miércoles, 15 de abril de 2020

Capitulo 11 corazones oscuros


CAPÍTULO 11
Llegaron a casa bien entrada la mañana. Al final, el padre de Isabella no tenía el esternón fracturado, solo una contusión grave: buenas noticias. Seth sí que tenía una fractura costal, pero el TAC no había revelado nada grave en la cabeza, y la laceración del cuero cabelludo no había causado daños en el hueso. Cuando llegaron a la casa de los Swan, todos ayudaron a acomodar a Charlie y a Seth antes de irse a sus propias Camas.

—Anoche fuiste mi héroe, ¿lo sabes? —dijo Isabella, medio dormida junto a Edward en su estrecha Cama. Incluso exhausta estaba preciosa, y la luz de la mañana daba vida a los tonos rojos de su cabellera.

Edward sacudió la cabeza. Nunca se había sentido cómodo con aquella denominación. Héroe. Porque siempre se preguntaba si había hecho lo suficiente, si sus acciones habían bastado. Los héroes eran valientes e intrépidos, cualidades que no describían su lamentable estado de ansiedad constante. Se conocía a sí mismo y sabía la verdad.

—Yo solo... Solo hice mi trabajo. Es a lo que me dedico.


—No por eso es menos heroico —contestó, acercándose a él hasta que apoyó la barbilla en su pecho desnudo. Acarició su rosa tatuada con la yema del dedo—. Hay gente que debe su vida al hecho de que te hayas levantado por la mañana y hayas ido a trabajar, Edward. Eso es... es increíble.

Había veracidad en sus palabras, pero seguía incomodándole pensar en ello en esos términos. Siempre lo había considerado más bien una deuda que debía pagar, una manera de compensar al universo por lo que alguien había hecho antes por él. No solo «alguien», David Talbot. Así se llamaba el enfermero que llegó en primer lugar a la escena del accidente de tráfico de su familia catorce años atrás. Así se llamaba el hombre que había salvado la vida de Edward y lo había rescatado del abismo.

El automóvil se volcó sobre una acequia que discurría junto a una carretera rural, de manera que los vehículos que pasaban por allí no alcanzaban a verlo en la oscuridad. Durante horas, Edward había estado atrapado cabeza abajo en el asiento de atrás, con la cabeza atascada entre la consola central y el asiento del copiloto, el hombro dislocado, y algo clavado en el costado. Había llamado a su familia a gritos durante mucho tiempo, pero nadie le había contestado. Gritaba cada vez que las luces de un vehículo en la carretera despejaban la oscuridad, pero nadie acudió en su ayuda. Edward había alternado entre la consciencia y la inconsciencia durante horas, hasta que no fue capaz de distinguir la realidad de la ficción. Cuando un camionero por fin se detuvo, en las primeras horas de la madrugada, Edward no se molestó en responder a sus gritos porque no creyó que la voz fuera real.

Su mente había seguido tendiéndole trampas desde entonces.

—Simplemente, me alegro de haber podido ayudar —dijo al fin, Cambiando de postura para darle un beso en la frente a Isabella. Pasó los dedos por su pelo suave. Nunca se cansaba de juguetear con su melena, y nunca se cansaría—. Vamos a dormir un poco.

Isabella le dio un beso en el pecho y se acurrucó junto a su cuerpo, con la cabeza sobre su hombro. Se durmieron enseguida, pero la combinación del accidente y la ansiedad causada por las conversaciones que había oído había convertido su subconsciente en un infierno, que le provocó algunas de las peores pesadillas que había sufrido en muchos años.

Todas empezaban igual: su padre perdía el control del vehículo, este se volcaba en una serie de sacudidas aplastantes y aterradoras hasta que, finalmente, aterrizaba cabeza abajo, y el impacto del último golpe arrojaba el cuerpo de Edward hacia delante con tanta fuerza que quedaba atrapado, incapaz de moverse.

Eran los finales los que variaban más.

En una de las pesadillas, nadie venía a rescatar a Edward y este seguía ahí: viviendo un infierno del que nunca escaparía, con la sangre de la herida en la cabeza todavía goteándole por la cara.

En otra, las pestañas de su hermano Sean se abrían en su rostro sin vida, y sus ojos, ciegos por la muerte, pero claramente acusatorios, fulminaban a Edward. Sean gemía «debería haber sido yo, debería haber sobrevivido yo» antes de esfumarse en el aire.

En la pesadilla que acababa de despertarle con el pulso acelerado, Jasper era el primero en llegar al lugar del accidente y, cuando miraba hacia el interior del vehículo y veía a Edward ahí colgado, se limitaba a decir «se merece a alguien mejor que tú» y a alejarse, mientras Edward se desgañitaba pidiendo ayuda.

