Llegaron a casa bien
entrada la mañana. Al final, el padre de Isabella no tenía el esternón
fracturado, solo una contusión grave: buenas noticias. Seth sí que tenía una
fractura costal, pero el TAC no había revelado nada grave en la cabeza, y la
laceración del cuero cabelludo no había causado daños en el hueso. Cuando
llegaron a la casa de los Swan, todos ayudaron a acomodar a Charlie y a Seth
antes de irse a sus propias Camas.
—Anoche fuiste mi
héroe, ¿lo sabes? —dijo Isabella, medio dormida junto a Edward en su estrecha Cama.
Incluso exhausta estaba preciosa, y la luz de la mañana daba vida a los tonos
rojos de su cabellera.
Edward sacudió la
cabeza. Nunca se había sentido cómodo con aquella denominación. Héroe. Porque siempre
se preguntaba si había hecho lo suficiente, si sus acciones habían bastado. Los
héroes eran valientes e intrépidos, cualidades que no describían su lamentable
estado de ansiedad constante. Se conocía a sí mismo y sabía la verdad.
—Yo solo... Solo hice
mi trabajo. Es a lo que me dedico.
—No por eso es
menos heroico —contestó, acercándose a él hasta que apoyó la barbilla en su
pecho desnudo. Acarició su rosa tatuada con la yema del dedo—. Hay gente que
debe su vida al hecho de que te hayas levantado por la mañana y hayas ido a
trabajar, Edward. Eso es... es increíble.
Había veracidad en
sus palabras, pero seguía incomodándole pensar en ello en esos términos.
Siempre lo había considerado más bien una deuda que debía pagar, una manera de
compensar al universo por lo que alguien había hecho antes por él. No solo
«alguien», David Talbot. Así se llamaba el enfermero que llegó en primer lugar
a la escena del accidente de tráfico de su familia catorce años atrás. Así se
llamaba el hombre que había salvado la vida de Edward y lo había rescatado del
abismo.
El automóvil se
volcó sobre una acequia que discurría junto a una carretera rural, de manera
que los vehículos que pasaban por allí no alcanzaban a verlo en la oscuridad.
Durante horas, Edward había estado atrapado cabeza abajo en el asiento de atrás,
con la cabeza atascada entre la consola central y el asiento del copiloto, el
hombro dislocado, y algo clavado en el costado. Había llamado a su familia a
gritos durante mucho tiempo, pero nadie le había contestado. Gritaba cada vez
que las luces de un vehículo en la carretera despejaban la oscuridad, pero
nadie acudió en su ayuda. Edward había alternado entre la consciencia y la
inconsciencia durante horas, hasta que no fue capaz de distinguir la realidad
de la ficción. Cuando un camionero por fin se detuvo, en las primeras horas de
la madrugada, Edward no se molestó en responder a sus gritos porque no creyó
que la voz fuera real.
Su mente había
seguido tendiéndole trampas desde entonces.
—Simplemente, me
alegro de haber podido ayudar —dijo al fin, Cambiando de postura para darle un
beso en la frente a Isabella. Pasó los dedos por su pelo suave. Nunca se
cansaba de juguetear con su melena, y nunca se cansaría—. Vamos a dormir un
poco.
Isabella le dio un
beso en el pecho y se acurrucó junto a su cuerpo, con la cabeza sobre su
hombro. Se durmieron enseguida, pero la combinación del accidente y la ansiedad
causada por las conversaciones que había oído había convertido su subconsciente
en un infierno, que le provocó algunas de las peores pesadillas que había
sufrido en muchos años.
Todas empezaban
igual: su padre perdía el control del vehículo, este se volcaba en una serie de
sacudidas aplastantes y aterradoras hasta que, finalmente, aterrizaba cabeza
abajo, y el impacto del último golpe arrojaba el cuerpo de Edward hacia delante
con tanta fuerza que quedaba atrapado, incapaz de moverse.
Eran los finales
los que variaban más.
En una de las
pesadillas, nadie venía a rescatar a Edward y este seguía ahí: viviendo un
infierno del que nunca escaparía, con la sangre de la herida en la cabeza
todavía goteándole por la cara.
En otra, las
pestañas de su hermano Sean se abrían en su rostro sin vida, y sus ojos, ciegos
por la muerte, pero claramente acusatorios, fulminaban a Edward. Sean gemía
«debería haber sido yo, debería haber sobrevivido yo» antes de esfumarse en el
aire.
En la pesadilla que
acababa de despertarle con el pulso acelerado, Jasper era el primero en llegar
al lugar del accidente y, cuando miraba hacia el interior del vehículo y veía a
Edward ahí colgado, se limitaba a decir «se merece a alguien mejor que tú» y a
alejarse, mientras Edward se desgañitaba pidiendo ayuda.
Por el amor de
Dios.
