jueves, 21 de mayo de 2020

Capitulo 20 Corazones Oscuros



CAPÍTULO 20

Tumbado en la Cama en su día libre, estaba dándole vueltas a algo que su psiquiatra le había dicho durante su última visita: «Encuentra maneras de cerrarle la puerta al pasado».

 

Edward llevaba días pensando en ello, intentando encontrar la manera de hacer lo sugerido para poder empezar a mirar hacia delante, en vez de concentrarse en el pasado. Era lo último que necesitaba aclarar antes de sentirse preparado para perseguir lo que de verdad anhelaba.

 

Isabella Swan.

 

Su mirada se desvió hacia el osito de peluche que reposaba en su mesita de noche, el mismo que Isabella le había regalado para que se recuperara. Durante todas esas semanas, Edward lo había tenido cerca (bueno, no había dormido con el maldito osito porque era un hombre de veintiocho años, al fin y al cabo), pero le gustaba tener al lado algo que ella había tocado.

 

Y Isabella era lo que Edward más ansiaba recuperar. Si es que ella lo aceptaba de nuevo. Y ¿quién diablos sabía? Visto cómo la había dejado (la había abandonado, la verdad, quería llamar las cosas por su nombre), no la culparía si Isabella le cerraba la puerta en las narices.

 

El consejo del doctor Ward había surgido al discutir la revelación que había tenido Edward acerca de permitir que el pasado lo controlara, hasta el punto de que él mismo había hecho que sus miedos se hicieran realidad. La pregunta era, ¿qué cojones significaba eso de cerrarle la puerta al pasado? ¿Cómo podía lograrlo? El resto de personas involucradas en el accidente que había dejado que definiera su vida ya no estaban. Y Edward nunca había sido de los que encuentra respuestas o consuelo charlando con una lápida.

 

Lo único que quedaba era el lugar del accidente en sí.

 

Edward nunca había vuelto. Nunca se le había ocurrido. A decir verdad, le daba más que un poco de miedo.

 

Lo cual era, probablemente, un buen motivo para hacerlo.

 

Se lo pensó una última vez, y entonces se obligó a levantarse de la Cama, se duchó y se vistió. En la habitación de invitados, hurgó en las cajas con las pertenencias de su padre, en busca del informe de la compañía de seguros que abarcaba la investigación del accidente. Su padre había muerto el agosto pasado, y Edward no había conservado muchas de sus posesiones: solo los papeles relacionados con las propiedades de su padre, algunos álbumes de fotos (que ni siquiera había sabido que su padre tuviera), y algunas cosas de la casa que Edward siempre había asociado con su madre. Las posesiones de Sean que había querido preservar ya estaban en sus manos desde hacía años.

 

Edward iba por la quinta caja cuando dio con lo que buscaba. Extrajo la gruesa carpeta de debajo de una pila de papeles y la abrió. Su mirada apenas se detuvo en los párrafos que no quería leer con atención (los detalles sobre las heridas de su madre y su hermano, principalmente), hasta que encontró la información acerca del lugar del accidente que había ocurrido en la carretera 50 del condado de Wicomico, Maryland.

 

Bingo. Había llegado el momento de emprender su mayor (y, con un poco de suerte, último) viaje al pasado.

 

El viaje de hora y media hasta la zona del accidente se le pasó volando, seguramente porque Edward no tenía muchas ganas de enfrentarse a lo que se avecinaba, pero tardó más en encontrar la parte de la autopista concreta en la que el vehículo de su familia había volcado.

 

El informe de la compañía de seguros mencionaba el kilómetro, lo cual era la primera pista que poseía para reducir las posibilidades, y también contenía fotografías del accidente en sí. Edward ya las había visto; ya había consultado los contenidos de la carpeta antes. Cuando tenía dieciséis años, había encontrado los papeles y los había leído de cabo a rabo, ansiando cada detalle morboso como un adicto. Había pensado que averiguar cada pormenor lo ayudaría, pero solo le proporcionó munición a su subconsciente para crear más pesadillas, culpabilidad y miedo.

 

Así que ahora no pasó mucho rato observando las fotografías, excepto para fijarse en que la zanja y el campo en los que había aterrizado el vehículo estaban inmediatamente después de una larga hilera de árboles, lo cual era parte del motivo por el que aquella noche nadie había visto el automóvil volcado durante tantas horas.