Por el amor de Dios.

Miró a su lado y vio que Isabella se había dado la vuelta en algún momento. Debía de estar agotada si sus locuras no la habían conseguido despertar, porque sabía que sus pesadillas a menudo lo hacían. Otra parte de sí mismo que odiaba, por cómo impactaba en la vida de ella.

Exhaló lentamente. Estaba hecho polvo, y su cansancio no tenía absolutamente nada que ver con haber pasado la noche en vela. Era un agotamiento que surgía desde su alma misma, un agotamiento que le cargaba los hombros con pena, culpa y dudas, y no sabía si algún día lograría deshacerse de él. O qué significaría si no era capaz de hacerlo.

Por fin, Isabella se removió a su lado.

—Hola —dijo, dedicándole una sonrisa adormilada. Dios, pero qué preciosa era. Cada vez que la veía se quedaba atontado—. ¿Has podido dormir? —preguntó.

—Sí —respondió Edward. Un poco, en cualquier caso. Si Isabella no había oído sus pesadillas, no necesitaba preocuparla ahora.

—Creo que no he dormido bastante —dijo ella, haciendo una mueca—. Tengo náuseas.

—Son las tres de la tarde —comentó Edward—. Nos hemos saltado un par de comidas. Quizá te haga falta comer algo.

Se vistieron y encontraron a Charlie, Emmett e Jasper congregados alrededor de la isla de la cocina.

—Papá —dijo Isabella, corriendo a su lado—. ¿Cómo te encuentras?

El hombre soltó una risita.

—Un poco machacado, pero me recuperaré, gusanito.

—Ojalá pudiera quedarme más tiempo —dijo ella, apoyando la cabeza contra su padre. Con una mueca, Charlie le pasó un brazo por la espalda y la abrazó con cuidado. El gesto resultó ser tan espontáneo e íntimo que dejó a Edward sin aliento. No porque hubiera nada de particular en un padre abrazando a su hija, sino porque, después del accidente, el padre de Edward nunca volvió a abrazarlo.

El accidente había dejado al hombre con sus propios demonios contra los que batallar, y no había quedado sitio para la relación paterno-filial que una vez tuvieron. Aquello había hecho que una versión mucho más joven de él creyera que su propio padre deseaba que Edward no hubiera sobrevivido. Durante años, se había sentido como una carga. Era parte del motivo por el que había empezado a ponerse su armadura de tinta.

—Tú no te preocupes —dijo Charlie—. Seth y yo pronto estaremos estupendamente.

—¿Prefieres quedarte aquí y regresar en tren cuando estés más tranquila? —preguntó Edward. Se sentía mal, porque su turno de trabajo del domingo les obligaba a acortar el fin de semana, pero el precio a pagar por tener el Día de Acción de Gracias libre era una serie de turnos de veinticuatro horas durante los siguientes días.

Isabella suspiró y apoyó una mano en la encimera.

—No sé. Tengo que trabajar el lunes, en cualquier caso.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Emmett—. Te veo algo verdosa.

—Ando corta de sueño y de comida —respondió ella.

—¿Qué te apetece? —preguntó Edward—. Te preparo lo que quieras.

—Nosotros también estábamos hablando de comida —dijo Charlie—. Todavía tenemos muchas sobras de la cena.

—¿Por qué no os sentáis un rato? —dijo Edward a Charlie y a Isabella—. Nosotros nos ocupamos de la cena —añadió, mirando a Emmett.

—Pues claro —respondió este.

Isabella se puso de puntillas para darle a Edward un beso rápido al pasar a su lado.

—Gracias.

Era la primera vez que hacían algo más atrevido que darse la mano o sentarse muy cerca delante de los demás, y Edward se preparó para la reacción. Pero no ocurrió nada. Ni siquiera por parte de Jasper, que había estado muy callado desde la noche anterior.

Los tres calentaron la comida y la sirvieron en la mesa. Y aunque las palabras de Jasper seguían rondándole por la cabeza, a Edward le gustaba la familia Swan. Pese a los desaires de Jasper. Charlie era cariñoso, amable y generoso. Emmett era un buen tipo, honesto, y Edward y él se compenetraban en la cocina tan bien como lo habían hecho la noche anterior durante el accidente. Seth era locuaz y gracioso, despreocupado y de mente abierta. Y Isabella... Isabella era todo lo bueno en el mundo, toda la luz y todo el amor.

Pronto se juntaron todos para comer, incluyendo a Seth y Shima, que bajaron a la cocina cuando el aroma del pavo y las salsas empezó a flotar por la casa. Seth se movía con algo de rigidez y parecía adormilado, pero se recuperaría. Edward se alegraba. Odiaría que le ocurriera algo malo a la familia que Isabella quería tanto, porque ella se lo merecía todo.

