Edward estaba que se
subía por las paredes. Una vez llegaron a urgencias, el personal lo hizo
retirarse a la sala de espera mientras decidían a dónde derivarla y empezaban
los tratamientos. Pero había algo más que podía hacer por ella, aparte de
perder tiempo. Su familia tenía que enterarse de lo ocurrido.
El Día de Acción de
Gracias, Edward y Emmett habían intercambiado información de contacto. Ahora,
buscó su número en la lista de contactos y esperó mientras el teléfono sonaba.
—Emmett Swan al
habla —respondió.
—Emmett, soy Edward
Cullen, el no...
—Ya sé quién eres,
Edward —lo interrumpió Emmett. La frialdad que permeaba sus palabras le dejó
claro que su cuñado estaba al tanto de lo que había ocurrido entre Isabella y
él—. ¿A qué viene la llamada?
—Isabella ha
sufrido un accidente de tráfico. Está estable, pero ingresada. La ambulancia la
ha traído hace unos quince minutos —dijo Edward. Odiaba tener que darle esa
mala noticia, sabiendo la estrecha relación que tenían los dos hermanos.
—Mierda —dijo Emmett—. ¿Qué ha pasado? ¿Está herida? ¿Cómo está el niño?
Edward se alegró de
saber que Isabella había revelado su embarazo a su hermano, eso significaba que
no había tenido que lidiar con todo ella sola. Él debería haber estado junto a
ella, pero al menos Isabella tenía a su familia.
—Estaba
seminconsciente y magullada cuando la han ingresado, pero sin heridas serias.
Todavía no han determinado el estado del niño. Ha sido una colisión múltiple,
diez vehículos en la interestatal 66. El Prius de Isabella ha chocado contra un
guardarraíl, el impacto ha hecho que el vehículo saltara por encima y se
volcara.
Edward se pasó la
mano por la cicatriz, dando vueltas por la sala de espera, que estaba
abarrotada.
—Voy a reunir a la
familia e iremos lo antes posible. ¿Dónde estáis? —preguntó Emmett. Edward le
proporcionó la dirección del hospital, pero Emmett no había terminado de
hablar—: Gracias por llamar, Edward, te lo agradezco. Pero más vale que estés
preparado para responder a unas cuantas preguntas una vez Isabella esté
estable. ¿Me oyes?
—Ya lo estoy. Te
contestaré a todo lo que quieras —dijo Edward—. La quiero, Emmett. Jodí la
situación, pero la quiero.
Hubo una pausa.
—Nos vemos.
Emmett colgó.
Edward no era capaz
de preocuparse por la reacción de los hombres Swan, porque todas sus ansiedades
estaban concentradas en Isabella. Además, si estaban enfadados con él no era
porque no se lo hubiera ganado a pulso. Entendía que tendría que esforzarse
para recuperar la confianza que habían depositado en él. Se alegraría de
hacerles la pelota durante años, si eso significaba que Isabella y el niño
habían salido ilesos.
El niño. Cada vez
que pensaba en el embarazo de Isabella, lo maravilloso de la situación lo
impactaba de lleno. El asombro le iluminaba el pecho. También había algo de
miedo en su interior, no podía negarlo. Miedo por esa pequeña vida, tan
vulnerable, luchando por sobrevivir. Miedo al pensar que proteger y guiar
aquella vida sería su responsabilidad. Miedo por todos los millones de
incertidumbres que la vida te lanzaba en cualquier momento.
Como demostraba el
día de hoy.
Pero la maravilla,
el asombro, la luz y, sobre todo, el amor, eran mucho más grandes que el miedo.
Más fuertes. Era el resplandor fogoso del sol contra el tenue y frío brillo de
la luna.
No importaba lo que
ocurriera, Edward tenía una familia. En ese mismo instante. Por primera vez en
catorce años.
Y ansiaba tener esa
familia más de lo que había ansiado nada en su vida.
—¿Familia de
Isabella Swan? —preguntó una mujer rubia vestida con casaca médica desde la
puerta de urgencias.