 

Edward encontró el marcador del kilómetro primero, y luego la fila de árboles. Desvió el Jeep y lo aparcó en un margen de la carretera. Sentado en el asiento del conductor, observó el paisaje, pero, más allá de lo que sabía por las fotografías, nada de lo que veía le resultaba familiar. ¿Y por qué iba a recordarlo? El accidente había tenido lugar por la noche y, para cuando salió el sol, Edward ya había perdido la cabeza.

 

Tras respirar hondo, Edward se bajó del automóvil y echó a andar sobre la hierba. La acequia seguía allí, creando un desnivel notable a poca distancia del margen de la carretera. Edward descendió. Se quedó allí de pie. Se agachó y apoyó una mano contra la tierra donde dos personas a las que quería habían muerto.

 

«No pasa ni un solo día sin que piense en vosotros, mamá y Sean. Siento haberos perdido. Os quiero. Me estoy esforzando mucho para que podáis estar orgullosos de mí.»

 

Cerró los ojos y agachó la cabeza.

 

Un camión pasó rugiendo a sus espaldas, y el sonido le resultó tan familiar que le puso los pelos de punta. Pero Edward no estaba atrapado en el automóvil. No lo estaba. Ya no.

 

Se puso de pie y miró a su alrededor por última vez. Allí no había fantasmas. Allí no había respuestas. Allí no era donde encontraría el pasado.

 

Comprenderlo le causó una mezcla de alivio y frustración. Alivio por haber llegado a aquel lugar y descubrir que era... un sitio más. Una cuneta como otra cualquiera, bajo el cielo gris invernal. Frustración porque el viaje no le había servido para descubrir cómo cerrar la puerta al pasado.

 

¿Qué más podría ayudarlo a dejar su pasado atrás?

 

De vuelta en el Jeep, Edward echó un vistazo al informe de la investigación. Un nombre le llamó la atención. David Talbot. El enfermero que había sido la primera persona a la que Edward había visto en la escena del accidente. Lo que recordaba más claramente sobre él era la bondad de su voz, las frases de consuelo que le iba ofreciendo, la manera que había tenido de explicar todo lo que estaba ocurriendo, aunque Edward no había sido capaz de entenderlo todo. Las palabras de David Talbot lo habían ayudado a volver a la realidad, tras una noche sin saber lo que era una alucinación y lo que no, y Edward siempre había estado seguro de que David Talbot había sido lo único que había evitado que se volviera loco y que nunca pudiera recuperar la cordura.

 

Joder, ¿cómo era posible que no hubiera pensado antes en él? ¿Seguiría trabajando de lo mismo? Era una probabilidad muy remota, pero el instinto de Edward insistía en que aquella idea podía dar sus frutos. Al fin y al cabo, ¿qué era lo peor que podía pasar?

 

Una búsqueda rápida en su teléfono móvil le informó de que el parque de bomberos de Talbot, en Pittsville, estaba a pocos minutos de allí. Edward se dirigió al lugar sin saber qué esperar, o si debería esperar algo siquiera.

 

El cuerpo de bomberos voluntarios de Pittsville se alojaba en un complejo de dos edificios; el principal tenía cinco puertas de garaje, todas ellas abiertas. Equipamiento y vehículos amarillos y blancos de los bomberos y de los servicios sanitarios de emergencia ocupaba el espacio tras cada persiana, y una hilera de camionetas estaban aparcadas a un lado del terreno. Edward aparcó el Jeep junto a estas y bajó del vehículo.

 

El pulso se le aceleró un poco al acercarse al parque de bomberos, y el pecho se le llenó de una extraña tensión nacida de la anticipación. Entró por una de las puertas, tras la que había una pesada unidad de rescate, y se volvió en dirección al sonido de voces, pero algo le llamó la atención. Un número siete enorme pintado en el lateral del Camión.

 

A Edward se le puso la piel de gallina. ¿El cuerpo de bomberos de Pittsville estaba en el parque número siete? El mismo número que su parque de bomberos. El mismo número que llevaba tatuado en el bíceps. ¿Quién lo hubiera dicho?

 

—¿Puedo ayudarle? —preguntó una voz desde el fondo del espacio.

 

Edward se volvió y se encontró con un hombre algo mayor que él, con barba y bigote, de pie junto a la parte trasera del camión.

 

—Sí, disculpe. Me llamo Edward Cullen. Soy enfermero del cuerpo de bomberos de Arlington County, en Virginia —contestó, ofreciéndole la mano al otro hombre.

 

—¡Vaya, qué te parece! Bienvenido. Yo soy Bob Wilson —dijo el hombre, estrechándole la mano—. ¿Qué te trae por aquí? —preguntó con una sonrisa. Era una de las cosas que Edward más apreciaba de trabajar en los servicios de emergencia: la Camaradería que existía entre los profesionales del campo.

