Edward se lanzó sobre Isabella en cuanto cruzaron el umbral
de la puerta de su apartamento. La alcanzó en un instante y la arrinconó contra
la encimera de la cocina. Dejó su bolso en el suelo. Le quitó el abrigo a toda
prisa.
Estaba utilizándola. Era consciente de ello. Usándola para
acallar todas las mierdas que le llenaban la cabeza. Porque cuando estaba con
ella, cuando estaba dentro de ella, todo lo malo desaparecía. Siempre
desaparecía.
Pero ella parecía tan dispuesta como él. Le arrancó el
abrigo, deslizó las manos bajo su Camiseta y se la subió. Se la quitó con su
ayuda.
Sus besos eran urgentes, profundos, salvajes. Edward la
estaba devorando: su piel, su lengua, sus gemidos. No bastaban para saciarle.
—Demasiada... ropa... —jadeó Isabella contra la comisura de
sus labios, manoseando el botón de sus jeans.
—Dios, cómo te necesito —dijo Edward. Su mente era un
borrón arrollador, su pecho todavía albergaba la tensión de antes.
—Aquí me tienes —susurró—. Aquí mismo.
«Pero ¿cuánto va a durar?»
El pensamiento apareció de la nada y lo dejó anonadado. Se
quedó inmóvil, parpadeó. Como si alguien le hubiera dado un puñetazo en la cara
por sorpresa.
—¿Edward?
Resollando, con los labios hinchados, Isabella levantó la
vista hacia él en la tenue luz que ofrecían los focos que había en la parte
inferior de los armarios de cocina.
Tenía la esperanza de que la oscuridad ocultara las partes
de él que no quería que Isabella viera. Igual que había hecho en el ascensor.
—Te necesito —repitió, volviendo a besarla. La arrastró
consigo al echar a andar torpemente hacia su habitación. Eran un revoltijo de
manos, besos y prendas de ropa abandonadas. Para cuando alcanzaron la Cama,
Edward ya estaba duro, dolorido y desesperado por enterrarse en su cuerpo.
—Condón. Rápido —dijo Isabella.
No podía estar más de acuerdo. Sacó uno en un instante,
agarró a Isabella y la obligó a volverse para que estuviera encarada a la Cama.
—Arrodíllate —gruñó.
Isabella gateó sobre la Cama, arqueando la espalda de una
manera que era una puta belleza, con el trasero allí mismo, expectante.
Entreveía su tatuaje a través del plástico protector, iluminado por la luz
débil que penetraba la ventana.
Era incapaz de esperar.
Incapaz.
Se agarró el pene con la mano, encontró su entrada y empujó
con fuera.
Isabella dejó que se hundiera hasta el fondo. Siempre lo
hacía.
Enterrado profundamente, el cuerpo de Isabella había
aceptado cada centímetro, sus gemidos proclamaban su placer, y el ruido que
había en sus oídos desapareció. Su cabeza quedó en silencio.
Y fue tal el alivio que lo único que pudo hacer fue
rendirse ante la perfección absoluta de todo aquello.
Empezó a mover las caderas, lentamente al principio, pero
cada vez más rápido, insistiendo, necesitado. La aferró de la cadera con una
mano y del hombro con la otra, concentrado en su tatuaje, en su pequeña C, en
como lo había aceptado pese a que él ni siquiera había...
«No.»
Cerró los ojos con fuerza y se concentró en la dulce
fricción del cuerpo de Isabella envolviendo el suyo, de la suavidad de su piel
contra la suya. El sonido de los jadeos, de los cuerpos chocando y la sarta de
gemidos que escapaba por entre los labios de Isabella llenaban la habitación, y
se concentró en todo eso.
Funcionó. Demasiado bien. Porque, de repente, su orgasmo
apareció como una fuerza imparable.
—Mierda, me corro —masculló. Su rabo se estremeció con cada
espasmo, sus caderas embistieron a Isabella, puntuando su placer. Fue tan
intenso que casi se quedó insensible—. Joder, lo siento —dijo, saliéndose. Era
la primera vez, de todas las que habían pasado juntos, que no se ocupaba de las
necesidades de ella primero.
«Porque esta vez no estabais juntos de verdad, ¿a qué no?
¿Dónde estabas tú?»
Isabella se volvió, y su sonrisa era visible en la
oscuridad.
—¿Por qué te disculpas? Ha sido espectacular.
Se deshizo del condón y regresó junto a ella.
—Deja que te compense, Castaña —dijo. Se deslizó tras ella
y pasó una mano por encima de su cadera.
—Edward, quizá no ves mi expresión de felicidad en la
oscuridad, pero créeme si te digo que no estoy quejándome.
Su voz estaba cargada de buen humor, lo que significaba que
no se había percatado de lo lejos que había estado él, mentalmente.
—Quiero que te corras —le susurró al oído, con cuidado de
no rozarle el tatuaje. Le dolería durante unos días. La tomó de la pierna y
colocó el muslo de Isabella sobre el suyo, dejando su centro abierto ante sus
manos—. Siempre quiero que te corras.