Edward se apresuró
en acudir a su lado.
—Soy su novio
—dijo. Menuda palabra tan espectacularmente inadecuada para definir lo que
Isabella representaba para él: ella lo era todo.
La médica lo guio
hacia el interior, dejando atrás a pacientes que esperaban en cubículos, en Camillas
y en sillas.
—Soy la doctora
Ellison. Isabella está despierta y estable. Tiene algunos calambres abdominales
y el pulso del niño está algo acelerado, pero, aparte de eso, todo parece en
orden. Las próximas doce a veinticuatro horas nos proporcionarán más datos
—dijo. Doblaron una esquina y se adentraron en un pasillo que contenía espacios
separados por cortinas—. Le hace falta una radiografía y un TAC cerebral,
puesto que se ha golpeado la cabeza. La hemos añadido a la cola, pero el
departamento de radiología está desbordado, así que de momento estamos en
patrón de espera. Esperemos que no dure mucho. —La doctora se detuvo junto a
una cortina—. ¿Alguna pregunta?
Solo varios
millones, pero ninguna que la médica pudiera responder.
—No, gracias.
Asintiendo, la
doctora Ellison apartó la cortina a rayas y se adentró en el pequeño espacio. Y
allí estaba su Isabella, vendada y amoratada, con una vía asomándole por la
mano, pero viva y consciente. Y, sin duda alguna, lo más bello que Edward había
visto en su vida.
***
Isabella se sentía como
si estuviera moviéndose más lentamente que el mundo que la rodeaba, o quizás
era solo que le habían administrado una montaña de analgésicos. Los sonidos le
llegaban como si vinieran de muy lejos. Las paredes parecían ondularse. Sentía
las extremidades como si fueran de plomo.
La cortina de su
espacio se abrió de repente y la doctora entró... ¡Con Edward!
—Isabella —dijo la
doctora Ellison—. Aquí tienes a Edward. Lo he puesto al día sobre tu estado.
Seguimos esperando al departamento de radiología, ¿de acuerdo? —dijo la mujer,
dándole unas palmaditas en el brazo.
—De acuerdo —dijo
Isabella con un hilo de voz, pero con la mirada clavada en Edward. Llevaba
puesto su uniforme, que tenía manchas de barro y sangre aquí y allá—. Gracias.
—Pulsad el botón si
alguno de los dos necesita algo —dijo la doctora antes de irse.
Edward se quitó el
abrigo y lo dejó en la silla, y entonces pareció que se hubiera quedado
encallado en la esquina del habitáculo. Isabella se moría de ganas de que se
acercara, pero solo logró pronunciar su nombre antes de echarse a llorar.
—Edward...
Llegó a su lado en
un instante, se inclinó sobre ella y apoyó la frente sobre la suya.
—Lo siento,
Isabella. Lo siento tanto, joder —dijo.
Isabella sacudió la
cabeza mientras su cerebro se esforzaba por procesar las palabras.
—No ha sido culpa
tuya —dijo—. Me alegro de que hayas estado ahí. Estaba rezando con todas mis
fuerzas por que acudieras tú al accidente. Cuando has aparecido, no estaba
segura de que fueras de verdad.
Edward alargó la
mano y arrastró la silla tan cerca de la Cama como pudo. Se dejó caer sobre el
asiento pesadamente y se llevó la mano de Isabella al ancho pecho.
—No hablaba del
accidente —dijo, con la mirada ardiente—. Hablaba de cuando te abandoné, te di
la espalda. Me perdí a mí mismo, y no sabía cómo admitirlo —declaró. Tragó
saliva con dificultad, y Isabella vio la nuez subir y bajar en su garganta—. Es
culpa mía que estuvieras sola cuando descubriste que estabas embarazada, es
culpa mía que tuvieras que preocuparte, durante tantas semanas, por si tendrías
que criar a un hijo tú sola.
Edward sacudió la
cabeza. Isabella nunca le había visto una expresión tan honesta.