 

—Un asunto personal, la verdad. Un accidente que ocurrió hace catorce años —empezó. La anticipación hacía que Edward se sintiera como si estuviera alcanzando el punto más alto de una montaña rusa—. ¿Por casualidad un enfermero llamado David Talbot no estará por aquí?

 

—¿Dave? Vaya que sí. Hemos intentado librarnos de él, pero el tipo está más agarrado que una garrapata a un perro —dijo Bob. Le sonrió y le guiñó un ojo.

 

—Joder, ¿en serio? —dijo Edward, incrédulo ante esta... buena suerte con la que se había topado—. No tenía demasiadas esperanzas.

 

—No creas, aquí somos casi todos veteranos —dijo Bob, haciéndole un gesto a Edward para que lo siguiera—. Vamos a la parte de atrás. Está ahí. Hemos tenido una emergencia hace poco, así que has tenido un golpe de suerte. Si no, tendrías que haber ido a buscarlo a su casa.

 

Mientras se adentraban en el enorme edificio, Edward se percató de repente del nerviosismo que le corría por las venas. La última vez que David Talbot se había cruzado en su Camino, Edward había sido un auténtico despojo humano. Si había alguien en su vida que lo hubiera visto en su peor momento, cuando había caído más bajo y era más vulnerable, era Talbot. Edward no se había preparado para la posibilidad de conocer a aquel hombre, que había representado una fuerza tan positiva en su vida, y ni siquiera sabía qué le diría.

 

Bob lo llevó hasta el comedor del parque de bomberos, donde ocho hombres estaban sentados alrededor de una mesa, charlando y riendo, con los platos vacíos delante.

 

—Muchachos —dijo Bob—. Este es Edward Cullen. Es enfermero del cuerpo de bomberos del condado de Arlington, en Virginia —añadió. Un coro de saludos lo recibió, y Edward saludó a los hombres con la mano—. Ha venido a verte, Dave.

 

Edward repasó la mesa con la mirada rápidamente, pero no fue capaz de identificar a Talbot al momento. Entonces, un hombre sentado en el extremo derecho se volvió para mirarlo, y de repente Edward sintió que había viajado al pasado. Al momento en el que un hombre con expresión cariñosa y una voz tranquilizadora había calmado a un chaval de catorce años traumatizado y le había salvado la vida.

 

—¿Con que a mí, eh? —dijo Talbot, levantándose y acercándose a Edward. Le tendió la mano—. Dave Talbot. ¿Qué puedo hacer por ti?

 

Edward le estrechó la mano, sintiendo un déjà vu de lo más curioso.

 

—Bueno, señor Talbot, se trata de lo que ya hizo por mí. Hace catorce años, fue el primero en llegar a la escena de un accidente de tráfico. Y me salvó la vida.

 

Lo que Edward tenía que decir le parecía profundamente obvio, y ni siquiera se sintió incómodo por decirlo delante de otros hombres, que no estaban disimulando su curiosidad por la conversación.

 

—Sé que han pasado muchos años, pero necesitaba darle las gracias. Y necesitaba decirle que lo que hizo por mí ese día me llevó a querer ayudar a los demás a mí también. Por eso soy enfermero del cuerpo de bomberos. Sé que no siempre nos enteramos de lo que le pasa a alguien una vez lo hemos llevado al hospital, así que nunca llegamos a saber el impacto que hemos tenido en sus vidas. Quería que supiera que el impacto que tuvo usted en la mía fue enorme. Y me siento agradecido por ello cada día que pasa.

 

El poder presentar sus respetos a aquel hombre tras tanto tiempo hizo que una satisfacción intensa lo llenara hasta lo más hondo

 

El silencio descendió sobre el comedor.

 

Dave estaba visiblemente conmovido por las palabras de Edward. El hombre mayor escudriñó su rostro y miró a la cicatriz dentada que tenía en el lado de la cabeza.

 

—Que me aspen —dijo con tono emocionado—. ¿Una ranchera volcada? —añadió, casi como si estuviera pensando en voz alta.

 

—Sí —respondió Edward, sintiendo que se le hacía un nudo en la garganta.

 

—Ya me acuerdo de ti —dijo Dave, agarrándole el brazo—. Es un auténtico placer verte, hijo —añadió. Sacudió la cabeza y carraspeó, con la emoción en la cara—. Vaya, menuda ocasión. Caray.