Estaba húmeda y cálida, y clavó las caderas contra sus
dedos cuando estos empezaron a recorrer círculos firmes sobre su clítoris.
Con un gemido largo y susurrado, echó la cabeza hacia
atrás, lo bastante como para que Edward pudiera ver su expresión. Con los ojos
cerrados, parecía dichosa, feliz, entregada. Y eso, en vez de hacerlo sentir
mejor, hizo que se sintiera como un fraude. Porque él no podía entregarse en
igual medida, ¿verdad? No era capaz de revelárselo todo, ¿verdad? No debería
obligarla a cargar con todas las dudas, los miedos, las incertidumbres que
había estado acumulando últimamente, ¿verdad?
Cerró los ojos con fuerza, apoyó la frente contra la de
Isabella y se concentró en acariciarla como a ella le gustaba. Tenía que hacer
esto por ella. Al menos, esto. Ya que no podía darle todo lo que se merecía.
«Se merece a alguien mejor que tú.»
—Dios, me corro —dijo, con una sacudida de cadera—. Dios
mío. —Su cuerpo entero se estremeció con el clímax, y entonces suspiró
profundamente—. Vaya, estos aperitivos sí que me gustan.
Edward tuvo que carraspear para lograr que su voz sonara
medio normal.
—Sí, la verdad es que sí.
Isabella se rio entre dientes y se volvió, apoyando la cara
contra su pecho. Se quedaron allí un largo momento, hasta que finalmente
bostezó.
—Estoy hecha polvo.
—Yo también —dijo Edward, aunque probablemente no era por
los mismos motivos.
—¿Y si nos dormimos así? —murmuró.
—Lo que tú quieras —respondió, deseando que fuera verdad.
Porque no era tonto. Una mujer que te presentaba a su familia y que se tatuaba
tu inicial en la espalda quería algo más. Quizá lo quería todo. Y se sentía
increíblemente privilegiado por que Isabella Swan quizá deseara tener todo eso
con él. Pero también sentía que no se lo merecía.
Siempre igual.
—Supongo que tengo que curarme el tatuaje, primero —dijo,
incorporándose. Acarició suavemente el tatuaje tribal que Edward tenía en el
mismo sitio—. ¿Me ayudas?
—Claro —contestó él, frotándose la cicatriz del lado de la
cabeza—. Enseguida voy.
—De acuerdo —dijo. Le dedicó una pequeña sonrisa por encima
del hombro antes de levantarse.
Encendió la luz del baño, iluminando el dormitorio de
repente.
Lo cual significaba que era hora de recuperarse de una puta
vez. Porque, igual que en el ascensor, la oscuridad no lo cobijaría para
siempre.
***
Las náuseas hicieron que Isabella se levantara de la Cama
de un salto y cruzara la habitación corriendo. Vomitó todo lo que había cenado
la noche anterior, y probablemente también sacó lo que había comido dos semanas
atrás, a juzgar por la cantidad de veces que tuvo arcadas.
Mierda. El día anterior se había sentido mejor, y había
asumido que ya se le había pasado el virus estomacal. Quizá debería ir al
médico. Estremeciéndose, tiró de la cadena y se acercó al lavamanos para
enjuagarse la boca.
Entonces se le ocurrió.
Iba con retraso.
No, no podía ser...
En una ocasión, el condón se había roto cuando Edward se
había salido, pero Isabella había tenido un período desde entonces. Sí, cierto,
había sido muy ligero. Pero su menstruación siempre había sido así: ligera un
mes, abundante al siguiente; un mes llegaba puntual, a los veintiocho días, y
al siguiente tardaba treinta y uno. Por eso no había pensado mucho en el
retraso.
Pero los vómitos le habían dado en qué pensar.
No.
No.
Mierda.
Con los pensamientos dándole vueltas a toda velocidad, se
tambaleó de nuevo hacia la Cama, sin tener ni idea de lo que diría. Pero no
había nadie más en la habitación.
—¿Edward? ¿Hola? ¿Dónde te has metido?
Encontró el resto de habitaciones oscuras y vacías. Pero
¿qué diablos...?
Al encender la luz de la cocina, avistó una nota en la encimera:
Castaña,
No quería despertarte. Me he acordado de que necesito algo
de mi casa antes de que empiece mi turno, así que me he ido temprano. Luego
hablamos.
E.
Isabella
frunció el ceño. En todo el tiempo que llevaban juntos, nunca se había ido
antes de que se despertara. Suspirando, se pasó los dedos por el pelo. No tenía
por qué significar nada. Bah, a la mierda, lo que pasaba era que estaba
alterada por su posible-pero-seguramente-no revelación en el baño. De vuelta en
la habitación, desenchufó el teléfono móvil del cargador y mandó un mensaje de
texto
He echado de menos despertarme junto a tu cara de guapo.
¡Espero que tengas un buen día! Besos.
No recibió una contestación al momento, pero Edward nunca mandaba
mensajes si estaba conduciendo y, vista la hora, lo más seguro es que estuviera
yendo de Camino al parque de bomberos. Se dejó caer sobre el borde de la Cama.
