enfermero del cuerpo de bomberos.
Sé que no siempre nos enteramos de lo que le pasa a alguien una vez lo hemos
llevado al hospital, así que nunca llegamos a saber el impacto que hemos tenido
en sus vidas. Quería que supiera que el impacto que tuvo usted en la mía fue
enorme. Y me siento agradecido por ello cada día que pasa.
El poder presentar sus respetos a aquel hombre tras tanto
tiempo hizo que una satisfacción intensa lo llenara hasta lo más hondo
El silencio descendió sobre el comedor.
Dave estaba visiblemente conmovido por las palabras de
Edward. El hombre mayor escudriñó su rostro y miró a la cicatriz dentada que
tenía en el lado de la cabeza.
—Que me aspen —dijo con tono emocionado—. ¿Una ranchera
volcada? —añadió, casi como si estuviera pensando en voz alta.
—Sí —respondió Edward, sintiendo que se le hacía un nudo en
la garganta.
—Ya me acuerdo de ti —dijo Dave, agarrándole el brazo—. Es
un auténtico placer verte, hijo —añadió. Sacudió la cabeza y carraspeó, con la
emoción en la cara—. Vaya, menuda ocasión. Caray.
—Yo también me acuerdo de ese accidente —dijo otro de los
hombres, rodeando la mesa para unirse a ellos—. Hay algunos que se te quedan
grabados en la memoria, sobre todo cuando hay niños involucrados, y ese es uno
que jamás he olvidado. —El hombre le tendió la mano—. Frank Roberts. Siento
mucho lo que te ocurrió.
—Frank —dijo Edward, estrechándole la mano—. Gracias.
Significa mucho para mí.
—Yo también estuve esa noche —dijo un hombre de pelo
blanco, levantándose de su silla—. Debo decir que es impresionante que hayas
querido dedicarte a lo nuestro tras un accidente como el tuyo. Mucha gente no
habría sido capaz. Soy Wallace Hart, por cierto —añadió, saludándolo con la
mano.
Edward asintió, absolutamente anonadado al ver que aquellos
hombres no solo seguían allí tras todos esos años, sino que se acordaban de él
de verdad. Recordaban lo que había ocurrido. Su padre nunca había estado
dispuesto a hablar sobre el accidente. Joder, su padre apenas había estado
dispuesto a hablar con Edward en general, más allá de lo estrictamente
necesario para la convivencia diaria. Así que, tras catorce años, encontrar a
personas que habían estado allí, que sabían lo que había ocurrido, y que se
acordaban de Edward... Dave había tenido razón. Menuda ocasión.
—¿Tienes tiempo para sentarte un momento? —preguntó Dave—.
Puedo prepararte un café. Y tenemos tarta.
Un poco abrumado por las emociones y la reacción de los
hombres, Edward asintió.
—¿Quién es capaz de rechazar un pedazo de tarta?
—Solamente un lunático, joder —dijo Frank, provocando una
ronda de carcajadas.
Algunos de los presentes se desperdigaron, dejando a
Edward, Dave, Frank y Wallace en la mesa. Los otros tres hombres le sacaban
unos buenos veinte años a Edward, lo cual quizás explicaba porque lo miraban
con expresiones casi paternales. Le preguntaron por las repercusiones del
accidente, por lo que había estudiado, por su formación, por su parque de
bomberos y por su vida personal: ¿Había formado su propia familia?
—Todavía no —dijo Edward, terminando el último mordisco de
su pedazo de tarta de manzana—. A decir verdad, tenía a alguien, pero metí la
pata. Desde el accidente, he estado lidiando con un trastorno de estrés postraumático
y un problema de ansiedad, y dejé que invadieran mi vida. He estado
esforzándome por arreglarlo. O por arreglarme, más bien. Supongo que por eso he
venido —explicó. No estaba seguro de por qué estaba compartiendo aquello con
los tres hombres, solo sabía que ser sincero con ellos era lo correcto. Y, francamente,
estaba sumido en una conversación mucho más significativa que las que podía
recordar mantener con su propio padre.
Sentado a su lado, Dave clavó la mirada en Edward.
—Deja que te diga algo, Edward —empezó, pero se quedó en
silencio durante un largo momento—. Seguimos hablando de ti, en este parque.
Los que acudimos al lugar del accidente... Todos quedamos muy marcados por lo
que encontramos aquella madrugada, y discutimos el asunto en más de una ocasión.
Te lo diré sin tapujos, a cada uno de nosotros nos costaba creer que hubieras
sobrevivido al accidente. Y lo mismo con tu padre, aunque la parte trasera del
vehículo era la que quedó más dañada. Cierro los ojos y todavía alcanzo a ver
lo aplastado que estaba. Como si lo hubieran pasado por un compactador —dijo.
El resto de los hombres asintió—. Creo que es normal que hayas tenido que
enfrentarte a ciertas dificultades, tras vivir algo así. Pero tienes que saber
que, en mi opinión, que sobrevivieras ya fue un milagro en toda regla.
—Así es —dijo Frank—. Tuviste una suerte inmensa.
Wallace asintió.