 

—Yo también me acuerdo de ese accidente —dijo otro de los hombres, rodeando la mesa para unirse a ellos—. Hay algunos que se te quedan grabados en la memoria, sobre todo cuando hay niños involucrados, y ese es uno que jamás he olvidado. —El hombre le tendió la mano—. Frank Roberts. Siento mucho lo que te ocurrió.

 

—Frank —dijo Edward, estrechándole la mano—. Gracias. Significa mucho para mí.

 

—Yo también estuve esa noche —dijo un hombre de pelo blanco, levantándose de su silla—. Debo decir que es impresionante que hayas querido dedicarte a lo nuestro tras un accidente como el tuyo. Mucha gente no habría sido capaz. Soy Wallace Hart, por cierto —añadió, saludándolo con la mano.

 

Edward asintió, absolutamente anonadado al ver que aquellos hombres no solo seguían allí tras todos esos años, sino que se acordaban de él de verdad. Recordaban lo que había ocurrido. Su padre nunca había estado dispuesto a hablar sobre el accidente. Joder, su padre apenas había estado dispuesto a hablar con Edward en general, más allá de lo estrictamente necesario para la convivencia diaria. Así que, tras catorce años, encontrar a personas que habían estado allí, que sabían lo que había ocurrido, y que se acordaban de Edward... Dave había tenido razón. Menuda ocasión.

 

—¿Tienes tiempo para sentarte un momento? —preguntó Dave—. Puedo prepararte un café. Y tenemos tarta.

 

Un poco abrumado por las emociones y la reacción de los hombres, Edward asintió.

 

—¿Quién es capaz de rechazar un pedazo de tarta?

 

—Solamente un lunático, joder —dijo Frank, provocando una ronda de carcajadas.

 

Algunos de los presentes se desperdigaron, dejando a Edward, Dave, Frank y Wallace en la mesa. Los otros tres hombres le sacaban unos buenos veinte años a Edward, lo cual quizás explicaba porque lo miraban con expresiones casi paternales. Le preguntaron por las repercusiones del accidente, por lo que había estudiado, por su formación, por su parque de bomberos y por su vida personal: ¿Había formado su propia familia?

 

—Todavía no —dijo Edward, terminando el último mordisco de su pedazo de tarta de manzana—. A decir verdad, tenía a alguien, pero metí la pata. Desde el accidente, he estado lidiando con un trastorno de estrés postraumático y un problema de ansiedad, y dejé que invadieran mi vida. He estado esforzándome por arreglarlo. O por arreglarme, más bien. Supongo que por eso he venido —explicó. No estaba seguro de por qué estaba compartiendo aquello con los tres hombres, solo sabía que ser sincero con ellos era lo correcto. Y, francamente, estaba sumido en una conversación mucho más significativa que las que podía recordar mantener con su propio padre.

 

Sentado a su lado, Dave clavó la mirada en Edward.

 

—Deja que te diga algo, Edward —empezó, pero se quedó en silencio durante un largo momento—. Seguimos hablando de ti, en este parque. Los que acudimos al lugar del accidente... Todos quedamos muy marcados por lo que encontramos aquella madrugada, y discutimos el asunto en más de una ocasión. Te lo diré sin tapujos, a cada uno de nosotros nos costaba creer que hubieras sobrevivido al accidente. Y lo mismo con tu padre, aunque la parte trasera del vehículo era la que quedó más dañada. Cierro los ojos y todavía alcanzo a ver lo aplastado que estaba. Como si lo hubieran pasado por un compactador —dijo. El resto de los hombres asintió—. Creo que es normal que hayas tenido que enfrentarte a ciertas dificultades, tras vivir algo así. Pero tienes que saber que, en mi opinión, que sobrevivieras ya fue un milagro en toda regla.

 

—Así es —dijo Frank—. Tuviste una suerte inmensa.

 

Wallace asintió.

 

Suerte.

 

Edward había pasado tanto tiempo creyendo que en su vida no existía tal cosa. Pero estos hombres estaban de acuerdo en que había sido un afortunado. ¿Acaso lo había estado mirando desde el lado equivocado durante todos estos años?

 

La emoción le causó un nudo en la garganta y, por un momento, anuló su habilidad de hablar. Asintió.

 

—Gracias por decírmelo porque... porque a veces me he preguntado por qué sobreviví, cuando mi madre y mi hermano no lo lograron —logró decir. Sacudió la cabeza.