Sintió una oleada
de alivio al ver que había aceptado la idea de tener un hijo con tanta
facilidad, y que parecía querer formar parte de la familia. Lo cual significaba
que, al fin y al cabo, su gusanito no tendría que crecer con un solo
progenitor, como le había pasado a ella.
—¿Recuerdas lo que
te he dicho cuando te han sacado del Prius? —preguntó; la mirada le ardía con
una intensidad que llegó a lo más fondo de su ser y, simplemente, tomó posesión
de ella.
Pero Isabella no
recordaba mucho más allá del susto que se había llevado cuando habían arrancado
la puerta. Le habían cortado el cinturón de seguridad, y entonces... Nada, solo
imágenes borrosas.
—No —susurró—. ¿Qué
has dicho?
Se le aceleró el
pulso, porque el momento parecía estar cargado de un significado que ella
desconocía, y no quería darle demasiada importancia. No sería capaz de soportar
la decepción y el dolor. No tras pasar tanto miedo aquella noche.
—He dicho... He
dicho que te quiero, Isabella. He dicho...
—Por el niño
—soltó, dejándose llevar por el miedo. Pero tenía que saberlo.
—Sí, por el niño.
—Edward...
—Isabella, he estado
enamorado de ti desde la noche en la que nos conocimos. Estoy tan seguro de eso
como lo estoy de que permití que el accidente de mi familia dictara mi vida,
aunque no fuera consciente de ello... Hasta que me estrellé y caí en lo más
bajo. Te quiero tanto que siento que me falta una parte de mí mismo cuando no
estamos juntos. Te quiero porque eres preciosa y dulce y lista y graciosa.
Porque me aceptaste cuando ni siquiera yo era capaz de aceptarme a mí mismo.
Porque nunca he conocido a nadie con un corazón tan lleno de empatía y
comprensión. Sin ti, no tengo razón de ser. Ya no. Porque estás en mi interior,
y quiero que permanezcas ahí. Quiero que permanezcas en mi corazón para
siempre. Tú y el niño. Nuestro hijo.
—¿Me... me quieres?
—preguntó Isabella, probando a pronunciar las palabras mientras las emociones
se hinchaban en su pecho—. Entonces... ¿por... por qué?
Intentó enjugarse
las lágrimas de las mejillas incómodamente, pero las vendas de una mano y la
vía en el dorso de la otra lo convertían en una tarea imposible.
Edward tomó un
pañuelo de la caja que había en la mesilla con ruedas, se inclinó, y le secó la
cara. Era un gesto tan ridículamente tierno que Isabella contuvo la respiración
un momento.
—¿Por qué te
fuiste? —preguntó de nuevo.
Con un largo
suspiro, Edward se sentó y la tomó de la mano de nuevo. Le dio un beso en los
nudillos, y aquellos pequeños gestos cariñosos hicieron que le resultara más
fácil creer sus palabras.
—La respuesta corta
es que perdí la perspectiva. Me dejé llevar por una espiral de pensamientos
negativos y me sumí en una depresión.
—Oh, Edward —dijo.
El saber que lo había estado pasando tan mal fue como una puñalada. Edward
sacudió la cabeza.
—Ya estoy mejor, no
te preocupes. He estado esforzándome por recuperarme durante estos meses. Y lo
estoy logrando, Castaña, quiero que lo sepas. No he estado tan bien desde el
accidente —declaró. Volvió a besarle los nudillos—. Permití que un montón de
pequeños detalles erosionaran mi confianza en mí mismo, hasta que me convencí
de que no te merecía...
—No estoy enamorada
de Michael, Edward. No lo amo. Y quiero que sepas que le he pedido que no se
vuelva a poner en contacto conmigo —dijo a toda prisa.
—Sé que no lo
quieres. Sé que fuiste sincera y abierta en todo lo que me dijiste. El problema
es que no era capaz de oír tus palabras, o no me permití creerlas. No lo sé. Y
por eso también debería disculparme —dijo, y apretó los labios—. Siento que
dejara que mi falta de fe en mí mismo se tradujera en una falta de fe en ti.