Miró a su lado y
vio que Isabella se había dado la vuelta en algún momento. Debía de estar
agotada si sus locuras no la habían conseguido despertar, porque sabía que sus
pesadillas a menudo lo hacían. Otra parte de sí mismo que odiaba, por cómo
impactaba en la vida de ella.
Exhaló lentamente.
Estaba hecho polvo, y su cansancio no tenía absolutamente nada que ver con
haber pasado la noche en vela. Era un agotamiento que surgía desde su alma
misma, un agotamiento que le cargaba los hombros con pena, culpa y dudas, y no
sabía si algún día lograría deshacerse de él. O qué significaría si no era
capaz de hacerlo.
Por fin, Isabella
se removió a su lado.
—Hola —dijo,
dedicándole una sonrisa adormilada. Dios, pero qué preciosa era. Cada vez que
la veía se quedaba atontado—. ¿Has podido dormir? —preguntó.
—Sí —respondió
Edward. Un poco, en cualquier caso. Si Isabella no había oído sus pesadillas,
no necesitaba preocuparla ahora.
—Creo que no he
dormido bastante —dijo ella, haciendo una mueca—. Tengo náuseas.
—Son las tres de la
tarde —comentó Edward—. Nos hemos saltado un par de comidas. Quizá te haga
falta comer algo.
Se vistieron y
encontraron a Charlie, Emmett e Jasper congregados alrededor de la isla de la
cocina.
—Papá —dijo
Isabella, corriendo a su lado—. ¿Cómo te encuentras?
El hombre soltó una
risita.
—Un poco machacado,
pero me recuperaré, gusanito.
—Ojalá pudiera
quedarme más tiempo —dijo ella, apoyando la cabeza contra su padre. Con una
mueca, Charlie le pasó un brazo por la espalda y la abrazó con cuidado. El
gesto resultó ser tan espontáneo e íntimo que dejó a Edward sin aliento. No
porque hubiera nada de particular en un padre abrazando a su hija, sino porque,
después del accidente, el padre de Edward nunca volvió a abrazarlo.
El accidente había
dejado al hombre con sus propios demonios contra los que batallar, y no había
quedado sitio para la relación paterno-filial que una vez tuvieron. Aquello
había hecho que una versión mucho más joven de él creyera que su propio padre
deseaba que Edward no hubiera sobrevivido. Durante años, se había sentido como
una carga. Era parte del motivo por el que había empezado a ponerse su armadura
de tinta.
—Tú no te preocupes
—dijo Charlie—. Seth y yo pronto estaremos estupendamente.
—¿Prefieres
quedarte aquí y regresar en tren cuando estés más tranquila? —preguntó Edward.
Se sentía mal, porque su turno de trabajo del domingo les obligaba a acortar el
fin de semana, pero el precio a pagar por tener el Día de Acción de Gracias
libre era una serie de turnos de veinticuatro horas durante los siguientes
días.
Isabella suspiró y
apoyó una mano en la encimera.
—No sé. Tengo que
trabajar el lunes, en cualquier caso.
—¿Te encuentras
bien? —preguntó Emmett—. Te veo algo verdosa.
—Ando corta de
sueño y de comida —respondió ella.
—¿Qué te apetece?
—preguntó Edward—. Te preparo lo que quieras.
—Nosotros también
estábamos hablando de comida —dijo Charlie—. Todavía tenemos muchas sobras de
la cena.
—¿Por qué no os
sentáis un rato? —dijo Edward a Charlie y a Isabella—. Nosotros nos ocupamos de
la cena —añadió, mirando a Emmett.
—Pues claro
—respondió este.
Isabella se puso de
puntillas para darle a Edward un beso rápido al pasar a su lado.
—Gracias.
Era la primera vez
que hacían algo más atrevido que darse la mano o sentarse muy cerca delante de
los demás, y Edward se preparó para la reacción. Pero no ocurrió nada. Ni
siquiera por parte de Jasper, que había estado muy callado desde la noche
anterior.
Los tres calentaron
la comida y la sirvieron en la mesa. Y aunque las palabras de Jasper seguían
rondándole por la cabeza, a Edward le gustaba la familia Swan. Pese a los
desaires de Jasper. Charlie era cariñoso, amable y generoso. Emmett era un buen
tipo, honesto, y Edward y él se compenetraban en la cocina tan bien como lo
habían hecho la noche anterior durante el accidente. Seth era locuaz y
gracioso, despreocupado y de mente abierta. Y Isabella... Isabella era todo lo
bueno en el mundo, toda la luz y todo el amor.
Pronto se juntaron
todos para comer, incluyendo a Seth y Shima, que bajaron a la cocina cuando el
aroma del pavo y las salsas empezó a flotar por la casa. Seth se movía con algo
de rigidez y parecía adormilado, pero se recuperaría. Edward se alegraba.