 

—Un planteamiento equivocado—dijo Dave—. Sería mejor que te preguntaras esto: ¿Cuáles han sido las consecuencias de que tú siguieras con vida? Y te voy a responder: porque seguiste con vida, pudiste convertirte en enfermero del cuerpo de bomberos. Y esto que has hecho hoy por mí, al venir y contarme lo que mi ayuda significó para ti... Hay personas en el mundo que sienten lo mismo respecto a ti. Puede que nunca las conozcas; joder, seguramente no, es la naturaleza de nuestro trabajo, pero están ahí fuera y sienten la misma gratitud hacia ti que tú sentiste hacia mí. Y quiero darte las gracias por lo que has dicho. Porque este trabajo hace que nos enfrentemos a situaciones muy duras, y nos aleja de nuestra familia en los momentos menos oportunos, y nos obliga a arriesgar el pescuezo, así que es bueno saber que lo que hago, lo que hacemos—dijo, haciendo un gesto para incluirlos a todos—, tiene significado.

 

—Amén, amigo —dijo Wallace, levantando su taza de café y tomando un sobro.

 

Cuando las palabras de Dave cundieron, Edward se sintió como si hubiera chocado contra una farola que no había visto venir, como en los dibujos animados. La idea de que Edward pudiera significar tanto para alguien como Dave significó para él, la idea de que el trabajo de Edward pudiera impactar a sus pacientes igual que Dave lo había impactado a él tantos años atrás... Era una revelación, joder. Se le puso la piel de gallina y se le aceleró el pulso.

 

Edward había desperdiciado tantos años sintiéndose indigno y culpable, y preguntándose por qué había sobrevivido, que siempre había pensado que su trabajo era una manera de saldar una deuda con el universo. Y había algo de verdad en ello. Pero también había verdad en lo que Dave había dicho.

 

El trabajo de Edward importaba a muchas personas.

 

Lo cual significaba que él también importaba, por mucho que sintiera que no era así.

 

Joder. Joder.

 

La certeza se plantó en el pecho de Edward como un camión de treinta toneladas. No desaparecería así como así.

 

Fue como la luz de sol abriéndose paso entre pesados nubarrones negros, con los rayos dorados escapando y acariciando todo lo que había en su Camino. Iluminando lo que había estado tanto tiempo sumido en las tinieblas. Arrojando luz sobre cosas que habían sido olvidadas. Era una ligereza que Edward no recordaba haber sentido jamás. Un alivio que le sanaba el alma se derramó tras la luz, junto a algo inimaginable: el perdón.

 

Y no solo para sí mismo.

 

¿Acaso el padre de Edward había podido hablar con alguien sobre el accidente? Porque, si Edward se había sentido culpable por sobrevivir, ¿cómo se debía de haber sentido su padre, sabiendo que él estaba al volante?

 

Aquella pregunta también le hizo abrir los ojos, y le permitió a su corazón descargar parte de la rabia que había arrastrado consigo durante la mitad de su vida. Más luz se derramó en su interior.

 

Al rato, Edward ya estaba interCambiando información de contacto con Dave y los demás y despidiéndose. Por fin sintió que había comprendido el significado de los consejos del doctor Ward. Porque una hora en compañía de los hombres que le habían salvado la vida lo había ayudado más a pasar página tras el accidente que todo lo que había hecho durante los últimos catorce años.

 

—Oye, Edward —dijo Dave, cuando Edward ya estaba a punto de salir.

 

—Dime —contestó, volviéndose.

 

Dave lo miró con expresión seria.

 

—Si hay algo que he aprendido a lo largo de la vida, es que hay pocas cosas tan importantes como la familia y el amor. Haz lo que sea para recuperar a tu chica.

 

—Voy a hacer todo lo que pueda —respondió Edward.

 

Y, tras este día, por fin se sentía preparado para cumplir con su palabra.


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3 comentarios:

saraipineda dijo...

Tanto tiempo viviendo con culpas pero también su padre le dio la espada pero no me imagino como vivió sabiendo que él hiba al volante x pero su única descendencia lo necesita y lo dejó a la deriva y ahora x finnnnnnn una luz en su camino y seguir adelante ojala todo para bien graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss

Anónimo dijo...

Por fin Edward se empieza a liberar de sus demonios y ahora es Bella la que tiene que recibir el mayor apoyo, apenas poniéndome al corriente, muchas gracias por el capítulo

TataXOXO dijo...

Siiii!!!! Me gusta que haya buscado a Dave, porque le di9 muchas más ansias de vivir y recuperar su amor!!!!
Besos gigantes!!!!
XOXO

ORACION A MI SEXY VAMPIRITO

Edward de mi guarda
De mi sexy compañia
Bebete mi sangre
De noche y de Dia
Hasta que caiga en tus brazos
Y sea tu marca de heroina