La comida fue bastante apagada, comparada con la conversación del día anterior, pero no menos real. Aquello formaba parte de una vida normal. Y, por primera vez, Edward se permitió el lujo de imaginar formar parte de algo así.

*  *  *
Los últimos dos días habían dejado a Isabella hecha polvo. Primero, la conversación sorpresa con Michael. Luego, el accidente. A continuación, se había contagiado de un virus de estómago que la había dejado mareada y exhausta. Y, finalmente, apenas había podido ver a Edward en los cuatro días después de regresar a Washington, porque había estado trabajando turnos de veinticuatro horas para compensar su fin de semana libre.

Por todo eso, estaba muy contenta de poder pasar la noche con él. Edward lo había organizado todo para que pudiera hacerse su primer tatuaje, y Isabella estaba emocionadísima. Y un poco nerviosa. De acuerdo, muy nerviosa. Pero Edward iba a estar a su lado.

Al salir del trabajo, Isabella tomó el ascensor para bajar a la planta baja (su ascensor favorito, el que la hacía sonreír cada vez que se subía porque le había Cambiado la vida) y se dirigió hacia el metro. En la calle ya estaba oscuro, y el aire frío se le clavaba en la piel. Pero estaba llena de energía frenética y tenía muchas ganas de que llegara la noche.

De vuelta en su apartamento, se llevó una sorpresa de lo más positiva cuando se encontró con que Edward ya estaba en casa. Vestido con jeans y una Camiseta del departamento de bomberos de Arlington, estaba en la cocina, sacando varios paquetes de unas bolsas de plástico.

—Hola —dijo Isabella—. ¿Qué es eso que huele tan bien?

—Hola, Castaña —dijo en voz baja. Se volvió hacia ella. Por un instante, algo en su mirada pareció triste, desanimado, pero entonces le dedicó una pequeña sonrisa y su expresión entera Cambio—. He pasado por el restaurante asiático.

—¿Estás bien? —preguntó, rodeándole el cuello con los brazos.

—Sí —contestó, devolviéndole el abrazo—. El turno de anoche fue un no parar, y hoy no he conseguido dormir demasiado.

—Oh, no, lo siento —dijo—. Bueno, gracias por la comida. Me encanta el restaurante asiático.

«Y me encantas tú.»

Últimamente pensaba tanto en cuánto amaba a Edward, que las palabras vivían en la punta de su lengua. Tras la conversación sobre Michael, Isabella había estado muy tentada de confesarle a Edward cómo se sentía, pero en algunos momentos del fin de semana lo había notado tenso, y creía conocerlo lo suficiente como para saber cuándo estaba rozando sus límites. Ya llegaría el momento. Estaba segura de ello. Por la manera en que la miraba, la cuidaba y le hacía el amor, todo indicaba que Edward sentía lo mismo que ella, aunque no hubiera pronunciado las palabras.

—Ya lo sé —dijo, guiñándole un ojo—. Por eso me he pasado por allí.

Sus labios encontraron los de ella, cálidos y con ganas de explorar. Disfrutó de los pequeños mordiscos de los piercings contra su piel mientras él la besaba una y otra vez.

—Hmmm, esto sí que es un buen aperitivo —dijo, contra la comisura de sus labios.

Edward sonrió con descaro.

—Primero la comida, y luego el tatuaje. Cuando terminemos podemos regresar a por los aperitivos.

—De acuerdo —contestó, fingiendo desilusión—. Supongo que puedo vivir con ello.

—¿Tienes ganas de tatuarte? —preguntó, volviendo junto a la encimera.

Isabella no pudo reprimir una sonrisa.

—Muchísimas. Heath me ha mandado la versión final del dibujo —dijo—. ¿Quieres verlo?

—Claro —contestó, sacando los cubiertos del cajón. Heath era el artista que había llevado a cabo la mayoría de sus tatuajes a lo largo de los años—. Es un tipo fantástico, ¿verdad?

Isabella dejó sus bolsos sobre la encimera y se puso a buscar el dibujo. Encontró el papel y se aseguró de que fuera el correcto antes de entregárselo a Edward. Porque llevaba dos versiones en el bolso: una era para que la viera Edward, y la otra era la que Heath usaría para el tatuaje. Había preparado una pequeña sorpresa que no quería que descubriera hasta que la tinta ya estuviera lista, y estaba a punto de estallar de la emoción.

Edward escudriñó el dibujo durante un momento.

—Es fantástico, Isabella. ¿De qué tamaño te lo quieres hacer?

—Es a tamaño real —contestó. El círculo que rodeaba el árbol celta tenía unos doce centímetros de diámetro. Al principio lo había querido más pequeño, pero Heath la había convencido de que se lo hiciera más grande para que los agujeros entre los nudos permanecieran claramente visibles con el paso de los años.