Odiaría que le ocurriera algo malo a la familia que Isabella quería tanto,
porque ella se lo merecía todo.
La comida fue
bastante apagada, comparada con la conversación del día anterior, pero no menos
real. Aquello formaba parte de una vida normal. Y, por primera vez, Edward se
permitió el lujo de imaginar formar parte de algo así.
* * *
Los últimos dos días
habían dejado a Isabella hecha polvo. Primero, la conversación sorpresa con Michael.
Luego, el accidente. A continuación, se había contagiado de un virus de
estómago que la había dejado mareada y exhausta. Y, finalmente, apenas había
podido ver a Edward en los cuatro días después de regresar a Washington, porque
había estado trabajando turnos de veinticuatro horas para compensar su fin de
semana libre.
Por todo eso,
estaba muy contenta de poder pasar la noche con él. Edward lo había organizado
todo para que pudiera hacerse su primer tatuaje, y Isabella estaba
emocionadísima. Y un poco nerviosa. De acuerdo, muy nerviosa. Pero Edward iba a
estar a su lado.
Al salir del
trabajo, Isabella tomó el ascensor para bajar a la planta baja (su ascensor
favorito, el que la hacía sonreír cada vez que se subía porque le había Cambiado
la vida) y se dirigió hacia el metro. En la calle ya estaba oscuro, y el aire
frío se le clavaba en la piel. Pero estaba llena de energía frenética y tenía
muchas ganas de que llegara la noche.
De vuelta en su apartamento,
se llevó una sorpresa de lo más positiva cuando se encontró con que Edward ya
estaba en casa. Vestido con jeans y una Camiseta del
departamento de bomberos de Arlington, estaba en la cocina, sacando varios
paquetes de unas bolsas de plástico.
—Hola —dijo
Isabella—. ¿Qué es eso que huele tan bien?
—Hola, Castaña
—dijo en voz baja. Se volvió hacia ella. Por un instante, algo en su mirada
pareció triste, desanimado, pero entonces le dedicó una pequeña sonrisa y su
expresión entera Cambio—. He pasado por el restaurante asiático.
—¿Estás bien?
—preguntó, rodeándole el cuello con los brazos.
—Sí —contestó,
devolviéndole el abrazo—. El turno de anoche fue un no parar, y hoy no he
conseguido dormir demasiado.
—Oh, no, lo siento
—dijo—. Bueno, gracias por la comida. Me encanta el restaurante asiático.
«Y me encantas tú.»
Últimamente pensaba
tanto en cuánto amaba a Edward, que las palabras vivían en la punta de su
lengua. Tras la conversación sobre Michael, Isabella había estado muy tentada
de confesarle a Edward cómo se sentía, pero en algunos momentos del fin de
semana lo había notado tenso, y creía conocerlo lo suficiente como para saber
cuándo estaba rozando sus límites. Ya llegaría el momento. Estaba segura de
ello. Por la manera en que la miraba, la cuidaba y le hacía el amor, todo
indicaba que Edward sentía lo mismo que ella, aunque no hubiera pronunciado las
palabras.
—Ya lo sé —dijo,
guiñándole un ojo—. Por eso me he pasado por allí.
Sus labios
encontraron los de ella, cálidos y con ganas de explorar. Disfrutó de los
pequeños mordiscos de los piercings contra su piel
mientras él la besaba una y otra vez.
—Hmmm, esto sí que
es un buen aperitivo —dijo, contra la comisura de sus labios.
Edward sonrió con
descaro.
—Primero la comida,
y luego el tatuaje. Cuando terminemos podemos regresar a por los aperitivos.
—De acuerdo
—contestó, fingiendo desilusión—. Supongo que puedo vivir con ello.
—¿Tienes ganas de
tatuarte? —preguntó, volviendo junto a la encimera.
Isabella no pudo
reprimir una sonrisa.
—Muchísimas. Heath
me ha mandado la versión final del dibujo —dijo—. ¿Quieres verlo?
—Claro —contestó,
sacando los cubiertos del cajón. Heath era el artista que había llevado a cabo
la mayoría de sus tatuajes a lo largo de los años—. Es un tipo fantástico,
¿verdad?
Isabella dejó sus
bolsos sobre la encimera y se puso a buscar el dibujo. Encontró el papel y se
aseguró de que fuera el correcto antes de entregárselo a Edward. Porque llevaba
dos versiones en el bolso: una era para que la viera Edward, y la otra era la
que Heath usaría para el tatuaje. Había preparado una pequeña sorpresa que no
quería que descubriera hasta que la tinta ya estuviera lista, y estaba a punto
de estallar de la emoción.
Edward escudriñó el
dibujo durante un momento.
—Es fantástico,
Isabella. ¿De qué tamaño te lo quieres hacer?