Joder, odio saber lo que hice. Porque no hiciste nada para merecerlo. Todo
surgió de mis propios problemas de mierda. Pero si he estado esperando antes de
regresar junto a ti y pedirte otra oportunidad es porque he comprendido todo
esto. Quería volver de una pieza. Quería estar en plena forma. Quería
asegurarme de que no repetiría los mismos errores una y otra vez. No podía
hacerte eso.
—¿Y lo has logrado?
—preguntó, llena de esperanza y orgullo. Porque había algo en la luz de sus
ojos y en la fuerza de sus palabras que ya le había respondido a la pregunta.
—Sí —dijo. Asintió,
y su mirada se clavó en la suya—. Por primera vez, sí. Tenía previsto venir a
verte este fin de semana, ya lo había planeado antes de que vinieras al parque
de bomberos el miércoles —añadió, y se encogió de hombros—. Tu visita me
pareció una señal. Era hora. Estaba listo.
Isabella cerró los
ojos y respiró hondo; todas las incertidumbres que había estado acarreando y
que le habían causado tanto estrés se habían evaporado. Era un alivio glorioso,
incluso mientras el cansancio de la noche se asentaba en su cuerpo. Mirándolo
de nuevo, le dedicó una pequeña sonrisa.
—Estoy orgullosa de
ti, Edward.
—Entonces... —dijo
en voz baja—. ¿Crees que... que podrías darme una segunda oportunidad de formar
parte de tu vida? ¿De quererte? ¿A ti y al niño?
—Oh, Edward, solo
estaba esperando a que me lo pidieras —dijo, con un nudo en la garganta—. Te
quiero en mi vida más que nada en el mundo; no ha pasado ni un solo segundo
desde que nos separamos en el que no te haya amado con todo mi ser —continuó.
Acarició con los nudillos su pómulo prominente, y deseó que su cuerpo estuviera
en condiciones de hacer lo que de verdad quería: sentarse en su regazo,
abrazarlo con todas sus fuerzas y no soltarlo jamás—. Voy a quererte para siempre.
No pienso abandonarte, no importa lo que pase.
—Dios mío,
Isabella, ¡tenía tanto miedo de que te hubieras hartado de mí! —dijo,
inclinándose sobre la camilla para darle un abrazo.
—No hace falta que
te preocupes por eso, Edward. Pero tienes que prometerme que nunca volverás a
aislarte de esta manera. Tienes que dejar que te ayude, igual que tú me has
ayudado esta noche, cuando las cosas se pongan feas y todo parezca irse al
garete. Quiero que me dejes ayudarte. Necesito que me dejes ayudarte. Y tienes
que prometerme que lo harás. Porque no puedo volver a perderte así. Me niego.
Edward entrelazó
los dedos con los suyos y se llevó las manos de ambos al pecho.
—Te lo prometo
—dijo, con la mirada llena de determinación feroz—. Yo también lo quiero y lo
necesito. Y te lo prometo. Lo siento.
La sonrisa que le dedicó
era de pura felicidad y amor.
—Entonces somos tú
y yo hasta el final. En la oscuridad y a plena luz.
Aquellas palabras
sanaron lugares en su interior que Edward creía que nunca mejorarían.
—Tú y yo hasta el
final —repitió. Entonces retrocedió lo justo para reposar la cabeza sobre su
vientre—. Tú y yo y este enanillo —añadió. Le dio un beso en la barriga.
Ver a Edward
haciéndole mimos en el vientre, justo ahora que el embarazo empezaba a
notársele, era algo que había temido que jamás viviría. Y el momento fue tan
dulce que se quedó sin aliento. Le acarició la cabeza afeitada con cariño.
—Me alegro de que
estés contento por lo del embarazo.
—Estoy exultante,
joder, Isabella. Vosotros dos sois lo mejor que me ha pasado en la vida, mi
mayor golpe de suerte —dijo. Se incorporó de nuevo y la tomó de la mano—. ¿De
cuántas semanas estas?