—Va a quedar precioso. Pero claro, estará en tu piel, así que eso no lo dudaba —dijo. Se inclinó y le dio un beso en la mejilla, aprovechando para hacerle un arrumaco—. ¿Quieres Cambiarte mientras pongo la mesa?

—Sí —contestó—. Buen plan.

La cocina, el comedor y el salón estaban concentrados en un solo espacio, y la puerta de su habitación se encontraba al fondo. Se detuvo allí y se volvió. Edward estaba ocupado en la pequeña cocina, moviéndose con comodidad y familiaridad, y encajaba tan bien en aquel lugar. En el espacio de Isabella. Bueno, ahora era el espacio de ambos.

Todavía mantenía su casa adosada en Fairlington, pero raramente pasaba la noche allí. Y el mobiliario era tan básico que Edward prefería que no durmieran juntos en su casa, convencido de que Isabella se sentiría incómoda. Una parte de ella todavía no comprendía por qué, a estas alturas, todavía no se había mudado a su piso.

—¿Qué pasa? —preguntó Edward, dedicándole una mirada de escepticismo.

Isabella sonrió con descaro y se apoyó contra el marco de la puerta.

—Hoy me he montado en nuestro ascensor.

Edward sacudió la cabeza.

—¿Y ha ocurrido algo interesante?

—Pues me he quedado atrapada con un desconocido que era guapo a morir y le he comido la boca a oscuras. Lo normal —contestó.

—Eso no pasa nunca —replicó él, con una sonrisa pícara.

Isabella echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Todavía sonriente, se quitó la ropa del trabajo y se puso un par de jeans y una Camiseta lencera rosa con escote por la espalda; entonces se cubrió con un cárdigan de punto grueso y calentito de color caramelo.

Encontró a Edward sentado ante la mesa ya puesta, delante de varios recipientes de comida que estaban a rebosar de distintos tipos de fideos. Olía divino, a comida sabrosa y especiada, y Isabella pensó que podría comérselo todo ella sola.

Por un momento, la expresión de Edward le hizo pensar que estaba preocupado por algo, pero, cuando la vio, sus labios esbozaron una sonrisa de lo más sexi.

—¿Con que «guapo a morir», eh?

Riéndose, Isabella se sentó junto a él.

—¿Pretendes que te piropee un poco más, Cullen? Ya te dije que eras absolutamente magnífico.

—Ya, pero eso no es lo mismo que decir que soy guapo a morir —replicó, levantando una ceja. Dios, esa expresión expectante, petulante pero juguetona, añadida al piercing de la ceja y al pico de viuda de su pelo oscuro, la volvía loca.

Isabella agarró el tenedor.

—Bueno, pues a ver qué te parece esto: Eres absolutamente magnífico y no solo eres guapo a morir, sino que haces que el corazón se me desboque, que la boca se me haga agua y que se me caigan las bragas. Ocurre cada vez que te veo. ¿Ha sido un buen piropo?

La sonrisa de Edward se ensanchó lentamente. Pero qué sexi era.

—Me gusta cómo está yendo el día del tatuaje.

Isabella se echó a reír y sacudió la cabeza.

—A mí también.

*  *  *

Heroic Ink se encontraba junto al centro histórico de Alexandria, el barrio más antiguo de la ciudad, que originalmente, en la época colonial, había sido el puerto. Ubicado en una callejuela llena de tiendas de moda y restaurantes, el estudio de tatuajes, al parecer, tenía una extensa reputación por sus tatuajes militares de todo tipo, lo cual explicaba las fotografías de soldados y otros recuerdos de temática similar que colgaban en un collage gigante delante del mostrador.

Cuando cruzaron la puerta principal, la mujer de pelo azul que había en la recepción reconoció a Edward inmediatamente.

—Hombre, bienvenido —dijo—. Hace demasiado que no te veíamos por aquí.

—Ya lo sé, ya lo sé —contestó Edward, con una mano apoyada en la parte baja de la espalda de Isabella—. Rachel, esta es Isabella Swan. Viene a ver a Heath.

—Hola, Isabella —dijo Rachel, ofreciéndole una mano extensamente tatuada—. Encantada.

Isabella sonrió y le estrechó la mano. Aquella mujer era espectacular y fascinante. Tenía el pelo corto teñido de dos tonos de azul, un pendiente en la nariz y tatuajes por todos lados. Podría haberse pasado una hora escudriñándola y no habría apreciado todos los detalles. Y su sonrisa era cálida de verdad.

—Hola, Rachel. Estoy muy emocionada por estar aquí por fin.