—Es a tamaño real
—contestó. El círculo que rodeaba el árbol celta tenía unos doce centímetros de
diámetro. Al principio lo había querido más pequeño, pero Heath la había
convencido de que se lo hiciera más grande para que los agujeros entre los nudos
permanecieran claramente visibles con el paso de los años.
—Va a quedar
precioso. Pero claro, estará en tu piel, así que eso no lo dudaba —dijo. Se
inclinó y le dio un beso en la mejilla, aprovechando para hacerle un arrumaco—.
¿Quieres Cambiarte mientras pongo la mesa?
—Sí —contestó—.
Buen plan.
La cocina, el
comedor y el salón estaban concentrados en un solo espacio, y la puerta de su
habitación se encontraba al fondo. Se detuvo allí y se volvió. Edward estaba
ocupado en la pequeña cocina, moviéndose con comodidad y familiaridad, y
encajaba tan bien en aquel lugar. En el espacio de Isabella. Bueno, ahora era
el espacio de ambos.
Todavía mantenía su
casa adosada en Fairlington, pero raramente pasaba la noche allí. Y el
mobiliario era tan básico que Edward prefería que no durmieran juntos en su
casa, convencido de que Isabella se sentiría incómoda. Una parte de ella
todavía no comprendía por qué, a estas alturas, todavía no se había mudado a su
piso.
—¿Qué pasa?
—preguntó Edward, dedicándole una mirada de escepticismo.
Isabella sonrió con
descaro y se apoyó contra el marco de la puerta.
—Hoy me he montado
en nuestro ascensor.
Edward sacudió la
cabeza.
—¿Y ha ocurrido
algo interesante?
—Pues me he quedado
atrapada con un desconocido que era guapo a morir y le he comido la boca a
oscuras. Lo normal —contestó.
—Eso no pasa nunca
—replicó él, con una sonrisa pícara.
Isabella echó la
cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Todavía sonriente, se quitó la ropa
del trabajo y se puso un par de jeans y una Camiseta
lencera rosa con escote por la espalda; entonces se cubrió con un cárdigan de
punto grueso y calentito de color caramelo.
Encontró a Edward
sentado ante la mesa ya puesta, delante de varios recipientes de comida que
estaban a rebosar de distintos tipos de fideos. Olía divino, a comida sabrosa y
especiada, y Isabella pensó que podría comérselo todo ella sola.
Por un momento, la
expresión de Edward le hizo pensar que estaba preocupado por algo, pero, cuando
la vio, sus labios esbozaron una sonrisa de lo más sexi.
—¿Con que «guapo a
morir», eh?
Riéndose, Isabella
se sentó junto a él.
—¿Pretendes que te piropee
un poco más, Cullen? Ya te dije que eras absolutamente magnífico.
—Ya, pero eso no es
lo mismo que decir que soy guapo a morir —replicó, levantando una ceja. Dios,
esa expresión expectante, petulante pero juguetona, añadida al piercing de la ceja y al pico de viuda de su pelo oscuro, la
volvía loca.
Isabella agarró el
tenedor.
—Bueno, pues a ver
qué te parece esto: Eres absolutamente magnífico y no solo eres guapo a morir,
sino que haces que el corazón se me desboque, que la boca se me haga agua y que
se me caigan las bragas. Ocurre cada vez que te veo. ¿Ha sido un buen piropo?
La sonrisa de
Edward se ensanchó lentamente. Pero qué sexi era.
—Me gusta cómo está
yendo el día del tatuaje.
Isabella se echó a
reír y sacudió la cabeza.
—A mí también.
* * *
Heroic Ink se encontraba junto al centro histórico de Alexandria, el
barrio más antiguo de la ciudad, que originalmente, en la época colonial, había
sido el puerto. Ubicado en una callejuela llena de tiendas de moda y
restaurantes, el estudio de tatuajes, al parecer, tenía una extensa reputación
por sus tatuajes militares de todo tipo, lo cual explicaba las fotografías de
soldados y otros recuerdos de temática similar que colgaban en un collage gigante delante del mostrador.
Cuando cruzaron la
puerta principal, la mujer de pelo azul que había en la recepción reconoció a
Edward inmediatamente.
—Hombre, bienvenido
—dijo—. Hace demasiado que no te veíamos por aquí.
—Ya lo sé, ya lo sé
—contestó Edward, con una mano apoyada en la parte baja de la espalda de
Isabella—. Rachel, esta es Isabella Swan. Viene a ver a Heath.
—Hola, Isabella
—dijo Rachel, ofreciéndole una mano extensamente tatuada—. Encantada.
Isabella sonrió y
le estrechó la mano. Aquella mujer era espectacular y fascinante. Tenía el pelo
corto teñido de dos tonos de azul, un pendiente en la nariz y tatuajes por
todos lados. Podría haberse pasado una hora escudriñándola y no habría
apreciado todos los detalles. Y su sonrisa era cálida de verdad.