—El domingo hará
diecisiete —contestó. Sintió una punzada de emoción al poder compartir la
noticia con él, al fin.
—Vaya —dijo, sin
poder reprimir una sonrisa que mostró sus hoyuelos—. ¿Sabes ya si es un niño o
una niña? ¿Cómo te encuentras?
—Todavía no sé si
será niño o niña, pero la semana que viene iré a que me hagan la ecografía. Por
eso fui a visitarte al parque de bomberos. Quería que supieras lo del embarazo
para que pudieras involucrarte en el proceso si querías, y pretendía invitarte
a venir conmigo a la ecografía, porque pensé que merecías conocer a tu hijo. Si
no contamos esta noche, me he encontrado bastante bien durante el último mes.
Antes de eso tenía unas náuseas matutinas horrorosas, pero se me pasaron.
Y ahora, hablando
sobre cómo se encontraba, Isabella se percató de que ya no sentía calambres
abdominales. Sintió que se llenaba de esperanza. Saldrían de esa noche sanos y
salvos; los tres juntos, y fortalecidos por la experiencia.
—Siento no haber
estado a tu lado para ayudarte, Isabella, pero eso Cambiará ahora mismo —dijo
Edward.
—¿Isabella Swan?
—dijo un hombre, apartando la cortina y acercándose con una silla de ruedas—.
Ha llegado tu turno para hacer las radiografías.
—Vaya, no hemos
tenido que esperar demasiado, al fin y al cabo —dijo, preparada para saber cómo
tenía la mano y averiguar si el golpe en la cabeza (en el que le habían puesto
tres puntos de sutura) había sido grave.
—¿Puedo
acompañarla? —preguntó Edward, poniéndose de pie.
—Por desgracia, no,
pero puede esperarla aquí. No tardaremos mucho —dijo el camillero. Volviéndose
a Isabella, preguntó—: ¿Se siente con fuerzas de levantarse y sentarse en la
silla de ruedas?
—Creo que sí —dijo
Isabella, bajando los pies de la camilla. Edward se plantó a su lado y la ayudó
a incorporarse.
Entonces la
envolvió en sus brazos y, sencillamente, la abrazó. ¡La abrazó con tanta
fuerza! Era un gesto de amor, de vida, y Isabella sintió que encajaban; aquello
alivió gran parte del dolor que había estado guardando en su interior.
—Lo siento, no he
podido resistirme —dijo Edward, soltándola finalmente y ayudándola a acomodarse
en la silla de ruedas.
—Nunca te disculpes
por algo así —contestó Isabella con una sonrisa, mientras el camillero se la
llevaba del habitáculo.
El camillero había
tenido razón: las radiografías de la mano y el TAC cerebral fueron procesos
cortos. Y lo mejor fue que, pocas horas más tarde, le comunicaron que todo
estaba en orden y que solo tenía los dos primeros dedos de la mano derecha
rotos (los médicos se habían temido fracturas por toda la mano, pero al parecer
solo se había hecho un esguince). Los airbags habían hecho su trabajo,
claramente, porque todos los que conocían los detalles del accidente le habían
repetido una y otra vez lo afortunada que había sido.
Y cada vez que
miraba a Edward, Isabella estaba de acuerdo.
Isabella estuvo
dormitando, y cada vez que despertaba encontraba a Edward a su lado; unas veces
despierto y otras dormido, con la cabeza en la camilla, junto a su cadera, y la
mano sujetando la de Isabella. No le parecía estar imaginándose la expresión de
paz que veía en su atractivo rostro. Edward nunca había tenido mucha paz cuando
dormía, así que verlo reposar con tanta tranquilidad era otra prueba de la
veracidad de sus palabras.
Cuando volvió a
despertarse, Isabella se encontró a su padre sentado en la silla junto a su camilla.
—Papá —susurró.
—Oh, Isabella.