—¿Es tu primer tatuaje? —preguntó, colocando una carpeta con un formulario delante de ella.

—Sí —contestó Isabella. Le dedicó una sonrisa descarada a Edward, que estaba abiertamente observándola mientras ella lo digería todo.

—Pues que empiece la fiesta —dijo Rachel.

Al poco rato, Isabella estaba sentada al revés en una silla, con el pelo recogido en un moño en la coronilla, y Heath estaba traspasando el esbozo al centro de la parte superior de su espalda, justo debajo de la nuca.

Heath era un tipo callado, lo cual, con total probabilidad, explicaba por qué se llevaba tan bien con Edward. Pero también podía ser gracioso y retorcidamente sarcástico, y además era guapo. Tenía el pelo moreno corto, una barba tupida y bigote, y una miríada de tatuajes asomaban por debajo de la Camiseta con el logo de un grupo y los jeans con agujeros.

Heath le entregó un espejo.

—¿Quieres echarle un vistazo al lugar en el que estará?

Isabella se acercó al espejo de cuerpo entero que había cerca de la silla y miró por encima del hombro. Se le llenó el estómago de nervios. El diseño era precioso y le encantaba, pero una parte de ella todavía no se podía creer que fuera a tatuarse. Jamás habría encontrado el valor para hacerlo, sin Edward.

No le importó que este se acercara a mirar, porque Heath no incluiría su pequeña sorpresa hasta el final.

—¿Qué te parece? —le preguntó a Edward mientras escudriñaba el dibujo a través del espejo. Bajo el árbol, las raíces estaban formadas por las iniciales C, R, E, J, I y S: los seis miembros de la familia Swan, incluyendo a su madre, Erin—. Yo creo que es perfecto.

—Estoy de acuerdo —contestó, con la mirada fija en su piel—. ¿Estás lista?

—Del todo —dijo.

El beso que le dio fue profundo e intenso.

—Solo con pensar en que te vas a hacer un tatuaje ya me aprietan los pantalones —le susurró al oído.

Vaya, ahora era ella la que tenía problemas en el área de los pantalones.

—Dejamos los aperitivos para luego, ¿te acuerdas?

Edward asintió, y su sonrisa torcida hizo que aparecieran sus hoyuelos.

Heath le dio unas cuantas instrucciones, y entonces su pistola de tatuar cobró vida con un zumbido.

—Avísame si te hace falta una pausa. Vamos a estar aquí un buen rato, así que no pasa nada.

Mojó las agujas de la pistola en un pequeño recipiente de tinta negra y se inclinó, apoyando la mano con guante de látex en su espalda.

Isabella se mordió el labio cuando las agujas entraron en contacto con su piel por primera vez. Causaban cierto dolor, como si un objeto casi afilado le estuviera rascando la espalda, pero era tolerable.

—Podría ser peor —le dijo a Edward, que estaba sentado en una silla delante de ella.

—Habrá zonas que sean más sensibles, pero no será nada inaguantable —dijo. Sus ojos oscuros estaban llenos de algo de lo más sexi: un poco de orgullo, un poco de satisfacción, y un poco de deseo. Los aperitivos serían deliciosos.

—¿Cómo lo llevas, Isabella? —preguntó Heath.

—Bien —respondió, mirando a Edward—. No hay problema.

—Me ha dicho Edward que os conocisteis en un ascensor —dijo Heath, con un tono divertido.

—Pues sí. Nos quedamos encerrados dentro durante más de cuatro horas —dijo Isabella, sonriente. Era un poco raro hablar con alguien a quien no podía mirar, pero no podía moverse mientras Heath estuviera trabajando—. En el edificio donde trabajo. Justo hoy he vuelto a montarme.

—Es una manera original de conocer gente nueva —dijo Heath, riéndose entre dientes—. ¿Por qué a mí no me pasan esas cosas?

—Quizás es que no te montas en bastantes ascensores —dijo Isabella.

La pistola de tatuar se apartó de su espalda. Heath se rio.

—Supongo que no —dijo al fin, inclinándose de nuevo.

Las agujas llegaron a un punto sensible sobre su columna vertebral, y Isabella hizo una mueca. Al principio había querido hacerse el tatuaje en el hombro, pero cuando había decidido aumentar el tamaño, había pensado que quedaría más equilibrado en el centro de la espalda. Heath la había advertido de que aquello significaría tatuar sobre huesos, lo cual dolía más, y había tenido razón.

Edward apoyó los codos en las rodillas para inclinarse hacia ella.

—¿Quieres jugar a las veinte preguntas? —preguntó.

Isabella sonrió. Sabía que solo pretendía distraerla, y apreciaba el gesto.

—¿Acaso queda alguna pregunta que no nos hayamos hecho?