—Hola, Rachel.
Estoy muy emocionada por estar aquí por fin.
—¿Es tu primer
tatuaje? —preguntó, colocando una carpeta con un formulario delante de ella.
—Sí —contestó
Isabella. Le dedicó una sonrisa descarada a Edward, que estaba abiertamente
observándola mientras ella lo digería todo.
—Pues que empiece
la fiesta —dijo Rachel.
Al poco rato,
Isabella estaba sentada al revés en una silla, con el pelo recogido en un moño
en la coronilla, y Heath estaba traspasando el esbozo al centro de la parte
superior de su espalda, justo debajo de la nuca.
Heath era un tipo
callado, lo cual, con total probabilidad, explicaba por qué se llevaba tan bien
con Edward. Pero también podía ser gracioso y retorcidamente sarcástico, y
además era guapo. Tenía el pelo moreno corto, una barba tupida y bigote, y una
miríada de tatuajes asomaban por debajo de la Camiseta con el logo de un grupo
y los jeans con agujeros.
Heath le entregó un
espejo.
—¿Quieres echarle
un vistazo al lugar en el que estará?
Isabella se acercó
al espejo de cuerpo entero que había cerca de la silla y miró por encima del
hombro. Se le llenó el estómago de nervios. El diseño era precioso y le
encantaba, pero una parte de ella todavía no se podía creer que fuera a
tatuarse. Jamás habría encontrado el valor para hacerlo, sin Edward.
No le importó que
este se acercara a mirar, porque Heath no incluiría su pequeña sorpresa hasta
el final.
—¿Qué te parece?
—le preguntó a Edward mientras escudriñaba el dibujo a través del espejo. Bajo
el árbol, las raíces estaban formadas por las iniciales C, R, E, J, I y S: los
seis miembros de la familia Swan, incluyendo a su madre, Erin—. Yo creo que es
perfecto.
—Estoy de acuerdo
—contestó, con la mirada fija en su piel—. ¿Estás lista?
—Del todo —dijo.
El beso que le dio
fue profundo e intenso.
—Solo con pensar en
que te vas a hacer un tatuaje ya me aprietan los pantalones —le susurró al
oído.
Vaya, ahora era
ella la que tenía problemas en el área de los pantalones.
—Dejamos los
aperitivos para luego, ¿te acuerdas?
Edward asintió, y
su sonrisa torcida hizo que aparecieran sus hoyuelos.
Heath le dio unas
cuantas instrucciones, y entonces su pistola de tatuar cobró vida con un
zumbido.
—Avísame si te hace
falta una pausa. Vamos a estar aquí un buen rato, así que no pasa nada.
Mojó las agujas de
la pistola en un pequeño recipiente de tinta negra y se inclinó, apoyando la
mano con guante de látex en su espalda.
Isabella se mordió
el labio cuando las agujas entraron en contacto con su piel por primera vez.
Causaban cierto dolor, como si un objeto casi afilado le estuviera rascando la
espalda, pero era tolerable.
—Podría ser peor
—le dijo a Edward, que estaba sentado en una silla delante de ella.
—Habrá zonas que
sean más sensibles, pero no será nada inaguantable —dijo. Sus ojos oscuros
estaban llenos de algo de lo más sexi: un poco de orgullo, un poco de
satisfacción, y un poco de deseo. Los aperitivos serían deliciosos.
—¿Cómo lo llevas,
Isabella? —preguntó Heath.
—Bien —respondió,
mirando a Edward—. No hay problema.
—Me ha dicho Edward
que os conocisteis en un ascensor —dijo Heath, con un tono divertido.
—Pues sí. Nos
quedamos encerrados dentro durante más de cuatro horas —dijo Isabella,
sonriente. Era un poco raro hablar con alguien a quien no podía mirar, pero no
podía moverse mientras Heath estuviera trabajando—. En el edificio donde trabajo.
Justo hoy he vuelto a montarme.
—Es una manera
original de conocer gente nueva —dijo Heath, riéndose entre dientes—. ¿Por qué
a mí no me pasan esas cosas?
—Quizás es que no
te montas en bastantes ascensores —dijo Isabella.
La pistola de
tatuar se apartó de su espalda. Heath se rio.
—Supongo que no
—dijo al fin, inclinándose de nuevo.
Las agujas llegaron
a un punto sensible sobre su columna vertebral, y Isabella hizo una mueca. Al
principio había querido hacerse el tatuaje en el hombro, pero cuando había
decidido aumentar el tamaño, había pensado que quedaría más equilibrado en el
centro de la espalda. Heath la había advertido de que aquello significaría
tatuar sobre huesos, lo cual dolía más, y había tenido razón.
Edward apoyó los
codos en las rodillas para inclinarse hacia ella.