¿De verdad era posible que estuviera embarazada? El
estómago le dio un vuelco y se cruzó de brazos, abrazándose. Maldita sea. Sería
incapaz de pasar todo el día en el trabajo sin averiguarlo.
Isabella se obligó a levantarse, se vistió con unos leggings, una sudadera y un par de botas de lana gris, y se
cepilló el pelo. Se puso el abrigo, agarró el bolso y con eso estuvo lista para
completar su misión. Esta era una de las cosas que adoraba acerca de su barrio:
en el pequeño enclave urbano de Clarendon uno podía encontrar todo lo que
necesitara, normalmente a poca distancia. Incluyendo la droguería, que estaba a
dos meras manzanas.
Al poco rato, Isabella se encontraba delante de una
estantería llena de pruebas de embarazo. Y, por el amor de Dios, ¿por qué había
tantas? Más, menos, una línea, dos líneas, palabras, símbolos.
«Es ridículo, ¿no? Yo no necesito nada de esto. Excepto
que... ¿quizá sí? Compórtate como una adulta, mea en un palito y lo sabrás
seguro.»
De acuerdo.
Suspirando, Isabella agarró una prueba que aseguraba poder
detectar el embarazo antes que las demás. Entonces tomó otra que no solo
ofrecía las diagnosis «embarazada» y «no embarazada», sino que también estimaba
cuantas semanas habían pasado desde la última ovulación. Fantástico.
Volvió a su apartamento en un instante y, por primera vez
desde que se conocieron, se alegró de que Edward no estuviera presente. Solo
porque no quería agobiarlo con un susto como ese sin saber si sus sospechas
eran fundadas. Si a Isabella le parecía que no estaba listo para oír «te
quiero», imaginaba que su nivel de preparación para oír las palabras «estoy embarazada»
era el mismo pero dividido por un billón.
Al vaciar la bolsa de plástico en el lavamanos de su baño,
un pensamiento curioso le cruzó la cabeza: no estaba segura del resultado que
deseaba. Lo cual no tenía sentido, puesto que tenía veinticinco años y llevaba
con Edward menos de tres meses, pero la idea le rondaba la cabeza igualmente.
Con el corazón en un puño, abrió las cajas y dispuso los
palitos de plástico en fila: había dos de cada. Los usó todos, solo para estar
segura por cuadruplicado. Y entonces esperó. Y el pulso se le aceleró. Y el
estómago le dio un vuelco.
Y los resultados aparecieron:
«+. +. Embarazada 3+. Embarazada 3+.»
Isabella escudriñó las ventanillas como si estuviera
intentando descifrar un texto en sánscrito.
«+. +. Embarazada 3+. Embarazada 3+.»
Estaba embarazada. Y además ¿hacía más de tres semanas
desde que había ovulado? ¿De cuántas semanas estaba? Se dejó caer sobre el
retrete cerrado y apoyó la cabeza en las manos.
«Dios mío. DiosmíoDiosmíoDiosmío.
De acuerdo. No entres en pánico.
Ni hablar. Si acaso, eso lo dejo para después de entrar en
pánico»
—Basta. Piensa un poco —dijo en voz alta. Se le ocurrió una
idea y fue en busca del teléfono móvil. Llamó a su médico de cabecera y
averiguó adónde ir para que le hicieran un análisis de sangre. Ya puestos,
podría empezar por confirmar el embarazo del todo.
Se duchó a toda prisa y se visitó para el trabajo: podía ir
a hacerse el análisis de Camino a la oficina y, con un poco de suerte,
recibiría el resultado antes del fin de semana. Porque, aunque ya lo sabía (las
pruebas de embarazo caseras eran demasiado exactas como para dar cuatro
resultados erróneos), quería un resultado oficial. Y sospechaba que Edward
también lo querría.
Mirándose en el espejo del baño, su mirada descendió hasta
su vientre.
—Estoy embarazada —se susurró a sí misma, como si estuviera
revelando un secreto. Y supuso que eso era lo que estaba haciendo. Porque ni
loca se lo contaría a Edward hasta que supiera todo lo que había que saber.
5 comentarios:
Ohhh esta embarazada!!!! Espero que Edward no se asuste, que lo tome bien y que quiera seguir con ella, porque esto es mucho más grande de cualquier cosa!!!
Besos gigantes!!!!
XOXO
Hay que calorrrrrrr jajajajajajaja fogoso a morirrrrrr jajajajaj me encanta ojala busque ayuda psicológo pa que lo ayude xque lo que se biene huyyyyyy haber como reaccione con la noticia de Isabella graciasssssssssssssss que le dijo que
OMG..... creo que Edward no podrá con toda la presión.
Gracias por adaptar a pesar de tú accidente
Pobrecita sentí tan feo cuando leí la nota que le dejó, es horrible cuando tienes el miedo o el shock de una noticia así y estás sola, ya lo viví de alguna forma y en estoy empezando a odiar a Edward un poco, gracias por el capítulo.
Siento que edward va a hacer algo estúpido ojalá que no
Publicar un comentario