—Probablemente —dijo—. Por ejemplo, creo que nunca te he preguntado cuál es tu postura sexual favorita.

—Nada de risas —dijo Heath, mientras Isabella intentaba reprimir una carcajada. Notó que se sonrojaba—. Esta conversación es demasiado privada. Por otro lado, me encanta escuchar las conversaciones privadas ajenas, así que responde sin pudor, Isabella.

Puesto que las agujas no estaban en su piel en aquel momento, se permitió reír.

—De acuerdo, supongo que sí quedan preguntas que no nos hemos hecho —dijo. Le guiñó un ojo a Edward mientras Heath volvía al trabajo—. Y, para responderte: la segunda parte de la noche en mi suelo.

La mirada de Edward se llenó de calor. Le dio un golpecito al doble piercing del labio con la punta de la lengua. Y eso causó que partes de Isabella se llenaran de calor, porque sabía el talento que aquella lengua poseía.

—¿Y la tuya? —preguntó, levantando una ceja.

—La misma noche, pero la primera postura —contestó, jugueteando con los piercings de nuevo. Así que su favorita era cuando Isabella estaba sobre él. También había sido una buena. Aquella posición le proporcionaba una fantástica panorámica de sus tatuajes y sus piercings, por no hablar de su rostro enigmático y atractivo, mientras se adentraba en su cuerpo una y otra vez. Todavía oía su voz diciendo «haz lo que quieras, Isabella. Úsame». Solo pensar en ello hizo que se retorciera en su silla.

—¿Cuál es tu festivo favorito y por qué? —preguntó.

—El Día de Acción de Gracias —respondió Edward de inmediato—. Porque este Día de Acción de Gracias ha sido la mejor celebración que he tenido en muchos años. Casi la mejor que recuerdo.

Oh. La respuesta le llenó el pecho de cariño e hizo que dos palabras muy especiales se le plantaran en la punta de la lengua.

—El Día de Acción de Gracias también es mi favorito, desde siempre. Aunque las Navidades se le acercan. Son las fiestas que siempre logran reunir a la familia.

Edward asintió.

—¿Qué Cambiarías en tu vida si pudieras?

Isabella lo observó durante un momento, preguntándose si aquella era una pregunta inocente, parte del juego, o si Edward todavía albergaba dudas sobre lo que ella sentía por Michael. Pero era una pregunta fácil.

—No Cambiaría nada.

Edward levantó una ceja y la miró con escepticismo.

—Tiene que haber algo.

Isabella se lo pensó durante un momento, y luego se tomó unos segundos para respirar hondo mientras Heath tatuaba una parte sensible.

—Bueno, pues me habría gustado que mi madre hubiera vivido más tiempo, para haberla podido conocer mejor. Pero sinceramente, si hubiera sido así, no sé si mi relación con mi padre sería tan cercana como es ahora. Es algo que odiaría perder. ¿Te hago la misma pregunta?

Isabella no quería exigirle una respuesta delante de Heath, pero Edward había formulado la pregunta siendo consciente de que ella querría devolvérsela. Así había sido el juego en el ascensor aquella noche, el juego que había ayudado a unirlos.

Edward asintió brevemente y se señaló a sí mismo con un gesto de mano.

—Me desharía de la ansiedad, la claustrofobia y toda esa mierda.

—Es comprensible —dijo, odiando que Edward quisiera Cambiar una parte de sí mismo cuando ella ya lo amaba tantísimo tal y como era. No quería un hombre perfecto, lo quería a él, en toda su gloria atractiva, divertida, considerada y a veces angustiada—. Pero piensa que si no hubieras sido claustrofóbico el día en que nos conocimos, quizá no me habrías pedido que hablara contigo en el ascensor. Quizá no habrías necesitado mi ayuda, y entonces no nos habríamos conocido tan a fondo.

Edward ladeó la cabeza y entornó los ojos, remarcando la dureza de su rostro tan masculino. Finalmente, asintió.

—No te falta razón. Ahora te toca a ti.

Con la intención de aligerar el ambiente, Isabella pensó en una pregunta divertida.

—¿Cuál es tu cita favorita de La princesa prometida? —dijo. Ya le asomaba una sonrisa solo con pensar en algunas de las suyas. Las películas de humor de todo tipo eran las que más le gustaban.

Edward sonrió con descaro.

—Cuando el Gran Vizzini dice «¡inconcebible!», y Montoya le responde «siempre usas esa palabra, y no creo que signifique lo que tú crees». Oh, o quizá cuando Vizzini exclama «¡basta de bromas, hablo en serio!», y Fezzik contesta...

—«¡Tu furor es un misterio!» —dijeron los tres al unísono. Heath apartó la pistola de su piel y todos se echaron a reír.