—¿Quieres jugar a
las veinte preguntas? —preguntó.
Isabella sonrió.
Sabía que solo pretendía distraerla, y apreciaba el gesto.
—¿Acaso queda
alguna pregunta que no nos hayamos hecho?
—Probablemente
—dijo—. Por ejemplo, creo que nunca te he preguntado cuál es tu postura sexual
favorita.
—Nada de risas
—dijo Heath, mientras Isabella intentaba reprimir una carcajada. Notó que se
sonrojaba—. Esta conversación es demasiado privada. Por otro lado, me encanta
escuchar las conversaciones privadas ajenas, así que responde sin pudor,
Isabella.
Puesto que las
agujas no estaban en su piel en aquel momento, se permitió reír.
—De acuerdo,
supongo que sí quedan preguntas que no nos hemos hecho —dijo. Le guiñó un ojo a
Edward mientras Heath volvía al trabajo—. Y, para responderte: la segunda parte
de la noche en mi suelo.
La mirada de Edward
se llenó de calor. Le dio un golpecito al doble piercing
del labio con la punta de la lengua. Y eso causó que partes de Isabella se
llenaran de calor, porque sabía el talento que aquella lengua poseía.
—¿Y la tuya?
—preguntó, levantando una ceja.
—La misma noche,
pero la primera postura —contestó, jugueteando con los piercings
de nuevo. Así que su favorita era cuando Isabella estaba sobre él. También
había sido una buena. Aquella posición le proporcionaba una fantástica
panorámica de sus tatuajes y sus piercings, por no
hablar de su rostro enigmático y atractivo, mientras se adentraba en su cuerpo
una y otra vez. Todavía oía su voz diciendo «haz lo que quieras, Isabella.
Úsame». Solo pensar en ello hizo que se retorciera en su silla.
—¿Cuál es tu festivo
favorito y por qué? —preguntó.
—El Día de Acción
de Gracias —respondió Edward de inmediato—. Porque este Día de Acción de
Gracias ha sido la mejor celebración que he tenido en muchos años. Casi la
mejor que recuerdo.
Oh. La respuesta le
llenó el pecho de cariño e hizo que dos palabras muy especiales se le plantaran
en la punta de la lengua.
—El Día de Acción
de Gracias también es mi favorito, desde siempre. Aunque las Navidades se le
acercan. Son las fiestas que siempre logran reunir a la familia.
Edward asintió.
—¿Qué Cambiarías en
tu vida si pudieras?
Isabella lo observó
durante un momento, preguntándose si aquella era una pregunta inocente, parte del
juego, o si Edward todavía albergaba dudas sobre lo que ella sentía por Michael.
Pero era una pregunta fácil.
—No Cambiaría nada.
Edward levantó una
ceja y la miró con escepticismo.
—Tiene que haber
algo.
Isabella se lo
pensó durante un momento, y luego se tomó unos segundos para respirar hondo
mientras Heath tatuaba una parte sensible.
—Bueno, pues me
habría gustado que mi madre hubiera vivido más tiempo, para haberla podido
conocer mejor. Pero sinceramente, si hubiera sido así, no sé si mi relación con
mi padre sería tan cercana como es ahora. Es algo que odiaría perder. ¿Te hago
la misma pregunta?
Isabella no quería
exigirle una respuesta delante de Heath, pero Edward había formulado la
pregunta siendo consciente de que ella querría devolvérsela. Así había sido el
juego en el ascensor aquella noche, el juego que había ayudado a unirlos.
Edward asintió
brevemente y se señaló a sí mismo con un gesto de mano.
—Me desharía de la
ansiedad, la claustrofobia y toda esa mierda.
—Es comprensible
—dijo, odiando que Edward quisiera Cambiar una parte de sí mismo cuando ella ya
lo amaba tantísimo tal y como era. No quería un hombre perfecto, lo quería a
él, en toda su gloria atractiva, divertida, considerada y a veces angustiada—.
Pero piensa que si no hubieras sido claustrofóbico el día en que nos conocimos,
quizá no me habrías pedido que hablara contigo en el ascensor. Quizá no habrías
necesitado mi ayuda, y entonces no nos habríamos conocido tan a fondo.
Edward ladeó la
cabeza y entornó los ojos, remarcando la dureza de su rostro tan masculino.
Finalmente, asintió.
—No te falta razón.
Ahora te toca a ti.
Con la intención de
aligerar el ambiente, Isabella pensó en una pregunta divertida.
—¿Cuál es tu cita
favorita de La princesa prometida? —dijo. Ya le
asomaba una sonrisa solo con pensar en algunas de las suyas. Las películas de
humor de todo tipo eran las que más le gustaban.
Edward sonrió con
descaro.