Estaba intentando no despertarte —dijo este, acercándose a su lado—. Pero me
moría de ganas de verte abrir los ojos para comprobar que de verdad estás bien
—añadió, con los ojos llenos de emoción. Dios, ¡Isabella se alegraba tanto de
verlo!
—Estoy bien. O, al
menos, lo estaré —contestó ella, antes de contarle todo lo que habían dicho los
médicos.
Su padre respiró
hondo y le dio un beso en la mejilla.
—Odio verte pasarlo
mal.
—No te preocupes
—dijo ella. La inquietud de su padre le hizo un nudo en la garganta.
—¡Ja! —replicó su padre,
guiñándole un ojo—. Cuando llegue el pequeñín, ya me dirás cómo te va eso de no
preocuparte.
Isabella sonrió.
—Supongo que tienes
razón.
La mirada de su
padre cayó sobre Edward, que seguía dormido.
—Bueno, ¿cómo van
las cosas con...?
—Van bien, papá.
Muy bien. Tenemos mucho de lo que hablar, pero entiendo lo que pasó, y sé que
nos queremos. De momento, no me hace falta más. El resto lo aclararemos juntos
—dijo. Isabella necesitaba el apoyo de su padre.
Charlie le apartó
un mechón de pelo de la cara.
—A veces me
recuerdas tanto a tu madre. Estaría orgullosa de la mujer en la que te has
convertido —dijo, y a Isabella se le llenaron los ojos de lágrimas—. Tienes un
corazón enorme y más bondad que nadie. No cambies nunca.
—Oh, papá —dijo,
llorando otra vez.
Justo entonces,
Edward se incorporó de golpe.
—Lo siento —dijo.
Entonces vio a su padre y se levantó al instante—. Charlie. Esto, señor Swan.
—Puedes llamarme Charlie,
hijo —dijo su padre, perforándolo con una mirada de lo más seria—. ¿Mi niña
puede contar contigo?
Edward asintió. Una
parte de ella se compadecía de él, pero una parte más grande se sentía
orgullosa de la confianza que exultaba bajo la mirada seria de su padre.
—Sí, señor. Al cien
por cien.
Su padre rodeó la camilla
y se plantó delante de Edward, que parecía más alto de lo habitual.
—Entonces,
felicidades por el pequeño y bienvenido a la familia —declaró, tendiéndole la
mano. Cuando Edward se la estrechó, Isabella sintió que jamás podría dejar de
sonreír.
—Gracias, Charlie.
Eso significa mucho para mí —dijo Edward. ¿Eran imaginaciones de Isabella, o
tenía las mejillas más sonrosadas que antes? ¿Podía ser más adorable?
—Escucha, Emmett
debe de estar subiéndose por las paredes —dijo su padre—. Voy a ir a darle al
relevo. Solo permiten las visitas de dos en dos.
—Puedo irme yo, así
puedes quedarte —dijo Edward, haciendo un gesto hacia la puerta.
Su padre sacudió la
cabeza.
—Tu lugar está aquí
—contestó. Le dio una palmada a Edward en la espalda y se volvió hacia
Isabella—. Intenta dormir. Te veré pronto.
—Gracias, papá.
Cuando se fue,
Edward se inclinó sobre la barandilla de su Cama y le dio un beso en la frente.
—Tu padre es un
tipo magnífico.
Isabella sonrió con
descaro.
—Es verdad. Y tú
también lo eres —dijo. Isabella solo deseaba que las cosas fueran igual de bien
con su hermano mayor.
El pensar en él
debió invocarlo porque, al momento, Emmett entró en la habitación y fue directo
junto a la camilla, plantándose en el lado opuesto de Edward.
—Isabella, Dios
mío. Nos has dado un buen susto —dijo. Le dio un beso en la frente—. ¿Estás
bien?
—Sí, me recuperaré.
Muchas gracias por venir hasta aquí —dijo.
—No quisiera estar
en ningún otro sitio. Igual que el resto de la familia. Ya lo sabes —añadió,
sin prestar atención alguna a Edward. Isabella se apenó un poco, pero sabía que
tendrían que arreglarlo entre ellos.