Suerte.
Edward había pasado tanto tiempo creyendo que en su vida no
existía tal cosa. Pero estos hombres estaban de acuerdo en que había sido un
afortunado. ¿Acaso lo había estado mirando desde el lado equivocado durante
todos estos años?
La emoción le causó un nudo en la garganta y, por un
momento, anuló su habilidad de hablar. Asintió.
—Gracias por decírmelo porque... porque a veces me he preguntado
por qué sobreviví, cuando mi madre y mi hermano no lo lograron —logró decir.
Sacudió la cabeza.
—Un planteamiento equivocado—dijo Dave—. Sería mejor que te
preguntaras esto: ¿Cuáles han sido las consecuencias de que tú siguieras con
vida? Y te voy a responder: porque seguiste con vida, pudiste convertirte en
enfermero del cuerpo de bomberos. Y esto que has hecho hoy por mí, al venir y
contarme lo que mi ayuda significó para ti... Hay personas en el mundo que
sienten lo mismo respecto a ti. Puede que nunca las conozcas; joder,
seguramente no, es la naturaleza de nuestro trabajo, pero están ahí fuera y
sienten la misma gratitud hacia ti que tú sentiste hacia mí. Y quiero darte las
gracias por lo que has dicho. Porque este trabajo hace que nos enfrentemos a
situaciones muy duras, y nos aleja de nuestra familia en los momentos menos
oportunos, y nos obliga a arriesgar el pescuezo, así que es bueno saber que lo
que hago, lo que hacemos—dijo, haciendo un gesto para incluirlos a todos—,
tiene significado.
—Amén, amigo —dijo Wallace, levantando su taza de café y
tomando un sobro.
Cuando las palabras de Dave cundieron, Edward se sintió
como si hubiera chocado contra una farola que no había visto venir, como en los
dibujos animados. La idea de que Edward pudiera significar tanto para alguien
como Dave significó para él, la idea de que el trabajo de Edward pudiera
impactar a sus pacientes igual que Dave lo había impactado a él tantos años
atrás... Era una revelación, joder. Se le puso la piel de gallina y se le
aceleró el pulso.
Edward había desperdiciado tantos años sintiéndose indigno
y culpable, y preguntándose por qué había sobrevivido, que siempre había
pensado que su trabajo era una manera de saldar una deuda con el universo. Y
había algo de verdad en ello. Pero también había verdad en lo que Dave había
dicho.
El trabajo de Edward importaba a muchas personas.
Lo cual significaba que él también importaba, por mucho que
sintiera que no era así.
Joder. Joder.
La certeza se plantó en el pecho de Edward como un camión
de treinta toneladas. No desaparecería así como así.
Fue como la luz de sol abriéndose paso entre pesados
nubarrones negros, con los rayos dorados escapando y acariciando todo lo que
había en su Camino. Iluminando lo que había estado tanto tiempo sumido en las
tinieblas. Arrojando luz sobre cosas que habían sido olvidadas. Era una
ligereza que Edward no recordaba haber sentido jamás. Un alivio que le sanaba
el alma se derramó tras la luz, junto a algo inimaginable: el perdón.
Y no solo para sí mismo.
¿Acaso el padre de Edward había podido hablar con alguien
sobre el accidente? Porque, si Edward se había sentido culpable por sobrevivir,
¿cómo se debía de haber sentido su padre, sabiendo que él estaba al volante?
Aquella pregunta también le hizo abrir los ojos, y le permitió
a su corazón descargar parte de la rabia que había arrastrado consigo durante
la mitad de su vida. Más luz se derramó en su interior.
Al rato, Edward ya estaba interCambiando información de
contacto con Dave y los demás y despidiéndose. Por fin sintió que había
comprendido el significado de los consejos del doctor Ward. Porque una hora en
compañía de los hombres que le habían salvado la vida lo había ayudado más a
pasar página tras el accidente que todo lo que había hecho durante los últimos
catorce años.
—Oye, Edward —dijo Dave, cuando Edward ya estaba a punto de
salir.
—Dime —contestó, volviéndose.
Dave lo miró con expresión seria.
—Si hay algo que he aprendido a lo largo de la vida, es que
hay pocas cosas tan importantes como la familia y el amor. Haz lo que sea para
recuperar a tu chica.
—Voy a hacer todo lo que pueda —respondió Edward.
Y, tras este día, por fin se sentía preparado para cumplir
con su palabra.
3 comentarios:
Tanto tiempo viviendo con culpas pero también su padre le dio la espada pero no me imagino como vivió sabiendo que él hiba al volante x pero su única descendencia lo necesita y lo dejó a la deriva y ahora x finnnnnnn una luz en su camino y seguir adelante ojala todo para bien graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss
Por fin Edward se empieza a liberar de sus demonios y ahora es Bella la que tiene que recibir el mayor apoyo, apenas poniéndome al corriente, muchas gracias por el capítulo
Siiii!!!! Me gusta que haya buscado a Dave, porque le di9 muchas más ansias de vivir y recuperar su amor!!!!
Besos gigantes!!!!
XOXO
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