—Cuando el Gran
Vizzini dice «¡inconcebible!», y Montoya le responde «siempre usas esa palabra,
y no creo que signifique lo que tú crees». Oh, o quizá cuando Vizzini exclama
«¡basta de bromas, hablo en serio!», y Fezzik contesta...
—«¡Tu furor es un
misterio!» —dijeron los tres al unísono. Heath apartó la pistola de su piel y
todos se echaron a reír.
—Hay demasiadas
citas espectaculares en esa película —dijo el tatuador.
—Es verdad —dijo
Isabella. Le dolían las mejillas de tanto sonreír—. A mí me gusta el cura que
dice «ed matimoño» en vez de «matrimonio»; y, por supuesto, el clásico «me
llamo Iñigo Montoya. Tú mataste a mi padre...».
—«¡Prepárate a
morir!» —dijeron de nuevo al unísono antes de estallar en carcajadas.
La ronda de
preguntas duró un buen rato más. Hablaron de tonterías, como cuál era su sabor
de helado favorito, qué pedirían como última comida, o qué otro país les
gustaría visitar, puesto que ninguno de ellos había salido de Estados Unidos.
También surgieron preguntas más serias, como a qué se dedicarían si no pudieran
seguir trabajando en lo suyo, y qué había en los primeros puestos de sus listas
de «cosas que hacer antes de morir». Como siempre, la conversación era
divertida y cautivadora, animada y constante. Sus conversaciones siempre eran
así.
—Ya tienes
completados unos dos tercios —dijo Heath—. Vamos a tomarnos un respiro.
—De acuerdo —dijo
Isabella, levantándose para estirar los músculos. Le tentaba mirarse en el
espejo, pero quería esperar para ver el tatuaje cuando estuviera terminado.
Edward se puso a su
lado para echar un vistazo, pero ella se apartó de un salto.
—Tú lo verás cuando
lo vea yo: una vez terminado —dijo. No sabía si Heath ya había añadido la parte
que Edward desconocía.
—¿Con esas me
vienes? —preguntó con una sonrisa descarada.
—Pues sí —replicó,
devolviéndole la sonrisa.
—Lo estás llevando
muy bien, ¿sabes? —dijo Edward—. Es un tatuaje grande, para ser el primero.
Isabella se volvió
para asegurarse de que Heath no estuviera justo detrás antes de contestar.
—Me gustan grandes,
ya deberías saberlo.
La sonrisa que le
lanzó Edward le indicó que le gustaría comérsela allí mismo.
—¿Cuando es la hora
de los aperitivos?
—¿Lista para
terminar? —dijo Heath, sentándose de nuevo en su taburete con ruedas.
—Sin duda —dijo
Isabella, acomodándose en su silla—. Y que conste, Edward, que ya es casi la
hora.
***
Edward había disfrutado
de compartir la experiencia con Isabella, y seguía vagamente impresionado por
el hecho de que hubiera querido hacerse un tatuaje. Sabía que a ella le
gustaban sus tatuajes, pero le había dicho que siempre le había dado miedo que
hicieran mucho daño. Y ahora que estaba tatuándose, apenas había reaccionado.
Aunque tampoco le
sorprendía. Isabella era dulce y suave, pero también podía ser dura cuando
hacía falta: como cuando le impedía dejarse llevar por sus paranoias, o lo bien
que había asumido la muerte de su madre.
—Muy bien —dijo
Heath al cabo de un rato—. Ya hemos terminado.
La sonrisa de
Isabella dejó a Edward anonadado, la verdad.
—¿Puedo verlo ya?
—preguntó la muchacha. Heath le entregó el espejo, y ella caminó casi de
espaldas hacia el espejo de cuerpo entero que decoraba la pared—. Quiero verlo
yo primera —dijo, dedicándole a Edward una sonrisa y sacándole la lengua. Durante
un largo momento, Isabella se escudriñó, moviendo el espejo que tenía en la
mano de un lado a otro. Entonces se le empañaron los ojos—. Me encanta, de
verdad —dijo—. Heath, tienes muchísimo talento. Es increíble.
Su felicidad era
palpable, y llenó a Edward de luz.
—Edward, esta mujer
me cae muy bien. Puedes traérmela cuando quieras —dijo, guiñándole el ojo.
Isabella se echó a
reír.
—Lo digo en serio,
es magnífico. Mucho mejor de lo que había imaginado.
—Bueno, de nada
—dijo Heath.
—¿Ahora me dejas verlo? —preguntó Edward, incapaz de reprimir su
curiosidad.
—Adelante —dijo, adquiriendo una expresión tímida de repente. Se
volvió, y Edward se acercó a ella.