—Hay demasiadas citas espectaculares en esa película —dijo el tatuador.

—Es verdad —dijo Isabella. Le dolían las mejillas de tanto sonreír—. A mí me gusta el cura que dice «ed matimoño» en vez de «matrimonio»; y, por supuesto, el clásico «me llamo Iñigo Montoya. Tú mataste a mi padre...».

—«¡Prepárate a morir!» —dijeron de nuevo al unísono antes de estallar en carcajadas.

La ronda de preguntas duró un buen rato más. Hablaron de tonterías, como cuál era su sabor de helado favorito, qué pedirían como última comida, o qué otro país les gustaría visitar, puesto que ninguno de ellos había salido de Estados Unidos. También surgieron preguntas más serias, como a qué se dedicarían si no pudieran seguir trabajando en lo suyo, y qué había en los primeros puestos de sus listas de «cosas que hacer antes de morir». Como siempre, la conversación era divertida y cautivadora, animada y constante. Sus conversaciones siempre eran así.

—Ya tienes completados unos dos tercios —dijo Heath—. Vamos a tomarnos un respiro.

—De acuerdo —dijo Isabella, levantándose para estirar los músculos. Le tentaba mirarse en el espejo, pero quería esperar para ver el tatuaje cuando estuviera terminado.

Edward se puso a su lado para echar un vistazo, pero ella se apartó de un salto.

—Tú lo verás cuando lo vea yo: una vez terminado —dijo. No sabía si Heath ya había añadido la parte que Edward desconocía.

—¿Con esas me vienes? —preguntó con una sonrisa descarada.

—Pues sí —replicó, devolviéndole la sonrisa.

—Lo estás llevando muy bien, ¿sabes? —dijo Edward—. Es un tatuaje grande, para ser el primero.

Isabella se volvió para asegurarse de que Heath no estuviera justo detrás antes de contestar.

—Me gustan grandes, ya deberías saberlo.

La sonrisa que le lanzó Edward le indicó que le gustaría comérsela allí mismo.

—¿Cuando es la hora de los aperitivos?

—¿Lista para terminar? —dijo Heath, sentándose de nuevo en su taburete con ruedas.

—Sin duda —dijo Isabella, acomodándose en su silla—. Y que conste, Edward, que ya es casi la hora.
***
Edward había disfrutado de compartir la experiencia con Isabella, y seguía vagamente impresionado por el hecho de que hubiera querido hacerse un tatuaje. Sabía que a ella le gustaban sus tatuajes, pero le había dicho que siempre le había dado miedo que hicieran mucho daño. Y ahora que estaba tatuándose, apenas había reaccionado.

Aunque tampoco le sorprendía. Isabella era dulce y suave, pero también podía ser dura cuando hacía falta: como cuando le impedía dejarse llevar por sus paranoias, o lo bien que había asumido la muerte de su madre.

—Muy bien —dijo Heath al cabo de un rato—. Ya hemos terminado.

La sonrisa de Isabella dejó a Edward anonadado, la verdad.

—¿Puedo verlo ya? —preguntó la muchacha. Heath le entregó el espejo, y ella caminó casi de espaldas hacia el espejo de cuerpo entero que decoraba la pared—. Quiero verlo yo primera —dijo, dedicándole a Edward una sonrisa y sacándole la lengua. Durante un largo momento, Isabella se escudriñó, moviendo el espejo que tenía en la mano de un lado a otro. Entonces se le empañaron los ojos—. Me encanta, de verdad —dijo—. Heath, tienes muchísimo talento. Es increíble.

Su felicidad era palpable, y llenó a Edward de luz.

—Edward, esta mujer me cae muy bien. Puedes traérmela cuando quieras —dijo, guiñándole el ojo.

Isabella se echó a reír.

—Lo digo en serio, es magnífico. Mucho mejor de lo que había imaginado.

—Bueno, de nada —dijo Heath.

—¿Ahora me dejas verlo? —preguntó Edward, incapaz de reprimir su curiosidad.

—Adelante —dijo, adquiriendo una expresión tímida de repente. Se volvió, y Edward se acercó a ella.

La tinta negra quedaba impresionante contra su piel pálida. Y había tenido razón, el trabajo de Heath era tan meticuloso como siempre, nítido, definido y perfectamente ejecutado. Los nudos celtas eran preciosos, y la manera en que el árbol se fundía con ellos era interesante y única. En la parte inferior, seis iniciales en una tipografía de aspecto antiguo formaban una curva entre las raíces del árbol: E, R, E, J, I, S. Edward lo miró más de cerca. La segunda M tenía otra letra colgando, como una pequeña floritura. E.

—Di algo —dijo Isabella.

Encontró su mirada a través del espejo.