Un silencio
incómodo cayó sobre la habitación, y Isabella estaba sopesando cómo
solucionarlo cuando un cosquilleo ligero en el vientre la distrajo. Y otro.
—¡Otra vez!
—exclamó, agarrando la mano de Edward. La puso plana contra su estómago—. No sé
si lo notarás, pero es la segunda vez que lo siento moverse.
El rostro de Edward
era un cuadro de ilusión anticipada cuando se inclinó sobre ella. Sacudió la
cabeza, y le dedicó una sonrisa con hoyuelos.
—Maldita sea —dijo
Isabella—. Supongo que tendremos que acostumbrarnos a que el niño no nos
obedezca, ¿eh?
Riéndose entre
dientes, Edward asintió.
—Eso parece.
—¿Así que no has
desaparecido, al fin y al cabo? —dijo Emmett, por fin mirando a Edward—. ¿Sabes
qué? Mejor lo discutimos en el pasillo.
Edward se irguió y
sostuvo la mirada intensa de Emmett. Asintió.
—Chicos —dijo
Isabella, llena de preocupación.
—No pasa nada —dijo
Edward, dándole un beso en la frente—. Enseguida regresamos.
Desaparecieron por
el pasillo, pero no se alejaron demasiado, porque Isabella oyó la mayor parte
de la conversación.
—Voy a darlo todo
—dijo Edward—. Sé que he cometido errores, pero me esforzado por solventarlos,
y no volveré a repetirlos.
Hubo una pausa, y
Isabella se imaginaba perfectamente la expresión de seriedad asesina que debía
de haber adoptado Emmett. La «cara de poli», como Isabella solía llamarla.
—Se lo merece todo,
Edward —contestó este. A Isabella se le deshizo el corazón ante el instinto
protector de su hermano.
—Estoy de acuerdo.
Y me aseguraré de proporcionárselo. A ella y al niño —dijo Edward. Pocas horas
antes, Isabella había estado sufriendo, pensando que jamás oiría a Edward decir
algo así. Y ahí estaba ahora, disculpándose ante su familia y admitiendo sus
errores. Más pruebas de su evolución.
Hubo otra pausa en
la que Isabella no fue capaz de oír lo que decían.
—Ya, bueno, si eso
ocurre, yo mismo me pegaré una paliza —dijo Edward. Carcajadas.
—Trato hecho, joder
—contestó Emmett.
Tras un momento,
regresaron a la habitación.
—¿Va todo bien? —preguntó Isabella.
Edward y Emmett
interCambiaron una mirada y asintieron, y Edward le dedicó una sonrisa.
—Estoy a tu lado, Castaña.
Todo va viento en popa, por fin.
10 comentarios:
Ahhhhh yo quería más ,que espera más larga pero valió la pena que Isabella está bien y el bebe
Wauuuuu bueno x lo menos la reconciliación con la familia le fue mm bien jajajaj e Isabella bieno era de esperarse que perdonaria facil a Edwards mas si esta su gusanito de por medioooo graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss
Si!!!! Menos mal ambos están bien y todo salió perfecto!!!! Ahora si están listos para seguir con su vida, juntos y felices con el nuevo bebé!!!!
Besos gigantes!!!!
XOXO
Awwww al fin estan juntos de nuevo 😭😭😭 me.encanta que bella sea tan comprensiva con el
Me encanta 🥰
si al fin me encantaron los capitulos !!!😍❤😍😍
Que familia tan hermosa tiene Bella.
Lo leí y solo podía imaginarme la cara de Poli de Emmet siendo protector, me pareció perfecto
ohhhh menos mal están bien!!!!
GRACIAS
Que bien que Isabella no le pasó nada que lamentar y pudo aclararle Edward que fue lo que le hizo alejarse y ahora puede seguir con ella!! Charlie es un sol de papá y Emmet todo un buen hermano protegiendo a su hermanita!! Porfis no demores en actualizar presiento que no queda mucho para el final!!
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