La tinta negra quedaba impresionante contra su piel pálida. Y había
tenido razón, el trabajo de Heath era tan meticuloso como siempre, nítido,
definido y perfectamente ejecutado. Los nudos celtas eran preciosos, y la
manera en que el árbol se fundía con ellos era interesante y única. En la parte
inferior, seis iniciales en una tipografía de aspecto antiguo formaban una
curva entre las raíces del árbol: E, R, E, J, I, S. Edward lo miró más de
cerca. La segunda M tenía otra letra colgando, como una pequeña floritura. E.
—Di algo —dijo Isabella.
Encontró su mirada a través del espejo.
—Es increíble —dijo—. Y te queda fantástico, aunque eso no me
sorprende. ¿Qué representa la E pequeñita? —preguntó. Aquel detalle no había
aparecido en el esbozo que le había enseñado.
Mirándole a través del espejo, su expresión se suavizó y se encogió de
hombros tímidamente.
—La E... te representa a ti.
Las palabras quedaron en el aire durante un momento, y le pareció que
la habitación se encogía.
—¿A mí? —se oyó preguntar como si estuviera en la distancia. El pulso
le resonaba en los oídos.
Isabella asintió.
—Pero... pero es... es tu árbol genealógico, representa tu familia
—dijo, con la sensación de que la salita daba vueltas.
Al instante, Isabella se plantó delante de él, con las manos apoyadas
en su pecho y mirándolo con sus brillantes ojos azules.
—Para mí, tú también formas parte de la familia, Edward. Quería que
estuvieras en el árbol.
—No... no estoy... no estoy seguro —contestó. Sacudió la cabeza,
abrumado y afectado—. O sea, es increíble que hayas querido hacerlo. Es que no
me lo creo —continuó. No sabía muy bien lo que estaba diciendo.
Entonces se le ocurrió otra cosa. Isabella había puesto su inicial en
su cuerpo. No era lo mismo que el nombre entero, pero se le acercaba. Y siempre
había oído que tatuarse el nombre de un amante gafaba la relación. Traía mala
suerte. ¿Y acaso había otro tipo de suerte para él?
Era una superstición tonta, claro. Pero era como su resistencia a
decirle «te quiero», porque no quería tentar al destino, o a los dioses del
caos, o a quien fuera responsable de que cosas malas ocurran a buenas personas.
Su cerebro ya estaba imaginando las pequeñas maneras en las que aquella C
podría transformarse en otra cosa: un corazón, un trébol, otro nudo.
Joder, ahí estaba él, negándose a confesar que la amaba, mientras que
ella ya había declarado lo que sentía escribiéndose su inicial de forma
permanente en la piel.
—Nadie ha hecho nada parecido por mí, Isabella —dijo al fin. Su cerebro
estaba solo vagamente conectado a su boca—. Es... es increíble.
Su sonrisa era de pura alegría.
—Espero que no te
importe. Cuando se me ocurrió, simplemente me pareció lo más natural. Así que
decidí seguir adelante con la idea. Pase lo que pase, siempre formarás parte de
mí.
«Pase lo que
pase...»
—Vamos a vendarte
—dijo Heath, indicándole con la mano que regresara a la silla.
Edward lo contempló
mientras se ocupaba del tatuaje y escuchó las instrucciones que le daba para
curárselo, pero lo hizo todo como si estuviera en otra habitación, o fuera de
su cuerpo. El corazón le palpitaba con fuerza y sentía una opresión en el
pecho.
Estaba claro que el
tatuaje de su inicial había despertado sus ansiedades, pero no había dicho
ninguna mentira: nadie había hecho algo tan especial por él. Jamás. Era solo
que, por supuesto, aquello lo asustaba, joder.
Estaba
aterrorizado, de hecho.
Tras todo lo que
había perdido, ¿cómo podía poseer algo tan increíblemente valioso?
5 comentarios:
Muchas gracias por actualizar, moría de ganas por este capítulo dónde al fin salía el tatuaje, este pobre Edward es tan inseguro y con justa razón pero solo espero que no tome una decisión equivocada porque ese tal virus estomacal y esa hambre desmedida me suena a síntomas de embarazo quien sabe tal vez Bella tenga una sorpresa para este chico inseguro que lo hará tener que enfrentar la vida y sus relaciones, a amarce y aceptarse mas o talvez soloe este adelantado demasiado pero tiendo a especular ����, muchas gracias por el capítulo y actualiza pronto por favor.
Ohhh parece que Bella le dio una sorpresa gigante co incluirlo en el tatuaje, solo espero que no se asuste de más y le ganen las inseguridades, porque se nota que Bella lo ama!!!!
Besos gigantes!!!!
XOXO
Wauuuuu lo bueno que solo fue el susto y que todos estén bien Edwards algo traumadon pero a de ser difícil pasar x algo así que triste prácticamente criar se solo ojala logre pasar de esto y reaser su vida con quien mas siiiiii con la castaña graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss
Parece que la sorpresa en el tatuaje revivirá episodios oscuros
Me encanto
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