—Es increíble —dijo—. Y te queda fantástico, aunque eso no me sorprende. ¿Qué representa la E pequeñita? —preguntó. Aquel detalle no había aparecido en el esbozo que le había enseñado.

Mirándole a través del espejo, su expresión se suavizó y se encogió de hombros tímidamente.

—La E... te representa a ti.

Las palabras quedaron en el aire durante un momento, y le pareció que la habitación se encogía.

—¿A mí? —se oyó preguntar como si estuviera en la distancia. El pulso le resonaba en los oídos.

Isabella asintió.

—Pero... pero es... es tu árbol genealógico, representa tu familia —dijo, con la sensación de que la salita daba vueltas.

Al instante, Isabella se plantó delante de él, con las manos apoyadas en su pecho y mirándolo con sus brillantes ojos azules.

—Para mí, tú también formas parte de la familia, Edward. Quería que estuvieras en el árbol.

—No... no estoy... no estoy seguro —contestó. Sacudió la cabeza, abrumado y afectado—. O sea, es increíble que hayas querido hacerlo. Es que no me lo creo —continuó. No sabía muy bien lo que estaba diciendo.

Entonces se le ocurrió otra cosa. Isabella había puesto su inicial en su cuerpo. No era lo mismo que el nombre entero, pero se le acercaba. Y siempre había oído que tatuarse el nombre de un amante gafaba la relación. Traía mala suerte. ¿Y acaso había otro tipo de suerte para él?

Era una superstición tonta, claro. Pero era como su resistencia a decirle «te quiero», porque no quería tentar al destino, o a los dioses del caos, o a quien fuera responsable de que cosas malas ocurran a buenas personas. Su cerebro ya estaba imaginando las pequeñas maneras en las que aquella C podría transformarse en otra cosa: un corazón, un trébol, otro nudo.

Joder, ahí estaba él, negándose a confesar que la amaba, mientras que ella ya había declarado lo que sentía escribiéndose su inicial de forma permanente en la piel.

—Nadie ha hecho nada parecido por mí, Isabella —dijo al fin. Su cerebro estaba solo vagamente conectado a su boca—. Es... es increíble.

Su sonrisa era de pura alegría.

—Espero que no te importe. Cuando se me ocurrió, simplemente me pareció lo más natural. Así que decidí seguir adelante con la idea. Pase lo que pase, siempre formarás parte de mí.

«Pase lo que pase...»

—Vamos a vendarte —dijo Heath, indicándole con la mano que regresara a la silla.

Edward lo contempló mientras se ocupaba del tatuaje y escuchó las instrucciones que le daba para curárselo, pero lo hizo todo como si estuviera en otra habitación, o fuera de su cuerpo. El corazón le palpitaba con fuerza y sentía una opresión en el pecho.

Estaba claro que el tatuaje de su inicial había despertado sus ansiedades, pero no había dicho ninguna mentira: nadie había hecho algo tan especial por él. Jamás. Era solo que, por supuesto, aquello lo asustaba, joder.

Estaba aterrorizado, de hecho.

Tras todo lo que había perdido, ¿cómo podía poseer algo tan increíblemente valioso?



5 comentarios:

Anónimo dijo...

Muchas gracias por actualizar, moría de ganas por este capítulo dónde al fin salía el tatuaje, este pobre Edward es tan inseguro y con justa razón pero solo espero que no tome una decisión equivocada porque ese tal virus estomacal y esa hambre desmedida me suena a síntomas de embarazo quien sabe tal vez Bella tenga una sorpresa para este chico inseguro que lo hará tener que enfrentar la vida y sus relaciones, a amarce y aceptarse mas o talvez soloe este adelantado demasiado pero tiendo a especular ����, muchas gracias por el capítulo y actualiza pronto por favor.

TataXOXO dijo...

Ohhh parece que Bella le dio una sorpresa gigante co incluirlo en el tatuaje, solo espero que no se asuste de más y le ganen las inseguridades, porque se nota que Bella lo ama!!!!
Besos gigantes!!!!
XOXO

saraipineda dijo...

Wauuuuu lo bueno que solo fue el susto y que todos estén bien Edwards algo traumadon pero a de ser difícil pasar x algo así que triste prácticamente criar se solo ojala logre pasar de esto y reaser su vida con quien mas siiiiii con la castaña graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss graciasssssssssssssss

elizah dijo...

Parece que la sorpresa en el tatuaje revivirá episodios oscuros

Valeeeeeeeeee1 dijo...

Me encanto

ORACION A MI SEXY VAMPIRITO

Edward de mi guarda
De mi sexy compañia
Bebete mi sangre
De noche y de Dia
Hasta que caiga en tus brazos
Y sea tu marca de heroina